Propósito de una madre
No podéis imaginaros como me encontraba ante la prueba de embarazo a la que me estaba sometiendo
Ahí estaba; con la tira entre los dedos de mi mano, esperando el resultado de mi prueba de embarazo.
Me fui a comprarlo fuera de nuestro pueblo donde vivo, porque por nada del mundo lo adquiriría en la pequeña farmacia de nuestra localidad. Nadie sabía, ni debiera saber, si en verdad estaba embarazada. Pero el caso era que no me venía la regla. Y sí, estaba preocupada porque mi menstruación era bastante regular y sin ningún retraso. Podía ser que me empezase a llegar la menopausia, pero eso más bien sería un deseo que una realidad. Sabía que la mayoría de las mujeres pasan por este cambio entre los 45 y 55 años de edad. ¿Y qué años tenía yo en esos momentos? Todavía no había llegado ni a los 40. Me faltaban un par de meses. O sea, que de menopausia nada. Tampoco podía decir, sí estaba preñada, que era por obra y gracia del espíritu santo. Sabía muy bien quién había derramado su semen dentro de mi vagina. Pero no podía ser. Me negaba a admitir el ser verdad que me dejara preñada.
Bueno, ¿y por qué toda esa preocupación y desasosiego? Mejor será que antes os relate cómo he podido llegar a este estado de aturdimiento.
Mi nombre es lo de menos, pero saber que soy una mujer viuda desde hace doce años y que a partir de ese momento, mi vida en este pueblo agrícola en el que vivo, ha trascurrido sin recurrir a ser satisfecha por ningún hombre. Soy consciente de que me conservo bien y a más de alguno le he parecido lo suficiente atractiva para tirarme los tejos, o intentar algo más, pero mi interés andaba por otros derroteros.
¿Y en qué estaba inmersa? Pues simplemente en volcarme en mi hijo. Ese ser fruto de mi matrimonio con el hombre que quise y que por causa de un accidente, se fue de este mundo demasiado pronto. También debía entregarme por entero en administrar las tierras de cultivo que mi marido me dejó en herencia. De esta ocupación dependía, en gran medida, nuestra supervivencia.
Me case siendo muy joven y no había llegado ni a los diecinueve años cuando tuve el único hijo que ha llenado por completo esa vida que llevaba, casi monacal, pero aceptada con gusto. De igual manera, con ilusión y poniéndole muchas ganas, estaba al frente de esas tierras de labranza que absorbían, como digo, la mayor parte de mi tiempo. Eso sí, para nada descuidaba mi atención sobre mi hijo ni su educación. Quizás he fallado en no saber influirle lo suficiente para llegar a realizar unos estudios superiores, y es que a pesar de mi insistencia, él se ha negado. “Mi vida está contigo y nunca te dejará sola”. Esta era su salida cuando tocábamos el tema.
Bien, pues aquí tenemos a mi hijo un chicharrón de 21 años, hecho todo un hombre, el cual me hacía la más feliz de las madres. Desde muy pronta edad, prácticamente desde los 16 años, ha tomado parte en ayudarme a llevar las tierras, para en la actualidad, ser él quien lleva todo el peso de las mismas.
Todo esto está muy bien y hasta aquí la relación madre-hijo o hijo-madre, perfecta. Yo lo quería como a nadie en este mundo y en verdad me sentía muy querida por él. Pero este querer de madres, ha veces nos lleva más allá, al querer completar la felicidad de nuestro hijo con un buen matrimonio. Aunque no veía en él que estuviera por esta labor.
No conocía que tuviera algún idilio con chicas del pueblo y eso me extrañaba. Estaba de muy buen ver, y esto no era por verlo con ojos de madre, estaba convencida que si se decidía, no le faltaría quien se echase en sus brazos.
En esto no se parecía a su padre. Teniendo 21 años decidió buscar pareja ¿y en quien se fijó?, en la chica más solicitada del pueblo y, modestia aparte, esa era yo. Con mis 18 años todos los chicos del pueblo y otros que no lo eran, los tenía como moscas detrás de mí, pero mis ojos se prendaron de ese mozarrón que me echó el lazo. Y bien me fue con él. Lastima ese terrible accidente que se me lo llevó, pero bueno, también esto forma parte de la vida, pero eso sí, me dejó esta delicia de hombre que tengo por hijo.
Quizás me estoy enrollando demasiado y mejor será ir al quid de la cuestión. Como decía, no veía a mi hijo muy detrás de las mujeres y yo le echaba la culpa a su extremada dedicación a las tierras; así que tomé cartas en el asunto.
¿Y por dónde iban mis preferencias? Si alguna de las chicas conocidas quería para mi hijo, no era otra que la hija de una vecina. Su casa estaba a pocos metros de la mía y solíamos tener nuestra particular tertulia. Su chica era muy mona y podía hacer buena pareja con mi hijo y además me parecía que se le iban los ojos detrás de él.
Bueno, pues ahí nos tienes a las dos madres hablando de nuestros hijos y de lo magníficos que eran. “¿Y por qué siendo los dos así de estupendos no forman pareja?”. Pregunté a mi vecina. Su respuesta me dejó perpleja.
-Es que tu chico es un poco rarillo.
-¿Qué quieres decir con lo de rarillo? –volví a preguntarle, y esta vez mosqueada.
-No te lo tomes a mal, pero mi hija un día me comentó que a tu hijo no le van las mujeres.
-¿Quieres decirme con esto que le van los hombres?
No salía de mi asombro. Un hombre hecho y derecho como era mi hijo, era imposible. Esta apreciación era fruto de alguna que estuviera resentida por no ser aceptada por mi hijo y muy bien podía entrar en esto, su hija.
-Yo no he dicho que le fueran los hombres, pero si a la edad que tiene y además siendo un tío guapo, no se le ve con chica alguna, ya me dirás que le va.
Os podéis imaginar mi defensa a ultranza sobre mi vástago. Me puse como una leona a la que quieren arrebatar de la madriguera a uno de sus cachorros. Pero ahí quedo la cosa.
Para decir verdad, ahí no quedó. Sobre todo que se lo digan a mi mente; las vueltas y vueltas que le daba a este asunto. Esperaba con ansiedad el regreso a casa de mi hijo para hablar con él. A ver como me lo montaba para que de mi boca no saliese ese termino tan espantoso, con respeto al que lo fuera, de ser homosexual. ¿Y sí en verdad lo era? No podía ser. Un hombre como la copa un pino, como era mi hijo, estaba fuera de esas tendencias. Pero siempre hay quien dice que en esta vida, todo es posible. Esto no me consolaba nada y era mejor no mortificarme. Pronto sabría la verdad de este embrollo.
Algo raro notó mi hijo cuando llegó a casa y entró a la cocina para saludarme Y es que no era habitual el tener preparada la mesa con los platos, cubiertos y vasos para cenar. Normalmente, era una labor que asumía él así como recoger la mesa al término de la cena.
-¿Qué pasa hoy, tienes prisa en comenzar a cenar? –preguntó, risueño.
No le respondí. Prisa por cenar, ninguna. No tenía el cuerpo para ingerir alimentos. Lo único que me interesaba era verlo cuanto antes sentado frente a mí e intentar comenzar mi particular interrogatorio.
-Pues tendrás que esperar –siguió diciendo-, antes quiero darme una ducha para refrescarme. Hace un calor sofocante.
Tocaba esperar. Cuando lo tuve sentado frente a mí, no me dejó ser la primera en hablar. Primero, como era habitual en él, me explicó como le había ido la tarde y todavía se explayó en algún que otro comentario. Y siempre con esa expresión risueña que le hacía ser encantador y a veces dejarme sin saber que decirle. Se acercaba el final de la cena y yo con mis dudas de cómo iniciar mis preguntas, hasta que me decidí por esta:
-¿Qué te parece la hija de Cecilia?
-¿Qué me tiene que parecer?
-Quiero decir si te gusta como mujer.
-¿A qué viene eso?
-No es por nada, pero Cecilia y yo hemos hablado que los dos podíais hacer una bonita pareja.
-¡Hala, venga!, dejaros de emparejar a la gente y si tenéis ganas de perder el tiempo, hablar de otra cosa.
-Yo no quiero perder el tiempo en otra cosa, tú eres mi hijo y quiero lo mejor para ti.
-¿Y para ti, qué quieres? –me preguntó, dejándome sorprendida.
-¿Para mi…? ¿Qué voy a querer para mí?
-Por ejemplo, ¿no te apetecería tener un hombre que te haga vibrar de nuevo?
-Pero qué cosas dices. Yo ya he tenido uno y no necesito ninguno más. Tú eres el que tendrá la necesidad de una mujer.
-¿Y tú que eres…?
Me dejó pasmada. No supe qué contestarle. Hubo un breve silencio entre nosotros, hasta que mi hijo, con seriedad, lo rompió diciendo:
¡Hala, venga! Vete para la salita y pon la tele a ver que vemos hoy, mientras, yo recojo todo esto.
Me fui para la salita, claro que me fui, pero iba… Encima de no aclarar nada de lo que yo pretendía, a qué venía eso de: ¿y tú que eres? Bien le podía haber respondido: “claro que yo soy una mujer, pero soy tu madre”. Pensé que era mejor, de momento, dejar las cosas como estaban y ya retomaríamos este tema en otra ocasión.
Pero si yo me quedé perpleja, algo noté en mi hijo cuando vino a sentarse junto a mí en el sofá situado en frente del televisor. El verlo tan callado no era habitual en él y menos, no hacerse dueño del mando de la tele. Algo le tenía perturbado. ¿Tanto le había molestado el decirle que necesitaría una mujer?
Casi ni percibí que daban por la tele, ni que canal estaba sintonizado. Debía tener la mente agotada de tanto pensar y me quedé algo transpuesta. No debí estar mucho tiempo adormecida y, aunque no estaba segura, me dio la sensación que mi hijo, con una de sus manos, acariciaba mis pechos. Más bien pensé que lo estaba soñando. Un sueño algo fantasioso, pero el caso era que tenía un botón de la blusa, desabrochado. Tampoco debía darle mucha importancia. Esa noche hacía un calor agobiante y posiblemente yo misma me lo habría aflojado.
Bueno, era hora de irme a la cama y como todas las noches, me despedí de mi hijo con el beso acostumbrado y las buenas noches, pero no me digáis porqué, noté algo distinto de lo habitual en ese beso.
En la cama estaba, pero no podía conciliar el sueño. El haberme quedado adormecida en el salón quizás me había restado el poder quedarme dormida. Tampoco era de esas personas que se meten en la cama y en un santiamén se queda roque. Otra cosa era despertarme: hacen falta mil trompetas para abrir los ojos, siempre que no haya llegado mi hora habitual de levantarme. Si no, preguntárselo a mi hijo y os dirá lo difícil que le resulta despertarme fuera de mi hora acostumbrada. Eso sí, llegado mi momento, no pasa ni un minuto, en ponerme en pie.
Debía ser también el calor sofocante de esa noche el que me impedía dormir. Me sobraba hasta la sabana que tenía por encima porque por vestimenta, ya no podía tener menos. Salvo el corto camisón que cubría una mínima parte de mi cuerpo, se podía decir que prácticamente estaba desnuda. El caso que por una cosa u otra, no paraba de dar vueltas. Me inmovilicé al sentir moverse la manilla de la puerta. Con sumo cuidado alguien quería entrar en mi habitación y, ¿quién podía ser?; no era otro que mi hijo. En esa casa, aunque grande, no habitábamos nada más que los dos. Ver a otra persona, sería para gritar. Y sí, que era mi hijo. A pesar de la habitación estar a oscuras, tenía la ventana abierta y algo de luz penetraba por ella. La luna y las estrellas se encargaban de la luminosidad. Su silueta era clara, pero, ¿a qué venía? Posiblemente querría hablar conmigo, pero yo en esos momentos no estaba en condiciones de llevar bien una conversación; mejor, si quería decirme algo, dejarlo para el día siguiente. Pero entrar con ese sigilo. Sabía perfectamente que si estaba dormida no me despertaba ni aunque hubiera tirado la puerta abajo. El caso y no me digáis por qué, me hice la dormida. A partir de ese momento, solo deje en funcionamiento el sentido de la percepción. Claramente aprecié como, con sumo cuidado, mi hijo se extendió a lo largo de la cama colocándose a mi lado.
No era una cama pequeña y bien daba para estar alojados los dos sin apreturas. Así permaneció inmóvil durante un par de minutos. ¿Querría dormir junto a mí? Era algo que no ejercíamos desde hace tiempo. Había que remontarse a varios años. Tras la muerte de mi marido, me entró una tremenda depresión agravándose por la noche. Mi hijo, aunque solo tenía entonces nueve años, era consciente de mi malestar e intentaba no separase de mí a lo largo del día y sobre todo por la noche. Desde luego, me ayudó muchísimo para salir de ese trance.
Bien, si quería dormir junto a mí no le iba a quitar ese gusto. Pero después de esos minutos, se produjo un movimiento en su cuerpo y sus manos fueron a parar a mis pechos. ¿Querría dormir en esa postura? De dormir nada. Su mano se desplazaba suavemente sobre cada uno de mis senos, eso sí, el roce era por encima de mi camisón. No obstante, pronto pasó de él y sus caricias eran directas: su mano apretaba con suavidad y haciendo giros en cada una de mis mamas. Yo estaba que alucinaba. Lo tenía claro; los tocamientos que había sentido estando en el sofá, no habían sido un sueño. Sus caricias a mis pechos, había sido una realidad. ¡Pero bueno!, ¿qué hacer ante semejante atrevimiento? Y aquí vinieron mis dudas. ¿Este manoseo era propiciado para clarificar cual era su tendencia?, o ¿venía a cuento por su respuesta, y tú que eres?, cuando le dije que necesitaba una mujer…
Me encontraba completamente confundida, el caso que esas caricias me agradaban. Ni mi marido, que en paz descanse, me había tocado de esa manera tan delicada. Creo que mis pezones se iban erizando y prueba de ello, como sus dedos iban abarcándolos a medida que aumentaban de tamaño. Algo también aumentaba y no era otra cosa que el ritmo de mi respiración. Así como podía controlar seguir quedándome dormida, esa aceleración en mi respirar no podía dominar. Era evidente que mi hijo notase, si no alteración de mi respiración, aunque también, el hecho de que mis pechos oscilaran a otro ritmo. Era tal la excitación que me estaba entrando que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para que de mi boca no saliera algún sonido placentero. Esto ya me parecía fuera de lugar. No podía ser que gozase con las caricias de mi hijo. Ya sé que era una mujer, pero también era su madre y eso no estaba bien ¿Y que hacer? Lo fácil era poner freno a ese tocamiento. ¿Y cómo?: hacerle ver que me despertaba en ese momento. No se lo iba a creer. Él sabía que una vez dormida, era muy difícil despertarme a no ser que llegara mi hora. Mientras cavilaba con esos pensamientos, la mano de mi hijo se había retirado de mis pechos y se había aposentado en uno de mis muslos. No se quedó allí retenida, sino que con ese ritmo de suaves caricias, fue desplazándola hasta llegar a mi vulva. Claro, no había ningún impedimento para que sus dedos rozasen mi parte más intima, al no llevar bragas… ¡Eso sí que no! ¡Hasta aquí podíamos llegar! Estaba dispuesta, pensase lo que pensase, a poner fin a tamaño despropósito. En esas estaba, cuando retiró su mano de mi cuerpo y como una exhalación se levantó de la cama y se fue de mi habitación. Allí me dejo, con una alteración corporal desorbitada, y con la mente hecha un lío. Por supuesto que tardé horas en dormirme. Amaneció y, al dormir tan pocas horas, era normal que no me despertara a mi hora habitual. Mi hijo vino a despertarme. Precisaba que fuera con él a la oficina bancaria, habilitada en el pueblo. Debíamos firmar los dos unos papeles y cuanto antes lo solucionaríamos, antes se iría él a la ciudad para ultimar un asunto relacionado con nuestras tierras. Y como digo, no con solo abrir la puerta y llamarme, estando dormida, era suficiente para despertarme, hace falta algo más. En este caso fueron unas palmadas y unos golpes en mi hombro.
Mal día pasé. Eso no quitó el cumplir con todos mis quehaceres diarios. Eso sí, esperaba con ansiedad la charla que tendría con mi hijo a la hora de cenar. Ese día, estaría ocupado en esa ciudad cercana al pueblo y no vendría hasta la noche.
Llegó el atardecer y sentí abrir la puerta de entrada a la casa. Bien, ahí llegaba. Había tenido todo el día para pensar que le diría y de que forma. No pondría en colación su comportamiento en mi habitación la noche anterior, aunque si le diría que era verdad el yo ser una mujer, pero ante todo, SU MADRE. Esta palabra con mayúsculas, se la repetiría las veces que hiciera falta. Así era lo que me dictaba mi conciencia, pero… Y es que no podía olvidar ese sentir tan gozoso que experimenté, y que más bien tenía olvidado: no era otro que el placer de notar sus manos acariciando mi cuerpo. Esto último, era la mujer y no su madre la que razonaba, pero debía descartarlo.
Sí, ahí lo tenía, pero… Ese entrar tan eufórico de mi hijo en casa, verle tan exultante de alegría y poniendo en boca lo hecho durante el día, frenaron mis propósitos. Casi no me dejó hablar en toda la noche. Todo por lo que tenía que hacer en la ciudad, le salió a pedir de boca y por consiguiente si le había ido bien a él, nos había venido bien a los dos. Me contagió su alegría y por supuesto, adiós a todas esas inquietudes y desvelos generados durante el día. Y es que mi hijo era un sol.
Al terminar de cenar, como siempre, nos fuimos a la salita a ver la televisión. No estuvo mucho tiempo a mi lado. Dijo que estaba cansado de deambular por la ciudad de un sitio para otro y se iba a descansar. Me dio las buenas noches y no faltó el darme un beso. Y sí me percaté que era distinto a los habituales. Como el día anterior, era un beso diferente a los que acostumbraba. Más que recibirlo mi mejilla, plasmó ese beso en la comisura de mis labios. Pero a esto no debería darle mucha importancia. Siendo pequeño nos besábamos en la boca y no sé por qué dejamos de hacerlo.
Yo todavía me quedé un rato más viendo la tele. Después de comer me había echado una pequeña siesta y eso alivió las horas que estuve sin dormir la noche anterior. No había gran cosa en los diferentes canales y me centré en una película que parecía interesante. Por lo menos, la actriz era bastante conocida. Me sorprendió más que el argumento, un hecho. Se centraba en el romance de una pareja y hasta aquí nada de particular, pero había un detalle significativo: ella le pasaba a él 18 años. ¿Y que tenía de singular esa diferencia de edad…? Era la misma que nos separaba a mi hijo y a mí. ¡Hala! Vuelta a darle a la mollera. Aunque pronto desestimé esos pensamientos que me venían a la cabeza, porque eran impropios de una madre y punto. No me preguntéis como terminó la película, porque aparte de irme antes de finalizar, esta cabeza mía no rulaba bien. Me fui a mi habitación y una vez echada en la cama, la primera pregunta que pasó por mi revuelta mente, fue: “¿Tendré que estar preparada por si mi hijo viene de nuevo a ofrecerme sus caricias?” No vino. Por lo menos estando yo despierta y tardé tiempo en dormirme. ¿Lo deseaba? “¡Venga, mujer –me dije -, ya está bien de darle vueltas a lo mismo!”. Debía olvidar este hecho acaecido y desterrarlo de mi mente.
Sigo con mis inquietudes en una segunda y última parte.