Puto Hígado (1)

La imagen, ya de por si hipnóticamente erótica se caldeó todavía más cuando Rosario, recibiendo dentro de su boca la lengua de su amante, abrió los ojos para mirarme fijamente, sosteniendo la visión durante quince bullidos segundos…”Mira lo que me está haciendo amor. No eres tú y me estoy empapando”…para luego, regresar al tajo dejándome allí, de pie mientras las puertas se cerraban, fuera y desamparado, solo y notoriamente empalmado.

El día en que mi hígado dijo basta, Rosario permaneció al lado.

Con treinta y cuatro años, sin nicotina, sin apenas alcohol y una vida que, sin ser deportiva discurría por cánones saludables, nadie esperaba que la salud se me quebrara de manera tan

repentina y taxativa.

Mis conductos biliares estaban obstruidos y los jugos gástricos, desparramándose por el organismo, dotaron a mi tez de un enfermizo tono amarillento y al resto de mi existencia, de la obligación de controlar, meticulosamente, un pastillero atiborrado.

Pero lo peor era la debilidad crónica.

Cada esfuerzo, a poco que superara lo normal, suponía un inevitable jadeo.

Y con él, llegaban la vista nublada y la necesidad de tener siempre a mano, una silla salvadora y la mano esperanzadora de mi esposa.

  • Saldremos de esta – animaba, acariciando dulcemente mi frente, regándome con dulces besos mientras sostenía la mano con una mezcla de cariño y convencimiento.

Fue duro.

Duro y devastador.

Pero salimos.

Rosario, luchadora y firme como menhir bretón, nunca toleraba el desaliento, nunca consentía el desánimo y equilibraba, la creciente flacidez de mis energías, con una capacidad de superar sus límites e ir, siempre, un paso más lejos de donde estuviera.

  • Te quiero tanto –decía antes de apagar las luces y entregarnos al sueño.

Y yo a ella.

Tanto que ni Omeoprazoles ni protectores estomacales, ni especialistas, ni una leve cirugía me sacaron de aquella.

Fue su mirada plagada de energía y su indoblegable manera de amarme.

Aunque escapamos de algo peor, quedó en mi organismo el mal crónico con el que tendría que aprender a convivir y que, muy a nuestro pesar, terminaría convertido en nuestro lacerante compañero de cama.

La bilis consentía recuperar la sociabilización, los cafés entre amigos, el rutinario del trabajo en una correduría de seguros, los fines de semana de comidas familiares o escapadas a ver catedrales.

La bilis toleraba las comidas sin salsas, los bistecs sin sal y dos sorbitos diarios de vino.

Pero la bilis no consentía el recuperar aquel sexo salvaje que desde mi hospitalización, había quedado archivado.

La mañana de mi reincorporación laboral, para celebrarlo, ambos nos despertamos hora y media antes que el reloj, dispuestos a celebrarlo.

Ni caricias, ni arrumacos, no toques intensos, ni suspiros, ni una felación nada sutil lo lograron.

Mi polla, otrora férrea e infalible, quedó en un estado de semiletargo que hizo imposible cualquier cópula.

Desayunamos quedos, en un preocupante silencio que, por un segundo, me hizo temer que algo, entre nosotros, se hubiera roto.

Pero Rosario, perpetua e infinita Rosario, cercenó los oscuro cuando, ya a punto de despedirnos, anudó con pacificadora ternura el nudo de la corbata.

  • Nunca aprenderás a hacerte un Windsor amor.
  • No quiero. Así puedo abrazarte mientras tú lo anudas.

Nuestra historia parecía prolongarse, sin sobresaltos ni hijos, capaz de sobrevivir a mi asqueroso hígado y a las veintisiete pastillas semanales que pululaban entre cada una de mis células.

Pero la lívido de quien escribe feneció, para pesar apaciguado de mi mujer, que con apenas treinta y tres años, se veía en ese aspecto a solas y con la suya en todo lo alto.

Nuestra vida sexual se transformó en el contraste de nuestra relación amorosa; mentiras y excusas.

“Hoy estoy cansado, no me sentó bien la pizza, nos hemos acostado demasiado tarde, bebí demasiado, comí demasiado, tengo inflada la tripa, me apesta la boca, hace un frío terrible, me preocupa la factura del gas, mañana por la mañana estaré recuperado…”

Pero nunca me recuperaba y siempre, siempre, encontraba una nueva excusa, cada vez más imaginativa, cada vez más inverosímil, para negar la obligación de afrontar nuestro problema.

Pero Rosario si lo comprendía.

Lo comprendió mucho antes que yo.

Sutil pero persistente, tenaz pero dulce, su boca siempre estaba dispuesta a conseguir que mi miembro se recuperara.

Sin presiones, piel contra piel, insistente y cálida, a veces de manera natural, a veces recurriendo al milagroso Viagra, conseguíamos tímidas erecciones que luego ella aprovechaba montándome lentamente, con gracia, consiguiendo alcanzar cierto cosquilleo en su entrepierna.

Un cosquilleo que en una de cada cuatro veces, si la resistencia y los dolores así lo permitían, terminaba transformándose en débil orgasmo que su rostro y voz apenas susurraban, pero que ella, pobre ella, agradecía con una sonrisa generosa y una capacidad para comprenderme sin enfados que abarcaba todo un universo.

Cariño, comprensión, paciencia.

A pesar de todo, estábamos profundamente enamorados.

Hasta que lloró.

Odiaba la playa.

Pero a Rosario le apasionaba.

Mi resistencia anterior a la enfermedad, a malmeter nuestro agosto, asfixiados entre las atiborradas íberas se transformó en cesión voluntaria, consciente que para ella, sol y mar eran como su amor; cuestión de encontrar nuevos bríos con los que rellenar huecos vitales.

Agosto pues, se transformó en una visita a Elda, Calpe, Tossa, Almetlla, Tarifa.

El aire marino sentaba bien pero no el calor ni las masificaciones, por lo que tres de cada cuatro visitas a la playa, las hacía Rosario en solitario.

De ellas volvía regenerada, activa, vibrante, atractiva, bienhumorada y, sobre todo, dispuesta, nuevamente a comprender mi quebrada salud y las limitaciones que esta nos imponía.

Hasta que, como dije, lloró.

Lo hizo sin más, una tarde en la que, apenas regresada, saludó con frialdad, se desnudó por el camino y, tras darse una ducha eterna de casi una hora, salió con el albornoz hasta la barbilla, con treinta y dos de mínima, para abrazarse a mí como si el viento fuera a arrastrarme con su potencia.

Lloró sin hipos, seis o siete lagrimones gigantescos que, resbalando por sus mofletes, fue incapaz de mantener ocultos.

Mi amor, mi amor, estoy aquí como tú siempre lo has estado.

  • ¿Qué te ocurre cielo?
  • Nada. Solo que te quiero – su mano rebuscó bajo el pantalón del pijama - No sé por qué razón me vuelves loca – el albornoz se vino al suelo dejando ver su piel, limpia y enrojecida por el agua caliente – Loca como nunca – y se arrodilló ante mi ridículo falo, con un brazo extendido, para cogerme la mano mientras lo relamía.

Aquella tarde, en aquel apartamento sin aire acondicionado, la monté por primera vez sin hacer el ridículo.

Asmático, agotado, hincaba mi cuerpo entre sus piernas y ella, abrazándome con ellas la cintura, recibía las torpes embestidas con gestos sublimes y agradecidos.

Me vine dentro en apenas cinco minutos.

Y lo hice, casi ni me acordaba de cómo era, con cierta abundancia.

Consumido, jadeando sobre su pecho, mientras me acariciaba la creciente calva, supe que me había traicionado.

Pero no lo dije.

No, porque durante aquellos días, el sexo, aunque aún débil y en ocasiones burlón y esquivo, regresó a nuestra convivencia.

Cariños, besos, confidencia, largos ratos de cama y charla completamente desnudos.

Ambos sabíamos buscarnos, sin abundancia pero con relativa eficacia, compartiendo en el acto, menos pasión que sentimientos.

Una celebración que siempre se repetía cuando, cada tres o cuatro días, Rosario bajaba a solas hasta la playa.

Como si de una liturgia católica se tratara, regresaba con cara mustia, saludaba sin acercamiento y, tras ducharse de inmediato, se fundía entre mis brazos para jurarme una amor fanático y sin miradas, rogándome quedarnos así un rato largo, muy largo…”hasta que se diluya el veneno”.

Y cada vez que lo hacía, yo confirmaba que había sido traicionado.

No era un tonto.

Pero tampoco un Don Juan romanticón y desenmascarado, capaz de airear la punta del estilete a poco que juzgara burlado el honor propio.

¿Para qué dudar?

¿Para qué emponzoñarnos?

¿Para qué si ahora era capaz de compenetrarme con ella a un nivel aceptable pero sin remilgos, tras tantos años yermos?

Desde que reventó el puto hígado.

Hasta la última tarde.

Agosto se finiquitaba y ella volvió a despedirse con una caricia y un beso tierno en la mejilla.

Todavía exhalaba su aroma mi carrillo cuando la contemplaba, desde la terraza, rambla abajo hacia el paseo marítimo….con el bikini puesto, con las chancletas resonando en sus talones; decorosamente peinada, sin cesta para bronceador, sombrilla, toalla y crucigrama.

No, no soy tonto.

Por eso bajé.

Por eso aceleré el paso hasta parapetarme tras la esquina donde la rambla moría ante la brisa marina y donde Rosario había pasado apenas unos segundos antes.

La avenida reventaba de gafas de sol y olor a bronceador pringoso y barato.

No cabía ni el aire.

Sin embargo, tal vez por desesperación o porque todo individuo en mi situación, desea en el fondo, verlo, la descubrí ante el portal del Hotel Mediodía, uno de tantos horteras establecimientos que atestan la costa del Mediterráneo.

Aguardaba tranquilamente, al parecer, si ninguna intención de salvar los cien metros escasos que la separaban de la arena.

Aguarde allí, pasmarote aficionado a las novelas detectivescas, bajo un sol lacerante y plomizo que, sin embargo, apenas sentía.

La confirmación arribó con forma de niñato moreno, desbarbado e hipermusculado, de bañador ridículamente diminuto y descalzo.

Sin aparente saludo, la cogió de la cadera y, en un breve impulso, la hizo perderse del brazo dentro del Mediodía.

Corrí.

¿Por qué?

Era un ser enclenque y pusilánime, incapaz de entrar en la recepción y organizar una fritanga de aúpa, sopapo incluido a un leviatán grotesco que, de un solo pestañeo, me hubiera quebrado como una ramita de paja.

Alcance apenas a verlos, introduciéndose en el ascensor, con la mano ofensiva de aquel criajo agarrando descaradamente el culo de Rosario.

El recepcionista, cincuentón y experimentado, contemplaba la escena con una sonrisa socarrona y farisea, mezcla de envidia y ofensa.

  • Mira estos – se quejó a un camarero de edad semejante y bigote finito, tipo franquista – En diez minutos tengo a todo el piso pendiente de los gritos de ella.

Cuando tres horas más tarde su cuerpo, duchado y desnudo regresó a mi lado, la acogí…

  • Te quiero. Te quiero tanto.

…sin remilgos.

¿Iba yo a encararme contra alguien que luchaba en mi misma barricada?

¿Iba yo a negarle ese cachito de felicidad que indudablemente necesitaba pero que su marido era incapaz de proporcionarle?

Ella lo presintió.

Lo presintió y habló todo.

Se llamaba Alex.

Catalán sin oficio ni beneficio.

Su única fuente de ingresos la obtenía trabajando de noches como camarero y de tardes a modo de socorrista playero.

Fue así como se conocieron.

Rosario me lo confesó acuclillada en una esquina de la estancia….”no me toques”….tapándose con las manos la cara….”quiero soltarlo todo”…con una calma subyugante….”no puedo más”…propia de aquellos que saben, están lanzando una moneda al aire….”no te mereces lo que te estoy haciendo”….y según el cara o cruz, depende lo que más aman.

  • No supe resistirme – confesó – Con el me siento….me siento desarmada.

Alex era un “bull”, un macho predador capaz de detectar, como los linces, las ginetas o perdiceras, el aroma de la presa más debilitada.

Y Rosario, tras años sin acostarse junto a un verdadero hombre, con un cuerpo que sin ser escultural, resaltaba sobre la media, fue rápidamente detectada entre las miles que se tostaban bajo el sol mediterráneo.

  • No sé qué tiene. No puedo decírtelo. Es como si, al sentirlo tan cerca, mientras me….mientras me…
  • Mientras te folla – ayudé a terminar la frase.
  • Mientras me folla – terminó aceptando – se me olvidara todo lo que llevo años reprimiendo…aunque me duela.
  • Pero ese algo, siempre regresaba.
  • Siempre – suspiró con la vista puesta en el entarimado – Apenas terminábamos, apenas lo escuchaba vistiéndose y cerrando la puerta, me hacía pequeñita y escuchimizada porque tú regresabas con esa fuerza inmensa que nos une. Y con tu regreso, regresaba el asco.

Acaricié su espalda.

  • Cada vez que salía del Mediodía me juraba que no repetiría. Cada vez te lo juro. Pero cuando llamaba, cuando lo veía sobre la torre en la playa, era incapaz de evitar acercarme, de preguntarle la mayor tontería y entonces, cuando olía sus feromonas, sabía que estaba perdida. Siempre terminábamos follando y siempre lloraba loca de dolor por hacerte lo que te estoy haciendo. No puedo más, no puedo más con esto. No puedo. Si te pierdo….. – sus manos temblaron hasta que las acogí entre las mías.
  • ¿Qué os une?
  • Pues….-mi pregunta pareció cogerla a contrapié.
  • ¿Qué tienes en común con él? ¿Qué te ha llevado a sus brazos?
  • No lo sé.

¿Nunca has tenido delante a alguien cuya desesperación expresiva denota claramente una verdad inmutable?

¿Nunca has conversado con una persona capaz de manifestarte, por el tono, por los gestos que no es capaz de mentirte?

  • Pues yo, quiero averiguarlo.
  • Cariño, Alex puede destrozarte.
  • Necesito verlo – insistí – Quiero verlo. Cara a cara.

Alex era un frívolo dotado con el acento más irritante que jamás he escuchado.

Su entonación brotaba de una Garrotxa profunda y chirriante, alejada de la voz varonil y embaucadora del buen poeta que conquista con palabras a toda hembra.

Rosario habló con él a través del manos libres.

Sus respuestas, casi monosilábicas, evidenciaban que para el muchacho, su vida era un sin esperar, ausente de toda consecuencia.

Una sucesión de día a día sin trascendencia.

¿Qué el marido de la mujer que me estoy follando quiere conocerme?

  • Vale. Pues mañana libro así que a las once de la noche en la terraza del Mediodía.

Hasta yo mismo, lo confieso, llegado el momento, tuve serias dudas mientras caminábamos hacia el vetusto establecimiento.

Ignoro por qué presioné para dar semejante paso, ignoro por qué no opté por resolver mis dudas en el “petit comité” del matrimonio y, sobre todo, ignoro por qué cuando Alex me ofreció su mano franca y abierta, la acogí apretando.

El encuentro se tradujo en un cauto duelo de miradas, catándonos como dos rinocerontes macho husmeando al contrario, sin apenas cruzar más que cuatro palabras sin consecuencia.

¿Qué iba a decirle, que podía preguntarse al amante de tu señora, al hombre que la penetra, al que la hacer retorcerse de gusto cuando tú estás despistado?

La atención se convirtió, dentro de aquel juego donde yo estaba desamparado, en mi único arsenal.

Fue así como observé las sutiles sonrisas que el muchacho lanzaba a todo aquello que, con falditas cortas, pasara a menos de cinco metros de su sombra.

Tres de cada cuatro, respondían con una sonrisa igual de sutil.

Indudablemente Rosario tan solo era una más en el historial estival de aquel imberbe.

Una Rosario que, durante aquel eterno silencio, apenas sostuvo conexión visual con su amante y, cuando este se producía, era para devolverse miradas nada hostiles, pero inexpresivas.

  • Esto no va más allá – fue el argumento más largo que puede escucharle – Te lo digo porque no es la única mujer casada con la que me he acostado– añadió exhibiendo una sonrisa que pretendió ser cómplice y que, sin embargo, a quien inquietó de más, fue a mi mujer, en su silla revuelta.

Alex chispeó su expresividad en dirección a ella.

Y Rosario, hasta entonces muda y queda, se reactivó.

El chaval no daba más que para conversar el rato de un suspiro.

Pero desde su escasa ropa, exhalaba un aire seguro y sobrestimado, convencido de que, lo que poseía, volvía locas a quienes deseaban poseerlo.

Mujeres que no le preguntarían quienes eran Galdós, Wilder o Neruda.

Su brazo izquierdo, inmenso como toda Castilla, acarició intencionadamente el derecho de ella.

Sus bíceps, tan espesos que la camiseta parecía reventarse tratando de retenerlos, ofrecían la estampa de un ser algo artificioso sí, pero capaz de todo.

Al girar el cuello para mirar directamente a Rosario, el esternocleidomastoideo se tensó de tal forma, que parecía una viga vizcaína, recién salida del alto horno.

“Su puta madre – pensaba – Parece un Urogallo sacando pecho”.

Exhibía potencia, vitalidad, salud, inagotable energía.

  • Aquí – usó su anular para tocar sonoramente su sien – No hay mucho cerebro.

“Bueno, al menos es sincero”.

  • ¿Entonces? No lo entiendo la verdad- la pregunta se difuminó, distraída por el asombro de contemplar cómo, con dos inapreciables gestos, la frialdad de Rosario estaba transformándose en algo mucho más descarado….sus ojos escaneaban el cuerpo de Alex, sus uñas pintadas en morado tamborileaban sobre la mesita, y sus labios, sin poder evitarlo, aparecían húmedos.
  • Entonces – se levantó, cogiendo la mano de mi sumisa señora – Voy a mostrártelo.

Caminamos de regreso hacia el apartamento.

Rosario ya no me miraba, ya no coordinaba conversación conmigo, como si entre ella y su cada vez más cercano macho, no hubiera nadie más que ellos y su deseo.

Apenas abandonamos la terraza, buscó poner al lado de Alex, deshaciendo el camino con la mano del muchacho asiendo el rabiosamente su culo; tal y como dos días antes, había contemplado.

Durante todo el trayecto, yo marchaba detrás, acatando mi papel de testigo o pupilo, sacando las llaves, abriendo el portal, llamando al ascensor, rezando por no encontrarnos con alguno de los veraniegos habituales que nos hubieran reconocido.

Al abrirse las puertas del elevador, Alex se giró, guiñándome un ojo a modo de “empieza el espectáculo”, tras lo cual, empujando a su presa hasta el fondo del aparato, se abalanzó decidido sobre ella.

Quedé fuera del habitáculo, contemplando como las piernas de Rosario, a pesar del estío playero de tonalidad casi marmolea, se abrían, contrastando con el color de su vestido veraniego, de un negro oscuro como boca de ogro.

Entre ellas se colocó magistralmente el musculado, aprovechando tan magnífica recepción para arreciar en un ataque de besos lascivos, abiertos y babosos, dirigidos a boca, barbilla, escote y cuello.

La diferencia de estatura la equilibraban los tacones; de aguja afilada y alzados, muy alzados.

La imagen, ya de por si hipnóticamente erótica se caldeó todavía más cuando Rosario, recibiendo dentro de su boca la lengua de su amante, abrió los ojos para mirarme fijamente, sosteniendo la visión durante quince bullidos segundos…”Mira lo que me está haciendo amor. No eres tú y me estoy empapando”…para luego, regresar al tajo dejándome allí, de pie mientras las puertas se cerraban, fuera y desamparado, solo y notoriamente empalmado.

Habíamos alquilado un hijoputesco sexto.

Ascendí de dos en dos los peldaños, todo lo rápido que mi declinante condición física consentía.

Llegué a mi objetivo quebrado, sin resuello.

Todo estaba sometido a una oscuridad enervante.

Todo menos el haz de luz que brotaba desde la puerta abierta del ascensor.

Me acerqué esperándome encontrar todo.

Pero no había nadie dentro.

Vacío, vacío no es que estuviera.

En mitad del suelo engomado, paraban las braguitas de encaje que habían dejado allí, abandonadas.

Las recogí e, intuitivamente, las acerqué a mi pituitaria.

Era ella.

Más mujer de lo que nunca la había olido.

  • Rosario – supliqué su nombre.

Caminé hacia el pasillo y, al igual que el rellano, tan solo la puerta estaba entreabierta.

Desde la luz encendida, al fondo de un pasillo lóbrego, brotaban gemidos.

Gemidos de hembra.

El, revelaba su invisible presencia, gracias a los sonoros besos.

Me acerque como en una claustrofóbica película de Kubrit…a cámara lenta, lentísima, temeroso de lo que pudiera surgir tras aquella turbadora escena…¿un payaso sádico y asesino?...¿un demente con máscara y sierra mecánica?...¿una forma amorfa, amenazante y extraterrestre?...o lo que finalmente fue:

De pie, en el salón, ofreciendo la espalda, Alex se encontraba en pelotas.

Su ropa, más que despojada, arrancada, había sido arrojada al rincón que más a mano se tuviera.

Los pantalones sobre el sofá, la camiseta en un rincón, los calzoncillos, colgando de la espantosa lámpara de araña, un colgajo que debería estar ya jubilado y que, sin embargo, en ese instante, agradecí retuviera de manera tan temblorosa aquel diminuto pedazo de tela.

Observe con detenimiento la mercancía que el chaval ofrecía.

Su mata de pelo, abundante, intensamente cobriza….su piel aceitunada, casi arabesca…su poderoso cuello finiquitado en aquellos hombros expandidos, capaces de sujetar los brazos, igualmente enervados, pegado a una espalda con forma de estatua griega, ancha, anchísima,

descendiendo tensamente hasta las caderas.

Y allí, sus glúteos, tan duros que no temblarían ni sometidos a un Richter de escala ocho y grandes, acompasados con el físico de mamut humano que el chico exhibía.

Desde ambos manos de las caderas surgieron las manos de Rosario, recordándome que en aquella salita, había una tercera persona y que encima, esa persona, resultaba ser mi propia señora.

Sus uñas se clavaron en esos mismos glúteos sin que desde Alex, brotara queja alguna.

No podía retirar la vista de esas manos procuradas, manoseando aquellos músculos con intensidad, lascivia y avaricia.

“Míos, solo míos, al menos ahora”

El sonido de succión era evidente.

La cabeza de Alex se ladeó, exhalando un expresivo suspiró placetero, para depositar luego los ojos en el techo.

  • ¡Joder tía que puntería jas, jas! – exclamó al descubrir el destino de su ropa interior.

Rosario ignoró el imbécil comentario.

Rosario solo deseaba relamer aquel tótem cuya catadura, mi posición, impedía contemplar.

Así estuvieron cinco minutos en los que al parecer, ella no dejó ni un solo instante de concentrarse en la felación del miembro.

Alex poseía una resistencia atroz ante las embestidas bucales de su querida.

Una resistencia que, en ocasiones, arreciaba aferrándola de los pelos para obligarla a hincar la boca más profundamente, al tiempo que el apretaba sus caderas más intensamente contra su mandíbula.

Escuchaba alguna arcada, incluso una leve tos.

Pero Rosario se recuperaba sin aparente inconveniente, regresando de inmediato al acto de regodearse en aquel miembro.

  • Ya basta.

Alex no dejó lugar a más.

“Date la vuelta” – rogué mentalmente – “Date la vuelta. Quiero verlo”.

Con un gesto tajante, la alzó, empujándola hacia el sofá, donde la sentó, arrodillándose luego ante ella, colocando habilidosamente su cabeza entre la piernas, que abrió como quien abre un libro mil veces leído.

Rosario aun llevaba el vestido y los tacones.

  • Ooooooo Alex….ssssss

La cara de ella al sentir la lengua de su amante fue digna de una fotografía.

Una mezcla de asombro, lascivia, puterío…”Nunca sentí esto pero ostias, ¿Cómo puede vivir sin ello?”

  • Oooooo

Los labios levemente abiertos, los ojos desbocados…como si no terminara de creerlo.

  • Oooooo

Los dedos enredados entre los cabellos y Alex, meciendo su cabeza en evidente gesto de lamer aquel nutritivo jugo.

  • Ogggggggg Diossssss ogggggg.

Alex extendió sus brazos, ascendiendo por encima de la tela negra hasta las caderas, luego el ombligo y, finalmente los pechos de Rosario, que magreo con cierta e intencionada brusquedad, provocando, lejos de un quejido, que ello se apretara más contra las crispadas falanges, en un gozoso y buscado brinco.

  • Oooggg, oggg para, para para que me vengo…oggg
  • No, no – Alex alejó lengua y cara – No sin que antes pruebes lo que ofrezco.

Rosario parecía una muñeca indolente y sin carisma, entre brazos de un matón de colegio chabacano pero inasequible a una negativa.

Alex sabía hacer.

Acercando sus labios volvió a besarla aun con mayor deseo, mientras su mano derecha se colaba entre ambos, buscando, palpando, apuntando y, aguardando cinco o seis segundos de indescriptible tensión.

Durante ellos, dejó de besarla para mirarle fijamente a los ojos.

El con suficiencia….ella con suplica.

Y entonces lo hizo.

Entonces su trasero se tensó, imprimiendo el impulso necesario que la unió definitivamente a ella.

  • Ummm, Ummm

Rosario gimió, aferrándose a los omoplatos de Alex mientras sus párpados se apretaban con fuerza y sus dientes, mordían el hombro de su amante, ensañándose mientras acogía en su seno semejante polla.

  • Uuuuuufffff oooooo aggggg

“Debe de ser algo monumental para que llegue a esto”.

Y esto no parecía acabar.

Cuando lo hizo….”Ufff, ufff, ufff, ufff·….Rosario semejaba incapaz de asumir más sexo ajeno dentro del propio.

Pero lo hizo.

Hubo una segunda mecida.

Y luego una tercera, esta vez más directa y sorpresiva.

La cuarta fue ya, totalmente despiadada.

  • Aaaaaa.
  • Asiii zorraaaa – y le arreó el quinto al tiempo que, aprovechando el ímpetu, con una fortaleza cinematográfica, se alzó, sosteniéndola a pulso, con aparente facilidad pero con una tensión muscular puramente pornográfica.

Alli empezó un movimiento ecléctico, rápido, decidido metesaca que casi era hasta soez y desconsiderado.

  • ¡No puede seeeerrrrr! – gritó Rosario
  • No puede ser – susurré yo por lo muy bajo, temeroso de desconcentrarles.

Pero si lo era.

La telilla del vestido enloquecía, mecida anárquicamente, dejando entrever el culo de Rosario, acoplado al falo, con sus nalgas sonando, lanzando oleadas desde la entrepierna hacia los lados…plaf, plaf, plaf.

  • ¡Meeeee vuelves locaaaaa! – exclamó sin rubor, al tiempo que sus zapatos se estampaban sonoramente en el suelo, llegando uno de ellos hasta mi costado.

Alex sostuvo aquel ritmo, jamás visto fuera del porno más profesional durante tres minutos en los que Rosario grito, gimió, suplicó y en el momento cumbre, cuando daba las últimas y descaradas arremetidas, llegó a poner los ojos en blanco, como si alcanzara un nirvana orgásmico.

  • Aaaaa, aaaaa – suspiraba recuperando el resuello– Aaaa, sobre la mesa Alex, fóllame sobre la mesa.
  • Claro nena.

Como quien camina con naturalidad, sin sentir los sesenta y cuatro kilos que alzaba a base de polla y brazos, la trasladó hasta la mesa comedor donde se celebraban comidas familiares cuando recibíamos visitas durante las vacaciones.

La puso exactamente donde solía sentarse mi irascible suegra, arrojando la silla de una impulsiva patada y depositando sobre el roble, el delicado cuerpo de Rosario.

Alex asió entonces el escote del vestido y de dos categóricos estirones, rasgó el vestido provocando la desnudez y movimiento de sus pechos al liberarse.

Rosario tiene unos pechos algo pequeños para el gusto pero firmes como una juvenal.

Sus pezones eran diminutos, casi andróginos pero de un rosáceo intenso, como piel de cerdito.

Estaban tan duros que al lamerlos Alex, provocó un respingo de excitación en su propietaria.

La lengua del chico, glotona e inmensa, los recorrió de arriba abajo babeándolos a su gusto.

Rosario se retorcía como una culebra tratando de alcanzar los pectorales del chico.

Y este, desconsideradamente, se alzó hasta quedar bien tieso, asiendo los tobillos de ella, colocándolos juntos, a un lado de su rostro, lamiéndolos al tiempo que la penetraba otra vez, y otra, y otra y otra, acelerando hasta alcanzar un ritmo que, sin ser tan veloz, si era continuo, tenso, vibrante y enérgico.

Como si aun sin acabar una penetrada, desearas ya la próxima.

Rosario mecía la cabeza de izquierda a derecha…

  • Si, si, si….. – abriendo la mandíbula como si estuviera poseída, porreada o borracha….

…agarrándose con ambas manos a los laterales del renqueante mueble…

  • Más, más, quiero más…

…sintiendo como sus pechos se desbocaban con cada metida.

  • No pares Alex, no pareesss…por tu puta madre no te pares.

Y no paró.

Todo lo contrario.

Aceleró ahora si con toda su musculatura en modo “máxima potencia”, adoptando una faz animalesca, brutal, bárbara y asilvestrada.

  • Bufff, buffff – resoplando como claro síntoma de que su resistencia iba a reventar dentro de la vagina de mi mujer con forma de espesa y calentita lefa.
  • Rosario cielo – osé inmiscuirme tímidamente desde atrás.
  • Bufffff, Bufff….
  • Rosario amor que no se puso condón…

Y entonces, como si hubiera acariciado el botón más parapetado del clítoris, como si le hubiera informado que había otra segunda polla igual de expeditiva justo al otro lado, solo para ella, Rosario reventó…

  • ¡Siiii siiii dale duro dale dale, llenaméeeeeeeee! – los muslos bamboleaban acogiendo cada embestida mientras sus pies, adorados pies, se apuntaban hacia la misma lámpara donde colgaban los calzoncillos arrancados, prueba indudable de la corrida intensa y prolongada que estaba gozando.

Alex apretó los dientes, enrojecido del puro esfuerzo para, con un grito desvergonzado y gutural..!!Aaaaaggggggg!!….comenzar a dar empentones al tiempo que echaba la cabeza atrás y, acompasado por los gritos de hembra, correrse como un oso encelado.

Tras diez minutos asegurándose que hasta la última gota de su semen llegaba hasta el fondo de la vagina, Alex salió de ella.

Y entonces quedé sin respuesta.

Esperaba una polla colosal, titánica, capaz de despertar tanto miedo como atracción.

Un pene de veinticinco cmtrs para arriba, gorda como una butifarra payesa.

Pero aquello, aun enhiesto, goteante, húmedo y aun palpitante, era muy normal, incluso, más normal que la propia.

No lo comprendía.

Alex caminó hacia mí y, tras darme un burlesco golpecito en el hombro, tiro en busca del cuarto de baño que encontró tras la tercera puerta que dejó abierta.

  • ¡A ver si dejamos dormir degenerados! – escuché quejarse al vecino de arriba.

“Hijo puta” – fue mi única respuesta mental.

Rosario trataba de recuperar el resuello sobre la mesa.

Su manera de inclinarse hacia un lado, adoptando postura cubil, indicaba que la mala conciencia, regresaba tras su sonoro orgasmo.

Alex, bajo la ducha, parecía ausente de la vergüenza y dolor que acosaban a su amante.

Él había cumplido y a su inconsecuencia vital, le sobraba la mala conciencia.

Yo, al contrario, creí llegado mi momento.

Alzándola en brazos, con un esfuerzo que casi consigue que los pulmones escaparan por la boca, la llevé hasta el lecho.

Ella apoyó tiernamente su cabeza en mi pecho.

  • Perdóname – dijo, para repetirlo cuando, tras depositarla sobre la cama, la cubrí con una ligera sábana besando su piel sudada – Perdóname amor.

Al salir topé con Alex, vestido y nuevamente repeinado.

  • Los calzoncillos si no te importa, te los dejo, que están destrozados.
  • Pensé que…
  • ¿Qué? ¿Qué estaba enamorada de mí? No hombre no, eso son problemas que evito. Una cosa es que folle con casadas y otra que busque amargar la vida a buena gente como tú.
  • No, no. Yo lo que pensé es que – señalé con la barbilla su entrepierna.
  • ¿Qué?
  • ¿Que tenía una polla de burro? ¿Qué era eso lo que la enloquecía? ¡Ja, ja, ja! No “nen” no. No es el tamaño lo que mujeres como Rosario buscan. Ni amor. Eso último se los estás dando tú. Y muy bien por cierto.
  • Entonces.

Alex se acercó, tanto que pude incluso catar nasalmente sus feromonas que a mí no afectaban pero sin duda, si hubiera sido mi mujer, habría sido foco de otro solemne arrebato.

  • Lo que Rosario…lo que todas buscan, es follar como locas. Carne, sexo, sexo duro, sexo sin miramientos ni consecuencias. Nada de te quieros, nada de responsabilidades, nada de para toda la vida. SEXO – recalcó mientras se marchaba hacia la puerta – Y luego nada.

Me quedé allí, mirándolo, descubriendo de repente que aquel chaval sin letra ni diploma, tal vez no fuera tan tonto como a aparentaba.

  • Ah…y no se te ocurra intentar hacer tu lo que yo le hago. Entonces, perderías lo que ella ama de ti y con ello, la perderías a ella. Ala…hasta dentro de tres días.