Puta la madre, puta la hija (2ª parte)
"De tal palo, tal astilla: puta la madre, puta la hija", es lo que escuché en el velatorio de mi abuelo de boca de las beatas del pueblo en que nació mi madre. Iba a demostrarles lo que una auténtica puta es capaz de hacer.
DE TAL PALO TAL ASTILLA: PUTA LA MADRE, PUTA LA HIJA (2ª PARTE).
Después de ducharme, pensé que significaba para mi madre “vestirse con recato”. ¿Una falda larga? ¿Un jersey de cuello de cisne, quizás? Estábamos en pleno mes de Agosto, con temperaturas por encima de los 35 grados, y no era el momento de lucir ese tipo de prendas. Pero, además, es que en mi armario no había ropa “recatada”. Mi madre nos educó en que la mercancía hay que enseñarla, en que una buena puta debe serlo las 24 horas del día y que siempre debe quedar claro lo que somos; razón por la que en mi fondo de armario sólo hay lencería, minifaldas, leggings de cuero y de látex, shorts que dejan medio culo al aire, minúsculos tops, camisetas de rejilla, zapatos de tacón de aguja y plataforma, … y, en general, ropa que deje claro que soy una puta y que realce mis encantos. No me gusta pasar desapercibida ni cuando voy a comprar al supermercado y lo menos provocativo que tengo son un par de pantalones vaqueros, si bien lo suficientemente ajustados y ceñidos como para que cualquiera que pase junto a mí se gire para mirarme el culo. Nunca había estado en un funeral, pero sí tenía claro que para no llamar mucho la atención, debía vestirme con colores oscuros. Recordé que tenía unos vaqueros negros. Estaba buscándolos en mi armario, cuando Susi entró en mi habitación.
- Oye, Carol … ¿qué le pasa a tu madre? - preguntó – Me he cruzado con ella en el pasillo y me ha parecido ver que había estado llorando …
- Se ha muerto su padre, mi abuelo – expliqué al tiempo que revolvía la ropa de mi armario en busca de mis levi´s negros – Y quiere que la acompañe al funeral.
- ¡Joder! - exclamó apesadumbrada – Cuánto lo siento …
- Pues no lo sientas – atajé antes de que siguiese con el pésame – Era un cabronazo que pasó de mi madre cuando más lo necesitaba. La echó de casa embarazada de Alicia y con 17 añitos – expliqué – Por cierto, ¿no tendrás algo discreto para ir al funeral? - pregunté cambiando de tema.
Susi me enseñó varias camisetas y blusas de color oscuro y algunas mallas negras que tenía. Valoramos la posibilidad de que me pusiese unos leggings acompañados de una blusa larga para que me tapase el culo y así no llamar la atención mucho en el sepelio. Me jodía enormemente ocultar la parte de mi cuerpo de la que más orgullosa me sentía y de la que más provecho profesional siempre había obtenido. Recordé las palabras de un afamado director porno americano en un foro de cine X al referirse a mi trasero: “tiene un culo adictivo, que te engancha como una droga; una vez que lo pruebas quieres repetir una y otra vez”, había dicho de mí. El conjunto en cuestión, con la holgada blusa negra tapándome el culo y la entrepierna, me quedaba fatal. Parecía una vulgar ama de casa o una empleada del servicio de limpieza.
- ¡Yo así no voy, Susi! – dije con desdén, al tiempo que me desvestía – Dame una camiseta negra de tirantes, que no creo que porque se me marquen las tetas vaya a escandalizar a nadie.
Combiné la ceñida camiseta con mis levi´s negros y me miré al espejo. Los vaqueros se ajustaban a mis torneadas piernas, marcando mis caderas y mi redondo trasero. No es que fuese “divina de la muerte”, pero al menos no parecía una mojigata. No hubiera ido a gusto vestida como una beata. Me puse unas valencianas de color negro, con un pronunciado tacón de cuña de esparto, y me recogí la melena en una coleta.
- ¿Qué opinas, Susi?
- Pues que sigues estando buenísima, Carol – me dijo con una sonrisa – No llamarás la atención como si fueras con una minifalda y unos tacones de quince centímetros, pero me temo que todos los tíos del funeral van a querer hincarte el diente.
- Bueno … mi madre me ha dicho que me vista con discreción, no que vaya hecha un adefesio – concluí, dando el visto bueno a mi atuendo. Cogí mi bolso y bajé a al vestíbulo, donde mi madre me esperaba, vestida con una falda larga y una blusa negra y holgada que trataba, sin mucho éxito, de disimular su talla 130 de pecho. También llevaba unas enormes gafas de sol para ocultar sus enrojecidos ojos por el llanto.
Nos subimos a mi Mercedes Sportcoupé y emprendimos la marcha hacia el pueblo de mi madre. Estaba a poco más de 200 Kilómetros de Madrid, así que tenía unas dos horas para que me aclarase algunas cuestiones que antes había dejado incompletas. Esperé un tiempo prudencial, mientras salíamos de Madrid, para retomar la conversación sobre mi abuelo y lo realmente sucedido cuando mi madre se quedó preñada de mi hermana Alicia.
- Mamá, no quiero que te lo tomes a mal – dije con tono sosegado – pero creo que me debes una explicación. No entiendo nada de lo que está pasando. Siempre nos has contado que te echaron del pueblo, que se portaron fatal, que te abandonaron a tu suerte cuando más apoyo necesitabas.
- Verás … lo cierto es que … siempre he pasado de puntillas sobre lo que realmente pasó. Me resultaba más sencillo contar eso y que no hicieseis muchas preguntas – explicó - Mi padre … tu abuelo … nunca quiso abandonarme. Ni a mí, ni a vosotras dos – dijo, volviendo a emocionarse.
- Te escucho, mamá – añadí sin perder la atención a la carretera – Pero esta vez cuéntame toda la verdad. No omitas nada, ¿vale?
Somos cinco hermanos. Dos chicas y tres chicos. Está Remedios, dos años mayor que yo; José, un año menor; y Vicente y Luis, mellizos dos años más pequeños. Mi madre murió en el parto de los mellizos, cuando yo tenía dos años, así que no guardo ningún recuerdo de ella. Desde entonces, mi tía Josefina, la única soltera de las hermanas de mi padre, se mudó a casa y fue quien realmente nos crió, ya que mi padre trabaja en el campo de sol a sol, y prácticamente sólo lo veíamos un rato cada día, a la hora de la cena.
Mi tía estaba chapada a la antigua y era una católica recalcitrante, de las de santiguarse doscientas veces al día y escandalizarse por todo. Machista a más no poder, nos obligaba a mi hermana y a mí a trabajar en casa a todas horas para tener todo limpio y reluciente y que los hombres de la casa (mi padre y mis hermanos) no tuviesen que ocuparse de las tareas que ella calificaba de “mujeres”. Que Dios la tena en su gloria, porque ya murió, pero creo que fue la influencia más nefasta que he tenido en toda mi vida. Con el paso de los años, mi hermana se fue pareciendo cada vez más a mí tía, adoptando su manera de comportarse e imitándola en todo. Yo, en cambio, era más rebelde. No entendía muy bien esa forma de educarnos y, por eso, me llevaba tan mal con las dos.
En el poco tiempo libre que había, y casi sin haber pasado por el colegio, no había mucho que hacer. Un día, con catorce añitos, me dejé engatusar por un vecino de quince, y me llevó a un pajar, donde conocí el sexo por primera vez. Se llamaba Paco. No llegamos a follar, pero nos besamos y nos metimos mano mutuamente. Desde ese momento, pasar un rato con aquel chico era como una liberación, una vía de escape de mi triste y anodina existencia. Todos los días íbamos a ese pajar a darnos el lote. Los besos y los magreos dieron paso a las pajas y, con el tiempo, a las mamadas. Aún recuerdo el día en que me metí aquel rabo adolescente en la boca por primera vez. Me volví loca. Sentí que estaba haciendo algo prohibido, algo malo, algo por lo que mi tía se hubiese escandalizado, obligándome a confesar ipso facto ante el cura del pueblo y a arrepentirme de semejante acto vergonzoso e impúdico. Pero yo me sentía genial cuando le chupaba la polla. Me sentía más plena y más feliz de lo que ella lo sería nunca. Sabía que no había conocido varón, que jamás había tocado un pene y que ni tan siquiera nunca se había besado con un hombre. Y eso me hacía sentirme mejor que ella, más mujer. El sexo empezó a ser una manera de rebelarme contra mi tía y su forma de educarno llena de prejuicios y complejos.
Lo cierto es que aunque pasaba el día deseando reunirme en el pajar con Paco, en realidad no sentía nada por él. No estaba enamorada. Sólo quería evadirme dejándome sobar la tetas y el culo, besándome con él, haciéndole pajas o chupándole la polla. Era el sexo lo que me gustaba, no él en particular. Con el tiempo dejé que Paco se corriese en mi boca. Me encantó el sabor del semen en mi interior y, a partir de entonces, todos los días se la chupaba hasta que terminaba en mi boca. También dejaba que me masturbase metiéndome un dedo en el coño. Siempre me pajeaba hasta que me corría. Cada día tenía más ganas de que llegase el momento de encontrarnos en el pajar, de tener su polla en mi boca y de que me la llenase con su leche caliente.
Un día, cuando ya había cumplido los quince años, dos chicos mayores, Juan y Ramón, nos sorprendieron en el pajar en plena acción. Nos amenazaron con contarlo a nuestras familias a menos de que yo accediese a atender de vez en cuando sus necesidades. Paco, que sí estaba enamorado de mí, se negó rotundamente. Pero yo accedí. La verdad es que me apetecía, quería probar con otros chicos y ampliar así mi experiencia y mis conocimientos en el sexo. Así que dejé que aquellos dos jóvenes disfrutasen de mí. Como con Paco, y por turnos, me besé con ellos, me metieron mano por todas partes, les pajeé y les chupé la polla hasta correrse en mi boca. Quisieron follarme, pero me negué bajo el argumento de no quedarme preñada con tan sólo catorce años.
Creo que fue uno de los mejores días de mi vida. Descubrí que gustaba a los chicos, no sólo a Paco. Que querían estar conmigo y que yo sabía satisfacerlos. Empecé a valorar la posibilidad de follar. De tener sexo de verdad. De meterme un polla en el coño. Me apetecía mucho. Lo deseaba. Pero tenía miedo. Podía quedar embarazada. Y eso sí que podía ser mi ruina. No había más medios anticonceptivos, o al menos yo no los conocía, que la abstinencia o la marcha atrás, con los riesgos evidentes que esta última conlleva. Así que, de momento, debía abstenerme y conformarme con chupar pollas y dejar que me follasen con el dedo.
Seguí viéndome con Paco, que molesto con la situación de los otros dos chicos, llegó a proponerme matrimonio. No soportaba la idea de compartirme. Mientras, yo me hacía la resignada, aunque la realidad es que verme con los tres me encantaba. Cada día tenía que tranquilizarlo para que no cometiese una locura. A veces me decía que los iba a matar, pero yo le convencía para que lo dejase estar, alegando que ya se cansarían de mí, que con el tiempo todo volvería a la normalidad. Pero no era lo que deseaba realmente. No pude mantener aquella situación durante mucho tiempo más porque cada vez quería pasar más tiempo con Juan y con Ramón. Cada noche, en la oscuridad de mi cama me masturbaba soñando con sus pollas y rezaba a Dios para que no faltasen a su cita diaria conmigo.
Aquella situación se mantuvo durante unos tres meses. Seguía liándome con Paco y con los otros dos. Con éstos fui cogiendo cada vez más confianza. A veces quedaba con los dos a la vez, para disfrutar de sus pollas al mismo tiempo; y otras por separado. Ellos estaban encantados con sus visitas al pajar y con la manera en que atendía sus necesidades. Me insistían en que me dejase folar, pero yo me negaba por puro temor a quedarme encinta. Fue entonces cuando me propusieron traer a algunos amigos suyos. Lejos de disgustarme la idea, me emocionó. “Más pollas para mí” , pensé. “¡Cuantas más, mejor!”
Empecé a obsesionarme con el sexo. Pensaba a todas horas en sentir las manos de aquellos chicos recorriendo mi cuerpo, en sus bocas lamiéndome las tetas, en sus pollas estallando dentro mi boca. A veces, me masturbaba en casa, buscando la soledad de alguno de los cuartos del caserón donde vivíamos, pensando en el momento más especial del día, el momento de reunirme en el pajar con aquellos chicos.
A los pocos días, Juan y Ramón aparecieron en su cita diaria en el pajar con otros dos chicos más o menos de su edad, unos dieciocho años. ¡Fue increíble! Mientras le mamaba la polla a uno de ellos, miraba de reojo cómo los otros tres, en el rincón opuesto del pajar, esperaban impacientes su turno. Me hacía sentir tan … tan … guarra, que mojaba las braguitas sólo con pensar en el día en que llegara el momento de meterme aquellas pollas en mi chochito. No sólo les hacía mamadas, sino que dejaba que me sobasen todo el cuerpo. Por aquella época empezaron a crecerme las tetas y noté cómo todos ponían especial atención en tocármelas y chupármelas. Aquel día, uno de ellos me propuso que le hiciera una cubana, explicándome en qué consistía, pues mi ignorancia alcanzaba hasta el punto de no saber qué era. Disfruté muchísimo con aquel rabo entre mis crecientes tetitas. Los cuatro, uno por uno, se corrieron en mi boca. Cada vez me gustaba más saborear el semen, sentirlo en mi paladar y tragármelo con glotonería. Ni que decir tiene que me pajearon con su dedos y me corrí varias veces. ¡Fue genial! ¡Inolvidable!
A partir de ahí, empecé a llevar una “doble vida”, por decirlo de alguna manera. Cada vez me escapaba más tiempo a aquel pajar, por donde poco a poco fueron pasando más y más chicos. Unos días eran tres, además de Juan y Ramón; otros cuatro; otros sólo dos; … pero no había día que no me liase con al menos cuatro chicos distintos. Por contra, en casa cada vez desatendía más mis obligaciones diarias, ganándome las broncas y los reproches de mi tía y de mi propia hermana, que apoyaba en todo a aquélla. Pero me daba igual con tal de poder pasar un rato con cualquiera de los chicos del pueblo que Juan y Ramón llevasen con ellos. Sólo pensaba en el momento de meterme una de aquellas pollas en la boca, de sentirlas crecer en mi interior, de acariciar suavemente los huevos para excitarlos más, de contemplar sus rostros de placer ante mi talento succionador, de sentir sus pollas contraerse entre mis labios a punto de estallar de gusto y regalarme su cálido y pastoso néctar.
Ahí fue donde la cosa empezó a descontrolarse un poco. Estaba tan obsesionada que era cuestión de tiempo que fuese descubierta y duramente aleccionada por mi tía. Empezó a ser evidente que algo me ocurría. Cada era más rebelde, más desobediente y más impertinente ante los reproches de mi tía. “No sabes hacer nada, eres una inútil”, me decía constantemente ante cualquier pequeño error en alguna de las tareas del hogar que me encomendaba. Odiaba limpiar. Odiaba cocinar. Odiaba planchar. Odiaba fregar. Mi cabeza sólo pensaba en los maravillosos ratos en el pajar.
Un día, mi hermana me siguió hasta el pajar sin que yo lo advirtiese. Tanto ella como mi tía sospechaban algo. Visitaba el pajar hasta cuatro y cinco veces al día ausentándome de casa durante horas, poniendo las excusas más inocentes e increíbles. Un día era porque había mucha gente en la carnicería y me habían hecho esperar; otro porque una vecina me había pedido ayuda; otro porque me había torcido el tobillo y esperaba sentada en un portal hasta que se me pasaba el dolor; en fin, mentiras tan increíbles como fáciles de descubrir.
Aún no había cumplido los dieciséis años cuando mi hermana me pilló in fraganti en plena acción. Nunca olvidaré su rostro escandalizado cuando me vio abierta de piernas mientras Ramón me metía mano por debajo de las bragas al tiempo que le chupaba la polla. Su cara no sólo era de sorpresa, sino de desprecio y de vergüenza. Apenas si permaneció allí durante unos segundos, se dio media vuelta sin mediar palabra y se marchó corriendo. Al momento supe que me había metido en un buen lío, que cuando regresase a casa me esperaba un buen castigo. Aún así, terminé la faena con Ramón ante la sospecha de que posiblemente pasaría mucho tiempo antes de volver a poder disfrutar de un rabo en mi boca y del delicioso sabor del semen resbalando por mi garganta.
Al llegar a casa la bronca fue monumental. Mi tía, ante la atenta mirada de mi hermana, me dijo de todo. Adúltera, pecadora, desvergonzada, golfa, guarra, puta, … ¡de todo! Más que indignada, lo que estaba era fuera de sí, rabiosa. Durante más de una hora escuché todo tipo de descalificaciones e insultos. Pero lo que más me dolió no eran los reproches de mi tía, sino la cara de mi hermana. Parecía estar disfrutando con aquello. Asentía ante los insultos de mi tía e incluso sonreía cuando la bronca subía de tono. Y eso que sólo me habían pillado con un chico, que si me llegan a descubrir en el pajar montándomelo con Juan y Ramón a la vez, o liada con uno y otros dos o tres esperando su turno, no quiero ni imaginar cuál habría sido el calibre de la reprimenda y la dimensión del castigo.
El resultado final se tradujo en un castigo de tres meses sin salir a la calle. Ya no se me permitía ir a hacer recados ni salir un rato por las tardes aunque fuese a dar una vuelta por el pueblo. Sólo se me permitía ir a misa los Domingos. Eso sí, acompañada de mi tía, mis hermanos y mi padre. Ni éste ni mis hermanos supieron de aquel suceso. Al menos no en aquel momento. En esa escasa hora a la semana en que salíamos toda la familia rumbo a la Iglesia del pueblo podía sentir las miradas hirientes de todo el mundo. Se había corrido la voz. Fue mi hermana. Me lo confesó a las pocas semanas de empezar mi castigo, con una sonrisa en los labios. Me despreciaba. Peor aún, disfrutaba haciéndome daño. Lo único que me reconfortaba era cruzarme con alguno de los chicos con los que había estado en el pajar y sentir su mirada de complicidad.
Pero fueron meses muy duros, quizás los más duros de mi vida. El castigo y la reacción de mi tía y de mi hermana consiguieron convencerme de que había estado haciendo algo realmente malo, algo impúdico y vergonzoso. A diario mi tía me sermoneaba con los valores de una buena católica, de la virtud de la virginidad hasta el matrimonio, del sexo orientado exclusivamente a la procreación y no al placer carnal, recordándome constantemente el grave pecado que había cometido. Tuve mucho tiempo para pensar y recapacitar sobre lo que había estado haciendo. Por un lado, sabía que mi tía tenía razón, que lo correcto era mantenerse virgen hasta la noche de bodas, formar una familia y llevar un vida ordenada y cristiana. Así pensaba todo el mundo en el pueblo y eso es lo que siempre había visto en mi casa. Pero, por otro lado, había algo en mi interior que me empujaba a dejarlo todo, a salir corriendo de casa, a huir de aquel encierro que me estaba quitando la vida. Y no era el encierro en sí, sino el no poder disfrutar de la compañía de alguno de aquellos chicos que me habían hecho pasar tan buenos momentos en el pajar. Cada día que pasaba, más ganas tenía de reencontrarme con ellos. Me obsesionaba esa idea, ese momento de volver a sentir la lengua de un chico en el interior de mi boca, sentir su aliento en mis labios, sus manos frotando mis pezones, palpar el duro paquete de sus entrepiernas, menear sus pollas, sentir cómo se ponen duras entre mis dedos, metérmelas en la boca o entre las tetas, … ¡oohhh, cómo ansiaba volver a sentir todo aquello!
Era como en esas películas en que al protagonista se le parece un ángel a un lado, instándole a portarse bien, y un demonio al otro, insistiendo en que el camino mejor es el más divertido. Llegué a la conclusión de que ya no podía vivir sin el sexo, así que decidí fingir haber aprendido la lección para acortar el tiempo del castigo y para convencer a mi tía y a mi hermana de que reconduciría mi comportamiento hacia los valores de una buena cristiana. Me rebajé ante mi tía, pidiendo disculpas y mostrando un fingido arrepentimiento. Aún así, fue implacable conmigo. El encierro no sólo duro tres meses, sino que durante el mes siguiente al término del castigo, mi hermana se convirtió en mi sombra. Me acompañaba a todos los sitios. Si me mandaban a la panadería, ella estaba allí; si iba a comprar leche, ella me acompañaba; si había baile en la plaza del pueblo, ella era mi guardaespaldas, impidiéndome si quiera bailar un simple pasodoble de la mano de alguno de los mozos del pueblo.
Pero la vigilancia terminó por relajarse y poco a poco pude conseguir algunos ratos libres para escaparme del seguimiento de mi hermana. Juan y Ramón, durante aquellos más de cuatro meses sin poder encontrarnos a solas, habían cruzado algún mensaje furtivo conmigo en las misas de los Domingos, dándome a entender que estaban esperándome, deseando volver a encontrarse conmigo. Paco, por su parte, se mostraba enfadado e indignado. Me retiró el saludo y cuando me miraba sus ojos desprendía rencor y despecho. Esto último no me preocupó demasiado. Sólo había sido para mí un pasatiempo, una manera de descubrir el sexo y de pasar buenos ratos dándome el lote con él y mamando su polla adolescente.
Por fin llegó el día en que pude reencontrarme con Juan y Ramón. También deseaba estar con los amigos que llevaban al pajar, pero de momento me conformaba con ellos dos. Pero esta vez debía ser más cauta y no dejar pistas a mi hermana o a mi tía para volver a ser descubierta. Debía tenerlas convencidas de que había cambiado, de que iba ser una chica recatada y sumisamente entregada a los valores del puritanismo católico. De ahí que nuestros encuentros no pudieran ser nunca más en el pajar. Les hice llegar una carta donde les citaba en un enorme caserón donde vivía uno de los viejos acaudalados del pueblo. Todo el mundo sabía que apenas si salía de su habitación, dejando totalmente inutilizado el sótano y la buhardilla, y el acceso a ésta, a través de un árbol, era relativamente sencillo. Estaba tan nerviosa e impaciente que me temblaban las piernas y el corazón me iba a mil por hora. Cuando trepé por el árbol y Ramón me tendió su mano para ayudarme a entrar por la desvencijada ventana de la buhardilla, mojé las bragas sólo con sentir tan cerca el momento de reencontrarme con ese par de pollas que me volvían loca.
No me anduve con rodeos, ya que el tiempo apremiaba y no quería volver a ser descubierta a las primera de cambio. Llevaba cuatro meses soñando con aquel momento, masturbándome en silencio por las noches, incluso en la misma cama que compartía con mi hermana. Y lo tenía decidido: quería follar. Ya no me bastaba con chuparles la polla, hacerles una paja o que me sobasen las tetas. Quería sus pollas en mi coño. Me daba igual si me quedaba preñada, pero necesitaba probarlo. Así que me lancé hacia ellos, les saqué la polla por la bragueta y comencé a mamársela alternativamente, mientras ellos me decían lo mucho que me habían echado de menos.”
- ¿Y te los follaste? - pregunté intrigada, interrumpiendo el relato de mi madre.
- ¡Joder que si me los follé! - exclamó – Me follaron a saco. Tenían tantas ganas de metérmela como yo de que me la metieran – explicó – Fue increíble, Carol. Bueno, supongo que tú sentiste lo mismo el día que te metieron una polla en el coño, ¿no?
- Sí, mamá – reconocí recordando cómo perdí la virginidad a los 16 años – En aquel momento supe que no podría pasar ni un día de mi vida sin volver a sentir ese placer y esa excitación.
- ¡Exacto, cariño! Eso es justo lo que sentí. Me daba igual todo. Me daba igual si me quedaba preñada, si me descubrían y volvían a castigarme, si tenía que soportar los comentarios despectivos del resto del pueblo, si me llamaban golfa, fresca o desvergonzada, … ¡Me daba igual todo! Sólo quería follar, follar y follar.
- ¿Y qué hiciste a partir de entonces?
- Pues … volver a las andadas. Tuve más cuidado para no ser descubierta. Me cuidaba muy mucho de que mi hermana no me siguiera cuando iba a mis encuentros con Juan y Ramón … y en casa procuraba ser obediente y sumisa – me explicó.
- ¿Y cuándo te quedaste preñada de Alicia? - pregunté.
- Creo que en esa primera semana de empezar a follar con Juan y Ramón.
- Entonces, ¿sabes quién es el padre de Alicia?
- No estoy segura al cien por cien porque después de una semana follando a diario con ellos dos, les reclamé que volviesen a llevar a nuestros encuentros furtivos a sus amigos y desde entonces empecé a follar con un montón de tíos diferentes. Pero Juan era moreno y con los ojos negros, mientras que Ramón tenía el pelo rubio y los ojos verdes ... así que ... viendo cómo ha salido tu hermana, es evidente que si alguno de los dos es su padre, ese debe ser Ramón, ¿no crees?
- ¿Y Alicia lo sabe?
- No. Nunca le conté esto que te estoy contando a ti ahora – respondió.
- Pero, mamá … creo que es algo que ella debería saber. Estoy segura de que le gustaría saber quién es su padre.
- No sé, Carol. Alicia nunca ha mostrado excesivo interés por conocer si yo sabía quién era su padre – dijo con un poso de tristeza en la voz.
- Pues deberías contárselo – dije pensativa – Desde luego, si tú supieras quién es mi padre, a mí me gustaría saberlo – añadí zanjando la cuestión.
- Bueno, ¿quieres saber cómo sigue la historia? - preguntó mi madre, cambiando de tema.
- ¡Pues claro! Aún tenemos tiempo de sobra – dije comprobando que todavía faltaban más de cien kilómetros para llegar a nuestro destino.
“Como te decía antes, a la semana de empezar a follar con Juan y con Ramón, les pedí que se trajesen a sus amigos para follar también con ellos; igual que había hecho antes del castigo, pero ahora no me limitaría a chuparles la polla o a hacerles pajas y cubanas. Ahora quería sus rabos dentro de mi coño y sentir cómo su leche caliente estallaba en mi interior. Cada día conseguía escaparme un par de horas a aquel viejo caserón medio abandonado para follar con cuantos chicos acompañasen a Juan y a Ramón. A veces eran tres, otras cuatro, otras sólo ellos dos … pero siempre tenía mi ración diaria de polla para evadirme de una vida que, salvo por esos ratos, era tan triste y aburrida como la de una monja de clausura.
Durante un tiempo no levanté excesivas sospechas. Prometía a todos los que me follaban que mientras fueran discretos podrían disfrutar de mí siempre que quisieran. El caso es que no hubo muchos rumores sobre lo que ocurría hasta que, unos tres meses después, mi estado empezó a hacerse evidente. La primera en notarlo fui yo, pero tampoco pasó inadvertido para los chicos que me follaban cada día. Las caderas me habían ensanchado, las nalgas y los muslos estaban más carnosos y las tetas parecía que iban a reventarme. A los chicos les encantaban los kilos que se iban repartiendo por mi anatomía y alababan la evolución que, sobre todo en mis tetas y en mi culo, estaba experimentando. Era cuestión de tiempo que fuese descubierta, pero antes de que eso ocurriese fui yo quien descubrió lo que Juan y Ramón estaban haciendo a mis espaldas.
Ya había observado semanas atrás cómo Juan y Ramón se traían algunos tejemanejes con los chicos que llevaban al caserón para follar conmigo. Jamás hubiese imaginado que estaban lucrándose a mi costa, los muy cabrones. Aunque, en realidad, aquello me abrió los ojos y me hizo pensar que si un grupo de paletos estaban dispuestos a pagar parte de su jornal para echarme un polvo, quizás podría ganarme la vida así en un futuro. Sabía que más tarde o más temprano sería descubierta por mi familia, duramente castigada y vilipendiada por todo el pueblo. Y empecé a pensar que quizás la solución a mis problemas estuviese precisamente en aquello que Juan y Ramón estaban haciendo conmigo. Y así lo hice, les exigí la mitad de lo que cobraban a sus amigos por follarme. Al principio se negaron, los muy hijos de puta; pero cuando les amenacé con dejar de follar con ellos, entraron en razón y, al final, pensaron que aquello podía ser un negocio muy lucrativo para todos. Mi idea era ahorrar todo el dinero que pudiese para que, cuando fuese descubierta, poder escapar a otro pueblo donde nadie me conociese y empezar una nueva vida, tener a mi hijo (en aquella época aún no sabía que sería una niña), criarlo y empezar de cero sin las ataduras a las que me sometía mi tía.”
- Mamá, perdona que te interrumpa, pero tengo curiosidad por saber cuánto estaban pagando aquellos chicos por follar contigo – pregunté como la buena puta que soy, siempre interesada en la cantidad en que ofrecemos nuestros servicios.
- En realidad, nunca lo supe a ciencia cierta porque Juan y Ramón eran los que exigían el pago a los otros chicos – me explicó – Según me contaban, el precio eran quinientas pesetas de aquella época; de las que a mi me llegaba la mitad.
- ¡¿Sólo 500 pesetas?! - exclamé indignada – Eso son tres Euros al cambio … ¡vaya miseria!
- No creas, Carol – me explicó mi madre – El sueldo medio en 1.975 rondaba las veinte mil pesetas y los jornales en el campo eran incluso más bajos. Si lo piensan bien, 250 pesetas por polvo no estaba nada mal. Follaba con tres o cuatro cada día, así que al final de la semana ahorraba unas cinco o seis pesetas. Y al mes, más de veinte mil. En realidad, en apenas una hora al día, ganaba más dinero que cualquier agricultor del pueblo en diez horas de duro trabajo de sol a sol. Mi padre nos mantenía a cinco hijos y a mi tía con menos dinero del que yo ganaba follando con tres o cuatro tíos al día.
- Viéndolo así … no estaba tan mal, no – reconocí.
“Mi gran suerte fue que precisamente por aquella época las cosas estaban cambiando en España. Franco murió justo unas semanas antes de tomar conciencia de que me había quedado preñada y las noticias que llegaban de las grandes ciudades eran que con la democracia comenzaría una nueva etapa de libertad. Los rumores hablaban del “destape”, de que los bares de strip-tease y las barras americanas proliferaban en Madrid o Barcelona, así que pensé que con mi físico, cada vez más atractivo para los hombres, y con mi poca vergüenza, podría ganarme la vida fácilmente.
Conseguí ocultar mi estado hasta Marzo de 1.976. Ya estaba de seis meses y fue imposible ocultarlo por más tiempo. Era demasiado evidente y mi hermana, que siempre estaba espiándome y sospechando lo peor de mí, rápidamente fue con la noticia a mi tía; no sin antes despreciarme con insultos varios como pecadora, golfa, furcia, etc, etc, etc. Por suerte, mi tía no estaba en casa aquella mañana y antes de enfrentarme a ella, cogí el dinero que había conseguido ahorrar (casi 50.000 pesetas), metí en una mochila lo imprescindible y me subí al tren que llevaba a Madrid. De eso hace treinta y siete años. No he vuelto al pueblo desde entonces.
Sólo conocía a una persona en Madrid: mi prima Angustias, diez años mayor que yo y que se había casado muy joven con un empresario de la capital. La diferencia de edad entre ella y yo hacía que no hubiéramos tenido mucho trato, pero sí había escuchado las múltiples historias que circulaban por el pueblo sobre cómo consiguió cazar a un rico empresario veinte años mayor que él. Se decía que era algo ligerita de cascos y que sedujo a aquel cuarentón, que acababa de enviudar, con malas artes y muy poca vergüenza. Eso me hizo concebir la esperanza de que quizás me entendiese un poco y no sólo pudiese encontrar en ella un apoyo material y económico, sino también anímico. Vivía en pleno Barrio de Salamanca, en un piso enorme, con muchas habitaciones, empleadas de servicio, portero y todos los lujos y comodidades de la época. Me acogió en su casa durante un par de días, aprovechando que su marido estaba de viaje de negocios fuera de España, y trató de encontrar un solución a mi problemática situación.
Después de muchas conversaciones sobre las posibilidades que tenía, acordamos no decirle nada a nadie de mi paradero, tratando que corriese el tiempo para alcanzar la mayoría de edad. Si mi familia descubría dónde estaba, reclamaría a la autoridades mi inmediato traslado al pueblo, donde mi vida se convertiría en un auténtico infierno. Hizo algunas llamadas y consiguió que me contratasen en un local del Paseo de la Castellana, una barra americana que acababan a inaugurar. Me explicó que ese local era como un bar normal, con la diferencia de que sólo había camareras y que éstas atendían a los clientes ligeritas de ropa, enseñando las tetas e incluso totalmente desnudas. Pensé que en mi avanzado estado de gestación sería complicado que pudiera gustar a los clientes, pero según me explicó sólo por tener 16 años tendría éxito asegurado. Además, el hecho de estar preñada, lejos de disgustar a los dueños del local, les pareció un reclamo estupendo, por increíble que a mí me pareciese cuando me lo contaban.
Y así fue. Tres días después empecé a trabajar en ese local. Según me explicaron los dueños, sólo tenía que hacer de camarera, servir copas, sonreír a los clientes y pasearme por el local con el atuendo que cada día eligiesen para mí, pero siempre con las tetas al descubierto. En principio, era sólo éso; pero en realidad tenían unas pequeñas habitaciones para atender a aquellos clientes que insistiesen en conocer a las camareras más de cerca. Osea, que en realidad era un puticlub.”
- ¿Y qué tal te fue? ¿Tuviste éxito? - pregunté interrumpiendo el relato de mi madre.
- Sí, la verdad es que fue todo más fácil de lo que pensaba – respondió – Unos días atendía la barra, otros llevaba las bebidas a las mesas, otros simplemente me paseaba con las tetas al aire entre los clientes, … Enseguida le cogí el tranquillo – me explicó – Se trataba de calentara la clientela para que te llevasen a uno de los reservados. Todos los días follaba con alguno, a pesar de que mi tripita cada día estaba más gorda. Pero que estuviera embarazada a muchos les encantaba. Decían que así sabían que no era virgen.
- Y cuando te quedaste embarazada de mí, ¿seguías trabajando allí?
- No, sólo trabajé allí hasta que dí a luz a tu hermana, en Junio de 1.976. Después, entré en una casa de citas. En realidad, era lo mismo que en la barra americana, pero sin tener que estar sirviendo copas – me explicó – Luego, en 1.977 naciste tú, compré la casa donde vivimos firmando un montón de letras y empecé a alternar mi trabajo en varios puti-clubs con la recepción de clientela en casa. Así descubristeis tú y tu hermana a qué me dedicaba realmente.
- ¿Y tu prima Angustias? ¿Volviste a saber de ella?
- Sí, nos veíamos a menudo hasta que cumplí la mayoría de edad, justo antes de nacer tú – me explicó – Se portó muy bien, la verdad. Y fue muy discreta. Casi todos los meses me daba un sobre con dinero. Decía que lo mandaba mi padre, para ayudarme, pero en realidad siempre sospeché que era suyo. Nunca he sabido si realmente informó a mi familia de mi paradero, pero alguna noticia mía sí ha contado porque, al parecer, saben que tuve dos hijas.
- ¿Estará en el entierro?
- Sí. De hecho, he sabido la noticia por ella. Aunque hace muchos años que no nos vemos, sí hemos mantenido contacto. Primero, cuando me mudé a casa, por carta. Y después, nos dimos los números de móvil – me explicó – Ella enviudó y heredó varias fincas, mucho dinero y la mitad de la empresa de su marido que, según me contó por carta, vendió a precio de oro. Es millonaria.
- ¿Qué sabes de tus hermanos?
- Lo poco que me ha contado mi prima Angustias en estos años: que se hicieron mayores, que se casaron, que todos siguen viviendo en el pueblo, que mi tía Josefina murió, que Juan y Ramón se casaron, … en fin, que la vida continuó para todos – dijo con un poso de nostalgia en su voz – Mi hermana Reme es la única que se ha quedado soltera, igual que mi tía Josefina.
- ¡Joder, mamá! - exclamé - ¡Vaya nombrecitos más alegres que os ponían antes! Angustias, Remedios, Dolores, …
- ¡Jajaja! - rió mi madre, olvidando por un momento el hecho de que íbamos al entierro de su padre.
Seguimos charlando hasta llegar al pueblo. Mi madre me indicó por dónde debía conducir para llegar hasta la Iglesia, donde tenía lugar el velatorio. Mientras me daba indicaciones, se asombraba de lo mucho que había cambiado el pueblo, diciéndome “aquí había una fuente”, “esto estaba sin asfaltar”, “han puesto semáforos” y expresiones por el estilo. Lógico. Habían pasado más de 37 años.
Continuará ...