Protegida

"Cuando veas el mastil de tu propio barco hundirse Ulises, entonces serás marinero por el propio mar honrado, hasta entonces serás uno más, uno de las olas esclavo". (La Odisea).

Simoneta vivía en la periferia de la ciudad,  en una de las zonas más exclusivas, un grupo de casas enormes  que sobre un monte coronaba una privilegiada vista. Un patio enorme enlosado en piedra recibía al visitante que cruzaba la pesada forja de hierro,  en un cálculo ligero podría contener cinco coches aparcados que no estorbarían el paso. La casa se situaba de modo discreto sobre la explanada redonda, en tres plantas y el ala trasera dedicada por completo al servicio, un matrimonio filipino que ya creo que formaba parte del decorado de aquella especie de mansión.

Siempre dije que la amistad con los ricos podía ser muy incómoda, especialmente porque todos teníamos el empeño de pedirles dinero prestado. Hacía varios meses que no tenía noticias de ella, estuvo algun tiempo en la costa de Francia y ahora de nuevo regresaba a la ciudad. Bastaba que Simoneta chasqueara los dedos para que una legión de amigos y aduladores acudieramos a su corte, en realidad Simoneta no tenía dinero todo era de su padre al que creo que veía menos que a mi. Pero en aquella ocasión me llevé la sorpresa de que no había nadie, estaba sola en la sala de piano esperándome. Un enorme y grueso y pesado piano de cola que presidía toda la estancia y que nadie sabía tocar en aquella casa daba nombre a aquella habitación de paredes enteladas y alfombras traidas desde Iran en los tiempos en que la familia era amiga del antiguo emperador Rezha Palhevi. Alfombras tejidas en lana por pequeñas tejedoras que al cumplir los doce años eran jubiladas porque sus pequeños deditos ya crecían y se volvían incapaces de penetrar en el entramado del tejido y el telar.

Aquella enorme casona, especie de lúgubre silueta de la envidia en las noches de luna llena, estaba llena de despropósitos,  casi como la vida de Simoneta. La Sala de lecturas con la biblioteca más fastuosa que se pudiera encontrar en cualquier hogar, ejemplares oríginales autografíados por Neruda, Borges, Villena,  y hasta Julio Verne!. Biblias de Durero, y algún que otro incunable pero en esa casa todos adoraban a Faulkner y solo leían a Faulkner. Y así y contagiadas del mismo espíritu la sala de música, la sala de cine, la sala de deportes (en lugar de llamarlo gimnasio) y el pequeño laboratorio en los tiempos en que Simoneta creyó encontrar una voluntad por las ciencias.

Apenas me vió me regaló una sonrisa sincera y dos besos, me hizo girar en redondo y en menos de un minuto volvió a ser la misma zorra de siempre con la misma expresión:

-Te quedan estupendos esos jeans. ¿Son de "pret a porté"?.

Era la forma que tenía aquella perra infame de decir que mis pantalones vaqueros resultaban mediocres y que estaba fuera de la moda. Simoneta siempre estaba lánguida, lívida, en sus 28 años parecía que nunca había tomado el sol, con un kimono de seda azul impecable podría jurar que no llevaba ropa interior.

Volcó su brazo sobre mi hombro y abriendo el enorme ventanal de la sala salimos a pasear por la pequeña terraza, comenzó a hablarme con una familiaridad inaudita, casi en la forma de quien habla con su mejor amiga cuando yo sabía perfectamente que me había llamado porque estaba sola, tremendamente sola como la peor perra en aquella casa enorme y que sus padres debían de andar por dios sabe que parte del mundo.

-Dime algo amiga mia ¿los pobres en que piensan cuando se enamoran?.

-Pues deberías de preguntarle a alguno, es que tienes unas cosas......¿Tu no te has enamorado?.

Me sacó de mi letargo y aquella preciosa colección de orquídeas que contemplaba.

-Pero tu eres clase media, debes de saberlo. A mi el amor me parece demasiado vulgar, dice mi psicoterapist que el amor es el recurso del proletariado.

Quedó en silencio, mirando cómicamente el sol de mediodia para salir repentinamente de aquella especie de laguna mental y con la conciencia recuperada entrar dramaticamente de nuevo en la sala y colocarse junto al piano.

-Ven, quiero enseñarte algo.

Dijo algo, y no dijo alguien, ese era el verdadero mundo de Simoneta, casi me llevo un buen susto cuando salida del fondo de la habitación tras una mampara apareció una chica que no tendría más de veinte años, vestida como ella con un kimono parecido y que se sentó al piano a un gesto de Simoneta comenzando una interpretación impecable de una rapsodia de List.

Era la rapsodia húngara número dos, ejecutada de forma impecable, la chica era de una belleza serena asombrosa y unos labios que podría soñar para sí el mejor amante, completamente plana y sin pecho alguno torpemente podía disimularlos cuando al iniciar el moderato e inclinarse ligeramente sintiendo cada nota la bata quedaba abierta de forma indiscreta. Habría jurado que las dos eran amantes y que incluso acababan de estar follando en la forma que sus cabellos estaban revueltos pero la naturaleza sexual de Simoneta era tan insulsa e indefinible que creo que ni ella misma pudo clasificarse alguna vez, por episodios hetero, por episodios lesbiana frustrada y por etapas tremendamente frígida.

Aquella ninfa seguía tocando el piano mientras la luz de las ventanas bañaba su pelo largo y castaño, Simoneta sentándose a su lado y elevando el cuello me la presentó:

-Es mi protegida, un brillante talento como puedes ver...y.......

Como su dueña absoluta abrió su kimono para comenzar a manosear un precioso coño poblado de vellos castaños y claros, y solo entonces y mientras lo manoseaba terminó la frase:

-Y un brillante secreto entre las piernas.

Rápidamente las dos mujeres comenzaron a revolcarse sobre el banquito entre besos y manoseos en la forma compleja de que no paraba de tocar el piano, incluso volteada elevaba los brazos hacia atras como la más brillante contorsionista del circo y trataba de ejecutar la pieza de List con los brazos vueltos, que sonaba a trozos y ratos más inconexa que lógica.

La chica abría sus piernas más alla de donde yo pensaba que podría hacerlo mientras Simoneta metía y sacaba con fuerza tres dedos y la hacia gemir y saltar sobre el banquito.

Simoneta entonces vió algo en mis ojos, mi deseo, y parece que eso le bastó para encenderla y comenzar a comer entre sus piernas de una forma casi tosca y grosera, sorbia y bebía de su coño con avaricia, como si fuera el último coño que se fuera a comer en su vida, no se si empeñada en que caida en el juego del amor era más pasional que nadie o no se muy bien por que.

Ambas mujeres terminaron revolcadas en el suelo, babeando sus respectivas vaginas hasta que comenzaron a gritar y gemir en un orgasmo más actuado que real en el caso de Simoneta mientras yo testiga muda contemplaba toda la escena. Sin saber como ni por qué dejé la estancia y comencé a bajar la enorme cuesta en silencio, apenas necesitaba andar dos kilómetros cuesta abajo para poder llegar a una cabina de teléfonos y llamar un taxi, apenas dejé cerrada la gruesa cancela de hierro de la casa la voz de Simoneta gritó desaforadamente desde el ventanal:

-!Zorra!.

Y nunca pude saber exactamente por qué ni el por qué de la escena, creo que simplemente era parte del mundo de Simoneta, tan artificial como inventado, si pretendía darme envidia con su nueva amante lo hizo, la chica era demasiado bella.

Zoraa