P.V.e.I: Pianos Lustrosos (10): Intermedio.

Matías Tomás Moro, un abogado talentoso y con una vida aparentemente perfecta, ha descubierto que su matrimonio se destruye. Ana, su hermosa y sensual mujer, vive una doble vida a su espalda, la esposa intachable, leal y enamorada, ocultaba una mujer obsesiva, infiel, adicta al alcohol y a las drogas, dispuesta a ocupar su belleza y sensualidad para lograr sus deseos. Matías quiere descubrir toda la verdad sobre Ana, sin embargo, empieza a caer en una espiral de voyeurismo, sexo y discordias.

P.V.e.I: Pianos Lustrosos (10): Intermedio

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**Esto es la calma antes de la tormenta)

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Había pasado casi una semana desde mi viaja al extranjero y el retorno había tenido mucho de amargo. Saber que mi mujer me engañaba con uno de los dos socios principales de mi bufete, mi jefe, me tenía algo deprimido. Ya no reconocía a la mujer con la que vivía, la mujer que me seguía diciendo que me amaba cada mañana, pero de quien dudaba cada frase que salía de su boca.

Por mi parte seguía observando a mi mujer a través de las cámaras instaladas en nuestro hogar o de los informes de la eficiente detective privado que había contratado. Por ella había confirmado que mi mujer me engañaba con tres hombres al menos: John Milton, mi jefe, Jorge y Marcos, el jefe y un compañero de trabajo de Ana, respectivamente. Esos tres se sumaban a los amantes que yo había descubierto: Esteban, un viejo guardia de nuestro condominio, un par de muchachos que cuidaban de nuestra casa de playa y Carolina, otra compañera de su trabajo, en lo que parecía su única relación lésbica.

Cualquiera hubiera dicho que las pruebas eran suficientes para probar la traición de mi mujer y que la situación había llegado a un límite insostenible, pero en mi caso, no era suficiente. Me empeñaba por saber hasta que punto podía llegar mi mujer, o quizás trataba de probar hasta que punto era capaz yo de soportar la situación. Todo era una locura en la que jamás me hubiera imaginado. Era un desvarío porque en el fondo de mi mente sabía que la situación a veces me excitaba. Una locura que me había llevado a calmar mis muchas frustraciones con la despechada secretaria y “amante relegada” de John Milton, Diana, con quien comencé una relación basada en el sexo y la venganza. Ambos compartíamos ideas de como vengarnos de nuestro jefe, del cual Diana seguía enamorada.

Diana había sido desechada de forma cruel por John cuando este se había prendado de mi esposa, a la cual había confesados como había jugado con los sentimientos de su secretaria todo el tiempo, a la que incluso había obligado a abortar cuando había quedado embarazada de John. En tanto, John estaba realmente prendado de Ana, pues empezaba a tratarme con algo de sorna y desfachatez, asegurándose de mantenerme fuera de casa, asignándome más tareas y responsabilidades. Quería tenerme cansado y preocupado para no responder en mi hogar con mi mujer. Claro, me había subido el salario bastante por el aumento notable de trabajo y las responsabilidades de liderar las negociaciones, acuerdos con clientes y potenciales tratos en el extranjero, sin embargo, sentía que mi jefe se estaba cobrando bien mi nueva asignación al follarse a mi mujer. Esto me tenía de pésimo humor. Esto afectaba mi relación con Ana, a la que aún no sabía enfrentar. Me sentía terriblemente angustiado e inseguro, y con la única persona que podía hablar y desahogarme era Diana en nuestros encuentros secretos.

Todo eso lo aprovechaba John para encontrarse con Ana, con la que yo prácticamente no tenía sexo, y que andaba bastante necesitada al parecer. No sabía si era por el alcohol, las drogas, el estrés o por el mal momento en nuestro matrimonio, pero Ana estaba desatada fuera de casa y cada vez era menos reservada, pues, notaba que algunos empezaban a sospechar que había problemas en nuestro matrimonio.

El que sacaba más provecho de la situación era John. Mi jefe, aún empecinado en preñar a Ana, la buscaba tanto como sus compromisos laborales y familiares le permitían. Sin embargo, yo estaba casi seguro que mi esposa no había dejado de tomar sus anticonceptivos. Ana jugaba con los hombres con los que se relacionaba. Incluyéndome.

Pero no todo iba tan mal en mi vida. Lo bueno era que John Milton ni era el socio principal de mi bufete ni era el que mandaba en el lugar. Aquel día Diana notificó oficialmente ante mis compañeros que debido a las nuevas obligaciones y responsabilidades, Jack Lomax, el principal socio del bufete, había decidido nombrarme socio asesor de la firma. Aquello me trajo sentimientos encontrados, porque era una oportunidad única en mi carrera, pero significaba más ausencias de casa. Me pregunté ¿A dónde iría a parar mi matrimonio?

No obstante, algo más tenía que poner en tela de juicio mi promoción. John Milton había pedido que antes de asumir las nuevas funciones como socio asesor era necesario que yo hiciera un curso de liderazgo y gestión fuera del país, precisamente en Uruguay. El “entrenamiento” como lo llamó, sería realizado en tres módulos de tres semanas, que se impartirían en los siguientes meses. Lo que me permitiría volver una semana a casa durante los siguientes tres meses. El hijo de puta de Milton quería tener a mi mujer a su absoluta disposición.

Hablé con mi jefe benefactor, pero para Jack Lomax esto era un mal menor, algo necesario para calmar la negativa de John a que yo ocupara ese puesto. Pensé en que el hijo de puta de John quería follarse a mi mujer y negarme un puesto que yo estaba seguro que me merecía. Esta me las paga, pensé.

Lo bueno es que aquella semana me llamó Marion, mi hermana, que vivía aún en mi ciudad natal. Ella y mi sobrino, Germán, irían a ver departamentos en la ciudad, pues, el muchacho se iría a estudiar a una universidad de la capital y quería que los alojáramos mientras buscaban un lugar para el muchacho. No serían más de dos o tres semanas.

Aquello me vino muy bien. Ana tendría que comportarse durante la estadía de mi hermana y sobrino. El hijo de puta de John vería cortados sus deseos. Le dije a Marion que no había problema, aunque yo tenía un largo viaje planificado, Ana los recibiría con gusto, ella y Germán se podían quedar cuanto quisiesen.

Hablé con Ana y ella, aunque no mostró mucho entusiasmo, no se mostró contraria a la llegada de mi hermana y nuestro sobrino, esa noche comimos juntos y yo me quedé trabajando mientras ella se iba a acostar. Me pidió que la acompañara, pero le recalqué que John me tenía atareado y que si no fuera por las nuevas asignaciones de mi jefe me iría encantado con ella.

Mientras estaba solo en mi escritorio me fue difícil trabajar, distraído pensando como terminarían las cosas. Tal vez sería necesario retomar alguna actividad que me distrajera, necesitaba desconectarme de todo lo malo que estaba sucediendo. No era tan tarde, así que llamé a  Gonzalo Guerrero, alias “Gonzi”, un viejo amigo de la universidad con el que había practicado rugby. El seguía practicando mi deporte favorito y seguramente podría integrarme a su equipo. Gonzi era un buen amigo, así que volver a practicar rugby durante algunas noches o los fines de semana fue un hecho.

Aquella semana pasó rápido, con todo lo que tenía que hacer. Ana parecía más hogareña, incluso preocupada por nosotros. Me pregunté que pasaría por su mente, pero fui incapaz de preguntarle. Marion y Germán llegaron el viernes por la tarde, Ana los recibió con mucha afabilidad y cariño, parecía gustoso que estuvieran ahí, tanto como yo. Fue un buen fin de semana familiar, compartiendo y ayudándolos en lo que podíamos en su búsqueda de un departamento pequeño y económico para Germán, incluso Ana me sugirió que tal vez Germán se podría quedar con nosotros, pues, teníamos espacio de sobra. Pero yo fui rotundo: “Tal vez por un tiempo. Al principio. Pero no mucho más. No por lo menos como estaban las cosas”. Creo que la miré demasiado duramente, pues, ella sintió que algo me pasaba con ella. Aunque el impasse fue breve, Ana debió suponer que algo sospechaba de lo que ella hacía. Pero la comunicación entre ambos había decaído bastante y no dijimos nada más.

Aproveché ese domingo en la mañana y el martes por la noche para volver al rugby, la verdad es que estaba un poco fuera de forma y tiempo, pero de a poco iría mejorando. Gonzi parecía contento de que yo volviera, habíamos sido muy buenos amigos en la universidad, pero el tiempo, la familia y el trabajo nos había separado. Además, había otros viejos conocidos y amigos. Así que la vuelta a las canchas me vino bastante bien. Al único que no me alegraba de ver era Jürgen Killman, un hombre alto y fornido de bromas pesadas y mala leche en la cancha. No fueron pocos los que terminaron con la nariz sangrando o rota al enfrentarse al “Panzer” como le apodábamos por el tanque alemán de la segunda guerra mundial. Aunque yo le llamaba “Yogur” por su piel rosada blancuzca y sus mofletes, en aquel tiempo no nos caíamos bien y a pesar que me saca casi diez centímetros nunca me sentí intimidado. Por lo que casi nos peleamos un par de veces.

A Ana le gustó que volviera a jugar, ella decía que le gustaba mirarme jugar los fines de semana. Que se sentía orgullosa, especialmente cuando ganábamos contra las otras universidades. Rememorar los buenos tiempos de alguna forma me hizo poner alegre, pero también notar como todo había cambiado. Le pregunté que era lo que había cambiado en nosotros. Ella sin darle muchas vueltas me respondió:

“Las cosas han cambiado, pero para mejor. Hemos progresado como pareja y tenemos un mejor pasar. Tu pronto serás socio adjunto y quizás socio con plenos derechos después y Yo pronto estaré a tu altura, seré promocionada en mi trabajo ya verás y podremos salir a parrandear en grande. Todo será mejor, seremos libres, hermosos y ricos. Pronto tendremos todo lo queremos”.

Me dio un beso y se fue a preparar la cena junto a Marion.

El jueves por la mañana, justo antes de partir a mi curso, John me llamó a su despacho y me pidió que, aprovechando mi ausencia y “tiempo libre” revisara unos contratos. Puse mi mejor cara, tomé la media docena de carpetas y me fui. Aquel bastardo me estaba poniendo la vara bastante alta. Pero John no sabía a quién se enfrentaba.

Así partí al curso en Punta del Este, Uruguay. Con buen tiempo y toda su onda el lugar era muy agradable, pero la materia era más densa de lo que suponía, así que necesitaba una gran atención. De nueve de la mañana hasta cerca de las ocho de la noche, la clase se hacía por ratos eterna, con sólo dos breves descansos para tomar un café y un tentempié, además de una hora para almorzar. Toda la comida bastante “gourmet”. Lo que me dejaba el tiempo justo en la noche para revisar los contratos y el resto de mi trabajo, por lo que renuncié a espiar a mi mujer durante la semana.

Lo único bueno de aquel curso, o más bien de los descansos, o mejor dicho aún, de la comida, era la “chef ejecutiva” que hacía acto de presencia, ayudándonos a elegir los bocadillos o a realizar las mejores combinaciones de los platos y los acompañamientos. Isabella, la chef, era una mujer de rasgos fascinantes y una seguridad que irradiaba de su presencia. De cabellos rubios trigueños, unos ojos grandes y azules, una boca carnosa (tal como me gusta en una mujer), la alta y curvilínea cocinera llamaba la atención a pesar del poco revelador atuendo: un delantal de botones hasta la cadera, un no muy ajustado pantalón negro y un pequeño gorro de cocina. Además, a pesar que hablaba muy bien el español tenía un acento italiano que combinaba muy bien con su voz de tintes graves. Era sin duda una mujer joven, un par de años menos que yo, pero se notaba que tenía mundo. Sin embargo, a pesar de que era atractiva a todas luces no me atrevía hablar con ella, sólo cruzamos miradas, alguna sonrisa un par de veces. Sólo me dediqué a escuchar atentamente cada una de sus sugerencias culinarias y responder a alguna pregunta educadamente.

El fin de semana nos sacaron a conocer el Departamento de Maldonado y llegamos tan tarde que apenas logré llamar a casa y hablar con Ana y Marion. Luego de eso, me dormí. Creo que estaba tan ocupado que no podía ni pensar, lo cual era dentro de lo que vivía una sensación agradable.

Esas semanas pasaron rápido, estuve totalmente desconectado de todo, sólo con breves llamados al trabajo y a Ana. Además, los últimos días parecían una locura: cerrar los trabajos grupales, los informes personales y la absurda prueba para aprobar un curso que había costado varios  miles de dólares por persona. Una absoluta estupidez. Me pregunté que pasaría si lo repruebo ¿Me reembolsarían el dinero? ¿Me reprobarían realmente?

Pero no lo reprobé, todo lo contrario, mi nombre en el primer lugar de la lista hablaba por si sólo. Todos me veían con nuevos ojos.

-Y Yo pensé que sólo eras el belo ragazzo en un corso costoso pagado por suo padre- escuché decir, mientras a mi lado aparecía Isabella, hermosa en su uniforme de cocinera.

-No todo es lo que parece- respondí -. Si no estuvieras vestida con esa ropa, yo no creería que eres una cocinera.

-¿Y que pensarías que soy yo?- preguntó con ese tono de voz y acento tan característico, mirándome con una sonrisa misteriosa en su rostro. Por algún motivo supe que de mi respuesta ella se haría una imagen de mi y que de eso dependía una posible amistad.

La miré un segundo, tratando de dejar de lado cualquier comentario absurdo, como que parecía una modelo, una princesa, reina o los comentarios típicos que se suelen hacer. La observé profundamente y a mi mente vino la palabra viajera, un animal migratorio. Aquello tenía algo de absurdo, pero a veces es bueno confiar en nuestro instinto.

“Una trotamundos –dije, sonriente-. Un ave migratoria”

Ella sonrió, había deleite en su mirada, algo que creo alcanzó una parte de mi alma.

-¿Vendrás al próximo curso?- me preguntó.

-Ya estoy inscrito y tengo mis pasajes comprados - respondí.

-A presto, sad-eyed ragazzo- dijo, y luego se fue. El resto de las personas se empezaba a congregar en la sala de conferencias. Así que fui tras de ellos, pero mis ojos se volvían a la elegante y joven cocinera.

Retorné al país con sentimientos encontrados, la verdad es que parecía haber vivido tres semanas en uno de esos reality shows, donde tu vida es otra cosa y ahora estaba de vuelta a mi tierra, con mis problemas y preocupaciones. Me había bajado recién del avión cuando recibí un llamado de Luisa, la detective privado. Teníamos que hablar. Quedé de encontrarme con la madura y parca detective al día siguiente.

Me fui directo a casa. Marión y Germán habían vuelto a su hogar, pero German había quedado de volver y quedarse unos días en casa antes de ocupar su departamento y comenzar sus cursos en la universidad. Llamé a Marión y me agradeció la ayuda de Ana, al menos eso había salido bien.

Ana estaba esperándome con la cena recién hecha y una mesa a la luz de las velas. Aquello me extraño, pero habían sido tres semanas y aunque Ana no le gusta cocinar o las sorpresas, era un bonito detalle que se justificaba por mi ausencia. Cenamos y noté que ella bebía más vino que de costumbre. Usaba un vestido verde, bastante ligero, que llegaba a la altura de la rodilla, con tirantes delgados y de generoso escote que mostraban bastante de sus senos y su espalda. Ana después del postre y el coñac se sentó a mi lado, noté que buscaba mi compañía, se arrimó a mi cuerpo, deseosa y cariñosa. Sus manos masajearon mi cuello un momento antes de ser reemplazados por sus carnosos labios, que empezaron a besar mi piel con deseo. Me dejé llevar, ya había pasado demasiado tiempo sin sexo, sin poseerla. Ana era hermosa y sensual, y hasta muy poco tiempo sólo mía. El recuerdo de su infidelidad sólo me espoleaba a tomarla con más fuerza, a poseerla de manera más irracionalmente. Cuando me di cuenta, ella estaba dándome su espalda, de perrito, y yo la tomaba por detrás apoyados en el piano del salón principal. Por suerte había tenido el tino de usar condón, pero era imposible detenerme. Su entrepierna parecía realmente mojada, su piel parecía más pálida, como si hubiera dejado de tomar sol, dejando atrás ese dorado saludable que solía tener. Sin embargo, las curvas seguían ahí, el carnoso y duro trasero, las piernas largas, la cintura estrecha, la espalda esbelta y los senos abundantes y redondos. Todo acompañando ese rostro angelical y sensual de ojos verde azulados, de nariz recta, de pómulos perfectos y de labios suculentos y carnosos. Por algún motivo se me vino a la cabeza, Isabella, la chef que tan poco conocía, pero que me había marcado en mi viaje a Uruguay. Entonces algo pasó. A mi mente vinieron las imágenes de Ana, en su juventud, luego cuando estábamos recién casados y finalmente las dolorosas visiones de los últimos meses. Me corrí en algún minuto, pero lo hice imaginando, recordando a Ana siendo follada por el guardia, en una situación muy parecida a la que vivíamos. Aquello me produjo una tremenda pena pasada la excitación, la dejé ahí y me fui a duchar. Ella me sonrió mientras me veía alejarme.

Las cosas no iban bien entre Ana y yo, pero mi esposa no lo percibía. Ella aparentaba ser la esposa perfecta, hermosa, distinguida y como un torbellino en la cama, pero todo eso había quedado atrás el día que me enteré que era infiel. Desde entonces, secretamente había instalado cámaras en toda la casa y la casa de playa, y contratado a dos detectives. El primero extrañamente no había encontrado ni un desliz de Ana, sin embargo, algo me decía que no hacía bien su trabajo. Por lo que contraté a Luisa, una experta en tema de infidelidades y muy seria en su trabajo.

Luisa me había dicho que teníamos que hablar, que era importante. Yo le dijo que sería al día siguiente. Quedamos de almorzar en un hotel de tres estrellas de la ciudad. No quería encontrarme con algún conocido.

Llegué al restorán del hotel a penas con anticipación, Luisa me esperaba fumándose un  cigarrillo y bebiendo una copa de mango sour. Me senté en la mesa y ella me miró con detenimiento.

Señor Moro, creo que la investigación está terminada –sacó un sobre que estaba sobre sus piernas, bajo la mesa y lo dejo en la mesa, frente a mi-. Usted ya me pagó estos meses y no quiero abusar de su confianza o aprovecharme de usted.

Sin duda la mujer era alguien integra, pero no sabía que a no me bastaba con saber y constatar la infidelidad de mi mujer. Yo quería saber más. Todo. Hablamos un rato, ella un poco reticente a seguir con el caso que estaba resuelto según su opinión, pero yo insistía en que había algo más, un amante más u otra cosa que me escondía Ana. En el fondo, mis razones no eran sólidas, eran una excusa para espiar a mi mujer y la detective se lo empezaba a imaginar. Al final, la convencí de seguir con el caso un mes más.

Luisa se fue y el sobre con los informes en papel, algunas fotos y discos de los videos de vigilancia permanecieron sin ser vistos. Los guardé en mi maletín y los llevé a mi oficina, a la mañana siguiente los guardaría con el resto del material en una caja de seguridad en el banco. Pero me dije a mi mismo que lo vería luego, después.

Volví al trabajo y a la rutina. Aquella semana hice el amor con Ana sin detenerme a pensar más que lo justo para utilizar un condón en cada salvaje sesión de sexo. Me dejé llevar por Ana esa semana, salíamos a cenar, bailar y terminábamos follando en cualquier lugar. Ella parecía querer exhibirse, coqueteaba conmigo o con algún tipo esperando ver mi reacción, pero yo el último día antes de volver a Uruguay la sorprendí, cuando Ana empezaba a juguetear demasiado en serio con un tipo yo hice lo mismo con una chica del lugar. Ana no podía creerlo, sus ojos se abrieron de par en par cuando comencé a coquetear con una guapa morena del lugar, pero aquella sorpresa fue sólo la primera reacción de mi mujer, la escena de celos que hizo después fue algo que jamás pensé vivir, pues, Ana no era una mujer celosa. La noche de feliz despedida se fue al infierno, Ana terminó yéndose a no sé dónde y yo me fui a casa bastante molesto. Ella había estado tonteando con varios tipos para darme celos y excitarme durante toda la semana y yo la primera vez que trato de hacer algo parcialmente parecido termina en un enorme escándalo.

Descargué mi ira en el rugby de la tarde siguiente, donde estuve a punto de entrar a los golpes con el "Panzer". Estaba en mi límite. Fui a casa, despidiéndome de Ana con frialdad tomé mis cosas para volar a Uruguay. Necesitaba un cambio de ambiente con urgencia.