Pueblos blancos

Es es un relato en el que homenajeo a la Andalucía blanca, la de fachadas encaladas, flores multicolores y mujeres de ojos negros. Ojalá Disfrutéis tanto leyéndolo tanto como lo hecho yo al escribirlo.

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——1——

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La psicóloga se acercó al gran ventanal que tapizaba toda la pared de su consulta, situada en el piso 48 de un edificio céntrico de la ciudad.

Afuera, el resto de edificios y casas que se fundían en la oscuridad del atardecer del otoño se vislumbraban confusss entre la lluvia gruesa y densa que caía. Las gotas golpeaban contra el cristal con miles de toques apagados.

Dentro de la consulta, la melodía especial que estaba terminando hizo que la psicóloga se alejase del ventanal y se dirigiese hacia la paciente que estaba tumbada sobre el sofá. De camino hacia la butaca que había frente a la joven del sofá, la psicóloga pulsó una tecla del ordenador que había sobre una gran mesa, la cual separaba la consulta en dos mitades.

Se sentó sobre la butaca justo cuando los últimos compases de la melodía terminaban.

La joven se desperezó abriendo los ojos y se incorporó sobre el sofá. Miró a la psicóloga durante unos instantes pero luego desvió la mirada hacia el suelo. Los ojos de la mujer que estaba sentada sobre la butaca eran oscuros y profundos. Demasiado profundos para la joven. No ocultó sin embargo sus reticencias.

—No funcionará. Esto ha sido muy relajante, Esther; por lo menos saldré de la consulta libre de tensiones, pero…

La psicóloga se levantó de la butaca y se acuclilló frente a la joven. Cogió sus manos y las estrechó junto a las suyas.

—No es cuestión de que funcione o no, Teresa. No es algo que puede que tenga éxito. Es como la gravedad: si ahora suelto tus manos —y eso hizo, dejándolas caer sobre el regazo de la joven—, si las suelto, Teresa, lo quieras o no, caen hacia abajo. Esto funciona igual: funciona aunque no quieras. Junta los dedos de tus manos.

La joven entornó una sonrisa escéptica.

—No funcionará, Esther, te agradezco lo que has hecho, de verdad. Te recomendaré…

La psicóloga juntó los dedos índice y pulgar de las manos de la joven. Las palabras de Teresa murieron al instante. Un silencio se adueñó de la consulta. La psicóloga contempló como la joven dejaba su cuerpo inerte sobre el sofá, totalmente laxo. Una sonrisa grande y esplendorosa surgió de sus labios mientras la psicóloga se levantaba y volvía a tumbarse en la butaca. Los dedos de Teresa siguieron unidos y la felicidad que expresaba su rostro continuó.

Al cabo de unos minutos,  Esther dio  una palmada. La joven se sacudió y pareció despertarse de un profundo sueño. La sonrisa aún perduraba en sus labios.

—¿Cómo… cómo…? Me he sentido genial…, como si mi mente y mi cuerpo volviesen a sentir aquella felicidad que… ¿cómo lo has hecho, Esther?

—Asociación. Cuando has relatado tu recuerdo más placentero lo hemos asociado al gesto de  juntar los dedos. Al volver a juntarlos, las sensaciones vividas han vuelto de nuevo a ti. Es la rememoración kinestésica.

—Y podré volver a…

—Siempre que quieras. Harán falta varias sesiones más para reforzar la asociación pero el germen está ahí. Podrás usarlo siempre que tengas esos pensamientos… violentos.

La joven se miró los dedos de las manos, con los ojos abiertos y la boca entornada.

Aún no podía creérselo.

La psicóloga Esther Fabra acompañó a la joven hasta la sala de espera donde la secretaria y el novio de la paciente se levantaron al llegar ambas. El novio interrogó a la joven arqueando una ceja y ella respondió con varias lágrimas, asintiendo con la cabeza, abrazándole con fuerza.

La psicóloga esperó hasta que la joven dejó de llorar. Casi no podía tenerse en pie pero su novio la sujetaba con firmeza.

El novio alzó la vista hacia la psicóloga.

Era la primera vez que veía a la terapeuta de su novia.

La mujer era alta, morena, de cuerpo delgado. Treintena larga, quizá. Le extrañó que el cabello de la mujer surgiese lujurioso y, a la vez, apelmazado de la cabeza de la mujer. Era, con toda seguridad, una peluca. ¿Tan joven y ya estaba perdiendo pelo? Era extraño. Además, el novio se fijó en que la psicóloga tenía una gran cicatriz que surgía de una de las sienes, bordeaba una ceja pintada, recorría parte de la frente y se ocultaba bajo la peluca. Para terminar, unos enormes ojos enmarcados en un negro profundo e incómodo hacían de la mirada de la psicóloga algo difícil de mantener.

—Gracias, señora Fabra, gracias —dijo el novio desviando la vista de la cara extraña de la mujer.

La psicóloga sonrió ligeramente, a disgusto.

“Señora Fabra”.

Notaba la incomodidad de él hacia su imagen.

La secretaria se hizo cargo de la pareja para abonar la sesión y la psicóloga se retiró hacia la consulta con rapidez.

Fue directa hacia el ordenador. Abrió una aplicación y pulsó la opción de “Compilar”.

“Señora Fabra”, pensó de nuevo. De señora hacía años que no tenía nada.

Maldito accidente. Ya ni siquiera lo recordaba.

El programa informático ya estaba compilando la grabación de audio de la sesión recién acabada.

Esta compilación tenía que ser la definitiva. No podía fallar más veces. No lo soportaría.

La psicóloga miró la barra de progreso avanzar mientras se frotaba el cabello. Cuando llovía la cicatriz que circunvalaba su cabeza le producía unos picores continuos. Miró hacia el enorme ventanal y comprobó que no escampaba. Más bien arreciaba. Terminó por quitarse la peluca y tirarla al suelo. Se sentó en el sillón que había tras la mesa mientras la barra de progreso iba avanzando. Se giró hacia el ventanal.

Notó un ligero espasmo de dolor en su cabeza. Apagó las luces para que la oscuridad se adueñase de la consulta.

A la distancia que se encontraba del ventanal, unos dos metros, no podía ver los edificios de la ciudad, sino los reflejos del diverso mobiliario que componía su consulta. Se giró de nuevo hacia el ordenador. La barra de progreso seguía avanzando. Abrió el programa de mensajería con el que se comunicaba con su secretaria y la envió un mensaje. Al cabo de varios segundos, obtuvo una respuesta.

“Vale, gracias. Hasta mañana. Dejo las llaves encima de la mesa, no olvide cerrar, por favor”.

El dolor de cabeza se agudizó.

Un pitido sonó al cabo de unos minutos. El archivo de audio estaba creado.

Podía iniciar su propia sesión de rememoración kinestésica.

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——2——

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La psicóloga Esther Fabra lloraba.

Las lágrimas provenían del intenso dolor de cabeza y de unas emociones que no podía distinguir.

Cerró los ojos mientras apoyaba los codos sobre la mesa y la frente sobre la palma de sus manos. Entre los dedos de su mano izquierda la cicatriz que parecía un hilo de soldadura uniendo dos partes de su cabeza comenzó a latir por sí misma. O eso le pareció. Dentro del cráneo, su cerebro le asolaba con dolores intensos y pulsantes, como martillazos que clavaban un cincel en un punto indeterminado entre la nuca y la coronilla.

Con movimientos temblorosos, echó mano de la caja de analgésicos que tenía en una esquina de la mesa. Presionó sobre la burbuja de plástico y el comprimido atravesó la hoja de aluminio de la tableta, bailó por entre los elementos de la mesa, esquivó los dedos temblorosos que intentaban atraparlo y se dirigió hacia el borde, en dirección al suelo.

Un violento manotazo sobre el comprimido acabó con la tontería.

Se lo tragó y luego restañó las lágrimas con un pañuelo arrugado de papel que tenía en otro bolsillo.

Mientras el analgésico actuaba, no podría empezar la sesión; el dolor de cabeza absorbería toda su atención y no escucharía el archivo de audio informático.

Pasó un dedo por la pantalla táctil del ordenador. Pulsó un icono y el programa de visualización de fotografías se abrió. Una presentación de diapositivas comenzó.

En la primera había tres personas: hombre, mujer y bebé. La mujer era ella. Todos sonreían, sobre todo el bebé. Se palpó la cicatriz que tenía en un costado del estómago, proveniente de la cesárea. Sí, ese había sido su hijo.

La siguiente fotografía mostraba a las tres personas en un pinar. Era mediodía. Él y ella sentados sobre un tronco; el bebé, algo más mayor, ya se tenía en pie. Miró la fecha sobreimpresa en blanco vidrioso en una esquina de la fotografía.

Hace casi cuatro años.

Luego hubo más fotografías. Esther parpadeaba sin transmitir emoción alguna en su mirada mientras miraba las imágenes, apoyado el mentón sobre una de las manos. Notaba su corazón acelerado, latiendo furioso, cabalgando a lomos de una fuerte emoción, de un sentimiento desgarrador.

Pero era un sentimiento del que no conocía su origen.

Porque Esther Fabra no recordaba haber estado casada ni haber tenido un hijo.

La siguiente fotografía estaba tomada en un ángulo de picado. No recuerda cuándo la tomó —al igual que las demás— pero parecía, al igual que en el resto de fotografías, muy feliz: sonreía y en sus ojos parecían refulgir un brillo que denotaba una vida repleta de satisfacciones. Él y ella en la cama, desnudos, mientras ella tomaba la foto con la cámara en alto. Parecían haber acabado de hacer el amor porque los mechones de su cabello estaban pegados a su frente y sus pechos estaban brillantes del sudor que los empapaban.

El dolor de cabeza ya no era dolor sino molestia. Ya no necesitaba perder el tiempo para empezar la rememoración pero Esther Fabra continuó mirando las imágenes, parpadeando mecánicamente.

De repente, cuando una de las imágenes ocupó la pantalla, Esther ahogó un gemido: era su hijo sonriendo disfrazado de oveja en la función de teatro de la guardería. Acarició la pantalla y se le escaparon las lágrimas a borbotones. Se tapó la boca, incapaz de contener la emoción. Era su hijo, su querido hijo.

—Mi vida… —susurró.

La siguiente imagen reemplazó la fotografía de su hijo con un fundido. El dedo índice de Esther fue directo hacia el teclado para pulsar la tecla que le devolvería de nuevo a su hijo, pero no llegó a pulsarla.

¿Para qué? Sabía que la fotografía que acababa de despertar sus emociones caería en el olvido en pocos segundos. No importaba cuantas veces la viese: si su destrozada memoria se lo permitía, podría recordar.

Y si no, pues no.

Al menos, el recuerdo había provocado en Esther el toque necesario para darse cuenta que ya no experimentaba dolor de cabeza ni molestia alguna.

Abrió el programa reproductor y cargó el fichero de audio generado.

Una suave melodía, la misma que había utilizado con la paciente de esa tarde, inundó la consulta.

Se dirigió hacia el sofá y se despojó de la bata, la blusa y la falda hasta quedar en ropa interior. Sacó una fina manta de debajo de un cajón del mueble que ocupaba una esquina de la consulta. Graduó la luz hasta sumir la estancia en una penumbra casi letárgica.

Antes de dirigirse hacia el sofá, miró hacia el ventanal. Los relámpagos se sucedían con mayor frecuencia, iluminando edificios oscuros, siniestros. A lo lejos, en la oscuridad, gotitas de luz al azar indicaban ventanas como la suya de despachos o viviendas con la luz encendida. La lluvia era densa: las rachas de viento lamían el ventanal con miles de redobles de tambor apagados. Los sonidos del tráfico se dejaron escuchar durante un instante. Era una ciudad oscura y sucia, tanto más oscura y sucia cuanto más avanzaba la noche.

Y en su mente la noche también avanzaba día a día, asolando sus recuerdos. Ensañándose con sus tristes recuerdos.

Se tumbó en el sofá y se tapó con la manta. En breve empezaría la voz a narrar el relato creado. Una voz masculina, como la de su marido.

Su marido. Pero, ¿realmente tuvo marido alguna vez? Las fotografías mostraban que sí; incluso habían tenido un hijo. Pero ya no estaba realmente segura. Cada día lo estaba menos.

Los recuerdos iban y venían desde el accidente. Suscitaban emociones y sentimientos, pero morían al cabo de unos segundos. Y le quedaban cada vez menos; cada día que pasaba, su mente iba perdiendo el pasado que alguna vez tuvo.

Esther Fabra necesitaba un pasado, una vida que no estuviese fragmentada en recuerdos confusos, inconexos, muertos.

El programa utilizaba sus propias sesiones de audio y la de sus pacientes para emular una rememoración kinestésica total, una diseñada especialmente para crear un pasado a su medida. Un pasado que le permitiera seguir luchando por vivir y dirigirse hacia un futuro.

Porque no había más descorazonador que no tener pasado.

Si no tienes pasado no valoras el presente.

Y el futuro es frío, ambiguo e insondable.

Un pasado era lo que ella necesitaba. Un pasado, no importaba si real o imaginario; un pasado que llenara ese hueco horrendo que había en su cabeza antes del accidente, un hueco que iba agrandándose a cada día, a cada hora, a cada instante.

Reprimió un escalofrío cuando la voz del audio comenzó a sonar; luego se dejó llevar, entornando una sonrisa.

La melodía ya la había preparado para que su mente absorbiera cada palabra dicha, provocando en su mente un estallido de sentidos, sentimientos y emociones.

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——3——

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Sol de España, sol del sur, sol de mi vida, sol de mi oro.

Entreabres los ojos, aún somnolienta. El sol cae en vaharadas, como el aliento encendido de un gigante. El cielo azul arriba y el blanco abajo. Blanco de las paredes, blanco de las fachadas, blanco mate donde el sol reverbera y brilla inmenso.

Despiertas todavía amodorrada. El sol de una tarde andaluza cae a fuego y al abrir los ojos y levantar el sombrero de paja que te cubre la cara, los rayos de luz iluminan el blanco de las paredes del patio. La siesta te ha sentado bien, aunque haya durado poco y el sofocante calor, incluso bajo la sombra de la palmera en la que tienes la hamaca, haga que sea difícil el respirar.

Contemplas feliz la fuente de piedra situada en una esquina del patio. Una fuente de la que brota un chorro de agua cantarina de un diminuto caño y que se esconde una palangana cubierta de verdín.

Las paredes encaladas del patio reparten aromas por doquier; están alfombradas con decenas de maceteros rojizos a distintas alturas de las que cuelgan rosas y claveles, jazmines y geranios, azaleas y violetas.

Alcanzas el botijo que hay a tu lado y el agua sale fresca del pitorro. No te importa mamar del pitorro de barro y notar el sabor a teja y tierra en tus labios. La forma es similar a la de un glande y el agua fresca que te llena la boca sería el semen del que saciarse y que se desparrama por tu garganta.

Te levantas de la hamaca y te estiras, oyendo como los huesos y los músculos de tu cuerpo joven se desatan y se desanudan y se tensan como ramas y cordeles flexibles. Arqueas el cuello hacia atrás y el cabello ondulado, negro e inmenso, te hace cosquillas en las nalgas y los muslos. El sudor en tu cuello y tus axilas y tus ingles hace que te estremezcas cuando una brisa rasa empieza a soplar, encerrada dentro del patio interior.

Caminas hacia el cuadrado de luz que hay en el centro del patio, donde el suelo de piedra calienta las plantas de tus pies y donde el sol cegador provoca que tu cuerpo desnudo transpire al instante por cada poro.

Melodías de jilgueros se oyen cercanas.

Un rasgueo de guitarra se oye a lo lejos, en una casa vecina, y las palmadas y la voz rota de la copla de un cantaor te impulsan a levantar las manos en alto, y chasquear los dedos, moviendo las caderas y sacando pecho, estirando la espalda y dejándote llevar por las palmadas rítmicas.

Cierras los ojos y dejas que la luz atraviese tus párpados a través de los mechones densos de tu cabello.

Bailas y bailas.

La luz lame todo tu cuello, tus hombros redondeados, tus pechos gráciles y tus pezones oscuros. Tu vientre curvilíneo y tus caderas se giran y se comban y se mecen al son de la música. Echas de menos un par de zapatos para taconear pero te basta con sentir tus pechos y tus nalgas revolverse como liebres juguetonas.

El tañer de campanas de la iglesia se impone a la guitarra y a las palmas. Son las cuatro de la tarde. Detienes al instante tu baile y te refugias a la sombra.

Las cuatro.

Entras dentro de la casa y vas al dormitorio. Dentro de la casa la temperatura es fresca. Te vistes con una falda larga, de estampado colorido y una blusa de tracerías árabes.

Sin ropa interior.

Te recoges el cabello con un moño y te calzas unas sandalias. Te diriges por el pasillo hacia la puerta y recoges la toalla que tienes preparada junto a la bicicleta que está apoyada junto a la puerta.

El sol de España, el sol de Andalucía se desparrama por todas partes. Corres adentro, al patio, a por el sombrero de paja y cierras la puerta al salir.

El blanco de las fachadas de las casas hace que el sol se refleje y aumente de intensidad. Empujas la bicicleta calle abajo, por el empedrado. Los vecinos te saludan con una sonrisa mientas vas bajando por las callejuelas, dejando atrás casas achaparradas, encaladas y adornadas con muchas flores, mantones en sus fachadas y azulejos empotrados. Las guitarras se oyen en cada esquina, las palmadas en cada rincón y las voces rasgadas y hondas de los cantes inundan la tarde andaluza.

Sales del pueblo y dejas atrás las casas blancas, dirigiéndote hacia el arroyo al pie de la montaña. Te detienes y te recoges la falda hasta medio muslo, anudando el sobrante. Miras atrás y te calas el sombrero; el reflejo del sol sobre las casas blancas, desparramadas por la ladera del monte, te hace suspirar contenta. Montas en la bicicleta y pedaleas despacio por el camino de tierra.



Esther Fabra enarcó una sonrisa mientras sus ojos, bajo los párpados cerrados, se revolvían veloces, trazando en su imaginación los detalles que la voz seguía indicando, detalles de luz y color, blanco y sol del Sur.

Un relámpago iluminó la estancia oscura de la consulta con un fulgurante estallido de luz que palpitó durante unas décimas de segundo. Afuera la lluvia arreciaba con fuerza, golpeando los ventanales con furia.

La melodía continuó hipnótica y la voz siguió con su discurso. La mente de la psicóloga hervía con aquel torrente de descripciones.

La escena imaginaria penetraba con total precisión en la mente de la mujer y poco a poco su mente fue dejando de evocar los lugares, sensaciones y emociones narradas para tomar la voz como parte suya y propia.

La rememoración kinestésica era total.

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——4——

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Pedaleé despacio. No tenía prisa por llegar porque sabía que tendría para mí sola el remanso del río. El calor era asfixiante y notaba la borla del sombrero de paja junto a mi frente empapada de sudor. Las gotas caían por mis mejillas y algunas convergían en la comisura de los labios, aumentando el calor con su sabor salado. En los brazos y las piernas, las zonas de mi cuerpo que estaban bajo el sol, la piel se volvía tirante y se calentaba como cuero envejecido. El nudo de la falda se había subido hasta la cintura, recogiéndose el resto de la prenda con el movimiento del pedaleo y mi sexo también se tostaba bajo el asiento recalentado de la bicicleta.

El último tramo no podía hacerlo pedaleando. Los chopos y los álamos crecían cerca de la orilla sin orden ni concierto. Dejé la bicicleta sobre un matojo de trigo silvestre y me colocó la toalla sobre los hombros. La sombra de la pequeña chopera era refrescante y el cantar del agua  que brotaba de un acuífero era una dulce melodía para mis oídos.

El remanso apareció ante mí tras cruzar un seto de zarzamoras. El acuífero se había utilizado para desviar parte del manantial a una palangana enorme, creada con piedras. El agua que se filtraba por las piedras desembocaba como riachuelo en el río cercano, convirtiéndose en afluente. Los juncos brotaban como fuegos artificiales del margen de las piedras y se asemejaban a pértigas embozadas en su punta con corcho aterciopelado.

Era la única persona que había allí.

Me desnudé y sumergí la falda y la blusa en el agua  para después colgarlas de las ramas bajas de un chopo.

El agua con que las había empapado bastaría para quitarlas el sudor.

Me solté el moño y me recogí el cabello en una coleta larga, dejando el nudo bajo para que, al mojar el pelo, no tirase. Dejé la toalla cerca y me metí en el agua. Estaba fresca, y la pureza de su procedencia subterránea pareció atravesarme la piel y calmarme todos los sofocos que traía.

El estanque artificial no era más hondo que dos codos mayores y tenía forma de huevo, de unas cinco varas de largo por cuatro de ancho. Bastaba para que me llegase el agua a la barbilla y poder dar una o dos brazadas.

Levantando la vista, una cúpula de ramas de chopo y álamos se extendía a lo alto, alfombrando el cielo azul de verde claro y ramas blancas.

Una exuberancia de azul, verde y blanco que me protegía de las miradas indiscretas.

O eso creía.

—¿Pero que ven mi ojillos, mi “arma”? Una dulce chiquilla en cueros y disfrutando de la hermosura de este paraje.

Me giré ahogando un gemido hacia la procedencia de la voz.

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——5——

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Me oculté bajo el agua hasta la nariz.

No le conocía. Vestía calzones oscuros y botas camperas. Un chaleco negro ocultaba parte de su pecho desnudo y una faja de seda roja ocultaba su vientre. Se quitó el sombrero de ala ancha que tenía y se abanicó. Cercano, el relincho de un caballo me hizo girarme asustada.

—No te asustes, preciosa. Es mi compañero.

—Estoy desnuda.

Sonrió burlón. Una ristra de dientes blancos en oposición a su tez morena, cubierta de barba de varios días, iluminó su cara.

Se giró hacia mi falda y mi blusa sobre las piedras y luego me miró con ojos divertidos.

—No veo más que un cabello mojado, unos ojos grandes y oscuros y una piel morena y luminosa. Adivino que bajo el agua, hay un cuerpo que huele a pecado, sabe a gloria y quita el sentido.

—Sois forastero —susurré al saber que el hombre, con esa labia suya, no pasaría desapercibido.

El caballo se acercó trotando y se detuvo junto a su amo. Al volverse hacia el animal, un puñal largo como un brazo surgió de su cintura, sujeto bajo la faja. Era un puñal curvo, de empuñadura moruna y guardas de filigranas.

—El “Moruno” —susurré sintiendo un escalofrío en el cuerpo.

Se decía que, tras la llegada al poder de Alfonso XIII, varias fincas de algunos ganaderos fueron expropiadas como represalia a la oposición del gobierno del rey. Los ganaderos marcharon a otras tierras pero uno de ellos se opuso, Juan Mejido. Ocultó a su familia y reunió a varios fieles para hacer la vida imposible a las fuerzas vivas de la ley. El pueblo estaba a su favor y le ofrecía víveres y cobijo aún a riesgo de la ira del alcalde y el ejército. Su largo puñal, largo como un pincho moruno, le dio el sobrenombre.

—Tú eres Rocío, ¿verdad?

Asentí tras unos instantes, sin saber cómo podía saber mi nombre.

—Tu padre me ayudó muchas veces, ¿sabes? Hace muchos años, escapando por entre los olivos del monte, hicimos noche al raso. Las estrellas brillaban bajo un cielo negro y azul. Me habló de su hija Rocío, de la belleza de su cara y del lunar de su mejilla, el mismo que tienes tú.

—Mi padre te ayudó —repetí. No lo sabía pero tampoco lo creía tan descabellado.

Si mi madre no le hubiese mantenido a raya, otro “Moruno” camparía hoy por los montes.

Juan Mejido asintió y sonrió. Alcé la cabeza hasta el cuello fuera del agua para dejar viese mi sonrisa. El “Moruno” era un hombre justo.

Argumenté para mí que no era quién para decidir si sus andanzas debían ser castigadas o aplaudidas pero si el pueblo le respetaba y ayudaba, por algo sería.

—¿Te importa? —preguntó mientras se quitaba el chaleco—. También quiero darme un baño. En realidad no sabía que hubiese alguien. Si quieres, vuelvo cuando hayas terminado…

Negué con la cabeza sin dejar de sonreír tímidamente.

No, no me importaba.

Juan Mejido se desnudó con soltura. Su torso presentaba varias cicatrices de navajazos, disparos y golpes. Un pene grueso y oscuro se meció ondulante entre sus piernas al meterse dentro del estanque.

Me alejé de él para dejarle espacio. Tenía un cuerpo moldeado, cimbreante. El vello oscuro de su pecho se repartía hasta el nacimiento de sus hombros. Exudaba un aroma a hombre cansado, un perfume acre y picante.

Me miró sonriente y terminó por reírse, alegre al verme tan quieta, tan atenta a todos sus movimientos.

Su mirada se internó bajo el agua oscura que ocultaba mi cuerpo mientras él se frotaba el cabello con agua.

—No te voy a hacer nada, chiquilla. Aún eres joven; hermosa y gitana a partes iguales. Tu virgo está a salvo para el afortunado en el que deposites tu amor.

Las palabras son el preludio de los actos.

Retrocedí reticente. Atisbé bajo el agua límpida su sexo empalmado. Y me di cuenta que mi cuerpo también estaba disfrutando viendo su torso encordado y moreno.

Mi imaginación voló. Me dejé llevar por mis urgentes necesidades.

Su risa me trajo de vuelta.

Ahogué un gemido mientras me ocultaba los pechos y el pubis. El “Moruno” rugió con carcajadas al ver mi gesto y su alegría terminó por contagiármela. Reí con él.

—¿Me frotas la espalda, Rocío?

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——6——

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Al tocar la espalda de Juan Mejido, Rocío se estremeció. Bajo la piel morena, los músculos se agitaban como cuerdas tensas y vibrantes, potentes y capaces de desarrollar un estallido de movimientos en un instante.

Sus dedos fueron siguiendo la senda de las cicatrices que preñaban con cordones claros de piel parte de la espalda. Agujeros de bala entre los que se intuían huidas imposibles a medianoche, navajazos que hablaban de peleas a la luz de una hoguera de medianoche. La espalda del “Moruno” hablaba de emociones y pesares, de cientos de experiencias que estaban junto al campo, junto al olivar y las encinas, bajo el sol de Andalucía.

Los dedos de la mujer bajaron por los costados y rodearon la cintura para ascender por el pecho, internándose entre el vello mojado.

Se sintió especial, abrazando a aquel hombre por la espalda. Apretó su cuerpo contra el suyo.

—¿Qué estás haciendo, mi niña, sabes qué estás haciendo?

Bajo el vello del pecho, más cicatrices fueron apareciendo al acariciarle la piel. Cicatrices que recorrió con la yema de sus dedos, acariciando despacio el pecho del hombre.

Apretó su cuerpo contra la espalda y no consiguió dominar una risa tonta al notar como la respiración del “Moruno” se agitaba y el latir de su corazón bajo sus dedos iniciaba una danza alocada.

—¿Sientes mi cuerpo, eh, siente mis pechos abrazándote la espalda, mi vientre amoldándose a tu cintura, mi hendidura latir entre tus nalgas?

Juan Mejido se giró hacia mí. Su sexo empalmado se irguió entre nosotros y sus manos se internaron bajo el agua en busca de mis caderas, ascendiendo por mis costados, emergiendo y haciendo que levantase mis brazos en alto. Mis pechos surgieron del agua, sus manos los atraparon con firmeza y sus labios atraparon mis pezones con besos ansiosos.

Me abrace a su cuello mientras sus labios buscaban los míos y su aliento se mezclaba con mi aliento. Su cuerpo me excitaba y me hacía desdeñar la seguridad social de un virgo intacto. Sus labios calmaban mis anhelos y su lengua lamía el agua que corría por mi cara.

Sus besos me incendiaban, me emborrachaban, me empequeñecían. Me hacían reír, gemir, cantar, llorar.

Sus caricias me hicieron agitarme, creyendo que este cuerpo no era mío, que se sacudía espasmódico bajo sus dedos.

Cuando su pene me penetró, un fuego intenso ardió un instante, como una explosión. El dolor se apoderó de mi vientre unos segundos y luego fue sustituido por el placer. Su verga se internó en mi interior con velocidad pausada, mecánica mientras nuestras respiraciones se endulzaban y nuestras miradas se buscaban.

Me abrazó con fuerza, tanta que me cortó el respirar y se me detuvo el latir del corazón. Un fuego intenso ardió en mi vientre y sus empellones se volvieron más agudos, ahondando en el interior de mi cuerpo.

El agua parecía llover hacia arriba mientras mis jadeos eran respondidos con sus gruñidos. Todo mi ser clamaba más placer.

Y lo estaba recibiendo.

Grité y reí y lloré cuando el orgasmo me llegó. Era una delicia sentirse viva y parte de algo más grande, del amor que un hombre y una mujer expresan con el sexo.

Las fuerzas abandonaron mi cuerpo y Juan me cogió en volandas y me depositó junto al estanque. Se tumbó junto a mí y me cubrió con una de las telas que sacó de las alforjas del caballo.

Se tumbó junto a mí y me abrazó mientras me besaba en el cuello y en la boca, en los párpados y en la frente, en los labios y en el mentón.

Le abracé, nos miramos unos instantes y rompimos a reír.

No sé por qué reímos. No me importó.

—¿Qué es de tus padres, Rocío?

—Están exiliados en Francia.

—¿Sabes dónde?

—Cerca de París. No lo sé exactamente ni quiero saberlo. No querría delatarles.

El “Moruno” me quitó el nudo de la coleta y hundió sus dedos entre los mechones brillantes de mi cabello.

—Tendré que buscar a tu padre, ¿sabes?

Le interrogué con la mirada.

—Tengo que pedirle la mano de su hija.

Tragué saliva.

—No puedes dejar estas tierras. Tu vida es el campo y el campo es tu vida. No te sientas obligado a hacerme tu esposa. Disfruté tanto como tú.

El “Moruno” negó con la cabeza.

—Las cosas se hacen bien o no se hacen. ¿Me esperarás?

Sonreí picarona, acariciando su pecho.

—¿Quién me asegura que no te irás con otra, que me has quitado mi honor y ahora escaparás de mí?

Se revolvió bajo la tela con el ceño fruncido pero sonrió al ver que mi intención no era insultarle.

—Tu cara redonda y tus ojos oscuros valen una vida entera. ¿Quién quiere buscar otra mujer si tengo a la gitana más guapa de toda España?

—Eres zalamero y bribón, no sé si creerte, Juan Mejido. En París hay mujerzuelas que hacen lo que los hombres deseáis y no os atrevéis a pedir a vuestras esposas.

Mi mano buscó su verga bajo la tela y empuñé el miembro, sintiendo como la sangre lo hinchaba y crecía bajo mis dedos.

—¿Y tú, Rocío, tú me lo harías? —musitó con voz ronca.

Agité varias veces su miembro por respuesta y me interné bajo la tela para buscar con mis labios el sexo caliente de mi futuro marido.

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——7——

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Con un chasquido, la oscuridad de la noche se adueñó de la penumbra de la consulta de la psicóloga.

Esther Fabra se desperezó del sofá con un bufido de impaciencia. ¿Qué había pasado, porqué el audio y la melodía se habían detenido?

Se levantó y caminó a tientas hasta la mesa. La pantalla del ordenador no respondió cuando pulsó lo botones del ratón y el teclado. Estaba apagada y no había ninguna luz de encendido en el ordenador. Se giró hacia el enorme ventanal y contempló como el resto de la ciudad se hallaba sumida en una oscuridad similar. Las ventanas antes iluminadas de los edificios cercanos ahora eran invisibles. Los relámpagos se sucedían varias veces por minuto y la lluvia golpeaba con fuerza colérica las ventanas.

La negrura parecía haberse adueñado del mundo urbano.

Un apagón.

Caminó hasta el pequeño aseo que tenía en la consulta. Se palpó el sexo bajo la braga y lo notó húmedo. Orinó, se limpió y volvió a la consulta, sentándose tras la mesa.

La sensación de haber hecho el amor por primera vez con un bandolero del sur había sido tan vívida…

Al recordar de nuevo el aroma de su cuerpo desnudo, sus músculos cordados bajo la piel, las cicatrices de las heridas de infinidad de aventuras… todo en Juan Mejido era puro sentimiento, pura emoción, la vida en su término más puro y hondo.

Lástima que todo fuese mentira.

Y lástima también del apagón. Había eliminado la última fase de la terapia, la del asociamiento de las emociones vividas con un gesto del cuerpo, como el juntar los dedos de la mano.

No le cabía duda de que pronto olvidaría Juan Mejido.

Cinco minutos. Acaso diez.

Y se olvidaría también del color de una Andalucía atemporal, una donde podía ser lo que ella quisiese. Y se olvidaría de la muchacha Rocío que era en el sueño, de la joven hermosa y exuberante, de espíritu libre y llano que quisiera ser.

Mañana todo volvería a ser igual. Aunque, probablemente, para su pesar, no lo recordaría.

A veces no entendía los mecanismos internos del cerebro. ¿Por qué el suyo había preservado la memoria de su profesión, de su carrera, pero se afanaba en eliminar cualquier rastro de pasado?

Una idea cruzó su mente. La anotó en una libreta por si acaso, por si al instante siguiente no pudiese recordarla.

Leyó luego varias veces la nota escrita.

¿Y por qué no?, se dijo.

Se giró hacia el ventanal. Como si el clima hubiese podido también leer la nota, la lluvia comenzó a remitir.

A lo lejos, en un edificio de apartamentos en la lejanía, varias ventanas se iluminaron. La luz fue adueñándose de las ventanas que antes iluminaba como faros la noche de la ciudad.

Cuando la luz volvió al despacho y el ordenador emitió un pitido de aviso para iniciarse de nuevo, la psicóloga leyó la nota de nuevo y luego apagó el ordenador.

Se vistió con rapidez. A continuación llamó por teléfono.

—Sólo ida —respondió cuando la operadora le preguntó.

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——8——

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Eran las once de la mañana cuando Esther Fabra llegó a Córdoba.

Se cubrió los ojos con una mano a modo de visera.

—Ya de mañana y con este magnífico sol… —murmuró—. Necesito un sombrero.

Se acercó a un taxi. El conductor estaba apoyado en el capó del automóvil.

—Quiero ir al Pueblo Blanco.

El taxista, un hombre grueso, de mirada profunda, con el sudor bañándole la cara en forma de gruesas gotas, la miró unos segundos y —tras meditar sobre la enorme cicatriz que le mujer tenía en la cabeza— asintió.

Conocía bien el lugar al que la mujer quería ir.

—¿Ese es todo su equipaje? —preguntó señalando con la mirada hacia el neceser que llevaba Esther de la mano —. Es un viaje de toda una vida, señorita.

Ella asintió.

No hacía falta más para aquel viaje.

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——Ginés Linares——




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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero.