Puta la madre, puta la hija (3ª parte).
"De tal palo, tal astilla: puta la madre, puta la hija", es lo que escuché en el velatorio de mi abuelo de boca de las beatas del pueblo en que nació mi madre. Iba a demostrarles lo que una auténtica puta es capaz de hacer.
DE TAL PALO, TAL ASTILLA: PUTA LA MADRE, PUTA LA HIJA (3ª parte).
Eran las diez de la mañana cuando por fin llegamos a la Iglesia, ubicada en medio de una ancha avenida denominada, según mi madre, “calle grande”. A pesar ser tan temprano, el calor ya se hacía notar. En la puerta de la Iglesia, de estilo románico con un frontal de piedra de color gris, había varios hombres charlando. Mientras caminábamos hacia la entrada, me fijé en que todos ellos portaban brazaletes negros. Algunos llevaban una visera y otros una especie de boina. Desde luego, daban la imagen de auténticos catetos de pueblo.
De inmediato sentí sus miradas escrutadoras sobre nosotras. Siempre que un hombre se gira por la calle para mirarme el trasero o se fija con descaro en mi escote, me siento halagada. Y no iba a ser diferente en ese momento, por mucho que mi madre no quisiera llamar la atención. Pasamos a una capilla lateral de la Iglesia, donde tenía lugar el velatorio. Sólo había mujeres, todas de luto. Algunas, las más viejas, cubrían su cabello con pañuelos negros y lloraban desconsoladas. Eran las llamadas “plañideras”, según más tarde se me explicó. El ambiente era tétrico. La muerte podía olerse. Era un aroma denso y pesado. Una mezcla entre húmedo y rancio. Un olor que jamás antes había imaginado que existiese. Invitaba a salir corriendo de allí y no volver la cabeza hasta llegar a Madrid.
Varias hileras de sillas rodeaban el féretro. Nos sentamos en la última fila, con la mayor discreción posible, tratando de pasar desapercibidas. En un primer momento, pareció que lo habíamos conseguido. Pero, poco a poco, la veintena de mujeres que se congregaban en torno al cadáver de mi abuelo, iban alzando la vista y, casi sin pretenderlo, fijándose en las únicas dos mujeres que no eran del pueblo. La situación empezó a ser incómoda. Más aún cuando a nuestras espaldas, de pié, y a un par de metros de nosotras, tres señoras empezaron a cuchichear.
- ¡Mírala! - susurró una en tono despectivo - ¡Qué poca vergüenza! Venir ahora, después de tanto a tiempo, sabiendo a qué se dedica la muy …
- ¡Pues anda que la hija! - susurró otra - ¡Vaya pintas!
- Conociéndola, ¡menuda educación que le habrá dado! - insistió la primera.
- ¡Ufff! Seguro que se dedica a lo mismo que la madre. No creo que valgan para otra cosa – añadió una tercera.
- De tal palo, tal astillla: puta la madre, puta la hija – dijo una de ellas – Y que el Altísimo me perdone por utilizar estas palabras en la casa del Señor – añadió. En ese momento, volví la cabeza y pude ver cómo la mujer que había hecho ese comentario se santiguaba compulsivamente.
- Mamá, voy a tomar una Coca-Cola, que he visto una máquina fuera – le susurré al oído – Vuelvo enseguida.
Me levanté de mi asiento y salí de la capilla, no sin antes dedicarles una mirada de desprecio a aquellas tres beatas que, ahora, disimulaban haciendo como que no sabían quiénes éramos. Salí a la calle y me dirigí hacia un máquina expendedora de refrescos que había junto a la puerta de un bar situado en la acera de enfrente. De inmediato, volví a sentir las miradas de los hombres que se congregaban en torno de la Iglesia. Decidí exagerar el movimiento de mis caderas al caminar, meneando mi trasero para captar su atención sobre el vaivén de mis caderas. Mi madre me había pedido que hiciera todo lo contrario, pero soy tan putón que no puedo evitarlo. Veo tíos y quiero follármelos o, al menos, calentarlos. Si no fuese tan puta, sería una calientapollas. Me gusta calentar y provocar, pero también me gusta rematar la faena. Justo cuando iba a meter una moneda en la ranura de la máquina, alguien se dirigió a mí.
- Perdona, ¿eres Alicia? - me preguntó con timidez.
- No.
- Ah, disculpa … es que … como te he visto llegar con una señora que me han dicho que es mi tía Dolores … pensé que eras su hija – explicó bajando la mirada.
- Y soy su hija, pero no Alicia, sino Carolina – expliqué.
- Ah, no sabía que la tía Dolores hubiera tenido dos hijas … - añadió avergonzado, en todo de disculpa.
- No pasa nada, no te preocupes – dije con amabilidad – Creo que poca gente en este pueblo sabe de mi existencia. Y tú, ¿quién eres?
- Ah, perdona … no me he presentado. Soy Javier. Mi padre es Vicente, hermano de tu madre – me explicó – Por tanto, somos primos – concluyó sonriendo.
- Pues … ¡encantada de conocerte! - añadí acercándome a él para darle un beso en cada mejilla. Me retiré las gafas de sol situándolas sobre la cabeza. Al mirarme noté el impacto que le causó el intenso azul de mis ojos. Volvió a sonreír, con un aire bobalicón y, por un momento, se hizo el silencio. Era alto, de un metro ochenta más o menos, de unos treinta años, delgado, moreno y bien parecido.
- Eh, … esto … igualmente – acertó a decir, impresionado por el color de mis ojos – Me hace mucha ilusión saber que tengo dos primas. Pensaba que sólo tenía una.
- Pues … ¡ya ves! Somos dos. Alicia y yo.
- Ya, ya, ya … - dijo mientras me miraba de arriba a abajo, ensimismado - ¿Quieres que te presente a la gente? Supongo que no conoces a nadie, ni a tus tíos ni a tus primos, …
- Ya habrá tiempo para eso – dije en tono insinuante. No había ido allí a captar clientela, pero la cabra tira al monte. Me apetecía follar y el hecho de hacerlo con un primo mío, me daba especial morbo. En aquel mismo momento, y más aún cuando observé el creciente bulto que se le marcaba en la entrepierna, decidí que iba a follarme a mi primo y a todo aquel que se me pusiera por delante. No quería disgustar a mi madre, y sus instrucciones eran claras en cuanto a no llamar la atención para no acrecentar su mala fama. Pero aquello era totalmente contrario a lo que siempre había predicado. Nos había inculcado, tanto a mi hermana como a mí, a sentirnos orgullosas de ser putas – Aún no he desayunado. ¿Me invitas a un café, primo?
- Claro, prima – respondió de inmediato – Aquí mismo, en este bar de aquí al lado.
Durante unos quince minutos charlamos animadamente. Me contó cosas de la familia y del pueblo. Que tenía una hermana que estudiaba Derecho en Madrid y que vivía en un piso compartido con otras compañeras; que él trabajaba en una bodega, propiedad de su padre; y que en total éramos siete primos. Por un lado, estaban él y su hermana Esther, hijos de mi tío Vicente. Por otro, Sergio y Gabriel, hijos de mi tío Luis, mellizo de Vicente. Por otro, el más pequeño de todos, Gonzalo, hijo de mi tío José. Y estábamos Alicia y yo. Siete en total. La única que había permanecido soltera era Remedios, a imagen y semejanza de quien la crió, mi tía abuela Josefina. Javier tenía 29 años y su hermana Esther 22. Sergio, 28; Gabriel, 27; y Gonzalo, 17. Las mayores éramos mi hermana yo, con 37 y 36 años respectivamente. Pero era lógico, ya que mi madre nos había tenido muy joven.
Una vez recompusimos a grandes rasgos el árbol genealógico de la familia y tras hablarme del fallecido, mi abuelo, a quien no llegué a conocer, la conversación dio un giro de 180 grados.
- Oye, prima … me da corte preguntarte esto, pero … verás … hay una cierta leyenda urbana sobre tu madre …
- ¿Qué leyenda? - pregunté haciéndome la ignorante, pues sabía perfectamente a qué se refería.
- Verás, siempre nos han hablado muy mal de tu madre, especialmente la tía Remedios – dijo tratando de elegir las palabras con cuidado para no meter la pata u ofenderme – Corre el rumor de que tu madre se dedicaba a … bueno … a una profesión algo deshonrosa.
- ¿Te refieres a que es puta? - dije con total normalidad, esperando ver su reacción.
- Bueno … no sé si exactamente eso … no sé … - acertó a decir, bajando la mirada.
- No te cortes, Javier. A las cosas hay que llamarlas por su nombre, ¿no crees?
- Sí, bueno, … sí … - taratamudeó.
- Pues … digamos que esa leyenda urbana no es tan leyenda. Sí, es puta. Y yo también. Desde los 16 añitos que ejerzo, y a mucha honra – dije buscando provocarlo con mis comentarios.
- Pero … ¿qué dices? ¡Por Dios! - dijo escandalizado – No te creo.
- ¿Por qué habría de mentirte?
- Con lo guapa que eres podrías trabajar en cualquier cosa, ¡no me jodas!
- Supongo, pero es que me gusta ser puta – respondí tajantemente.
- ¡Buah, no te creo! Me lo dices porque te ha molestado lo que te he preguntado sobe tu madre.
- ¿No me crees? - respondí concierta incredulidad ante lo fácil que me estaba poniendo lo que realmente me apetecía hacer - ¿Quieres que te lo demuestre?
- Demostrarme, ¿el qué?
- Que soy puta.
- ¡No digas tonterías, prima! ¿!Cómo vas a ser eso!? Si eres una chica preciosa …
- ¿Y qué? ¿Es que las putas tienen que ser feas? - respondí tratando de provocarlo más y más. Él, por su parte, cada vez estaba más avergonzado, como si no supiera salir del lío en que se había metido al hacerme aquella pregunta sobre mi madre. En cambio, yo disfrutaba con aquello.
- No, no es eso … no – acertó a decir – Es sólo que no tienes pinta de … bueno ... ya sabes …
- Pues no es eso lo que he escuchado ahí dentro.
- ¿Qué has escuchado?
- Unas viejas diciendo que vaya pinta de fulanas tenemos mi madre y yo – le expliqué.
- ¡De eso nada! - respondió con rotundidad.
- Quizás si hubiera venido con una minifalda y unos zapatos de plataforma, ¿pensarías distinto? - antes de que respondiese, le anticipé una nueva pregunta en forma de provocación - ¿Tú pagarías por pasar un rato conmigo?
- Pero, ¿qué dices, prima? ¡Por Dios! - exclamó algo escandalizado.
- Uy, uy, uy … me parece que no quieres ofenderme reconociendo que pagarías por estar conmigo, pero en realidad me ofendes al rechazarme – le dije con picardía – Además, cuando he salido de la Iglesia he visto cómo me mirabas el culo.
- Eh, esto, … bueno, … no sé … no es que te rechace … – balbucía, avergonzado.
- Si no pasa nada, primo – seguí con mi juego de seducción – si para eso lo tengo, para que me lo miren. Y al que está dispuesto a pagar, puede tocar. ¿Tú estás dispuesto a pagar por tener este culo para ti solito un rato?
- No creo que debamos hacer algo así … - dijo – Al fin y al cabo somos primos.
- ¿Y no es en los pueblos donde más relaciones mantienen primos y hermanos entre sí?
- Bueno, pero … esto es diferente. Acabamos de conocernos …
- ¡No pongas excusas, Javier! - le interrumpí con energía - ¿Quiere follarme o no? Porque yo estoy deseando que me metas la polla, que seguro que tienes buena tranca – añadí acercándome a él y rozándome con su entrepierna.
- Pero, pero … - tartamudeó, nervioso.
- Mira, por 10 pavos te la chupo; y por 30 me puedes follar por donde quieras, trasero incluido – le dije, acariciando descaradamente el bulto de su paquete.
- ¡Nos van a ver, prima! - exclamó, dando un respingo al sentir el contacto de mi mano sobre su entrepierna, mirando a un lado y a otro.
- ¿Y qué más da que nos vean? Tú quieres follarme y yo quiero que me folles, ¿qué problema hay? ¿Hacemos daño a alguien?
- Vale, vale … pero aquí no – resolvió finalmente.
- En los baños, ¿te parece bien? - pregunté con descaro – ¿O prefieres que nos vayamos en coche a algún sitio?
- Prima, nos está mirando medio pueblo – dijo señalando con la cabeza al grupo de hombres situados en la acera de enfrente.
- Hagamos una cosa: me subo a mi coche y te espero en cinco minutos en la otra punta de la esta calle, ¿vale? Así no nos verán irnos juntos.
- Sí, de acuerdo – respondió avergonzado, pero impaciente.
- Ah, por cierto – dije dando media vuelta después de haber iniciado la marcha hacia la puerta del bar - ¿Qué va a ser al final: una mamada o un completo?
- Baja la voz, por favor, ¡que nos van a oír! - susurró – Ya puestos, un completo, ¿no?
- ¡Marchando un completo para mi primo! - exclamé sonriente saliendo del bar ante la atenta mirada del grupo de catetos ubicado frente a la Iglesia.
Subí a mi coche y me dirigí a la otra punta de la avenida denominada "calle grande", a unos ciento cincuenta metros. Esperé la llegada de mi primo Javier, pensando en las palabras de aquellas tres viejas beatas. Por un momento, se me ocurrió algo para escarmentar a aquellas tres palurdas por sus palabras de odio y desprecio. Algo como follarme a sus maridos para que supieran lo que es una mujer de verdad. Hacerles gozar como seguro que nunca habían gozado con ellas. Eran de esas santurronas remilgadas que a follar le llamaban hacer el amor, y que lo hacían a oscuras en la postura del misionero. Dudaba de que hubiesen mamado una polla en su vida y estaba segura de que su agujero trasero jamás había albergado un cipote. ¡Cómo podían despreciar a quienes habíamos disfrutado más en un solo día de vida que ellas en 50 años de triste y patética existencia! Merecían un escarmiento. Ellas y todas las puritanas mojigatas de aquel pueblo.
Era una idea que aún tenía que desarrollar porque vi por el retrovisor cómo se acercaba mi primo. Se subió al coche y me indicó cómo llegar hasta un pequeño cerro a las afueras del pueblo. Detuve el coche entre varios pinos, apague el motor y, apenas unos segundos después, tenía la polla de mi primo Javier, al que había conocido media hora antes, dentro de la boca.
Continuará …