¡Qué bonita familia!

Tan unida y compenetrada.

Hacía mucho que el sol se había ocultado y Teresa no volvía. Había salido con la promesa de regresar con algo de comida para acallar el hambre acumulada a lo largo de la semana, pero el tiempo transcurría y ni de ella ni mucho menos de los alimentos se tenía pista. Sus hijos miraban a través de los vidrios rotos de la ventana, buscando anticipar su llegada. Con impaciencia e inocencia recorrían con la vista el paisaje, esperando encontrarla entre los muros de cartón y lámina de las otras chozas o bajando del cerro que marginaba aquel lugar de la civilización. Los minutos se iban lentos a diferencia de la calma, y la desesperación y la incertidumbre crecían en los chamacos, sumándose a esa aguda e insistente punzada en sus estómagos y haciendo de aquellos momentos una verdadera tortura. Algunos ojitos pintaban ya amargas lágrimas.

Ana, la mayor de entre los seis escuincles, al ser la más corroída, la más enterada de la crueldad con que el mundo y la mayoría de los que en él habitamos solemos tratar a personas como ella: gente sin recursos ni verdaderas oportunidades para obtenerlos, fue la primera en darse cuenta de que aquella espera era inútil, que su madre jamás retornaría. Sintió una profunda pena que amenazó con desgarrarle las entrañas, pero no culpó a Teresa, sino por el contrario, la comprendió. De haberse encontrado en aquella más que desafortunada situación: sola con un montón de mocosos y sin un peso en la bolsa, tal vez ella habría hecho lo mismo, quizá habría escapado sin siquiera voltear atrás, sin el menor remordimiento. No eran más que una carga, y sin duda lo mejor que alguien podría hacer con ellos era abandonarlos.

Tratando de aparentar una fuerza y una estabilidad emocional que a sus doce, si bien las circunstancias de la vida le habían obligado a crecer más aprisa de lo acostumbrado, no tenía, la niña les pidió a sus hermanitos que se sentaran en torno a la caja que jugaba el papel de mesa. Luego de una extenuante búsqueda, de entre todos los tiliches y desechos que adornaban su humildísimo hogar, sacó un trozo de pan duro y una manzana que rayaba en la descomposición. Tomó un cuchillo y, con la precisión con que la extrema austeridad en que vivían la había dotado, dividió ambos manjares en seis partes iguales y los repartió entre el mismo número de personas, tocándole a ella el pedazo de fruta con el peor aspecto. Cerrando los ojos, imaginando que frente a ellos estaban esos exóticos y deliciosos platillos que nunca habían siquiera olido, se tragaron aquel pan y aquella manzana. Los gestos de asco y los conatos de vómito no se hicieron esperar.

Una vez habiendo comido, la mayor de los chiquillos acomodó al batallón en aquel el único colchón que poseían. Apretados e incómodos, pero sabiendo que el sueño les haría olvidarse del gruñir de sus tripas por unas horas, uno a uno y rápidamente, se fueron quedando dormidos. Ana fue la última en hacerlo, y antes de que el peso de sus párpados la venciera, se prometió que, fuera como fuera, a costa de su propia vida de ser así preciso, no volverían a irse a la cama sin una cena digna. Sabiendo lo que tendría que sacrificar para cumplir ese propósito, se llevó una mano a la entrepierna antes de irse a llorar con Morfeo.

Bastantes años habían pasado desde esa trágica noche, y Ana aún sentía cómo un tétrico escalofrío viajaba por su espalda al recordarla. Las cosas eran distintas, ¡vaya que lo eran!, pero de su mente no podía borrar esas escenas: las caras suplicantes de esos hermanos de quienes no conocía ni su paradero y el malestar del abandono y la pobreza presionando su corazón. Ya no faltaba comida en su mesa. De hecho, había de sobra, pero su situación, a excepción del aspecto económico, no había sufrido cambios sustanciosos. El dinero y los lujos que su marido le proporcionaba eran dignos de una reina, sin embargo ella seguía sintiéndose una pordiosera, una mendiga que vestida con un costoso vestido y unas exclusivas zapatillas, tomó la charola con las bebidas y caminó hacia el jardín, donde sus amigas la esperaban para jugar canasta.

Tratando de olvidar aquellas épocas, simulando normalidad y metiéndose de nuevo en su disfraz de dama de sociedad, se dispuso a apostar los miles de pesos que antes tanto necesitó y nunca tuvo.


Al llegar al cruce de la sexta y América, marcando el reloj las veintidós horas con quince minutos, Leopoldo le ordenó a su chofer detener el auto al lado de una patrulla estacionada en mera esquina, obstruyendo la rampa para minusválidos. En cuanto el motor del vehículo se apagó, el rico empresario bajó el vidrio de la ventanilla y uno de los oficiales lo imitó enseguida. Sin decir palabra alguna, siendo todo aquello tan común y rutinario para los involucrados, el millonario le dio un fajo de billetes al policía y éste le entregó una bolsa de color negro a cambio. Los cristales iniciaron el camino hacia arriba y ambos coches arrancaron, uno en dirección opuesta al otro y a toda velocidad.

Con su automóvil en movimiento, Leopoldo abrió el paquete que había recibido de manos del miembro del cuerpo policiaco y, con el polvo que contenía, trazó una línea sobre el asiento. Inclinándose hasta que su nariz quedó al nivel de la terrosa sustancia, absorbió ésta y repitió la operación dos veces más. Esbozando una sonrisa mezcla de envidia, lástima e indiferencia, el chofer se limitó a conducir hasta la enorme y elegante mansión de su jefe.


Ana se preparaba para ir a la cama, cuando de repente escuchó la llegada de su esposo. Presurosa y con la intención de darle la bienvenida, corrió hacia la puerta con únicamente la ropa interior como atuendo. Leopoldo actuaba de manera extraña: bailoteando de un lado a otro y escupiendo incoherencias, señal que, estando acostumbrada a ese tipo de imágenes, su esposa interpretó sin equivocaciones.

¡¿Otra ves drogado?! – Exclamó Ana enfurecida.

¡¿Qué te importa, pendeja?! – Le gritó su marido soltándole una bofetada y arrojándose contra ella con la intención de hacerla suya.

¡Detente! – Exigió la perturbada mujer obteniendo otra cachetada como respuesta.

¡Cállate, puta de quinta! No te resistas, que para eso estás: para abrir las piernas cada que a mí se me antoje, para bajarme la calentura. O ¿qué?, ¿ya se te olvidó que de eso vivías? ¿Ya no te acuerdas de dónde te saqué, maldita zorra? No trates ahora de hacerte la digna. Ponte en cuatro que tengo ganas de darte por el culo – Ordenó Leopoldo tirándola al piso y abriéndose el pantalón para liberar su enhiesta verga.

Ana se arrastró tratando de alcanzar algún objeto con que golpear a su esposo, pero éste se lo impidió tomándola de los cabellos y estrellándole el rostro contra el lujoso mosaico de mármol, una y otra vez hasta destrozarle la nariz.

¡Maldita perra! Querías golpearme con la lámpara, ¿verdad? Ahora verás lo que te has ganado por ese atrevimiento – Amenazó el enfurecido y narcotizado sujeto antes de propinarle el primer puntapié.

Ana recibió cada uno de las patadas sin poder hacer otra cosa que quejarse. Su cuerpo mostraba moretones de arriba abajo y la sangre cubría su rostro. Para cuando su esposo se cansó de golpearla, no había un solo hueso ni un solo músculo que no le doliera. No le restaban fuerzas ni siquiera para articular palabra, así que no pudo oponerse cuando su sostén y sus bragas fueron arrancadas dejándola completamente desnuda. Al sentir la primer caricia sobre sus senos y luego los toqueteos en su sexo y sus nalgas, cerró los ojos y probó a imaginarse cosas bonitas, pero las frases y los insultos de Leopoldo no le permitieron evadirse de la realidad.

¿Te gusta la verga? Sí, seguro que te encanta. ¿Cómo no, si la mayor parte de tu vida la has vivido con una adentro? ¡Eres bien puta, Anita!, y a las putas como tú no queda de otra que tratarlas como animales, que cogérselas por el culo cómo si fueran unas perritas – Le decía su cónyuge pasándole su hinchado miembro por toda la cara, recogiendo la sangre en sus mejillas para llevarla hasta sus labios al tiempo que le atravesaba el ano con un par de dedos.

Ana, cómo cada vez que aquel escenario se presentaba, maldijo la hora en que conoció a Leopoldo, la hora en que se dejó engatusar por sus detalles y sus promesas de amor, por esas palabras lindas que exactamente al año de casados se transformaron en insultos, humillaciones y golpes. Reprochándose el ser tan estúpida y tan cobarde, el sentirse tan poca cosa que ni siquiera tenía el valor para levantar la bocina y denunciar los abusos a los que era sometida, se resignó a ser violada por enésima vez. Estática y con la mirada perdida, sintió como el erecto pene de su esposo descendía por su vientre en busca de algún orificio que profanar y, cuando creía que había llegado el momento de la penetración, cuando había apretado los dientes alistándose para la primera feroz y dolorosa estocada, algo cambió: esas manos y ese falo verdugos la dejaron en paz.

¡Mira nada más lo cerda que te has puesto! ¡Estás toda llena de celulitis y de estrías! ¡Me das asco, Ana! Ni a un perro le apetecería follarte viéndote ese par de tetas caídas y esas nalgas aguadas. Sé que no puedes dormir sin antes haber tenido mi verga dentro, pero ni modo, tú tienes la culpa por ser una vieja gorda e inmunda. Hoy no tendrás carne para la cena, se la daré a otra que sí se la merezca – Apuntó Leopoldo guardando su polla.

Ana se sintió aliviada al escuchar aquellas palabras, pero en cuanto se percató de la dirección que había tomado su marido, el mundo se le vino encima. Esperando lo peor, sintiendo que el corazón se le encogía, haciendo un esfuerzo sobrehumano, completamente aterrorizada y dejando un rastro carmesí a su paso, se enfiló hacia las escaleras.


Harta de intentar resolver los complicados problemas matemáticos que el profesor más odioso de la preparatoria le había dejado como castigo a su bajo porcentaje de asistencias, cansada de sus nulos avances, Sandra cerró la libreta, encendió el modular y se paró a bailar. Así, mientras sus padres representaban una escena digna del más lacrimógeno melodrama, ella se contoneaba a ritmo de dance . Al tiempo que los golpes y los gritos llenaban la sala, sus prominentes senos y su hábil cadera se meneaban con esa sensualidad mezcla de inocencia y lujuria que sólo una adolescente jugando a ser mujer puede emanar.

Con cada nota que escapaba de las bocinas, con cada frase que entraba a sus oídos, la muchacha se iba olvidando del mundo. Cómo si sus manos fueron las de alguien más, frotaba su entrepierna por encima de sus jeans, al principio de manera suave y luego cómo si quisiera traspasar la mezclilla. En poco rato se encontró tirada en el suelo, desnuda de la cintura para abajo y masturbándose frenética y gustosamente. Fue en ese introducirse un par de dedos que su padre entró a la habitación sin avisar.

¡Estás caliente, hijita! – Pronunció el atontado individuo sin quitar la vista del sexo de la chica.

¡Y tú drogado, papá! Pásate un poco, ¿no? – Le pidió Sandra sin parar de auto penetrarse.

Si te portas bien y eres buena conmigo… – Le sugirió Leopoldo hincándose a su lado, retirándole la mano y sustituyendo ésta con la suya.

¡Ah! – Gimió la muchacha al atravesarla los dedos de su padre – Tú nada más di.

Con la mano que le quedaba libre, Leopoldo desabotonó sus pantalones y éstos cayeron hasta sus rodillas. Su hija, sin necesidad de así indicárselo, cambió de posición y, sin preámbulos, le bajó los calzoncillos para de inmediato tragarse su palpitante verga y arrancarle un suspiro que lo impulsó a acelerar sus movimientos masturbatorios sobre aquella enrojecida y húmeda vulva. Y mientras los labios de la jovencita envolvían aquel firme y grueso trozo de carne y la izquierda del tipo se sumergía en aquella cálida y estrecha cueva, los sonidos de gozo que ambos emitían se perdían entre las melodías que no dejaban de sonar.

Cerca de diez minutos transcurrieron sin haber cambios, hasta que Sandra detuvo su mamada, imposibilitada a concentrarse en otra cosa que no fuera disfrutar del enorme placer que la embargaba. Su padre, al darse cuenta de ello, la recostó otra vez sobre la alfombra, le separó las piernas y, siendo aquel el instante indicado para ello, se preparó para invadirla. Deleitándose con las expresiones que desfiguraban el rostro de su hija, Leopoldo se acomodó entre aquellos delgados pero exquisitos muslos y, dejándose caer, hundió su endurecida y babeante polla hasta el fondo de aquel lampiño y tibio sexo.

Al sentirse perforada por la impresionante herramienta de su padre, Sandra no pudo contenerse más y reventó en un apasionado orgasmo que por unos segundos le arrebató el conocimiento y la conciencia. Ya recuperada, pudo percibir como sus adentros eran rasgados de manera sumamente grata por las furiosas embestidas de su progenitor y, para asegurarse de que no se detendría, lo apretó contra su cuerpo utilizando manos y piernas.

¡No te preocupes, hijita! – Apuntó Leopoldo – No me voy a ir a ningún lado, no hasta haberte regado con mi leche.

Más te vale, vejete. – Señaló ella.

Desde aquella vez que la sorprendiera con la polla de su novio en la boca, y utilizándolo como arma para librarse del castigo primero y para conseguir lo que le placiera después, Sandra mantenía relaciones con su padre de manera regular, pero nunca lo había gozado tanto como esa noche en que la sorprendió masturbándose mientras escuchaba la radio. Había algo extra en el ambiente que la satisfacía más que ocasiones anteriores, algo que tenía a su incestuoso amante con más ganas y no se trataba de los efectos de la coca, algo que no sabía con exactitud que era y tampoco le importaba, pues aquel polvo estaba resultando soberbio y, a fin de cuentas, las causas no eran relevantes. Sumida en una intensa oleada de placer, se centró en deleitarse al máximo con el momento.


Habiendo dejado su sangre a lo largo del trayecto y sacando fuerzas de flaqueza, Ana alcanzó la habitación de su pequeña, como solía llamar a su hija en su ignorar la personalidad y costumbres de ésta. En su ingenuo creer que, en su estado, podría hacer algo para evitar que su enloquecido marido lastimara a Sandra, levantó la cabeza y miró hacia dentro del cuarto, descubriendo una imagen que le dolió más que cualquiera de los puntapiés que Leopoldo le zumbara minutos antes. Incrédula y pensándose en una pesadilla, observó como su muchacha cabalgaba a su propio padre, gritando de placer cada vez que se encajaba el miembro de éste, gozando como una puta con cada sentonzazo.

¿Te gusta sentarte en mi verga, chiquita? ¿Te gusta sentirla dentro? – Preguntaba Leopoldo estrujando los pechos de su hija, y su mujer sentía que le faltaba el aire.

Sí, papi, ¡me encanta¡ ¡Ah¡ ¡Ah¡ – Chillaba Sandra acelerando el sube y baja, y la cabeza de su madre dando vueltas en un remolino de vergüenza, decepción y asco.

Por un momento, Ana pensó que hubiera preferido encontrarse con una escena de violación que toparse con aquella grotesca fotografía. No estaba preparada para ser testigo del cariño más que fraternal que existía entre su esposo y su hija. La impresión fue tan grande, que poco a poco se le fue yendo el sentido y sus ojos terminaron por cerrarse, perdiéndose el maravilloso orgasmo simultáneo que inundó esos dos cuerpos fundidos sobre el piso, ese éxtasis total reflejado en alaridos, espasmos y brotar de fluidos.

Leopoldo, luego de un prolongado "sí", eyaculó en el interior de Sandra, y está, conforme los chorros de semen la impactaban por dentro, fue subiendo y subiendo hasta llegar a lo más alto, y entonces se derramó copiosamente en medio de gemidos animal éscos que su madre, inconsciente a las afueras de su recámara, ya no pudo escuchar. Y habiendo ambos terminado, sin reparar un solo instante en Ana, se sentaron a escuchar música mientras recuperaban las fuerzas necesarias para otro encuentro.