Proyecto Edén 01: heredera

Comenzamos una historia de fantasía que va a contener de todo lo razonable (y lo no tan razonable).

Cuando murió mi padre, tuve que dedicar una temporada a comprender el volumen de mi fortuna, a hacerme con las ideas generales del modo en que estaba invertida, y a conocer al equipo de confianza que la gestionaba, encabezado por Franz, un extraño alemán extremadamente formal y con aspecto de profesor, que fue todo lo paciente que necesité para comprender las fenomenales dimensiones del imperio que heredaba.

Aunque el dinero nunca me había preocupado, hasta el extremo de que hasta entonces ni siquiera me había planteado que sería la mujer más rica de la Tierra, parece que mis estudios en Suiza fueron suficientemente completos para permitirme asimilar, a grandes rasgos, sin entrar en los detalles, la extraordinaria diversidad de mis activos, que se me antojaron una maraña de tentáculos invisibles que se extendían a lo largo y ancho de este mundo. No parecía haber nada que no estuviera a mi alcance si lo deseaba.

Finalmente, cuando llevaba tres meses estudiándome el eufemísticamente llamado “resumen”, que Franz me había proporcionado, un documento de varios cientos de folios cuajado de cuentas que reflejaban el volumen y la distribución de mis intereses, encontré la misteriosa partida titulada “Proyecto Edén”, que llamó mi atención por su falta de desarrollo. Se trataba de una única nota escondida en el balance donde apenas figuraba un coste astronómico, de casi mil quinientos millones de euros, sin ingresos, y sin la menor explicación acerca de su naturaleza, acerca del cual no pude resistirme a consultar a mi administrador.

  • El Proyecto Edén... La verdad es que su padre siempre fue absolutamente discreto al respecto, y yo, como es natural, no insistí en el asunto.

  • ¿Y quién lo sabe?

  • Pues...

  • ¿Con quién puedo hablar?

  • Yo siempre he tratado ese asunto con el Doctor Blade.

  • Estupendo. ¿Donde puedo encontrarle?

  • Yo... No... No lo se...

  • ¿Cómo?

  • Las instrucciones de su padre fueron muy claras al respecto: recibo correos electrónicos desde una dirección segura donde se me informa de cuales son las necesidades del proyecto, libro los fondos necesarios, siempre de manera opaca, y los coloco en una cuenta en Suiza de donde desaparecen (no me malinterprete, solo me sorprende, yo no juzgo las decisiones de mis jefes) a una notable velocidad. Nunca he interactuado con ellos, como no sea proporcionándoles los medios. Ni una palabra, ni un comentario... Solo una cifra.

  • Ya... ¿Y ese correo?

Escribí un mensaje explicando, a quien quiera que fuera, la nueva situación y, varios días después, recibí la escueta respuesta del misterioso Dr. Blade donde se me invitaba a visitar las instalaciones y se me proporcionaban las coordenadas que deberían permitirme llegar hasta el lugar.

Tuve que imponerme al piloto, que aseguraba que allí no había tierra firme y, tras un par de horas de vuelo, aterrizamos en un aeródromo diminuto en una isla frondosa, frente a algún lugar de África que, ustedes me perdonarán, no voy a precisar, donde acudió a recibirme una muchachita negra que, según me hizo saber, se llamaba Marina, estaba a mi disposición para lo que quisiera, y había recibido el encargo de conducirme a mi residencia.

Atravesamos la isla en un coche eléctrico hasta alcanzar una mansión magnífica, espléndidamente situada junto a una cala escondida entre acantilados a la que se accedía utilizando un ascensor cuyo recorrido se había excavado en la roca, y me instalé ayudada por un sinfín de trabajadores de su misma raza que parecían encargarse de que aquel palacio estuviera en perfecto estado y habitable. Me pregunté si siempre sería así, o se habría limpiado para recibirme, pero la cuidada perfección del jardín me hizo suponer que quizás aquello explicara las prolongadas ausencias de mi padre, y que probablemente fuera permanentemente habitable.

Durante el corto viaje, pude percatarme de que, perfectamente integradas en el frondoso bosque tropical que rodeaba la carretera de tierra, se disponían instalaciones de producción de energía, potabilizadoras de agua, y otros equipos cuya naturaleza no supe interpretar, que parecían no guardar proporción con las necesidades de la casa ni de la escasa población de sirvientes y empleados que tuve ocasión de vislumbrar.

  • Marina, Cielo, ¿cuando podré entrevistarme con el Dr. Blade?

  • El Doctor no vive aquí, señora. El doctor vive en la Isla. No se cuando. No se.

A través de la bruma, observé dibujarse, allá donde señalaba con gesto asustado, la silueta de lo que parecía un peñón escarpado, situado a menos de media milla, calculé, del embarcadero.

Tras una comida correcta, servida por Marina con esmero, decidí descansar del viaje. Tendida bajo el gran porche de madera, frente al mar, arrullada por el sonido de las olas y la lluvia repiqueteando en el techado de teca, me dejé amodorrar tratando de mantener ese estado tan dulce de duermevela donde el sueño se confunde con los estímulos del mundo, aun sabiéndolo imposible. Nunca dura más allá de unos segundos.

No se cuanto tiempo permanecí dormida. Cuando desperté, los últimos nubarrones se deshilachaban dibujando un cielo espectacular sobre el mar, que permanecía embravecido. Desperté confusa, con el pecho alborotado, y me encontré a la pequeña Marina tendida junto a mi. Lamía mis pezones y acariciaba mi sexo suavemente, causándome una excitación extraña. Creo que di un respingo.

  • ¿Qué... qué haces?

La muchacha se incorporó como alma que lleva el diablo. De pie, junto a la cama de madera, se deshacía en excusas humillando la mirada, asustada.

  • Yo no... El señor... El señor siempre... Yo no quería... ¿Hombres?... ¿Hombre joven? … Yo... El señor...

“¡Vaya con papá!”, pensé tras descifrarla y comprender a qué se refería. No me sentí extraña. En Suiza, en la escuela para señoritas donde estudié, no resultaba infrecuente aquel tipo de prácticas, y yo no escapé a la costumbre del lugar. El edonismo de una clase de gente acostumbrada a gozar de los placeres de la vida, supongo, y el aislamiento pedagógico aquel a que solían referirse nuestras profesoras, hacían parecer perfectamente lógico el que parecía un comportamiento firmemente implantado entre las huéspedes la institución.

La llamé con un gesto invitándola a tenderse de nuevo junto a mi. Era una chica preciosa, de piel de color de chocolate, delgada y menuda. Su piel era ligeramente áspera, y bajo ella se apreciaba el movimiento de sus músculos delgados. Me sentí excitada por el perfume avainillado que emanaba, y quise saborear sus labios carnosos y mullidos y sentir su cuerpecillo sobre el mío. Sus pechitos, poco más que los pezones inflamados y esponjosos, como pequeños conos oscuros sobre la mínima zona abultada que se dibujaba en sus costillas, reaccionaron a la caricia de mis labios. Resbalaba sobre mi piel, sobre la delgada lámina de sudor y agua condensada en el calor de la tarde, tras la tormenta. Sentí el contacto suave de su pubis depilado sobre el muslo, y la dulzura de sus besos apasionados, y me dejé llevar por aquella pasión inocente. La idea de que mi padre utilizara a aquella ramerita negra me resultaba excitante como pocas, y la caricia experta de sus labios me llevaba a un delicioso paroxismo.

Me dejé hacer por ella. Dejé que resbalara sobre mi, que me besara, que sus labios y sus dedos me cubrieran de placer, y jugué a estimularla acariciándola, disfrutando del alegre modo en que gozaba, con aquella naturalidad deliciosa. Jugué a acariciarla y a lamerla, a saborear su vulva pálida, sonrosada, que aparecía en el centro de la piel oscura como floreciendo. La lamí bebiéndome sus flujos sedosos, haciéndola temblar, gozando de la alegre inconsciencia de sus orgasmos temblorosos, de la crispación de sus labios gruesos al excitarse más y más. La dejé tumbarse sobre mi, entretejer sus piernas con las mías, y me corrí abrazándola y besándola, apretando con los brazos sobre el pecho su cuerpecillo delgado y fibroso, y mordiendo su boca mullida, respirando sus gemidos en mi boca, como en sueños, mientras las últimas rachas de viento tras la tormenta nos refrescaban haciéndonos sentir un estremecimiento más.

La retuve cuando, recuperando el ritmo de nuestras respiraciones, hizo intención de levantarse. La retuve por sentir su cuerpo junto al mío. Pese al calor, me seducía el contacto de la muchacha menuda en la piel. La retuve, y permaneció a mi lado, volcada sobre mi, abrazando mi pecho con su bracito delgado, y cubriéndome el sexo con su muslo.

Inmediatamente, un chico joven, tan parecido a ella que bien podría haber sido su hermano, se acercó a nosotras llevando en la mano una bandeja con un único vaso de jugo de frutas adornado y colorido, que dejó en silencio sobre la mesita, a mi izquierda. Comprendí que no estaba previsto que Marina permaneciera a mi lado, y le ofrecí sorbos que bebía como si la avergonzara recibir mis atenciones. El chico, algo mayor y más fuerte que ella, exhibía bajo el pantalón tejano una erección que me hizo comprender que nos había observado. Me vino a la cabeza el título “Proyecto Edén”, y comprendí que aquel lugar estaba concebido para al placer, que todo giraba en torno al único objetivo de satisfacerme, o de satisfacer a mi padre, daba igual.

  • Marina...

  • ¿Sí, señora?

  • Mi padre...

  • Tú... ¿Tú y mi padre...?

  • El señor era bueno con Marina.

  • ¿Él también... hacía esto?

Con aquel español torpe, intercalando a veces palabras en una lengua desconocida para mi, Marina me explicó que mi padre era muy gentil con ella, y con todos. Me explicó con aquella naturalidad extraña que recibía mucho placer de él, y que a menudo jugaba a aquello con ella, y con los demás muchachos de la isla. Comprendí que aquella gente inocente, gozaba, quizás por su cultura, quizás por obediencia, del placer con una inconsciencia que me resultó deliciosa, libre de complejos, sin mayor trascendencia que aquella con que nos entregamos al juego.

Así que, de repente, fue como una iluminación: besé su boca, la estreché contra mi, acaricié su cuerpecillo oscuro hasta sentirla nuevamente temblorosa, excitada, y fui manejándolo hasta disponerla a mi antojo, a cuatro patas, besándonos todavía. Dejé a mis dedos escarbar en su coñito sedoso hasta sentirla de nuevo empapada, hasta sentir que gemía en mi boca. El muchacho, frente a nosotras, se esforzaba por mantenerse impasible, evidentemente sometido a una tortura. Su polla abultaba el pantalón mostrándose tremenda, y una mancha de humedad aparecía allí donde acababa.

Le llamé. Le llamé al mismo tiempo con el dedo y con la voz, y una expresión de alivio pareció dibujarse en su cara.

  • Ven, desnúdate. Fóllala.

Lo hizo deprisa. Se despojó de la camiseta y los pantalones mostrándome un cuerpo de ensueño. Se movía como un animal, como un felino enorme y negro, y bajo su piel húmeda brillaban sus músculos, que dibujaban una greca bellísima que parecía amoldarse a la necesidad de sus deseos que, en aquel preciso instante, era el mio.

Marina lo esperaba. Sentí su ansiedad en los labios cuando mi voz pronunció aquellas pocas palabras. Gimió estremeciéndose al sentir deslizarse en su interior aquella buena verga. Se quejó un instante, y sus cuerpos parecieron sincronizarse en una danza deliciosa. Sin dejar de besarme, se movía al compás lento que el muchacho imponía a sus caderas. Yo acariciaba sus tetillas. Mis manos resbalaban sobre su piel mojada y brillante, y los pezoncillos parecían contraerse. Se quejaba un poquito si los pellizcaba hasta que, resbalando en su sudor, se me escapaban, y me mordía los labios jadeando, gimiendo como una gata en celo, ensartada en aquella monstruosidad. Acerqué mi mano a su vulva para sentirla, y la encontré húmeda, empapada. La polla enorme del muchacho entraba y salía de ella sin esfuerzo. Acaricié su clítoris, las pelotas del chico, y conduje los dedos largos y delgados de la muchacha hasta el mío. Su cara, tan cerca, al contraerse, me estimulaba, me hacía arder en llamas que solo su mano parecía capaz de aplacar en algún momento.

Poco a poco, la cadencia se hacía más y más intensa, se aceleraban el movimiento y sus gemidos, los de ambos, se tornaban imperiosos, desesperados; se entrelazaban con los míos dibujando en el aire una sonata de quejidos dulces de placer que parecían alimentar el deseo, hacerlo más intenso. En el calor de la tarde, el chapoteo que escuchaba al penetrarla, sus quejidos, el temblor de sus labios, el aire templado que exhalaba en mi boca, la caricia de sus dedos clavándose en mi vulva, me llevaron a una suerte de orgasmo prolongado e intenso que pareció cristalizar cuando mis dedos se encontraron la polla del muchacho quieta, firmemente clavada en la chiquilla, que dejó de respirar por un instante, y comprendí lo que el fluido que manaba ahora a chorros del interior de Marina anticipaba. Estallé temblando. Creo que lloraba mientras mi cuerpo entero se convulsionaba en un continuo espasmo agónico de placer, en un sobresalto eléctrico incontenible, en una asfixia forzada -imposible respirar en aquella contracción violenta de hasta el último músculo de mi cuerpo-, en un recobrar el sentido boqueando como un pez, temblando, con Marina caída a mi lado, rezumando esperma blanca de su vulva, y el muchacho aquel sin nombre de pie, a nuestro lado, como sin saber qué hacer, con el pecho agitado y la polla magnífica balanceándose brillante entre las piernas.