Puro objeto de observación
Vino a poner los puntos sobre las ies y enseñar las artes de la pasión.
Puro objeto de observación.
- Señorito Allaud ¿qué horas son estas de llegar?. ¡No esperará encontrar su almuerzo sobre la cama!, ¿verdad?.
No sabría por qué, pero se le presentaron de manera lánguida y extenuante los genios dormidos que amenazaban con despertar su inconsciente, ofuscándole. Para llevarle, al abismo de aquella época que le tocó vivir, de modo tan cortante y profundo que incluso entonces, aún los sentía con profuso candor.
Sobre todo cuando el destino y sus extraños resortes le llevaron a un caserón abandonado, en el solitario páramo de una isla perdida en el horizonte. Su padre, una antigua víctima de la inoperancia servil de los nuevos tiempos, se había abandonado a la soledad de la isla como maestrito local, pero obligándose a recurrir, de nuevo, a los designios de la gran urbe, vio en la Señora Coligny el único modo de perpetuar al menos a uno de sus hijos. Le serviría de mozo, y a cambio recibiría junto a sus sobrinas la educación necesaria para formarse adecuadamente. Como fuente de moralidad severa e irreprochable, que contratase a una institutriz, para encargarse de poner -como solía dictar el sentido común- los puntos sobre las íes.
- Espero de ella todo lo que de mí habíais obtenido hasta entonces, incluido usted, Señorito Allaud, que mientras permanezca en nuestra compañía, recibirá el mismo trato que mis dos sobrinas, tal y como se lo prometí a su padre.
Una tarde de abril, había invitado a cenar al futuro preceptor, una joven de provincias llamada Jodelle, para que los fuese conociendo y así familiarizarse tanto con ellos como a los gustos de la señora. Se trataba de una jovencísima muchacha, que a pesar de su juventud, ya había servido a otra familia con el mismo encargo. De goloso encanto y exuberante busto, debían guiar sus almendrados ojillos tiernos aquellos tres frágiles juncos, como solía referirse a sus sobrinas y al chico que las servía, siendo suyo el deber y la necesidad de apartarlos de las tentaciones y de los desórdenes de los nuevos tiempos. Para que la joven tutora le respondiese con unos conseguidos tactos de amabilidad y ciertas muecas, mientras que la mujer iba dictando lo que esperaba para cada de uno de ellos.
- Therese, la mayor, deberá apreciar los rudimentos del dibujo y saber reproducir, al papel, los contornos y perfiles de las figuras más delicadas, a la vez que la enseñe a adorar el piano.
Se sentaba a su lado, en un butacón y ponía sus manos sobre las suyas, acompasándolo con el ritmo que iban surgiendo del suave desliz de las yemas de sus dedos sobre las claves del instrumento. Levantaba, entonces, sus manos y las dejaba caer, exoneradas, sobre el muslo de la joven, para sentir la suave acaricia de la tersa piel y deslizarla hasta su entrepierna, excitándola, moviéndose y vibrando todo entera.
A Marie tendrá que refrescarle las reglas de la lengua francesa, para que no pierda ni el acento ni el estilo.
Je ne parlé pas, tu ne parlés pas...
Pero, mientras, ella recitaba los rudimentos, en voz alta, echada sobre un libro abierto, Jodelle permanecía de pie, moviéndose a su alrededor hasta que se pusiese detrás suya. Alargaba su mano por la blusa de la muchacha, para desabotonarle uno de sus dorados botones, y así deslizar sus dedos por el pecho hasta alcanzar el pezón con la punta y pellizcarlo.
- Elle ne parlé pas... ¡Oh!.
Para por fin desvestirla, con tanta elegancia, con tanta lentitud, que llegaba a sentir las fibras de la prenda en sus yemas, y liberar a sus senos erectos del corsé que los aprisionaba, mientras su cabello moreno caía tenuemente sobre los hombros
.
Nous... ne parlons... ¡Ohh!... pas... Plus.
Y a Allaud, le enseñará a adorar los libros, para que conozca todo los secretos que encierran cada uno de ellos.
Se encerraba con él en la biblioteca y, sentándose enfrente, le hacía leer uno de los libros que ella misma habría escogido de todos los que aparecía tras los velos transparentes de estantes y anaqueles. El delicioso gesto que despedía su lomo encuadernado, el candoroso gusto por las formas bellas y esbeltas voces, tronando en las sienes de la joven junto a las líneas sucintas del ya mítico Baudelaire.
- Ah, nunca sabrás estas bellezas decoradas, productos ya ajados del siglo lujurioso, estos pies hechos por borceguíes, y estos dedos de nácar...
Para seguir la muchacha con las mismas artes que habían acompañado a las anteriores, el mismo gesto que expresaba su delicioso pathos, que ahora dirigía al joven, cuando su pie desnudo, sencillamente vestido con las sedas de unas medias, llegaban al extremo del otro para acariciar con su punta la ingle del muchacho. Sus dedos, entonces, se arremolinaban ante el brillo de sus ojos y el profuso acto que le atrapaba en sus tentáculos, moviéndose con dulzura y pasión sobre aquella parte del joven que parecía mármol firme, cubierto de piel.
- ... Ah, Gavarni, poeta del desmayo, abandono la muchedumbre sibilante de tus bellezas de hospital, que no puedo entre estas pálidas rosas encontrar una flor semejante a mi rojo ideal...
Para que cuando aflorase su propio gusto, el mismo dilema que se creaba tanto en él como en ella, la muchacha acabase desnudándole, asomando los senos esbeltos de su rostro angelical y el fruto de sus tenazas, que alcanzaría al joven en algún lugar de la sala, junto a los briosos sueños de Esquilo y los ventosos aires de Marte.
- Montmartre la Circe, la Esfinge de tantos venenos, -entonaba con dulce voz, Jodelle, mientras la sentía toda entera en su interior- Montmartre, de almas perdidas, devorador de deseos.
Sin embargo, no permanecían en secreto. Unos ojos curiosos los iba observando desde un rincón, bajo el baño iluminado de una tenue lamparilla, y con la presencia de quien compusiese largas odas silenciosas. El aroma que perfilaba una mirada traidora, que supiese los secretos del tálamo nupcial forjados bajo la promesa ya consciente - desde su momento- de quien los haya atraído hacia ellos, hasta transformarlos en la fuente que aplacase su sed de placer. Si se pudiese emplear al uso dicho término, como un ingenuo eufemismo sentimental, pues tan sólo en ella cabía el espíritu de observación, al no aparecer en su rostro ni al más mínimo síntoma de un personal compromiso sentimental, fuese el que fuese.