Puntos Flacos

No te resistirías a devolver las ofensas a tus carnes con una magistral cabalgada sobre mi ano. Sacaste la mano de tu espalda y mis pupilas se dilataron de sorpresa. Desde luego no esperaba eso.

Puntos Flacos

Muerdo la mordaza y me agito contra las ligaduras, nunca me gusto estar atado, pero hoy es el día.

Hoy mandabas tú, así estaba planificado desde bastante antes, pero no podía evitar estar preocupado.

Llevabas tres días recordándome que me había pasado en el anal el fin de semana. Tres días esperando la sesión que yo mismo te había pedido.

Me esperaba lo peor, la venganza más dura, pero estaba dispuesto a padecerlo. Estas son las reglas del juego y si lo hacemos es porque queremos.

Apareciste por la puerta, desnuda, con un tanguita negro que se perfilaba contra tu piel marfileña, en una de las manos agitabas la fusta, la otra la escondías detrás de tu espalda.

Me fije en tu amplia sonrisa y en tu mirada pícara. No me preocupaba demasiado la fusta, era solo un complemento. El verdadero instrumento lo llevabas detrás y yo me imaginaba lo que era.

Ese falo con arnés, negro, brillante y grueso. Estaba seguro que esa sería mi penitencia y que no te resistirías a devolver las ofensas a tus carnes con una magistral cabalgada sobre mi ano. Me había hecho a la idea, aunque no me entusiasmara.

Sacaste la mano de tu espalda y mis pupilas se dilataron de sorpresa. Desde luego no esperaba eso. Sobre tu mano aparecía una pluma.

Sonreíste acercaste los labios a mi cabeza y me besaste los párpados

Siempre me has dicho que ejercer el dominio no es golpear o humillar, sino arrastrar al oferente hasta los límites de sus sensaciones, de sus miedos y temores. Bien, hoy nos vamos a reír.

Comenzaste a cosquillearme los pezones, tu mano trabajaba en mis flancos recorriéndome mientras agitaba un ejército de hormigas bajo mi piel. Siempre he tenido muchas cosquillas, es mi debilidad y estabas dispuesta a llevarla al máximo.

La mordaza impedía que me salieran carcajadas, pero no podía evitar agitarme en convulsiones histriónicas. Era tal el impulso de mi agitación que forzaba las ligaduras que me ataban a la silla.

Al darte cuenta paraste, me repartió cuatro fustazos por el cuerpo, y me ordenaste que estuviera quieto. Como me resultaba imposible controlar mi cuerpo continué revolviéndome, hasta que te detuviste de nuevo. Saliste de la habitación y apareciste con las cadenas y un par de candados. Reforzaste mi atadura y mientras notaba el frío del metal sobre mi piel reiniciaste el proceso. Tus manos se aceleraron mientras yo exhibía una danza ridícula atado a la silla, en inútiles fugas para escapar de tus garras.

Me recorriste, exprimiendo mi piel palmo a palmo, lanzando descargas incontrolables hacia el cerebro. Deseaba gritar, agitarme, correr, librarme de aquella tortura.

De pronto reaccione, concentre mi respiración en el estomago, mientras relajaba mi cerebro, deje de percibir sensaciones. Te diste cuenta y me golpeaste furiosamente la tripa, con la fusta y con el puño.

Aquello rompió mi concentración, nuevamente las convulsiones, la agitación, el hecho de no poder controlarme, de morder con rabia la mordaza mientras me lloraban los ojos.

Continuaste en mis pies, recorriéndolos hábilmente con tus manos, alzando oleadas de humores sobre mi garganta, anhelante de un grito. Notaba que me faltaba la respiración, una opresión se adueño de mi pecho, me ahogaba. Entonces sucumbí al pánico.

Agite mi mano realizando la señal, en ese momento tus manos se detuvieron.

Buena chica, yo te lo enseñe, la señal de seguridad es sagrada en cualquier caso. Es el hilo de oro que nos ata con la cordura, la tabla de salvación de nuestros juegos.

Asustada procediste a quitarme la mordaza, trague aire con anhelo, con ansia furiosa de aquel que cree que se lo van a quitar para siempre.

¿Estas bien? ¿Que ha ocurrido?

Tu mirada era de sincera preocupación, era la primera vez que yo hacía mi señal contigo. Nunca la había necesitado, nunca habías conseguido forzar mi voluntad hasta quebrarla, hasta hacerme sentir miedo de verdad.

No te preocupes, me ahogaba, me quede sin aire.—respondí con cara de disculpa.

Allí termino aquella sesión, insistí en continuar si lo deseabas, pero tu de nuevo me recordaste mis propias normas: Si se hace la señal se debe parar y punto.

Estuve toda la tarde tirado a tus pies, lamiéndolos, besándolos, recorriendo con mi lengua tu rajita hasta hacerte llegar al orgasmo. Servil masajeaba tu cuerpo y me prestaba a todos los caprichos, av los ritmos que quisieras imponer al trabajo de mi lengua contra tu clítoris.

Pero aquello no era suficiente, tú y yo lo sabíamos, aquella sesión nos había enseñado mucho. Hoy habías dominado mi voluntad, habías descubierto el poder que tenías. Esa era la idea de la sesión, pero yo había descubierto más, mi debilidad, mis límites, mis miedos.

Te mire a los ojos, sonreías con la mirada perdida en el infinito. Entonces estuve seguro de que habría más sesiones, ahora que habías descubierto mi punto flaco.