Prostituta por necesidad (3) - Mi lado oscuro.

Descubriendo mi lado oscuro.

Dicen que de jóvenes rameras nacen viejas beatas. Pero éste no es mi caso. Me convertí en puta por simple necesidad y he vivido todo (bueno, todo tal vez sea mucho) lo que una mujer puede vivir en la cama, encima de una mesa, de una silla o de un banco de un parque, apoyada en esquinas de muros, tumbada en la hierba, en rincones oscuros de portales, en privados de bares y discotecas, incluso en vagones de trenes. Pero no me arrepiento de nada.

He llegado a una edad en que puedo mirar atrás con perspectiva y ni se me pasa por la cabeza la idea del arrepentimiento. Como ya dije en el primer capítulo, crecí en un hogar frío, sin cariño y todo lo que tengo ahora se lo debo a mi cabeza y a mi cuerpo. A mi cabeza por haber sido capaz de estudiar, de conseguir una formación que me permitiera buscarme una vida cómoda. A mi cuerpo, un cuerpo lascivo, precozmente iniciado en el placer, por haberme podido permitir esos estudios, la comida durante los tiempos duros. Y conseguí salir de todo aquello con una buena formación que debo única y exclusivamente a la prostitución.

Y mi trabajo como prostituta me lo facilitó Daniela. Ella me dio la oportunidad, los contactos y los consejos para ejercer durante el tiempo en que me vi sin salida.

Sé que es habitual que una puta satisfaga de vez en cuando a su mentora, pero lo que no sé si es tan común es que la mentora pague como una clienta más. En aquellos tiempos yo solo había estado con alguna amiga de mi edad. Daniela me introdujo en el sexo con mujeres hechas, que sabían lo que buscaban y lo que necesitaban. Y sí, Daniela me hizo descubrir aspectos de mí que desconocía, un lado oscuro que con ella salió a la luz y que con el tiempo ha sido una parte importante de mis relaciones.

Aquel día Daniela me llamó, tenía algo especial que ofrecerme. Un mensajero me traería a casa un paquete con ropa. Debía de ponérmela e irla a buscar a la cafetería en la que nos habíamos visto por primera vez.

Media hora y oí el timbre. El paquete. Tenía curiosidad por ver qué me había enviado, recuerdo que en su casa tenía una habitación llena de todo tipo de disfraces, uniformes o como se quiera llamar a aquello. Una mini de cuero pequeñísima, un corsé que dejaba mis tetas fuera, medias y unos tacones imposibles, también una gabardina larga con cinturón. Una nota: “no te pongas ropa interior”.

Me vestí y me miré, me vi extraña. Mi aspecto siempre había sido juvenil, un poco aniñada incluso, cándida, esa había sido una de las razones de mi éxito entre mis clientes. Sin embargo con aquella ropa me veía rara, nada inocente, dura, incluso me veía mayor. Eso sí, mis piernas y culo resultaban sexys. Me puse la gabardina, la até, cogí mi bolso y salí.

Me poseía una mezcla de ansiedad y expectación por saber qué iba a ofrecerme. Estaba excitada y nerviosa a la vez. Había mucha gente por la calle. Sé que eran ilusiones mías pero parecía que todo el mundo me miraba, como si supieran de mí y de mi atuendo oculto.

Al girar en una esquina, de repente, se levantó una ráfaga de viento y los faldones del sobretodo se abrieron por un instante. En esa milésima de segundo observé a mi alrededor. Miré hacia atrás y hacia los lados. Dos señoras mayores que iban detrás de mí pusieron cara de sorpresa. En la acera de enfrente había un montón de gente pero solo un chaval de unos quince años pareció haberme visto. Volví a mirar hacia adelante. La señoras pasaron a mi lado.

Vaya, ya hay putas en el barrio, le comentó una a la otra.

Me temblaba todo el cuerpo. Unas viejas me estaban insultando en plena calle. Siguieron caminando. Todo el mundo siguió su curso pero yo estaba inmóvil. Me sentía fatal, como una puta callejera. Me sentía inferior. Las otras chicas que me cruzaba iban vestidas a la moda, hablando con sus amigas. Yo iba como una perra, casi desnuda, caminando al encuentro de una mujer que se ganaba la vida prostituyéndome a mí y a otras como yo. Puta, yo era una puta, en ese momento fui consciente de ello, de lo que es ser una de ellas y de lo que eso significa para los demás. La forma en la que me ganaba la vida se había mostrado ante mí sin tapujos ni disculpas. Intenté reponerme, hacía lo que hacía porque quería, era eso o volver a casa de mis padres. No había vuelta atrás, bueno, en realidad hacía ya un tiempo que no la había.

Por fin llegué al lugar de la cita. Esta vez el ambiente estaba muy animado pero localicé rápidamente a Daniela sentada sola en la misma mesa que la primera vez que la vi y bebiendo algo mientras hojeaba una revista.

Había cambiado desde aquel día y eso que solo habían pasado un par de semanas, o tal vez no hubiera cambiado y fuera yo la que la veía de otra manera, no lo sé. En su rostro se reflejaban algunos rasgos de madurez, pero se conservaba perfectamente, me pareció más guapa. Su pelo había cambiado, lucía un corte de pelo pixie con flequillo muy corto y juvenil, estaba muy femenina y extremadamente elegante. Elegante pero con un toque provocador. Su blusa estaba lo bastante entreabierta para que un espectador atento y con la perspectiva adecuada, como la mía, pudiera descubrir el perfil de un seno desnudo bajo la tela mediante la oportunidad de un gesto. No sé explicar por qué pero verla provocó en mí una especie de bienestar y tranquilidad casi inmediata.

¿Llego tarde? Estás maravillosa —le dije al acercarme a la mesa.

Daniela me hizo sitio y me senté junto a ella.

No, es buena hora. Y gracias —contestó dejando a un lado la revista.

Al sentarme la gabardina se abrió dejando al descubierto mis piernas apenas tapadas por una falda minúscula. Sus ojos se posaron sobre ellas. Intenté cubrirme, pero era un poco ridículo, la falda no se iba a alargar y los faldones de la gabardina no se iban a mantener en su posición. Mi cabeza era un hervidero de contradicciones, por un lado estaba el sentimiento de inferioridad surgido tras el comentario de las transeúntes, por otro mi vanidad, la idea de sentirme deseada por muchos, y esto fue lo que triunfó, así que decidí dejar actuar a mi narcisismo entregándome a la exhibición turbadora de mis muslos.

Daniela sonrió. Me cogió la mano y me la apretó afectuosamente. Sentí una sensación extraña al contacto con su piel, en mi memoria pervivía el recuerdo de las dos descubriendo las posibilidades de mi cuerpo y mente para el trabajo.

Su mano soltó la mía y se aferró sin impedimentos a una de mis rodillas. Sin embargo no perdió el tiempo y fue ascendiendo, con un movimiento lento, a lo largo del muslo, rebasando enseguida el final de la media. Cuando sus dedos tocaron mi piel desnuda, ésta reaccionó erizándose y mi mente intentó escapar de aquella situación, de aquel encantamiento que me mantenía allí sentada sin reaccionar. Pero, en parte porque no sabía exactamente qué quería hacer, en parte porque las manos de Daniela parecían ejercer una enorme fuerza invisible, mi excitación venció y mi pudor se rindió. Me dí cuenta de que hubiera sido muy sencillo y eficaz apretar las piernas una contra otra, pero ¿por qué?, este gesto me pareció tan inconveniente y cómico que no me atreví a hacerlo, al contrario, quería explorar, experimentar la situación, comprobar de lo que era capaz, por ello mis muslos se separaron aún más y la mano de Daniela subió hasta colocarse en mi entrepierna.

Pese a lo “arriesgado” de la situación no tuve miedo. En realidad, en aquel momento no era capaz de formular juicios, ni sobre el gesto de Daniela ni sobre mi propia conducta, solo me preguntaba cuál podía ser la continuación.

La mano de Daniela no se movía pero tampoco estaba inactiva. Por su simple peso ejercía una presión sobre el clítoris y durante bastante tiempo no ocurrió nada más.

Veo que te gustó lo que te envié, me dijo tras unos instantes.

En ese momento le conté lo que me había ocurrido en el trayecto hasta allí. Mientras me escuchaba, sus dedos recorrieron los pliegues de la ingle, luego bordearon mi vagina dibujando los lados del triángulo. Obligó a mis muslos a abrirse un poco más y estos se abrieron todo lo que fue posible sin llamar la atención. La mano tomó en su cuenco mi sexo ya caliente y mojado, acariciándolo como para apaciguarlo, sin prisas, con un movimiento que seguía los pliegues de los labios, introduciéndose entre ellos, primero ligeramente, para pasar al clítoris prominente y reposar finalmente en el pubis. Luego se hundieron más profundamente entre las mucosas húmedas, ralentizando su progresión, pareciendo dudar a medida que mi tensión aumentaba. Mordiéndome los labios para contener el sollozo que ascendía por mi garganta, jadeé por el deseo del espasmo al que Daniela parecía querer acercarme de continuo sin permitirme jamás alcanzarlo. Agité la cabeza, dejé escapar una serie de gemidos ahogados, de sonidos que parecían una plegaria.

Entonces su mano se inmovilizó. Abandonó su dominio y volvió a colocarse sobre la mía. La tomó y la dirigió posándola en una de sus piernas.

Volvió a sonreírme.

Entiendo perfectamente el éxito y admiración que has despertado entre tus clientes, me dijo.

Clientes. Otra vez alguien me llamaba, de una forma más o menos clara, puta, eso era lo que yo era. El hechizo se desvaneció y la realidad se impuso de nuevo. De todas formas, en mi cara apareció un gesto de “no te entiendo”.

No pongas esa cara, dijo, ¿qué es lo que te sorprende? Follas por dinero, dejas que hombres y mujeres liberen contigo sus fantasías sexuales por dinero, eres una puta, trabajas de puta y te ven como a una puta, es el punto de vista correcto.

Aquellas palabras soltadas así, de golpe, sin filtros, me aturdieron, me enfadaron. Me entraron ganas de abofetearla, levantarme e irme de allí. Pero después de contar hasta diez me dí cuenta de que la realidad era esa. Me quedé callada y pensativa.

Se mano acarició cariñosamente mi muslo y en sus labios apareció de nuevo una sonrisa. Tenía una sonrisa preciosa.

Será mejor que nos vayamos a otro sitio en el que podamos hablar tranquilas, me dijo.

¿Y qué es eso que tienes que ofrecerme?, le pregunté.

No es el sitio, vayamos a otro lado y te lo explicaré.

Nos pusimos en pie para irnos y pude ver que no solo era el pelo lo que se había acortado, la impecable falda sastre también había menguado unos centímetros.

Nos dirigimos a la salida bajo la atenta mirada de un cliente acodado en la barra. ¿Habría visto lo que había sucedido en la mesa? No me importó y le sonreí al pasar a su lado.

Cuando alcanzamos la calle empezó a llover torrencialmente. Permanecimos durante un rato refugiadas bajo el toldo del café, esperando a que cualquiera de las dos sugiriera algo.

Ya está bien de hacer el ridículo, dijo por fin Daniela, será mejor que nos vayamos donde podamos abrir una botella de vino y charlar tranquilas, tienes mucho que contarme.

¿Qué quieres que te cuente?

En muy un par de semanas te has convertido en la chica más deseada por mis clientes, están encantados contigo, tienes que decirme cómo lo has conseguido. Pero ahora vamos a mi refugio.

No, no se lo iba a decir, ¿qué le iba a contar, que hacía servicios especiales no facturados? Y había dicho “su refugio”, no su casa, aquella en la que habíamos tenido el primer encuentro.

¿Y lo que tienes que proponerme?

Paciencia.

Decidí seguir con ella y ver adónde me llevaba todo aquello, de todas formas no tenía otra cosa que hacer aquella tarde.

Caminamos algunas calles hasta llegar a una travesía poco iluminada y húmeda con varios locales, todos cerrados. Llegamos a uno con aspecto de garaje y Daniela dijo, aquí es, y abrió la puerta. Había escuchado mil viejas leyendas sobre aquel callejón, de muchos tipos, pero en lo que todas coincidían era en que allí habían estado algunas casas de putas para ricos.

Una vez dentro, Daniela dio a un interruptor y las luces se encendieron. Observé lo que nos rodeaba con curiosidad. Tenía un estilo sobrio, elegante. Nada de colores brillantes. Todo lo que podía ver era de tonos oscuros, cuya monotonía tan sólo era rota por algunos focos de luces rojizas que salpicaban el techo al azar. Curiosamente todo estaba limpio, inmaculado, estaba claro que aquello no estaba abandonado.

¿Este bar es tuyo?, le pregunté.

No es un bar, es un club privado y a veces organizo fiestas especiales aquí.

¿Especiales?

No dijo nada, sonrió, se detuvo frente a una pequeña mesa y me dijo que dejara allí la gabardina. Me la quité sin ser consciente de cómo iba vestida debajo, por eso me sorprendió la mirada de deseo de Daniela.

Estás preciosa, me dijo.

Ella también se quitó la gabardina y pese a la sobriedad de su blusa y su falda, la finura de la tela de la primera que transparentaba dejando adivinar sus pezones y la cortedad justa de la segunda le otorgaban un aspecto muy sexy.

Si algo te incomoda, dímelo, pero esta cita es mi cita, mi proposición, hoy pago yo tus servicios y todo está permitido. Cuando todo termine dejaremos de ser puta y clienta, tú volverás a ser mi empleada, me dijo con un gesto serio y un brillo desconocido en sus ojos.

La escuché en silencio notando cómo crecía la expectación dentro de mí.

Hoy vas a ser mi Ama y yo voy a ser tu esclava, me soltó con vos segura.

Aquello me sorprendió. Respiré con dificultad. No podía evitar sentir el sudor en mis manos. Pensé en mi vida como prostituta y me dí cuenta de que siempre aparecía alguien que se creía con el derecho de hacer conmigo lo que le diese la gana. Pero aquel momento iba a ser diferente, alguien me iba a pagar para que yo hiciese cualquier cosa que deseara, y no habría lugar, al día siguiente para arrepentimientos.

Daniela, sin más, se agachó frente a mí, me miró de arriba abajo, como si me escaneara, y cuando llegó a mis pies posó sus labios sobre ellos mientras acariciaba la suave superficie de la piel de mis zapatos.

¿Qué coño me pasaba? ¿Me había excitado solo por ese gesto?

No sabía qué hacer, tal vez huir, aquello era nuevo para mí. Pero no podía moverme, no era capaz de hacer que mi estúpido cerebro funcionase y me apoyé en la mesa jadeando y apretando las piernas para evitar que Daniela oyera cómo mi sexo latía por ella. Aquello ejercía sobre mí una atracción extraña, primitiva, única.

Daniela se incorporó y me miró, como si me diera tiempo para elegir entre quedarme o irme. Pero yo era incapaz de decidir, era incapaz de moverme, el deseo se había apoderado de cada poro de mi piel.

El tiempo parecía detenido. Entonces ella se acercó, pasó sus manos por mi cuello, elevó mi rostro hacia el suyo y su boca se hizo con la mía.

Me asusté, era muy turbador, ¿cómo era posible que un solo beso y una caricia en mi pie y mi zapato pudiera hacer aquello?

Mi lengua jugaba con la de ella, tímida, sin atreverse a devolver las húmedas caricias, aunque lo deseara. Sólo era capaz de jadear, de cerrar los ojos y de dejarme llevar.

Me senté en un sofá. Ella se acercó con cautela, despacio, como una pantera que no desea asustar a su presa, y se arrodilló frente a mí. Me miró suplicante y yo le devolví la mirada con la respiración agitada. Parecía una niña inocente a la que el diablo tentara y, además, disfrutara empujándola a pecar.

Tras una nueva mirada, acercó su nariz a mi tobillo y depositó un suave beso. Acarició mi pantorrilla y subió, con extrema delicadeza, las manos hacia mis muslos, deslizándolas sobre la suavidad de la media que las cubría.

Lamió mi rodilla y bajó hasta llegar de nuevo a mis pies a la vez que sus manos separaban mis piernas y contemplaban mi coño a placer en esa posición.

Mi aturdimiento inicial empezó a dejar paso al deseo, ella se entregaba a mí, yo era quien debería de llevar las riendas, no debía de defraudarla. Esto hizo que me despertara y que mi parálisis inicial despareciera.

Levanté un pié y puse el largo y afilado tacón de mi zapato a la altura de sus labios.

Demuéstrame que realmente quieres ser mi esclava, le dije.

Para mi sorpresa, y también para aumentar mi excitación, sus labios se abrieron y se cerraron en torno al tacón que desapareció por completo dentro de su boca. Empezó a mamarlo con la misma delicadeza y dedicación que yo tenía cuando me comía una polla. Aquello me llevó a no poder evitar que mi mano fuera hasta mi coño y empezar a masturbarme. En un momento dado, ella paró de chupar mi tacón y se detuvo a observar las evoluciones de mi mano.

Sin saber cómo ni por qué, aquello fue un punto de inflexión, me incorporé un poco y con mi otra mano abofeteé con fuerza su cara que me miraba embobada. Su sorpresa inicial se transformó rápidamente en una mirada que era una petición de perdón, su cara se postró en el suelo y de su garganta salió un susurro:

Lo siento mi Señora.

Mi Señora, aquello había sonado en mis oídos como la más deliciosa de las músicas. Una atractiva mujer madura estaba arrodillada a mis pies dispuesta a satisfacer mis peticiones. En alguna ocasión, en momentos de gran excitación, había fantaseado con algo así, pero solo habían sido eso, fantasías, oscuras fantasías. Pero en aquel momento la imaginación iba a dejar paso a la realidad.

¿Crees que en este sitio habrá algún rincón en el que podamos estar más cómodas?, le pregunté.

Sin duda, sígame. Se puso en pie y se dirigió a la parte de atrás del local.

Abrió una de las varias puertas que allí había, entró, dio una luz y volvió a salir. Se colocó en la puerta con la mirada baja (estaba preciosa) y me invitó a entrar.

Pasé al interior de la habitación y descubrí una mazmorra completamente equipada. Cepos de varios tipos, una cruz que después de aquel día supe que llaman de San Andrés, ganchos del techo con cadenas y grilletes, taburetes, un expositor en una pared con todo tipo de látigos y fustas y otro al lado con la mayor variedad que había visto en mi vida de dildos, arneses, pinzas y juguetes sexuales.

Mientras daba vueltas por la habitación examinando detenidamente todo aquel arsenal para el placer y el dolor me dí cuenta de un detalle, algo sutil, tal vez no llamativo para quien no me conociera, pero sí algo profundamente novedoso para mí. Mi forma de andar se había transformado. Mi paso era ahora, subida en aquellos tacones, seguro, desafiante, tal vez algo arrogante. Daniela, que disimuladamente me veía evolucionar entre todo aquello, creo que también se dio cuenta, una sonrisa de satisfacción se había apoderado de su gesto.

Ven, le dije desde el centro de la habitación.

La observé mientras se acercaba, su falda era mucho más corta y ajustada de lo que me había parecido en el bar y sus pezones se marcaban claramente bajo la fina tela blanca de su camisa.

Cuando llegó, tomé su mentón con una mano, le alcé el rostro y sin más preámbulo le dí una bofetada con la otra mano.

Mi esclava, ¿estás segura que eso que has dicho antes es realmente lo que deseas?, le dije

Sí, mi Señora.

La miré a los ojos. Le dí otra bofetada.

¿Segura?

Sí, mi Señora.

No había rastro de duda en ni en su mirada ni en su voz, tampoco de temor, al contrario, descubrí un brillo de deseo y de confianza que también me dio confianza a mí.

Levanta los brazos y pon las manos en tu nuca.

En aquella posición sus pechos se irguieron y sus duros pezones destacaron con claridad bajo la tela. Posé mis labios en los suyos, deseaba besarla y nuestras lenguas se enrollaron entre sí, nuestros labios húmedos se deseaban, se mojaban. Mientras tanto, con suavidad, una de mis manos acarició su durísimo pezón por encima de la tela de su camisa. Su reacción fue un fuerte estremecimiento de su cuerpo mientras su lengua pugnaba por entrar más profundamente en mi boca. Mis dedos entonces apretaron con dureza el trozo de carne que se erguía entre ellos y lo retorcieron con fuerza. Daniela dio un grito y se separó de mí retirando sus brazos de la posición en la que los tenía, tapándose el pezón castigado con ellos. Mi mano voló con rapidez cayendo sobre su mejilla en una fuerte bofetada.

¿Qué haces? ¿No has dicho que serías mi esclava? ¿Desde cuándo una esclava muestra disgusto sobre los deseos de su Ama?

Una segunda bofetada cayo sobre su otra mejilla. Sus ojos se humedecieron. En aquel momento creí que todo había acabado, que me había excedido y que mis servicios ya no eran requeridos.

Me equivoqué. Sin una palabra, sin un mal gesto y mientras una lágrima dejaba un surco húmedo en su rostro, sus brazos recuperaron su posición. No sé si fueron imaginaciones mías, pero me dio la sensación de que sus pezones destacaban aún más.

Comencé de nuevo a besarla, nuestras lenguas jugaban entre los labios de manera lasciva, empecé a lamer su cara, escupí en su boca y ella la abrió más queriendo no perder ni una gota de mi saliva. Mis manos empezaron a desabrochar su camisa y a tomar posesión con libertad de su piel. Mi lengua empezó a recorrer su cara, su boca, su cuello, y empezó a bajar a los pezones. Una vez atrapados entre mis labios, mis dientes hicieron su trabajo y los mordieron con fuerza. Esto provocó de nuevo un grito de dolor, pero esta vez no se apartó ni sus brazos abandonaron su posición.

Así me gusta, le dije mientras mi mano bajaba hasta su entrepierna.

Introduje la mano por debajo de su falda y busqué su coño, la muy cabrona llevaba bragas, eso sí, empapadas. Se las quité arrojándolas lejos y mis dedos, ya libres, jugaron con su humedad, recogiéndola para luego depositarla en sus labios.

Me alejé un poco de ella y me arrellané en una silla, mirándola.

La escasa y fina tela de su atuendo me permitía admirar una jugosa anatomía que exudaba toda la belleza de la madurez y la experiencia. La corta falda, ahora recogida sobre su cintura dejaba al descubierto unas piernas bien torneadas y embellecidas por las medias a medio muslo mientras que los botones abiertos de la blusa dejaban escaso espacio a la imaginación para admirar los senos al tiempo que los pezones se marcaban como altorrelieves. El pelo corto, negro, contrastaba con su tez clara en la que destacaban su ojos miel que poseían un brillo malicioso, un rictus a la vez dulce y duro que insinuaba un poso oscuro, excitante y libidinoso.

Decidí investigar todo el aparataje que contenía aquella habitación. Me molestó ver a Daniela seguir mis evoluciones con la mirada, así que cogí un grueso antifaz que encontré y se lo coloqué, de esta forma solo mis pasos me delatarían. Sin dejar de observarla decidí sentarme y esperar un tiempo. Ese tiempo de silencio, inacción e incertidumbre dejaría a Daniela madura, igual que una fruta dispuesta a ser arrancada del árbol.

Imagino que fueron los nervios los que resecaron su boca obligando a su lengua a humedecer los labios. Sentí una punzada de excitación en la entrepierna. Posé mi mano en uno de mis muslos y me acaricié disfrutando del calor que desprendía mi propia piel. La deslicé bajo mi falda siguiendo la curva interior del muslo hasta alcanzar la ingle, donde me detuve. Con la otra mano me acaricié uno de los senos que el corsé no tapaba. Busqué la prominencia del pezón y lo pellizqué imaginando el suave tacto de las manos de Daniela. Un delicioso escalofrió recorrió mi cuerpo y con un suspiro detuve las caricias. Había esperado lo suficiente y las dos estábamos, cada una en su papel, en condiciones de dar un paso más.

Ante el sonido de mi movimiento Daniela reaccionó poniendo su cuerpo en alerta, se le tensó irguiéndose de manera casi imperceptible. Aunque quisiera disimularlo, un estremecimiento recorrió su espalda, los pezones se le erizaron y en los labios de su coño se intensificó el brillo de la humedad. Di una vuelta en torno suyo, dejando que su piel pudiera detectar mi aliento y mi respiración.

Dirigí una de mis manos a su cuello dejando que solo la uña de mi dedo lo tocara iniciando esta un periplo por todo él. Ella levantó la barbilla. Entonces mi mano se aferró a su garganta y la empujé, trastabillando, hacia una mesa en la que la tumbé de espalda.

En aquella posición la obligué a abrirse de piernas y acaricié la piel de sus muslos ascendiendo hasta su coño. Paseé mis manos por la delicada piel. Posé una de ellas sobre su pubis y al llegar a la hendidura entre sus labios comencé a masturbarla. Jugué con ellos y con su clítoris a la vez que un dedo exploraba el interior del coño.

Aproximé mi rostro, inhalé los efluvios que desprendía, el olor de su sexo, y comencé a lamerla. Por sus gemidos pude ver que apreciaba la habilidad de mi lengua. Le devoré el coño con ansia, como si fuera a arrancárselo. Se lo chupé, lamí y mordí provocando en ella gemidos de placer y también de dolor. Estimulé su clítoris hasta llevarla al borde del clímax, pero me detuve un segundo antes de que se desbordara. Introduje entonces dos dedos en el interior de la palpitante gruta.

¡Sí, siga, no pare!, gimió.

Lo sabía. Eres una zorra, tú eres la auténtica puta, la más grande de entre todas tus chicas.

Me detuve, erguí mi cabeza, elevé la mano y sacudí una fuerte palmada contra el dilatado y empapado coño. Daniela gritó. Volví a golpearla. Dos, tres veces mi mano abierta azotó sin piedad su jugosa vulva.

¡Oh! ¡Basta, basta!

¿Basta? ¿No te gustan mis caricias? Hace dos segundos me pedías que no parara.

Lo siento mi Señora, no debí quejarme, soy suya para lo que desee, dijo reponiéndose.

Fui hasta el expositor y cogí una pequeña paleta y unas pinzas. Volví sobre Daniela y tras el ligero roce de mi lengua sobre sus duros pezones, las pinzas tomaron posesión de los mismos. El dolor hizo que sus piernas se cerraran. Mi mano acarició su vientre bajando lentamente hasta su coño. Esto hizo que sus piernas se relajaran y comenzaran a abrirse. Mi cabeza descendió para lamerla nuevo. Cuando mi lengua se hundió sus piernas se abrieron completamente. En ese momento la paleta descendió con fuerza. Sus piernas volvieron a intentar cerrarse, pero esta vez yo estaba en medio impidiéndolo. La paleta golpeó el interior de sus muslos, su coño. Entre golpe y golpe alguno de mis dedos se clavaba en la profundidad de su cuerpo. Las piernas abandonaron el movimiento instintivo y permanecieron abiertas.

Sí, sí te gustan, pero no lo sabías, le dije.

La sujeté con fuerza del pelo e hice que se levantara. La conduje al centro de la sala y le quité la camisa. Había unos grilletes colgando del techo. Los coloqué en sus muñecas y tiré de la cadena para obligarla a levantar los brazos.

Volví a acercarme a la vitrina de los juguetes y tomé un pequeño látigo (luego me enteré que los llaman bullwhip). No era muy largo, no me fiaba de mi pericia y uno corto era más fácil de manejar. Lo hice restallar un par de veces en el aire. Daniela se empezó a agitar, tal vez no había contado con aquello. De todas formas yo estaba ya lanzada, quería explorar esa faceta mía.

Me acerqué y le quité el antifaz. Tras unos segundos para volver acostumbrarse a la luz, que de todas formas no era muy fuerte, sus ojos se fijaron en lo que mis manos sostenían.

Nunca nadie me ha golpeado con algo así, susurró.

A mí no me pagas para que te haga lo que otros ya te han hecho. Soy cara, eso ya lo sabes, y por eso no voy a hacerte lo que los demás. En mi tarifa está incluido llevarte al límite, que descubras de lo que eres capaz.

No dijo nada aunque sus ojos no podían apartarse del trozo de cuero que colgaba aún inerte e inofensivo de mis dedos. Ese silencio me animó a seguir adelante.

Sabía que no podría resistir el gritar y yo no estaba dispuesta a que sus gritos pudieran llamar la atención de alguien, así que cogí una mordaza de bola y se la coloqué firmemente. Retiré las pinzas de sus pezones. El regreso repentino de la sangre a ellos le provocó una fuerte punzada de dolor que hizo que se encogiera y gimiera.

No hice caso de sus lamentos y me coloqué a un lado. Daniela sabía lo que iba a pasar a continuación así que cubrió como pudo su rostro con sus tirantes brazos. El primer latigazo cayó sobre su espalda y eso hizo que todo su cuerpo se agitará a la vez que un queja ahogada salía de su garganta. Lancé otro que obtuvo la misma reacción. Un tercero con idéntico resultado. Me detuve para ver las marcas. Resultó que yo tenía más pericia de la que había creído, los tres latigazos habían caído juntos y en el sitio que había previsto. Había superado el primer test, así que me cambié de lado, me preparé e hice volar mi mano. El cuero del látigo emitió un chasquido cuando impactó con fuerza sobre los pechos de Daniela. Tenía que haber sido mucho más doloroso que los anteriores, sin embargo su agitación fue menor. Un segundo azote provocó que sus piernas se afianzaran y su cuerpo se tensara desafiante. Pero no sé si era exactamente un desafío ya que podía interpretar ese gesto como un “dame, soy capaz de aguantarlo” o un “mi cuerpo es tuyo, haz lo que desees”.

La observé atentamente. Su entrepierna y sus muslos brillaban. Me acerqué y comprobé con mis manos la causa del brillo, estaba completamente empapada. Dolor y placer habían llegado a ser una misma cosa. No pude evitarlo y mi mano tomó posesión una vez más de su coño. Comencé a masturbarla, sus brazos se separaron y su rostro apareció tras ellos con varias lágrimas deslizándose por sus mejillas, pero sus ojos no pedían piedad, más bien mostraban gratitud mientras sus caderas empezaron a moverse buscando que la penetración de mis dedos fuera más profunda. No paré y en pocos segundos su cuerpo empezó a agitarse de nuevo, con fuerza, de manera imparable y de su garganta empezaros a salir fuertes gemidos guturales. Esta vez no era el dolor sino un profundo orgasmo el que había generado su reacción. Mi mano no se detuvo hasta que sus convulsiones lo hicieron.

Solté la mordaza y a continuación los grilletes y Daniela cayó al suelo. Quedó acurrucada, encogida, ensimismada, concentrada en sus pensamientos asimilando el placer y el dolor que había recibido.

Mientras, yo seguía examinado el equipamiento que se ponía a mi disposición. Acabé fijándome en un arnés al que estaba sujeta una polla de plástico de apreciable tamaño. Me lo puse y me miré a uno de los espejos que había. Me vi poderosa.

Me acerqué a Daniela, ella levantó la cabeza y miró mi nuevo apéndice.

¿Sorprendida?, le pregunté.

Yo no…, balbuceó.

Lo entiendo, tú obtienes placer comiendo coños, pero admite que te gusta. ¿Quieres tocarla?

Daniela siguió admirando aquel miembro que se erguía en mi cintura como hipnotizada, sin acertar a articular palabra alguna.

Cógela, le dije en un tono ya nada amable.

Alargó la mano y sujetó la verga. Notó el familiar tacto de la silicona que recubría el fuste.

Y ahora, acaríciala como si tuvieras la necesidad de ponerla dura.

Comenzó a masajearla deslizando sus manos arriba y abajo de aquel duro miembro de plástico.

Ahora, ordené, quiero que te la comas.

Daniela dudó. Miró la polla, la aproximó a su boca, pero no llegó a introducírsela.

He dicho que me la comas, puta.

La agarré por la nuca y atraje su cabeza hacia el miembro, empujando éste contra los labios cerrados.

Daniela obedeció al fin: abrió la boca y le introduje aquella barra henchida de un golpe, sin miramientos. El glande se incrustó contra sus amígdalas provocándole una arcada.

Venga, zorra, seguro que sabes hacerlo mejor.

Me obedeció, intentó chuparla, pero no era nada fácil con aquel volumen que la ahogaba. Formando un anillo con los labios subió y bajó, recorriendo toda la superficie del miembro, desde el frenillo hasta la base. El capullo se clavaba en su garganta hasta casi hacerle vomitar. Cuando intentaba sacársela de la boca para respirar yo volvía a introducírsela por completo.

No te he dado permiso para que pares, puta. Sigue chupándomela hasta que yo te diga.

Daniela aplicó toda la habilidad de la que era capaz con su lengua, lamiendo cada protuberancia con aspecto de vena, cada pliegue del prepucio. Con la punta recorrió el frenillo y el glande.

Eso es. Ahora sí me gusta lo que estás haciendo. Continúa. Está claro que pese a tus gustos, te has comido más de una polla.

Procuró satisfacerme al máximo, sin ahogarse en el intento. Empujé su cabeza hasta que se tragó aquello al completo, apretándole los labios contra la base del miembro. Con mi otra mano le oprimí la nariz impidiendo así que pudiera respirar. Cabeceó intentando liberarse de mí pero lo evité sujetándola con fuerza. Sentí un extraño placer viéndola enrojecer y emitir sonidos guturales desde la taponada garganta. Finalmente le liberé la nariz y extraje la verga.

Ella cayó al suelo derrengada, convulsionada por las arcadas, tosiendo por la falta de aire.

Me situé ante ella, erguida y desafiante. Me miró jadeante. Levanté una de mis piernas y posé el pie sobre uno de sus pechos pisando su pezón a la vez que el agudo tacón se clavaba en la tierna carne del seno. El dolor la hizo gritar.

Cállate, le dije.

Cogiéndola del pelo la hice levantarse y apoyarse sobre la mesa ofreciéndome una maravillosa vista de su culo y de su goteante coño. Me coloqué justo detrás haciendo que separara bien las piernas.

¿Quieres que te la meta?, le pregunté

Sí, respondió casi en un susurro.

No te oigo, zorra. Más fuerte. ¿Quieres que te la meta?

¡Sí, sí! Métamela. Fólleme.

Coloqué la polla delante de su cueva y de un simple empujón de mi cadera la verga se enterró completamente en aquella lubricada vagina.

Empecé a embestir con fuerza clavándosela en lo más profundo de las entrañas mientras mis manos y mis uñas se aferraban y clavaban en sus caderas.

Daniela solo gemía.

También te gustan las pollas, ¿verdad?

Sí, contestó entrecortadamente mientras su cuerpo se movía al ritmo de mis embestidas

¿Te gusta que te folle?

¡Si, no pare! ¡Siga follándome!

¿Quién es la puta?, la interrogué.

Yo mi Señora, contestó, yo soy la puta, su esclava.

Triunfante, poderosa, redoblé la fuerza de la follada. Una de mis manos fue hacia sus nalgas, las separó, se introdujo entre ellas y buscó la entrada de su culo. Un poco de saliva y su esfínter cedió con facilidad acogiendo en su interior mi dedo. Aquello la estremeció, su espalda se arqueó y un grito que arrancó en lo más profundo de sus entrañas acompañó a su orgasmo. Su coño se convirtió en un géiser cuyo chorro salpicó mis piernas.

Aún recorrían su cuerpo los últimos estertores cuando saqué el dildo de su cueva y lo apoyé en la entrada de su culo.

Nunca me la han metido por ahí, dijo asustada cuando sintió el contacto.

Ya te dije que me pagas para descubrir tus límites, no para alimentar tus rutinas, le dije mientras presionaba.

Ayudada por la enorme lubricación de su coño y su corrida que impregnaban la polla de plástico, la verga se deslizó suavemente y sin resistencia hasta desaparecer por completo en su interior.

Empecé a bombear, primero despacio, lentamente, dejando que su culo se acostumbrara. Poco a poco la velocidad a la que aquello entraba y salía fue aumentando. Apoyé mi pecho en su espalda a la vez que mis manos la sujetaban por sus hombros. La mesa chirriaba bajo los embates y nuestros cuerpos se empaparon de sudor mientras la polla, golosa, entraba y salía del orificio como el émbolo de un mecanismo de carne y sangre, alimentado por una energía vital. Las embestidas fueron acompañadas de las caricias que con una mano alcanzaba a hacer a su clítoris. Otra vez comenzó a tener fuertes convulsiones y un nuevo y profundo orgasmo agitó su cansado y dolorido cuerpo. Permanecí en aquella posición con la verga metida y abrazada desde atrás a su cintura hasta que sus espasmos cesaron. En ese momento la saqué suavemente y su cuerpo se deslizó hasta el suelo, inerme, como un saco a la vez que yo me soltaba el arnés y me dejaba caer en un sofá.

Tras un tiempo, entre un segundo y la eternidad, Daniela comenzó a moverse, me buscó y medio arrastrándose, vino a colocarse a mis pies.

Me miró, su rostro estaba anegado de lágrimas pero éstas brillaban sobre una sonrisa. Me incorporé un poco, me incliné hacia ella y lamí las lágrimas saladas. Busqué sus labios y nuestras bocas abiertas se fusionaron en un beso prolongado mientras nuestras manos vagaban por la piel de la otra. La incorporé y la hice tumbarse en el sofá mientras yo me situaba tumbada también a su espalda. La abracé.

Fue curioso. Ella era la mujer madura, experimentada y segura de sí misma. Yo era, o más bien debería de ser, la chica joven e inexperta. Sin embargo allí los roles estaban cambiados. Ella buscaba refugio entre mis brazos y era yo la que le daba seguridad y protección.

Estuvimos abrazadas no sé cuánto tiempo, sin movernos. Bueno, no, durante ese tiempo mis manos no dejaron de acariciar con mimo las marcas que con el látigo había dejado en su espalda y en sus pechos.

Eres buena, me dijo al fin en un susurro apenas audible.

¿Qué?, le contesté.

Que eres buena, los comentarios sobre ti tenían razón.

Bueno, dicen que la necesidad hace milagros, y yo estoy muy necesitada.

No, no me refiero solo a la faceta de mujer de alquiler, serías una buena Ama si lo desearas, eres dura, el dolor de mi cuerpo lo atestigua, pero también eres dulce, sabes cuándo detener el látigo y sustituirlo por una caricia.

Creo que me ruboricé y no supe qué responder. Estuvimos otro buen rato en silencio sin aflojar en ningún momento el abrazo que nos unía.

Al fin ella tomó la iniciativa y se levantó.

Debemos vestirnos, empieza a hacer frío, dijo.

Bueno, la verdad es que no hemos traído mucha ropa de abrigo, repliqué.

Nos reímos.

Me vestí y acomodé la ropa lo mejor que pude y ante el espejo retoqué mi maquillaje y mi peinado. Ella se acercó y me tendió un sobre. Abrí y miré su interior. La tarifa estaba correcta. Me dispuse a irme.

Espera, toma, me dijo extendiendo otro sobre.

El doble sobre empezaba a ser una constante en mis servicios.

¿Y esto?, le pregunté.

El primer sobre contiene la tarifa estándar, esa que se paga para que hagas lo que otras también pueden hacer, pero me dijiste que yo no te pagaba para eso. Este otro sobre es por haberme llevado a mi límite, por haberme hecho descubrir cosas de mí que desconocía, por haberme descubierto de qué soy capaz cuando me entrego a alguien.

Cogí el segundo sobre, miré en su interior mientras ella sonreía (sí, lo he dicho ya, pero tenía una sonrisa preciosa) y he de reconocer mis servicios ya habrían sido caros costando solo la mitad de lo allí había. Me acerqué, puse mi mano en su mejilla y mis labios volvieron a posarse sobre los suyos y mi lengua a buscar la suya. Pero esa vez no hubo en el beso carga sexual ninguna, solo cariño y gratitud.

Salí de aquel sitio. Ya estaba anocheciendo y había dejado de llover, El aire era fresco pero la humedad del ambiente se pegaba a mi piel. Una pequeña ráfaga de aire, mi gabardina se abrió y a mi mente acudieron los recuerdos de cómo había empezado mi día y de todo lo que después de aquella otra ráfaga había sucedido.

Dejé escapar un suspiro profundo y, sin ser consciente, me llevé la mano a los labios. Seguían calientes, con el sabor de Daniela pegado a ellos y no pude evitar que mis piernas se apretasen.

Había sido algo extraño y a la vez fantástico. Liberador. Ahora tendría un recuerdo de un momento en el que yo había tenido el control. Al día siguiente volvería a mi vida rutinaria en la que cualquiera, con el dinero suficiente, me diría qué debía de hacer y cómo. Pero en aquel preciso instante la dicha inflaba mi pecho. Caminé segura, con aquellos pasos afirmaba una nueva faceta de mí y que ya sería una parte importante de mis relaciones, esa en la que sería yo quien pidiera y exigiera, esa que no dejaría que nadie me diera órdenes.