Pulsión maternal
¿Crees en los milagros?
Carmen, completamente desnuda y colmada de fe, agitaba sus caderas como una intrépida amazona sobre la herramienta del hombre que yacía debajo y la henchía por dentro; aquel hombre que iba a hacer posible el ansiado milagro de la concepción. Las penetraciones eran veloces, regulares y profundas, bien profundas. Su mente, agitada como su cuerpo, se debatía entre llegar al final de aquello y que aquello no finalizara jamás. Cuando Carmen advirtió que el hombre tensaba su cuerpo como tensa su arco el cazador, se sentó a horcajadas sobre él y apretó con fuerza sus muslos con el ansia de aprovechar hasta la última gota de aquello que se derramaba en su interior. Rezó para que todo lo que aquel hombre tenía para ofrecerle, fuese a dar en el lugar preciso. Pero aquella oración comenzó a desmoronarse desde el comienzo producto del incontenible orgasmo que ella misma experimentaba.
Unos segundos después, en la calma que sucede a la tempestad, las respiraciones de ambos retomaron su ritmo natural. Entonces Carmen se agachó y besó con dulzura la frente de aquel hombre que la miraba indulgente. Y con el aplomo propio de la mujer más complacida del mundo, expresó: -Gracias, Manuel.
Tan solo un mes más tarde, Carmen y su esposo, fieles a su nueva costumbre, ingresaron a la parroquia del pueblo dispuestos a escuchar la misa dominical. Ella sonreía y acariciaba su vientre como, sabía, acariciaría a su hijo dentro de unas cuantas semanas. Su cuerpo, aun grácil y juvenil, pronto empezaría a cambiar y entonces todos comenzarían a hablar del milagro. Aquella mañana, marido y mujer, oraron juntos pletóricos de felicidad. Fue él quien, al término de la misa, insistió en buscar al sacerdote para expresarle personalmente su gratitud.
Cuando los médicos diagnosticaron en Manuel un noventa y nueve por ciento de esterilidad, también se ocuparon de advertirle que, depositar esperanzas en ese remoto uno por ciento restante, sería apostar por un milagro. Al conocer esto, Carmen, fue ingresando paulatinamente en una profunda depresión; su esposo, al no poder soportar el dolor que involuntariamente le infligía a su amada, fue empujado hacia las sórdidas profundidades del alcohol.
Pero apenas un mes después, mientras todo era angustia y desesperanza en la pareja, Manuel advirtió un cambio de actitud en su joven esposa. Ella había comenzado a frecuentar la parroquia en busca de alivio. Y él notó que, a partir de los encuentros con el sacerdote, Carmen había empezado a recuperar la fe; el párroco había logrado devolverle la esperanza.
Ahora Manuel estaba convencido de que el milagro había sido posible gracias a la intervención del religioso. Fue entonces que decidió rendirle un homenaje de eterna gratitud.
Manuel se acercó al cura. Le contó la buena nueva con profunda y auténtica emoción, y después de un abrazo fraterno le prometió: -Cuando mi hijo nazca se llamará Manuel. Pero no será en mi honor sino en el suyo.- Y con el aplomo propio del hombre más complacido del mundo, expresó: -Gracias, Padre Manuel.