Prostituta adolescente
Esperándome en la oscuridad de aquel callejón.
Al igual que las horas, se me fueron las cuadras. De repente ya no supe donde estaba. Por las fachadas mal pintadas de las casas, los indigentes en las bancas y las bandas en las esquinas, me di cuenta de que estaba muy lejos de mi casa, pero no habría podido decir exactamente qué tanto y tampoco me importaba.
Jamás había visitado esa parte de la ciudad y, para los que en ella vivían, mi presencia, a juzgar por la forma en que todos me miraban, no era grata. Tal vez, mientras yo caminaba vestido con mi traje de diseñador, por sus cabezas pasó la idea de asaltarme o incluso matarme, pero eso poco o nada me importaba. Mi mente estaba en otras cosas, unas que me lastimaban con mayor facilidad y profundidad que una navaja, que una bala, de esas que seguramente cargaban en sus armas algunos de los que seguían mis pasos con la vista.
Pensaba en las últimas palabras que de Lidia había escuchado
"¿EN VERDAD CREÍSTE QUE TE AMABA? ¿EN VERDAD CREÍSTE QUE ALGO ADEMÁS DEL DINERO ME IMPORTABA DE TI? POBRE ILUSO. YO JAMÁS ME ENAMORARÍA DE UN IDIOTA COMO TÚ, DE UN ESTÚPIDO QUE NI SIQUIERA SABE COMO HACER GOZAR A UNA MUJER. SIEMPRE HAS SIDO UN PENDEJO Y SIEMPRE LO SERÁS".
y, conforme en mi cerebro sus gritos e insultos resonaban, el morir en manos de aquellos jovencitos de prendas holgadas y gorras hacia atrás comenzó a parecerme una buena opción. El que mi corazón fuera atravesado con el frío de un cuchillo empezó a parecerme, más que una amenaza, un escape, a ese torbellino de insoportables y asfixiantes sentimientos que dentro de mí se agitaba, a ese no saber que haría de mi vida sin ella, a ese sólo podría continuar si la tuviera.
E imaginando una forma de provocar a aquellos muchachos para hacer realidad tan dulces pensamientos estaba, cuando su aguda y suave voz me sacó de mi ensimismamiento con una bofetada de humo de cigarrillo. "¿A dónde tan triste, guapo?", me preguntó y giré mi cabeza, me preguntó y quedé prendado a ella, a su belleza infantil oculta bajo aquel grotesco maquillaje y aquellas sombras de aquel poco aluzado callejón.
"¿A dónde tan triste, guapo?", volvió a preguntarme entre olor a tabaco y yo no supe que contestarle. No se si fue porque notó el impacto que causó en mí o porque eso hacía siempre, pero me llamó haciendo un ademán con su mano izquierda, esa en la que no cargaba aquel cigarro que fumaba para aparentar ser más grande. Me llamó y me acerqué como si ya fuera su esclavo. Me llamó y me olvidé, al menos por un instante, de todo lo que no fueran sus labios azulados.
Ya a unos cuantos pasos, pude verla entera y a más detalle.
Sus ojos negros, rodeados de negras sombras y envueltos en largas pestañas con negro rimel. Su nariz pequeña al igual que su boca, esa con el labial azul marino encima y el cigarrillo entre los labios, entre sus húmedos y tiernos labios. Sus orejas menuditas y lugar de decenas de negros aretes. Su cabello también negro, sujetado a su nuca con una de esas cosas llamadas mariposas.
Que cara de niña. Que cara tan bonita y diciéndome piérdete conmigo, piérdete en mí, en mi boca, en mi lengua, en mi garganta.
Sus brazos, como toda ella, delgados, con una rosa negra decorándole el derecho. Su cintura, estrecha, cinturón de una atrevida perforación en forma de pene en su ombligo. Sus piernas, apenas cubiertas por una muy corta falda a la que poco le faltaba para mostrar hasta su alma, largas, tal vez demasiado y aparte sobre unos tacones, de plataforma y, para no desentonar, negros, al igual que la pintura de sus uñas, tanto de manos como de pies. Y sus senos, pequeños, redondos, firmes y uno de ellos fuera de su pequeña y ajustada blusa, mostrando su erecto pezón de color marrón y argolla de plata de lado a lado.
Que cuerpo de niña jugando a ser mujer. Que cuerpo de tómame y pregunta después cuánto fue. Que cuerpo de piérdete conmigo, entre mis curvas, entre mis pechos, entre mis piernas, en mi interior.
"¿Qué esperas? Ven aquí", me ordenó levantando su falda y enseñando su sexo, falto de vello no por su mano, sino por su edad. "¿Qué esperas? Ven aquí", insistió ya con un par de sus dedos dentro y no me hice más del rogar. Me arrodillé como si fuera ella mi reina y lo era. Me arrodillé y hundí mi lengua entre sus labios, aquellos que no eran azules, aquellos que sabían salados, a semen, a semen y de otro hombre.
Recordé más de aquellas palabras que Lidia me dijo antes de marcharse
"JAVIER Y YO SOMOS AMANTES DESDE ANTES DE QUE TE HICIERAS LA PRIMERA PAJA. ÉL SÍ ES UN HOMBRE, ÉL SÍ ME HACE SENTIR, ÉL SÍ ME HACE GEMIR, ÉL SÍ ME HACE VIBRAR, ÉL SÍ ME HACE GRITAR. CON ÉL NO TENGO QUE FINGIR NI UN ORGASMO, ÉL ME LOS REGALA A PUÑOS PORQUE SÍ ES UN HOMBRE, NO UN PENDEJO COMO TÚ."
y, conforme apuñalaban mi orgullo, mi hombría, mis dientes comenzaron a cerrarse con más fuerza y más rabia sobre aquellos tiernos pliegues. Aquella jovencita no era la mujer que conmigo se había casado por dinero, pero era la que tenía cerca, sobre la que podía descargar mi ira, mi frustración, mis ganas. Arranqué un trozo de su carne y me lavé mi amargura con su sangre. Ella gritó y, de un puntapié, apartó mis labios de los suyos.
Me tiró al suelo y caminó hacia mí, con la herida abierta y escurriendo por su pierna, con aquel hermoso y pequeño seno de pezón erecto, color marrón y argolla de plata balanceándose con su caminar.
Me tiró al suelo y ella se tiró encima de mí. Me besó con pasión desenfrenada, como si quisiera robarme el aire, como si quisiera pasarme todo su labial azul. Me besó y me mordió como una perra, como yo segundos antes. Me besó y me partió el labio, saciando en parte sus ganas con mi sangre. Me besó, bajó el cierre de mis pantalones, sacó mi hinchada y enhiesta verga y se la tragó entera, cubriéndola con nuestros fluidos, el suyo blanco y baboso, el mío rojo y espeso.
Que boca de niña con tanta experiencia. Que lengua de corrientes eléctricas y gemidos escandalosos. Que garganta de calor por todo el cuerpo y ahí viene la venida si no la apartas.
De un empujón la devolví al piso y se arrastró como serpiente, sonriéndome, abriéndome las piernas, ofreciéndole su sexo lampiño y sangrante a mi miembro duro y palpitante.
La seguí arrastrándome también, como hacía siempre que estaba detrás de una mujer, como el animal y el estúpido que era. "Alcánzame", me retaba y me sentía más caliente. "Penétrame", me pedía y mi polla daba un salto. "Cógeme", me rogaba y yo ya estaba entre sus muslos y ella entre mis brazos. Sus ojos, negros y rodeados de negras sombras, clavados en los míos, claros y con rastro de lágrimas. Sus labios, esos cubiertos por el azul labial, bebiendo de la herida del mío y los otros, esos que se le ofrecían, abiertos de par en par, a mi ansioso pene, recibiéndome, dejándome entrar, haciéndome sentir entre nubes y a punto de estallar.
Que cueva de adolescente viviendo de prisa. Que cueva estrecha y de una calidez que gritaba "muévete sin piedad". Que cueva ajustándome a la perfección y estrangulando a mi verga para vaciarla de toda esencia, para inundarla de una intensa y satisfactoria sensación.
De sus adentros como un loco salía y volvía a entrar, cuando la voz de Lidia volvió a sonar
"¿DE QUÉ TE SIRVE TENERLA TAN GRANDE, SI NO SABES MOVERLA? ¿DE QUÉ TE SIRVE LLENARME, SI NO DURAS MÁS DE CINCO SEGUNDOS? ERES HOMBRE PORQUE ASÍ NACISTE, PERO ARRIBA DE LA CAMA NO SIRVES DE NADA. ERES HOMBRE PORQUE TIENES PENE, PERO NO ME PROVOCAS MÁS QUE CARCAJADAS."
y me impulsó a hacer un esfuerzo mayor, uno para el torrente que viajaba por mis venas poder detener, uno para ese trozo de carne saber mover, uno para a mi linda niña poder complacer.
Y esas frases atacando a mi ego, esas palabras como espinas en mi dignidad, me convirtieron en el mejor amante y a aquella muchachita de negros ojos y negro maquillaje hice gozar. La penetré sin descanso, sin dejar de besar sus labios color azul, sin dejar de darle de beber mi sangre y tirados en aquel callejón sin luz. Mis manos jalaron de esos pezones de tono marrón y argolla de plata, las suyas hurgaron entre mis peludas nalgas, mi miembro enfurecido e hinchado cepilló su sexo y ella se corrió con un fuerte alarido y arqueando la espalda.
Que espasmos de niña gozando como mujer. Que contracciones diciéndome explota junto conmigo, entre mis labios, entre mis piernas, en mi interior.
Y obedeciendo a sus juveniles y expertos músculos, me derramé dentro de ella hasta la última gota, hasta el último aliento, hasta el último gemido. Me desplomé sobre su frágil, delgado y semidesnudo cuerpo y ella me regaló un último y húmedo beso.
Me salí de sus estrechos y cálidos adentros, guardé mi flácido y babeante instrumento, saqué de mi bolsillo la cartera y le pregunté cuanto era. Sus ojos negros se tornaron rojos de enojo y me contestó con un fuerte puñetazo en la nariz que no era nada, que no la insultara, que ella no era una puta, que ella el sexo no lo cobraba. Se alejó caminando de manera apresurada y ya a lo lejos me gritó "pendejo". Fue la segunda vez que me lo dijeron en la noche, pero, a diferencia de la primera, no me importó, no me lastimó. Ya sin las palabras de Lidia retumbando en mi cabeza y en dirección contraria a aquella jovencita de quien nunca supe su nombre, también me fui de aquel oscuro callejón, feliz y satisfecho porque todo, antes del puñetazo, había sido por gusto y no por dinero.