Puto Hígado (2)
Y ni el cuchillo ni los temores a que Miguel me sentara para exigirme unas explicaciones que no sabría darle, lo impidieron. La tercera que recibí de pie, bajo la ducha cerrada, con el rostro empotrado contra el alicatado. ¿Saben lo que se siente con sus manos aferradas con firmeza a mis caderas, con sus salvajes bufidos acompasados al ritmo soez con que su bajo vientre golpeaba mis nalgas?
Miguel me perdonó.
Pero yo no me lo perdonaré nunca.
Llegué a él con veinte años, desde un barrio humilde, muy obrero, donde eran contados los que conseguían acabar los estudios universitarios.
En aquel arrabal sin solera, había gente tan inteligente o más que en los barrios con caché y ajardinados.
Pero cuando las matrículas costaban a peso de oro, o bien se renunciaba a continuar con los estudios en cuanto se aprobaba el instituto, o se compaginaba el aula con cualquier trabajo mal pagado.
Solo uno de cada diez, lograban salir de la Universidad con el título bajo el brazo.
Y todo apuntaba a que yo terminaría entrando en los nueve que renunciaban.
La presión por obtener nómina fija, más en una casa donde faltaba el padre que nos arrebató un temprano infarto, era demasiada.
A punto estaba de cerrar los libros, cuando Miguel hizo acto de presencia.
Y no consintió que claudicara.
En su lugar se tragaba turno doble para pagarme matrícula y libros.
Fue gracias a él que pude concentrarme en concluir empresariales con matrícula, siendo la primera en toda mi genealogía familiar, que era oficialmente avispada y pudo posar orgullosamente, con el ribete bailando de oreja a oreja.
Cuando contempló la orla, Miguel hinchó pecho, como si el logro hubiera sido suyo.
Y razón no le faltaba.
Él era el cincuenta por ciento de aquel milagro barriobajero.
Creo que fue entonces cuando me di cuenta que lo nuestro iba muy en serio.
Y cuando tuve que reconocer que, tras tres años juntos sin discusiones ni glorias, muchas vivencias y algún jugueteo discreto y banal con terceros, estaba enamorada hasta las trancas de aquel chaval flaco como un espárrago cuya capacidad para insuflarme valor rallaba en lo mágico.
Por eso, a los veintitrés recién cumplidos, antes que encontrar trabajo, lo que más deseaba era pasar por el Juzgado, con el cogido del brazo.
Miguel era y es un ser abierto y tercamente generoso.
Fiel, entregado, capaz de sonsacar sonrisas en un funeral o de ponerme cachonda como una colegiala en el momento más inoportuno.
En cierta ocasión, visitando a una tía beata modelo Opus, que lamentaba el que estuviéramos viviendo en pecado porque “Eso de casarse en el Ayuntamiento va contra Dios y sus sagradas normas”, su dedo anular jugueteaba bajo el mantel con todo aquello que tapaban unas vulgares braguitas de Sabeco.
Cuando marchamos no me quedó otra que arrojarlas por el hueco de las escaleras hacia la portería y follármelo entre el segundo y primer piso, en cuatro portentosos empentones que me llevaron a regañarle porque me hubiera puesto tan apurada y agradecer la locura que sus buenas mañas me generaban.
Porque Miguel, entre sus muchos atractivos, era capaz de pasar su único día libre metido en la cama sin despegarse de mis caderas, haciéndome gozar como una hembra para luego traerme el desayuno a la cama con un poema inventado en dos segundos….”Tienes algo bajo las costillas y algo bajo las bragas, que hacen que mi existencia, sea de la tuya esclava”.
¿Cómo no iba a tirármelo a base de bien luego de leer algo como eso?
Recuerdo los inagotables y originales cunnilingus, aderezados con chocolate, espesa nata o mi favorito, a base de miel de romero.
Miel cara, de la artesanal que compraba a buen precio y que dejaba mi pubis tras el orgasmo, con olor a campo extremeño.
Miguel, sencillo y sin estudios, tan solo disfrutaba de dos cosas; viajar y hacerme gritar, retorciéndose entre mis piernas.
Lo demás; el fútbol, la lotería, la cerveza de amigotes y cenas de instituto, la compra de un buen coche, la correduría y la gotera del baño, carecían de importancia.
Hasta que llegó su hígado.
Aquella tarde, domingo en aparente intrascendencia, mientras paseábamos cogidos de la mano, fui notando como la fuerza con que el me la apretaba, languidecía.
Al mirarlo, contemplé aterrorizada, como su rostro, tornado en amarillento, se deshacía, cayendo a plomo sobre una tapa del alcantarillado.
¿Creen morir viendo a alguien amado hacerlo?
Con Miguel dominado por terribles espasmos, allí, sobre el sucio suelo, sentí que bajo mis talones, cedía el suelo para tragarme de un solo bocado.
Un bocado tremendo que si no me mataba, arrancaría de cuajo el pedazo de vida que mayor felicidad aportaba.
Pero, al igual que cuando enterramos a mi padre o se comía macarrones siete veces a la semana en una casa donde apenas entraban los euros, saqué arrestos, decidida a que, sin poder huir, no quedaba otra que afrontar aquella desdicha con valor y una buena muleta.
Respiré hondo.
Lo hice cuando los médicos me miraban desconcertados, lo hice durante los diez días hospitalarios, lo hice los dos meses y medio de interminable recuperación y lo hice cuando nos comunicaron que, para los restos, pasaría la vida controlando junto a él, cada una de sus veintisiete pastillas semanales.
Y en ningún momento lamenté mi suerte sintiendo que aquello fuera una injusticia, que no me lo merecía, que era joven y podía darme la vuelta, cambiar de carril y coger otro tranvía.
Miguel era mi amor, mi apoyo y me necesitaba más que nunca.
Y aun viéndolo así, débil, con la tez de una natilla, lo seguía necesitando como los pulmones al oxígeno.
A fe mía que íbamos a salir de esa.
Y salimos.
Juntos.
Con un Miguel sobrehumano, que no se quejaba ni cuando le clavaban agujas del tamaño de un brazo y que primero salió del hospital, luego de la cama, luego de la casa y, finalmente, de las mismas garras de la dama negra.
Y lo hizo bravamente, entrando en nuestro bar de barrio, el de toda la vida, en el que nos conocimos y dimos los primeros arrumacos…”Chavales que no se me haya usurpado el sitio” saludó señalando a la banqueta donde disfrutaba de su cañita diaria.
Siempre sonriendo, siempre dándome los mismos bríos que el juraba, yo le daba.
Hasta que, a comienzos de la primavera, tras siete meses en el filo, adelantamos el despertador hora y media, para celebrar su regreso al trabajo con aquello que hacía tiempo no disfrutábamos.
Es curioso como el cuerpo sopesa las necesidades en función a la emergencia.
Si antes de su enfermedad me hubieran dicho que pasaría meses sin catar su polla, me habría arrancado los pelos a puñados.
Pero cuando lo más vital peligra, todas las restantes necesidades quedan ocultas, tratando el alma de concentrarse en salvar lo esencial del naufragio.
No obstante, en cuanto se ha parcheado el casco del barco y este continúa navegando, esas mismas necesidades, regresan….acumuladas.
Cuando a las seis y media de la mañana, sentí las manos de Miguel acariciando mis caderas, todo el geranio de una vida sexual en sequía, reverdeció repentinamente, dispuesta a abrirse al regadío.
Pero el embalse estaba yermo.
Recurrí a todo lo que le encantaba.
Besé sus labios de mil formas, lamí sus pezones mordisqueándolos, acaricié mi coñito para luego obligarle a relamer cada uno de mis dedos y devoré su miembro a pesar de lo desasosegante que resultó sentir que, aun dentro de mi boca, no pasaba de flácido.
Pero no hubo milagro.
Y la cara de derrota, de intensa humillación de Miguel, nos ayudó a decidir qué lo mejor, era postergarlo.
- Paso a paso amor. Primero tú salud, luego el trabajo y en unos días, me echas un buen polvazo.
Desayunamos juntos.
Allí, silenciosamente, tiernos pero preocupados, no pude otra que levantarme para abrazarlo, enternecida por su incapacidad para hacerse el nudo de una corbata….porque Miguel sabía hacérselo desde bien niño, solo que , fingiendo ignorancia, me obligaba a componerlo para así, sentirme cerca.
Lo adoraba.
Más cuando, para equilibrar su creciente falta de apetito por mi cuerpo, comenzó a ceder gustosamente, sin remilgos en todas aquellas cosas que antes, provocaban roces en nuestra convivencia marital.
Las paellas dominicales junto a mi complicada madre, dejaron de ser una constante queja.
Era el quien compraba adelantadamente las entradas para el festival de cine francés.
Y los veranos playeros, que antaño se acortaban cuando a los cuatro días era incapaz de aguantar la masificación costera, se transformaron en un mes completo de solecito, arena fina y vino blanco.
Todo un compendio de gentilezas, de cesiones, de arrumacos que ocultaban lo que en el fondo, ambos sabíamos.
Cuando reconocí que su incapacidad iba para muy largo y mi necesidad con ella, decidí buscarme un sustitutivo plástico.
El discreto amiguito, oculto en lo insondable del bolso, conocía la luz en una rápida visita al baño del trabajo o bajo la ducha, más calmadamente, engañando sus diez vibrantes centímetros, la creciente necesidad de mi entrepierna.
En una vida entera, apenas me había masturbado una decena de veces, más por experimentar que por necesidad.
Pero ante la realidad hepática de Miguel, resulté una onanista convencida y predispuesta, tan habilidosa que, en apenas minuto y medio, previa preparación mental, era capaz de alcanzar fantásticos éxtasis.
Pero nada sustituía la naturalidad con que un hombre, un hombre en todo su concepto, folla a una mujer dispuesta y húmeda.
En ocasiones, en mitad de una sesión masturbadora, la abandonaba para buscar a Miguel, para introducirme su pene medio erecto y alcanzar un medio orgasmo poco lisonjero la verdad, de no ser porque podía sentir el maravilloso calor de su piel junto a la mía.
¡Lo echaba tanto de menos!
Pero…¿cómo iba a quejarme?
¿Cómo si lo veía sufrir de tripas para adentro, si lo veía tomarse Viagras y otras mierdas de las narices para conseguir darme lo que deseaba?
Pero lo necesitaba más a él, a todo su inmenso concepto de persona, que a los diecisiete centímetros de polla que, hasta aquel paseo dominical, disfrutaba prácticamente de diario.
No, ni el mejor vibrador es capaz de sustituirlo.
Aunque eso, terminaría descubriéndolo durante aquel agosto.
Durante la primera semana, tras casi un año sin pisar la arena, bajé casi todos los días, la mitad de ellos sola.
Me bastaba sentir el calor, escuchar el mar y aun con la playa atestada, olvidar completamente el stress y carencias gracias a Proust, Duncan o Unamuno.
- Hola guapa.
Hasta que apareció Alex.
- Buenos días – respondí sin prescindir de las gafas de sol, para que no descubriera la cara de desprecio que sentía ante tan chabacano saludo.
- Solo quería decirte que si necesitas algo, lo que sea, estaré allá arriba – señaló la torre de vigilancia – Para lo que quieras.
Y se marchó.
¿Conocen ustedes la teoría del interruptor?
Nuestra vida es una casa con muchos cuartos, en principio, todos con la luz apagada.
Pero en el recorrido, a veces nosotros, a veces un detalle, unas circunstancias o un momento, encienden ese interruptor que, voluntariamente o no, hemos mantenido apagados.
El bañador de Alex fue quien encendió esa bombilla.
Un bañador rojo, apretado, que contemplé como un pasmarote mientras se alejaba.
El mecido de su culo era, simple y llanamente, perfecto.
Y sobre él, los músculos renales, las espaldas crecientemente anchas los hombros, el…
“Calla, calla” – pensé – “Que el libro es más interesante….y más sensato”.
Y regresé a San Manuel Bueno Mártir.
Así quedó la cosa.
Sin más, lo juro.
Aquella mañana tórrida, no hubo más que aquel bañador y un vulgar saludo.
Pero me pasé la mayor parte de la noche, con los ojos cerrados, tratando de imaginar cómo sería lo que se parapetaba tras la tela roja,
Sentía desde atrás la apaciguada presencia de Miguel, su respiración algo ronca y su manera de abrazarme, intensa, tierna, cálida…incapaz de imaginar que su mujer, pensaba en el culo de otro.
Harta de no conciliarme con nada, me levanté, marché al salón, extraje a mi amigo y en cinco maravillosos minutos, di el calentón por finiquitado.
Pero hubo en aquel acto algo novedoso.
Porque si hasta ese día era el Miguel fogoso y el recuerdo del buen sexo que me había brindado el que apaciguaba aquel ardor, en aquella ocasión, fueron los glúteos del socorrista los que me hincaban con ansia su virilidad.
Definitivamente, di la noche por perdida.
Dos días después, sin libro, regresé a la playa.
Y sin saber muy bien porque, trasladé mi habitual metro cuadrado, a otro, localizado a la sombra de la torre playera.
Sabía perfectamente que mis instintos comenzaban a desperezarse con una deuda muy onerosa….que debía ser pagada.
- Me llamo Alex – y eso bien lo sabía el susodicho, cuando bajó a saludarme.
- Rosario.
- Ummm bonito nombre – mintió – Para gritarlo – guiñó su ojo.
Cuando regresé a la toalla, note la incomodidad de tener mi coñito, ligeramente empapado.
Tan solo por el guiño y el aire de suficiencia que aquel muchacho exhalaba.
Durante la cena, Miguel me convido a un hindú.
El, más delicado del estómago, no pudo disfrutar al 100% de tan picante gastronomía pero no le importó pagar de más tan solo por verme feliz.
- Te noto distante – me dijo paseando por el marítimo, justo cuando pasábamos al lado de la torre.
- Tal vez deberíamos irnos – le dije – Llevamos ya una semana y te cansas de la playa.
- Ni hablar. Esto te reanima la vida amor. Y yo me reanimo contigo.
Sonreí.
Sonreí aunque me detestaba, aunque como nunca en la vida, me sentía asquerosamente egoísta.
No era el en quien pensaba cuando lancé la oferta de evaporarnos.
No.
Pensaba en mí y en la realidad de que no iba a ser capaz de negarme a lo que iba a acontecer.
Y lo que aconteció fue que, al día siguiente, a las cuatro y once minutos de la tarde, invité a Alex a tomarnos un café en la terraza del hotel Mediodía.
Si esperan que todo surgiera por romanticismo, por conversaciones de talle y ramos de rosas, andan equivocados.
Eso me lo llevaba dando mi marido durante años.
Costaba cinco minutos descubrir que Alex carecía de conversación o un mínimo de cultura que era un niñato al que aventajaba diez años en edad física y cuarenta en mental y que coqueteaba con toda braguita que husmeara de cerca.
Posiblemente, abandonada a una desnuda en casa cuando salía al trabajo y regresaba con otra diferente cogida en brazos.
Solo quería lo que me dio.
Y me lo dio con saña.
Porque cuando a las cuatro y cuarenta y un minutos, sin mucho preámbulo, sin pasar más allá de un “¿Hace calor verdad nena?” me besó, allí, públicamente, en el mismo sitio donde unas horas antes paseaba junto a Miguel, ese mismo, el marido, desapareció completamente de mi mente y conciencia.
Necesitaba aquello.
Necesitaba el deseo desbordante que exhalaba cada uno de sus besos, sus lengüetazos descarados, sus manos apretando mi espalda.
A Alex no tenía que sonsacarle nada.
A Alex las ganas de follar, le supuraban como el agua en un humedal.
Y yo quería beberlas todas para desfogarme, para apagar el hambre, para recibir la recompensa que me había ganado.
“No, no, no sé si puedo hacer esto”
Eso lo pensaba.
Pero mientras Alex buscaba mis pechos sobre la telilla del bikini, dentro de un ascensor donde no parecía importarle la presencia de una septuagenaria holandesa que iba a su bola, no lo manifesté en ningún momento.
Cuando la “calzazuecos” nos dejó solos, quedamos dentro, momento que aprovechó para airear mis pechos
- Pueden vernos –objeté.
- Ummmm – los saboreó con tan jodida habilidad que se endurecieron casi al tacto – No sé si podrán vernos, pero que te van a escuchar gritar, te lo garantizo.
Y, sacándome de allí en puro y duro topless, con la humedad de la entrepierna marcando la pieza inferior, me transportó a toda prisa hasta la habitación trescientos ocho.
“Pero que hago, que hago. Dile que no quieres Dile que perdone el calen…”
Entró y con una naturalidad imponente, se despojó del escaso ropaje, dejando mi pensamiento cercenado.
Alex era un cuerpo prácticamente perfecto, descarada compensatoria de su escaso intelecto.
Verlo era ver la imagen viva de un dios humano.
Todo tensión, un acumulador energético en cada fibra de musculo, una desbordante vitalidad que iba a disfrutar yo a sola.
Casi, digo casi, daba miedo.
Y más al verle la polla.
No esperaba nada anormal.
De santa tengo bien poco.
Palpando en los previos había comprobado que ni mucho ni poco.
Quince, dieciséis a los sumo.
Solo que con una, al menos para mí, atractiva diferencia.
Sencillamente estaba dura como una barra de hierro.
Dura, salvaje, palpitante como si el corazón lo tuviera localizado entre los huevos.
Y el tatuaje.
Un rayo rugiente, brotando de nube negra, aviso indescifrable del huracán parapetado justo debajo.
Me entregué a todo.
No me avergüenza confesar que caí sobre el como una ninfómana en celo.
Y con el impulso, caímos ambos a plomo sobre el lecho.
Sentí el ardor de su miembro, que él, intencionadamente, contraía y expandía sobre la delgada telilla del bikini.
- Ogggg – me refroté sobre el un violencia, apretándome tanto que, casi casi estuve a punto de correrme antes de haber empezado – Ogggg Diossssss.
- Quieta chica fiera – el muy cabrón respondió recuperando su posición de dominio, arrancándome la pieza y volteándose sobre mí, dejando su polla a la altura de la boca mientras el, quedaba en perfecto sesenta y nuevo, marchaba directamente sobre sobre los labios que no responden al beso.
Fui incapaz de chupársela.
Y no porque no lo deseara.
Su lengua, ancha, ensalivada, lamía la vagina de arriba abajo, de vulva a ano, depositando un dedito a la entrada de este que, tras dar círculos sutiles, terminaba entrando, lentamente…primero un milímetro, luego dos, luego el centímetro entero, y, finalmente, el dedo, hasta el mismo nudillo y que apenas sentí, retorciéndome entre lametones y el regusto.
Sentía un….”aaaa, aaaa” nervio recorriendo mi cuerpo desde las cejas hasta el dedo gordo….gritando con el capullo de Alex a media pulgada de mis labios.
- Por favor, por favor, por favor – debía parecer una idiota.
Pero no lo era.
Alex dejó de hacer lo que estaba haciendo.
- Así que la señora no ha querido comérmela – soltó amenazando tras su sonrisa burlona.
- No, no es que yo no quisiera es que…
- Pues vas a ser castigada.
Y para cumplir su ultimátum, agarró mis tobillos para darme la vuelta como un muñeco, girándome hasta ponerme a cuatro, contemplando desde las sábanas la ventana cuyas vistas, daban directamente a una playa atestada.
Conmigo así, en tal impostura, entregada, con Alex en pie y mis ojos aun sin creérselo, fui follada contemplando como cinco mil seres humanos, se socarraban bajo el sol mediterráneo.
Primero ensalivó su mano y recorrió mi raja con sentido posesivo.
Luego colocó su polla a la entrada y tras restregar torticeramente durante un rato, la alejó.
- Dilo.
- ¿El qué? – pregunté algo incordiada por la tensa espera.
- Di que la deseabas desde que te saludé en la playa.
- Oblígame cabrón – lo reté.
Puede que una estuviera dispuesta a cierta humillación por ser bien follada.
Pero aún conservaba algo de orgullo.
Orgullo que hizo “crack”, al poco rato.
Porque como si estuviera retando a un ladrón a robarme, hincó de una tacada, primero provocando un dolor intenso pero bien acogido y luego, tras apenas cuatro o cinco vencidas, transformándose en gritos de sorpresa, de “!madre mía!”, de “esto es lo que se llama follar a gusto”, de “sigue no te pares”, de “¿cómo he podido vivir sin esto?”
Me vi corrida y finiquitada, en apenas doscientos cuarenta segundos.
Los conté luego….
- ¡Si, si, si!
- Si que…
- ¡Si! ¡Deseaba que me follaras desde el primero momentooooo!
- ¡Lo sé y ahora a llenarte con mi lechita ricaaaaaa!
- ¡Aggggg! – agradecía que él también se corriera, prueba de que mi cuerpo lo excitaba lo suficiente como para aguantar poco más de tres minutos.
- ¡Aaaaa, aaaa,aaaaa!
Tuve que reconocer que en mi vida había tenido un orgasmo tan rápido, intenso y eyaculatorio.
- Jo, jo, jo – se rio desconsideradamente cuando mis espasmos provocaron aquel reguero cuya sacudida llegó hasta sus muslos.
No quedó ni un solo guiri, ni una sola gaviota que, hospedados o posados en la infraestructura del Mediodía, no escuchara el grito orgásmico de Rosario.
Todo hubiera quedado en eso, en una intrascendente salida del rutinario, de no ser por dos inconvenientes;
El primero fue mi conciencia.
De mis tres amigas más íntimas, solo yo había sido fiel a mi pareja y solo desde que pusimos el anillo al dedo.
De mis tres amigas más íntimas, dos andaban ya divorciadas por culpa de sus líos y la tercera, la más sabia, había conseguido llegar a un acuerdo con su marido…”tanto monto, tanto montas”.
Pero para mí era la primera.
Una primera en la que Miguel regresó con toda su pacífica virulencia en cuanto Alex dejó de penetrarme.
Mis ojos esquivaron los suyos como si la terrible hipocresía que acababa de cometer, fuera exclusiva culpa ajena siendo que dos no follan, si uno no está por el empeño.
- Ya sabes mi horario – dijo antes de despedirse sin ducharse, dejándome desamparada, usada, llorando como una mocosa en cuanto quedé a solas.
A solas e idiota pues con la calentura, me olvidé que la trescientos ocho costaba noventa euros….que pagué sin rechistar tratando de ocultar el rostro al recepcionista.
“Su horario”; una invitación a continuar con aquello.
Una tentación en toda regla.
Tan solo recordé que no me había duchado cuando, con el bikini torpemente recompuesto, abrí la puerta del apartamento.
Si daba mi habitual saludo de beso, amor y abrazo, Miguel podría descubrir la pestilencia mezcla de sudor y semen que exhalaba mi presencia.
Marché directa al chorro.
Y allí estuve, escondida, hasta que el vaho convirtió la estancia en neblina gallega.
Una neblina que borrara mi pecado.
Revise incluso cada rincón de mi piel, no fuera que la violencia con que había sido penetrada, hubiera dejado rastro…un moratón, un arañazo.
Al salir, en cuanto lo vi, pensé en decírselo todo.
Pero en su lugar se impuso el miedo y apenas pude abrazarlo.
Abrazarlo porque temía, más que nada, que nunca más pudiera hacerlo.
Miguel, siempre Miguel, siempre generoso, correspondió a ello.
Acabé recibiendo sus torpes acometidas en mi algo dolorido coñito.
No lo hice por sofocar mi malmetida conciencia.
Lo hice para redescubrir su magnífica diferencia.
No, Miguel no hacía el amor con indoblegable energía.
Miguel me lo hacía con sufrimiento, buscando lo mejor de el para regalármelo, haciéndome sentir especial, alzada, soberbia, única y, por primera vez en mucho tiempo, encontrando juntos el placer coordinado.
No fue un orgasmo explosivo.
Fue un placer prolongado en sus caricias, en su manera de quererme, en el deseo de que no marchara nunca de mi lado.
Cuando eyaculó con cierta energía, aferré su escuálido trasero para apretarlo bien entre mis piernas.
- Te quiero – me dijo en el último segundo.
- Te amo.
Te amo sí, pero dos días más tarde, quien empujaba allí adentro, era otro.
Alex me follaba sin complicaciones, puesta la quinta velocidad, fogosamente, sin contemplaciones.
Era inimaginablemente diferente.
Ni mejor, ni peor…pero necesario.
Mis manos intentaban abarcar las vencidas musculares de su espalda, aferrándola con las uñas.
Mis piernas abiertas y extendidas mirando al techo formaban una “V” perfecta.
En el momento en que sentí su acelerón, sus bufidos, su cercana venida, me apreté a él tanto como el a mí, consiguiendo que nuestros gritos y los chirridos de un colchón que hacía mucho pagó sus mejores años, se expandieran por los cinco pisos del hotel Mediodía.
Un orgasmo de seis minutos.
Seis intensos e irrecuperables minutos.
Un orgasmo feroz que, ni en mis años más mozos, había alcanzado.
Cuando regresé a Miguel tras aquella segunda acometida, supe que él lo había descubierto.
Me abrazaba igual, me besaba igual pero alguna pieza en su muralla interna, se estaba resquebrajando.
Eso es algo que intuyen las mujeres que como yo, enamorada, sabía que estaba jugando con el filo de un inquietante cuchillo.
Pero hubo una tercera.
Y ni el cuchillo ni los temores a que Miguel me sentara para exigirme unas explicaciones que no sabría darle, lo impidieron.
La tercera que recibí de pie, bajo la ducha cerrada, con el rostro empotrado contra el alicatado.
¿Saben lo que se siente con sus manos aferradas con firmeza a mis caderas, con sus salvajes bufidos acompasados al ritmo soez con que su bajo vientre golpeaba mis nalgas?
Si no lo saben, prueben.
Prueben y en el momento álgido, cuando los pies se ponen de punta, abran el grifo, salga el agua que salga.
Lo hice siguiendo sus indicaciones.
Sin embargo, por adictivo que fuera, aquello me estaba destrozando.
Siempre me consideré inteligente emocionalmente hablando.
Por eso, por justicia, por no burlarme más de él, decidí que había llegado el momento de confesarlo todo.
- Te quiero – fue lo primero que le dije, antes de respirar hondo – Haré lo que me pidas, lo que me pidas por no perderte – fue como terminé el argumentario.
- Quiero conocerlo.
Fueron aquellas dos palabras las que me condujeron a exhibirme encima de una mesa de roble, con los pies en los hombros de Alex, olvidando que, al fondo, Miguel contemplaba como aquel macho me estaba fornicando.
En principio asistí a aquella extraña cita con la alerta puesta.
Dos gallos, un corral y yo….peligro.
La intención era aislarme completamente de Alex y su insoportable atractivo.
Pero bastó sentir aquel brazo, tronco duro como madera de boj, para deshacer cualquier promesa.
Cuando sentí su semen, reventando en oleadas portentosas dentro de mis entrañas, regresé al ovillo, regresé a la realidad, aunque esta vez, sospechando que, al día siguiente, me aguardaba no Miguel, sino un abogado.
Recuerdo que transportó mis sesenta y un…bueno sesenta y cuatro kilos hasta la cama con doloroso esfuerzo.
Recuerdo que le supliqué algo antes de dormirme, agotada.
Y lo siguiente fue el sol, invadiendo intensamente la habitación a través de una ventana cuyas cortinas blancas mecía la brisa marina.
El sol y el olor a café recién hecho.
Me giré para descubrir a Miguel, desnudo sobre la cama, con una bandeja repleta de zumo de naranja, leche humeante y croissants caseros.
Sonreí.
Y de inmediato, dejé de hacerlo.
- Miguel.
- Sé que volverás a verlo – interrumpió.
- Vámonos – reconocí - Marchémonos de aquí antes de que cometa el mismo error.
- Si no es Alex, será otro cielo.
Agaché la cabeza.
Tuve que acatar aquel razonamiento.
Efectivamente, lo que Alex había despertado, no se dormiría con un consuelo artificial y vibratorio.
- No quiero perderte amor mío. Tú eres mucho más que lo que anoche me dio.
- Lo sé – respondió.
Reconozco mi sorpresa ante la actitud templada y segura de mi marido.
Mi sorpresa
y mi incapacidad para descubrir adonde nos conducía aquella conversación.
- ¿Entonces?
- Entonces –respondió, sacando un bote de cristal cuyo contenido, templado al microondas, desparramó delicadamente mi ombligo – Entonces necesitaremos mucha más miel de romero.