Propiedad de mi hijo 3
El amo recibe la recompensa por haber ganado en el juego
Mi hijo, nuestro Amo y Señor, se acercó lentamente hacia donde nos encontrábamos inmovilizadas y, pasando la mano por mi grupa, me arreó un fuerte cachete en mi trasero, que recibí agradecida, sintiéndome feliz de ser su propiedad. A continuación se situó frente a su hermana, que hasta ese momento había permanecido aparentemente olvidada y ajena a cuanto sucedía en la sala pues continuaba con la bola de la mordaza en el interior de su boca y el antifaz impidiéndole ver nada de lo que había sucedido hasta el momento. Aunque por el brillante aspecto que presentaba su bien rasurada vulva en la inspección que le hizo su dueño, su mente y su cuerpo no habían permanecido indiferentes.
- ¡La muy zorra está mojada! Exclamó nuestro Amo mientras retiraba su mano del coño de Esther y comprobaba entre sus dedos la textura del flujo destilado.
Rápidamente, y sacando el látigo de su cintura, asestó tres latigazos entre los muslos abiertos de su esclava que, desprevenida, no pudo reaccionar al castigo sino contrayendo todos sus músculos. Por la intensidad de sus ahogados gritos y la posterior forma de jadear, debían haber sido especialmente dolorosos. A continuación se dirigió a uno de los cajones del gran armario y sacó una cadenita de la que colgaba una plomada. Seguidamente ajustó el gancho en el que terminaba el otro extremo en el anillo que traspasaba el clítoris de Esther y lo dejó caer sin más contemplaciones, haciéndolo oscilar como un péndulo. Mi hija, nuevamente sin ninguna referencia de lo que le preparaban, sintió como su sensible botón parecía querer salirse de su carnosa funda obligado por el peso de la bola de plomo. El dolor que debió sufrir se hizo evidente por los gemidos y resoplidos que luchaban por salir de la sellada boca de Esther.
Seguidamente volvió al armario del que descolgó dos enormes consoladores cilíndricos que tenían, en toda la superficie, infinidad de redondeados bultitos. Aplicó en ellos una crema lubricante y se dirigió con ellos hacia su inmovilizada propiedad. Sin mediar palabra colocó uno de los falos en su abertura anal y, haciéndolo girar sobre su eje, lo insertó de un golpe en el intestino de su esclava, que no pudo ahogar un nuevo gemido. El grueso cilindro se abrió paso sin dificultad entre las paredes del recto, favorecido, sin duda, por la sustancia con la que había sido impregnado. A continuación hizo lo mismo con el otro cilindro en el húmedo coño de su hermana. Cuando parecía que eso era todo, volvió al armario y, agarrando con una mano el taladro con el que su amante me había torturado anteriormente, cogió con la otra unas estrechas correas de cuero. Volvió a colocarse entre las piernas de Esther y acopló la broca al consolador insertado en su culo. Seguidamente ató el taladro con las correas y lo sujetó, mediante éstas suspendido, a las otras que separaban las piernas de su inmovilizada esclava. Ajustó las revoluciones del taladro a una velocidad lenta y presionó el gatillo hasta la posición en la que se mantiene apretado por sí solo. Dejando el aparato horadando el recto de su hermana de forma autónoma, el Amo fue a colocarse frente a su cara. Le quitó la mordaza y le ordenó:
- Y ahora, para que estés plenamente llena, haz que tu verdadero dueño y señor, al que debes veneración e inmensa gratitud, ocupe el agujero que tienes ahora libre. ¡Libéralo y recíbelo como se merece, zorra!.
Con la cara a la altura del pubis de su torturador, la esclava se entregó a la difícil tarea de, sin poder ver nada, soltar con la boca los corchetes que ocultaban a su adorado Dueño. La divina razón de su existencia, una vez liberado, se mostró, entonces, en su más altanera y majestuosa plenitud. Con un ligero balanceo que le propinó el Amo, que agarraba con las manos su inmovilizada cabeza, se lanzó a rodear con sus labios la rosada punta del enhiesto ariete y enguyó, de un golpe, el venerado pene. Fue entonces cuando, ya libre de la ansiedad que hasta el momento le había atenazado, se sintió plenamente orgullosa de servir a su Amo. Los estímulos, al instante, empezaron a saturar su mente. Se sentía en ese momento incapaz de asimilar la multitud de señales enviadas por sus sentidos y que su cerebro trataba de procesar e interpretar. La incómoda postura que las ataduras le obligaban a mantener; los múltiples puntitos de dolor creciente a los que era sometido su cuero cabelludo debido a la tensión ejercida en su pelo; el balanceo al que su cuerpo era sometido por estar colgada del techo; la contradictoria sensación de dolor y placer que el peso del plomo suspendido de su clítoris ejercía en su pendular movimiento y que las pinzas provocaban en sus estirados pezones; La tensión que producía en sus entrañas la delgada pared que separaba su recto de su vagina al notar, al mismo tiempo, los dos gruesos consoladores insertados en sus húmedos orificios; La irritación que el movimiento rotatorio del taladro acoplado a uno de ellos producía en su intestino y, por último, la venerada polla de su dueño, que le llenaba la garganta y le ahogaba por momentos, le estaban llevando a un estado de embriaguez sensorial tal que empezó a sentirse flotar fuera de su propio cuerpo. Sin embargo, un leve resquicio en el umbral de su consciencia le permitía mantener a duras penas su atención en la tranca que tenía alojada en su boca y que le follaba cada vez más violentamente la garganta. Incapaz de asimilar más estímulos, se abandonó, al fin, y en el preciso instante en el que su Amo le inundaba la boca de esperma, fue presa del más intenso y largo orgasmo que era capaz de recordar. Las oleadas de placer que recorrieron su cuerpo se unieron a las transmitidas por los espasmos del hinchado miembro de su dueño. Sólo el ruido del taladro que continuaba girando en el interior de su intestino fue capaz de acallar los gemidos de placer de Esther. Sólo cuando logró recobrar plenamente la presencia de ánimo y ser nuevamente consciente de la situación, pudo Esther entregarse a la grata tarea de asear y limpiar a su Dueño y Señor. Procedió, con toda la delicadeza de la que era capaz, fruto del inmenso respeto y devoción que le profesaba, a recorrer con la lengua todos y cada uno de los pliegues del glande y tallo del miembro que la había honrado alojándose en su garganta y que se había dignado a derramar en su interior su venerado elixir. Ese falo que la tenía totalmente subyugada y que la hacía, si cabe, sentirse más entregada a su Amo. Saboreó el rebosante esperma como si el mejor de los manjares se tratara y como un verdadero tesoro, lo tragó ávidamente con la mayor de las devociones. En ese momento se sintió plenamente dichosa e, íntimamente, renovó los votos de sumisión y esclavitud que le llevaron a entregarse en propiedad a su Amo, Dueño y Señor desde entonces, de todo su ser. Dos lagrimas de emoción consiguieron escapar, entonces, de la prisión del antifaz cayendo por sus mejillas.
En ese momento, y tras un último empujón, el Amo retiró su enorme polla de la boca de su esclava y con una ligera sonrisa de satisfacción dirigió la mirada hacia su bella amante que, cómodamente instalada en uno de los amplios sillones, había seguido atentamente la escena. Ella se encontraba en ese momento con las piernas abiertas y se acariciaba ligeramente el pubis con la fusta. Estaba claro que le había gustado lo que había visto.