P.V.e.I: Pianos Lustrosos (11): Morbosos recuerdos
Un hombre empieza a recordar la historia de infidelidad y morbosa lujuria que transformaron su vida y la de su hermosa esposa. VERSIÓN CORTA.
Me sentía fatal esos días. Al estrés del trabajo se había sumado los problemas con mi esposa. No quería hacer nada, sólo descansar. Sin embargo, esa noche, cuando mi mujer salió con un vestido negro con rayas horizontales azules que le quedaba de infarto y me preguntó si quería salir a cenar afuera mi única respuesta fue mover mi cabeza afirmativamente mientras contemplaba las femeninas curvas. Las largas piernas subían y se transformaban en aquel voluptuoso trasero. Ana era hermosa y deseable. Mientras me arreglaba, no podía evitar observar como maquillaba sus labios carnosos o como aquellos firmes senos rellenaban el escote pletórico.
Afuera ya no hacía frío. Había sido una semana calurosa y la noche estaba especialmente despejada. Nuestro BMW enfilo por la avenida mientras escuchábamos un disco con canciones de The Beatles y Geoge Harrison. Mientras conducía escuchaba a Ana hablar de su trabajo, pero mi atención principal estaba en la falda que se le había subido, dejando sus piernas casi totalmente expuestas. Era un vestido muy corto y ajustado, pensé. Hace un año Ana jamás hubiera pensado usar un vestido así para salir a cenar.
Cenamos en un restorán francés del centro, en unas galerías muy bonitas que intercalaban tiendas de arte y finos restoranes. Desde que entramos noté las miradas de los hombres sobre mi mujer, cosa que ella pareció agradecer. Se le notaba risueña y coqueta, no sólo conmigo, sino con cualquier hombre que se cruzaba en su camino. Coqueteó con el mesero en la mesa y con el barman al que le preguntó algo, camino al baño. Ana bebió abundante vino e incluso insistió en que termináramos la segunda botella que habíamos pedido.
- Vamos a bailar –me pidió-. No bailamos hace mucho.
Era verdad. Buscamos un lugar donde dejar el automóvil y caminamos unas cuadras a una discoteca que ni Ana ni yo conocíamos. Era un lugar nuevo y lleno de luces. Había tres barras y dos pistas de baile, además, de varias zonas con asientos, mesas y un área VIP en la cual había que pagar un importe bastante caro o hacerse socio del club.
Nos sentamos en la barra y pedí un trago. Ana pidió una botella de champaña y una copa. Salimos a bailar a la pista. Ana dejó la botella de Champaña en el suelo, a nuestro lado y bebíamos de ella cada cierto rato. Pasó un buen rato. Notaba que varios hombres miraban a mi chica. Ana también lo notaba. Bailaba conmigo, pero se notaba que algunos de sus movimientos poseían una fuerte carga lasciva. Era como si se estuviera exponiendo.
Volvimos a la barra y pedimos otra botella de champaña. Ana se retiró al baño y yo aproveché de orinar también. Cuando volví a la barra una chica se me acercó y me pidió una copa. Se notaba muy borracha y tenía muy mal aspecto. Me negué. La chica reclamó mi atención y justo en el momento en que me agarraba el brazo para insistir en que le comprara una copa Ana apareció. Se le notaba furiosa. Tomó a la chica del cuello y la arrojó violentamente al suelo.
- ¡Deja a mi esposo, puta! –las palabras de Ana rezumaban ira.
Ana me tomó de la mano, tomó la botella de champaña y me llevó al otro lado de la discoteca.
- Vaya puta –gritó-. No te puedo dejar un minuto solo.
Noté que empezaba a montar una escena de celos. Casi nunca le di motivos a Ana para que aquellos celos afloraran, pero cuando Ana se sentía vulnerable estallaba como dinamita cuya mecha prendía con la menor chispa.
- Vamos, cariño. La chica estaba borracha. He tratado de apartarla o ignorarla, pero no he podido alejarla antes de que llegaras. No ha sido algo tan terrible para echar a perder esta noche.
Ana me observó en silencio. Sus ojos estaban brillantes y parecían contener toda su ira. Luego de un momento, pareció tomar una decisión. Tomó la botella de champaña y tomó un sorbo directamente de la botella.
- Vamos a sentarnos –anunció con frialdad, dándome la espalda.
La seguí. Era imposible no seguir a ese culito redondo moviéndose y alejándose de mí. Estuvimos un rato en silencio, escuchando la música y observando la pista. Me parecía una exageración la actitud de Ana. Mi esposa seguía bebiendo de la botella y no parecía querer compartir el contenido de ésta. Iba a hablarle cuando una voz me interrumpió.
- Disculpa –dijo un sonriente hombre de unos treinta y algo-, Soy Felipe. Me permite bailar una pieza.
El hombre, vestido con una camiseta blanca que decía “Máster of Sex” y un pantalón oscuro y ajustado habló directamente con Ana, ignorándome.
- Voy a bailar, ya que tú no quieres bailar conmigo –anunció mi mujer y salió a la pista de la mano de ese hombre.
Me quedé un poco sorprendido por las palabras mi mujer. En la pista una canción de moda parecía llamar a hombres y mujeres a moverse con desespero. La sonrisa de dientes blancos y perfectos de mi esposa era dirigida a otro hombre y yo no pensaba quedarme ahí, sin hace nada. Me levanté y fui a la pista.
- Ana. Vamos –le dije a su lado, casi gritando-. Baila conmigo.
Ana me ignoró.
Vamos, Ana –le dijo un poco molesto-. No seas así.
¿Así? ¿Cómo así? –respondió molesta, casi histérica.
Yo no sabía qué hacer. Se notaba que mi mujer había bebido demasiado y estaba enfurecida por algo que no entendía. Traté de tomarla del brazo, pero ella se resistió. Además, su acompañante, el tipo de la camiseta blanca, me enfrentó.
- Déjala, imbécil –me amenazó con los puños.
Ana continuó bailando, indiferente a la tensión que había entre los dos machos que se la disputaban.
- ¿Cómo quieras? –le dije a mi esposa, ignorando al tipejo insolente-. Te esperaré en la mesa. No te demores.
Debí sacarla de ahí, pero me sentía irritado con Ana. Si hacía una escena de celos Ana ganaría. Me fui y me senté en la mesa, molesto. Saqué mi celular y empecé a leer mis correos electrónicos mientras echaba una mirada a la pista.
Mi esposa continuó en la pista, bailando. Una botella de licor circulaba entre los bailarines. Cuando llegó a las manos de Ana, bebió abundantemente y luego continuó bailando. El tipo de la camiseta blanca bailaba muy cerca y Ana parecía divertirse. Le sonreía y giraba muy cerca de él. Notaba que los celos hacían temblar mi cuerpo, pero mi orgullo me impedía levantarme y sacarla de la pista. El tipo estiraba las manos y se las ponía en la cintura para hacerla girar o atraerla más cerca. Ana puso las manos alrededor de su cuello y le dijo algo al oído. Él le respondió de la misma forma. No sé qué se dirían, pero cada palabra era una estocada que se hundía en mi cuerpo hasta las entrañas.
Una canción empezó a sonar y mucha gente corrió a la pista. No sé qué artista era, pero la canción parecía muy popular. La pista de baile se llenó de personas y las luces oscilaban entre una luminosidad extrema y la total oscuridad. Perdí el rastro de mi mujer y del tipo de la camiseta blanca. Los busqué, pero no había forma entre tanta gente. Me levanté y me empecé a pasear de un lado a otro, buscándolos. ¿Dónde estás, Ana? , me pregunté. Pero no daba con ellos.
Una fuerte luz me cegó y luego la oscuridad pareció más intensa, sin embargo, entre las sombres pude ver el vestido negro de rayas azules de Ana. En una esquina, mientras la gente bailaba contagiada por el popular ritmo de aquella canción que yo desconocía, mi mujer estaba completamente inmóvil. Estaba así porque se estaba besando con aquel desconocido. Me quedé mirando, impactado. El desconocido la besaba con pasión, metiéndole la lengua en la boca. Sus manos no se quedaban quietas recorriendo el cuerpo de mi mujer, apretando el culo mientras la otra la retenía de la cintura.
No reaccioné hasta que observé que el tipo arrastraba a mi mujer por unas escaleras. Mi mujer tenía una botella de licor en la mano y se le notaba desorientada. Los seguí, tratando de hacerme paso entre la gente. Mi mujer siguió al hombre hasta el área VIP, donde los perdí de viste luego de hablar con un tipo. Con premura logré conseguí alcanzar las escaleras y entrar al área VIP después de sortear la burocracia y el pago del importe. Caminé por una zona común que desembocaba en una terraza que dominaba la pista. Había un bar, varios asientos y mesitas. Muchos hombres de trajes caros y mujeres en minivestidos se paseaban con miradas nubladas por el alcohol. Pero no había rastro de Ana o su acompañante.
Continué buscando por un pasillo curvo y poco iluminado que parecía contener varios cuartos privados. Había hombres y mujeres besándose, una pareja haciendo el amor apoyados contra un pilar y un anciano con la verga afuera mientras dos rubias, una de unos treinta y otra de unos cuarenta, le hacían una mamada. Yo abría las puertas en el camino sólo para comprobar que no estaba Ana. Lo que me encontraba en los pasillos era sólo la punta del iceberg de lo que pasaba en aquel lugar. Continué abriendo puertas. Dos hombres observaban a una chica masturbarse, una mujer de cuarenta dormía sobre un sillón, un joven desnudo dibujaba sobre una bloc de notas y varias parejas bailaban y bebían. Pero no encontré a Ana en ningún cuarto.
Al final, había una cadena y una escalera con una advertencia de No Pasar . Pensé en volver sobre mis pasos, pero traspasé la cadena, subí por los escalones y continué. Arriba había oficinas. Algunas estaban vacías, otras con personas que no se dieron cuenta de mi presencia.
Caminé muy atento, con todos sentidos en la búsqueda. Entonces, escuché un ruido tras una puerta, justo a mi lado. La abrí y entré. Estaba oscuro. Con la mano apoyada en la pared, avancé hasta dar con una sala iluminada por velas. Las siluetas de muebles y lámparas se hicieron visibles, así como la silueta de dos cuerpos moverse junto a un piano de cola. Es increíble que lo primero que reconocí fuera el piano de cola Bösendorfer. Me pregunté ¿Qué hacía ahí ese lustroso piano? Inmediatamente después, noté la camiseta blanca del acompañante de Ana y después a mi mujer.
Ana estaba de pié, inclinada de tal forma que formando un ángulo de noventa grados. Tenía las piernas abiertas y con las manos se apoyaba sobre el asiento del piano. Tenía el vestido levantado y la cola expuesta. Atrás de mi mujer, el tipo de la camiseta blanca le había echado a un lado el pequeño tanga oscuro y le comía el coño con fruición.
Sentí que perdía la conciencia y caí hacia a un lado. Alcancé a apoyarme contra la pared, incapaz de actuar en conciencia.
- ¿Te gusta así, putita? –preguntó el hombre de la camiseta blanca.
Mi mujer no respondió. Escuchaba su respiración entrecortada y algún suspiro. Ana parecía concentrada en disfrutar de aquella lengua ajena recorriendo una zona de su cuerpo que sólo estaba reservada a su esposo. Las manos del intruso recorrieron los labios vaginales y jugaron con su clítoris. Ana gimió, envuelta en el placer de aquellos dedos.
Di mi nombre –pidió el desconocido.
Felipe –se apresuró a responder Ana.
El tal Felipe la penetró con un dedo mientras atrapaba el clítoris entre sus labios y se “comía” el sexo de mi esposa con hambre. Ana volvió a gemir y a repetir el nombre de su amante. Felipe. Felipe. Felipe , repitió una y otra vez. El hombre hizo que se pusiera de pie. Ana sonrió y mientras él la tomaba por la cintura ella le tomaba por los hombres, acariciándolo. Ana estaba entregada. Se besaron lentamente, sin prisa. Las manos de Felipe se paseaban por su cintura y su trasero. Al mismo tiempo, ella le acariciaba su espalda y su cuello. Luego, aquel hombre le acarició los senos mientras Ana se detenía a observar como sus mamas eran tomadas sin vergüenza. Parecía calentarle el hecho de que la tocara un desconocido, pues Ana empezó a sacarle la camiseta a su amante.
Entre las sombras, contra la pared, permanecí inmóvil. Era incapaz de actuar, incluso cuando el tipo se sacó la camiseta y volvió a besar a mi mujer. Ana parecía susurrarle algo mientras le besaba. El tal Felipe no le respondía, sólo continuaba besándola, acariciando su cuerpo y agarrando su redonda cola o sus grandes tetas. Ana pareció impresionada con la musculosa anatomía de aquel macho. Los músculos marcados del tórax y el abdomen no tardaron en ser acariciados y besados por mi mujer. Los labios sensuales y carnosos de Ana besaban el cuello, lamían las tetillas del hombre y bajaba recorriendo los abdominales. Sin quererlo, era testigo como la mano de Ana empezaba a desabrochar el pantalón de aquel desconocido.
Ana quedó arrodillada frente a su amante, extrajo la verga y la contempló un momento.
- Sabía que la tenías grande –aseguró mi infiel mujer-. Últimamente tengo un sexto sentido para hallar una buena verga.
En verdad no era una verga normal. Sin duda, Ana había encontrado un macho dotado aquella noche. Sin esperar un momento más, mi infiel esposa empezó a lamer la verga anónima antes de metérsela en la boca. Parte del grueso glande y el tronco desaparecieron para reaparecer de inmediato. La escena se repitió, el rostro de mi mujer desaparecía en medio de la entrepierna de aquel desconocido brindándole placer. Ana se ayudaba con las manos, masturbándole y acariciándole los testículos. Mamaba la verga con maestría, como nunca me lo había hecho. Chupaba la punta del pene y se la metía a la boca, lamía todo el tronco y luego los testículos. A veces se detenía para besarlo y lamerle los abdominales, antes de volver a darle sexo oral. Largos minutos llevaron a Felipe a sentarse en el asiento del piano mientras mi mujer seguía entregándole una mamada monumental.
Ana se detuvo y se puso de pie. Sabiendo lo que quería, el hombre tomó la iniciativa. Movió un sofá de tal forma que reveló un sofá cama. Desnudo sobre la cama, el tal Felipe esperó a mi mujer, aún de pié. Ana parecía obnubilada con los marcados músculos del hombre y la verga enhiesta. Se paseó alrededor del sofá cama mirándolo. Lentamente, se empezó a sacar el vestido negro de rayas azules revelando ese cuerpo voluptuoso y sensual que me tenía loco. Una tanga pequeña y un sujetador de media copa y oscuro a juego eran todo. Se había sacado las sandalias de taco fino y alto, pero su amante le pidió que se las pusiera nuevamente.
- Me encanta como te quedan esos tacos –le dijo a mi mujer.
Ana hizo todo lo que le pedía el desconocido. Se subió al sofá y de pié ante su amante empezó a bailar de manera cadenciosa e insinuante.
Traté de incorporarme y evitar aquella locura, pero el cuerpo no me respondía. Sólo podía sentir mi pene erecto. Estaba tan duro que dolía contra el pantalón.
Ana en tanto bailaba sobre su amante, con su sexo justo sobre la verga de aquel maldito. Felipe le acariciaba el femenino muslo, acariciando el sexo y las redondas nalgas de mi mujer. La tanguita era pequeña y no tardó en desaparecer. Ana se arrodilló sobre el sexo erecto de su amante. Hizo rozar su entrepierna con el pene moviendo su pelvis hacia adelante y hacia atrás, repetitivamente. Mi mujer estaba caliente. Se le notaba porque empezó a mover en círculos su cintura para pasear el pene sobre el clítoris.
Felipe aprovechó para sacar el sujetador y los senos de Ana empezaron a recibir besos y lamidas. Mi mujer empezó a gemir con los brazos sobre los musculosos hombros de su amante. Ana lo atraía del cuello para que lamiera bien sus pezones y le diera placer.
¿Te gusta, putita?
Si –respondió mi mujer.
Ana tomó la verga con una mano y empezó a pasarla por su sexo. Podía notar lo mojada que estaba. El brillo pareció más intenso cuando en una rápida maniobra colocó la punta en su sexo y la introdujo. Media verga se coló rápidamente en el sexo de mi mujer.
- Aaaahhhhhh dios… -clamó mi mujer-. Un poco más.
La verga se hundió casi completa y salió casi al instante. Mi mujer bajaba y subía sobre su amante. La penetración pareció más fácil de lo que parecía. Ana se movió con soltura, como un jinete que ha cabalgado desde la infancia. Inmóvil y en silencio, la veía saltar, con los senos en la boca de aquel desgraciado. Las manos del tipo le agarraban con firmeza la carne compacta de sus glúteos, marcando el ritmo u obligándola a meterse bien a fondo esa vigorosa verga. No parecía haber fin para mi calvario.
Contra la pared, logré liberar mi pene de su prisión. Estaba duro y parecía más grande que nunca. Por alguna razón que no entiendo empecé a tocarlo. Sentía miedo al hacerlo, pero era algo que necesitaba hacer. Mientras mi mujer se follaba a un desconocido, yo estaba ahí tocándome. No sé por qué lo hacía, pero era cierto.
El tipo acomodó a mi mujer sobre la cama y dejándola apoyada en sus cuatro extremidades, de perrito, le lamió la vulva antes de penetrarla de nuevo. Entonces, empezó a follarla con brío. La tomaba de las caderas y profundizaba la penetración mientras aumentaba la velocidad de sus movimientos.
- Así… más rápido… Así… Dame duro, cabrón –gritaba mi mujer.
Ana gemía y el tipo sabía que mi mujer estaba bien caliente. Empezó a juguetear con su ano, acariciándolo mientras la penetraba. Ana parecía cada vez más escandalosa en sus gemidos y gritos. Felipe le metió un dedo en el ano y mi mujer no reclamo. Todo lo contrario, Ana movía su cuerpo hacia atrás para sentir la verga más adentro.
¿Te han follado por atrás? –la pregunta resonó en la habitación.
Si, cabrón… no te detengas… agárrame las tetas… -la respuesta de Ana no dejaba dudas.
El tipo le agarró las tetas y enlenteció la penetración.
No te pares, cariño… no dejes de metérmela –pidió Ana, terriblemente caliente.
Está bien –la voz del hombre se transformó en un susurro-. Pero entrégame la cola.
Ok, pero quiero correrme primero –pidió mi desvergonzada mujer.
El musculoso individuo empezó a coger a mi mujer con fuerza. Con una mano acariciaba con bravura el clítoris y con otra agarraba una teta o estiraba un pezón. Ana gemía y decía cosas que me dolían.
Vamos… sigue así… que verga tan rica… más… ah… aha… sigue, cabrón.
Dios… más fuerte… un poco más… que rica verga… déjame ponerle unos cuernos bien grandes al marica de mi marido… vamos así… un poco más.
El tipo también la hostigaba para que entregara respuestas picantes y aumentar el morbo de la follada.
Eres una putita… seguro que tu marido la tiene más chica –le decía.
Si, insignificante… Mucho más pequeña… es un cabrón impotente… una verga flácida –le respondía Ana en medio de gemidos.
Dime ¿Le entregaste el culo al cabrón de tu marido? –preguntó Felipe, con dos dedos en el ano.
No… ese cabrón sueña noche y día por lo que me harás ahora… cabrón… que rico se siente… que verga…. Un poco más… así, amor.
Ana gimió más fuerte. El pene entraba y salía con una velocidad increíble. Sin proponérmelo, mi mano imitaba el movimiento sobre mi propia verga. Me estaba masturbando dolorosamente. Era una locura. De pronto, me pareció que Ana miraba en mi dirección y mordiéndome la lengua, me corrí.
- Oh Dios, me corro –anunció Ana, en el mismo instante-. Aaahhhhhh dios… que gusto… mmmmnnnnnnghhh.
Ana no alcanzó a caer. El tipo la sostuvo y aprovechó la indefensión de mi mujer para empezar a penetrarla por el ano. No fue fácil y Ana se debatió un momento.
- No, cabrón… así no… -le decía mi mujer.
El tipo escupió el ano de mi esposa varias veces y dejó caer nuevamente su verga. Con paciencia se fue abriendo entre los glúteos de Ana.
- Aaaaahhhhgggg –lanzó un alarido mi mujer.
El silencio se mantuvo un momento y sólo la respiración de aquel desgraciado me llegaba a mis oídos. Sin embargo, pronto percibí el moviendo de la enculada. Ana estaba recibiendo sexo anal. El inicial silencio y la sumisión de Ana se transformaron en movimiento estudiados de mi mujer. De su boca salían quejidos roncos y pequeños gritos.
- Cuidado… ah… dios… ¡ay! Más lento… más despacio… ah… así.
Sin duda, empezó a acostumbrarse. Mi mujer se acomodó en la cama, aún de perrito. Empezó a mover su curvilíneo culo y adaptarse a aquella singular cogida. La verga se hundía en su ano, desaparecía y luego volvía a emerger. El movimiento era cada vez más rápido y los amantes parecían disfrutar cada vez más.
Eso… acaricia mi clítoris, amor… caliéntame… ah… caliéntame hasta hacerme correr de nuevo.
¿Quieres correrte cabrona? –le preguntó Felipe.
Si. Una y otra vez, campeón. Dame verga –respondió mi lujuriosa e infiel esposa.
Que cuerpazo, putita –dijo admirado el amante de Ana, acariciando el femenino cuerpo-. No tiene desperdicio.
¿Te gusta, campeón? –preguntó mi mujer, buscándole la boca.
Se besaron. Sus lenguas se fundían en un ritual profano y lascivo.
Claro que me gustas, putita –aseguró Felipe, apurando la follada-. Quiero volver a follarte una y otra vez. Quiero que seas mía.
Si, campeón. Seré tuya… ah… sólo tuya… aaaahhhhhhhh… que caliente estoy… que caliente me tienes… me corro… méteme los dedos hasta el útero… párteme el culo con tu verga… me corro, cabrón -respondió mi mujer, corriéndose de nuevo.
Mi mujer se convulsión y cayó sobre la cama.
- Quiero correrme en tus tetas y en tu cara.
Ana se giró, respirando agitada. Miró como su amante se meneaba la verga sobre la cara. No tuvo que esperar mucho. De pronto de aquel pene empezó a saltar un líquido blanco y espeso que cayó con violencia sobre la cara de Ana. Sin detenerse, Felipe apuntó y los últimos residuos de semen cayeron sobre los grandes senos de mi mujer. Como una puta, Ana llevó el líquido viscoso a la boca y lo probó.
Eres una guarra –le dijo Felipe.
Y tú eres un toro, amor –respondió Ana, atrayéndolo para besarlo y compartir el semen de su boca.
Estuvieron abrazados en el sofá cama hasta que Ana empezó a vestirse mientras su amante yacía inmóvil.
Quédate… No tienes porque irte tan pronto –le dijo Felipe a Ana-. Aún podemos divertirnos.
Me tengo que ir. Mi esposo me espera ahí mismo –aseguró Ana, apuntando donde yo me encontraba.
Ana avanzó y se detuvo justo frente a mí. Se terminó de colocar el vestido y me observó. Ahí estaba, con la verga afuera y flácida.
- En verdad eres una verga flácida –me dijo-. ¿Te gustó ver a tu mujercita coger con otro hombre?
Me quedé de piedra, sin saber qué hacer o decir. Ana enfiló a la salida.
- Más vale que vengas conmigo o me buscaré otro macho afuera –amenazó Ana, cerrando la puerta tras de ella.
Salí tras sus pasos, con un sentimiento extraño en mis entrañas. Mientras salía por la puerta escuché la risa del desconocido y los tacos de Ana haciendo eco en el pasillo. Debía hacer algo. No podía dejar que Ana se saliera con la suya. Apuré el paso decidido a enfrentar a Ana. Ya vería esa puta quién era su esposo.