Propiedad de mi hijo 2

La esclava y su hija son llevadas a la vivienda de la pareja del amo para un juego muy especial...

Cuando se detuvo la furgoneta de nuestro Amo, nos descargaron cuatro hombres mediante unas barras de metal a las que engancharon nuestras jaulas por medio de unos ganchos. De ese modo fuimos trasladadas sin ningún cuidado ni miramiento a un lugar en el que nos descargaron bruscamente. Debía ser un sótano porque pude notar cierta inclinación de la jaula y los mismos sonidos de pisadas que cuando se bajan escaleras. Tras sacarnos de las jaulas nos destrabaron y nos quitaron las capuchas y las mordazas. Sin tiempo para recuperar el aliento o dejar a la garganta descanso, sentimos nuevamente llenas las bocas, que fueron folladas brutalmente por las pollas de los porteadores. De ese modo fuimos obligadas a agradecer nuestro transporte. Una vez terminado el recibimiento, nos volvieron a sellar las bocas con unas mordazas de bola y nos taparon los ojos con un antifaz.

A continuación fuimos separadas. A mí me llevaron, tirando del collar y a cuatro patas, hasta un cepo fijado al suelo  en el que colocaron mi cuello y manos. Una vez cerrado me obligaba a permanecer con la cabeza, hombros y muñecas a apenas diez centímetros del suelo.  Por su parte, mis piernas fueron separadas y sujetas firmemente mediante las correas de mis muslos a unos pivotes situados a los lados, de tal modo que, una vez liberada de los gruesos falos que los llenaban,  ofrecía totalmente abiertos mi coño y mi ano a cualquier empleo que se les quisiera dar. Sentí movimiento frente a mí. Cuando me quitaron el antifaz descubrí que a mi hija la habían colgado al fondo de la sala. Uniendo las argollas de sus muñequeras y tobilleras por la espalda mediante un gancho, sumaron a éstas otra que ataba su larga cabellera obligándola a echar completamente la cabeza hacia atrás y de esta guisa la suspendieron del techo a, aproximadamente, un metro del suelo mediante una cadena que era accionada por una polea. Después le colocaron unas tiras de cuero que forzaban al máximo la abertura de sus piernas. Se encontraba, pues, inmovilizada y totalmente expuesta. Cuando la vi, la encontré radiante. Una hermosa hembra que ofrecía, orgullosa, todos sus encantos realzados por sus adornos y su inmovilidad. Abierta y dispuesta a ser usada por quien su Amo, auténtico dueño de su cuerpo y su voluntad, dispusiera.

En ese momento, bajaron por una escaleras de caracol situadas a un lateral de la sala, los que suponía eran los invitados a la fiesta. Primeramente bajó la amante de mi hijo y Amo. Una escultural africana de rizado pelo que vestía un hermoso y exiguo body de piel de cebra. Su diseño realzaba su figura en un bello contraste con el color de su propia piel. Unas cremalleras situadas estratégicamente permitían llevarlo puesto en cualquier situación. Unas altas botas hechas con el mismo material y que le llegaban a casi a las ingles con finos y altos tacones estilizaban sus ya de por sí largas piernas. Unos guantes hasta el codo y un bonito y sensual collar negro, completaban su indumentaria. Agarraba con la mano izquierda una fusta y con derecha una cadena con la que sujetaba a su esclavo. Este, aparte del collar con el que estaba unido a su Ama, llevaba solamente un cinturón al que estaba sujeta mediante unas cadenillas un minúscula bolsita de malla metálica en la que, presumiblemente, se alojaban los testículos y el miembro del esclavo. Con ello se lograba que una posible erección del pene aprisionase a los testículos, pues no era posible la dilatación de la bolsa de malla. Es de suponer que ese hecho provocaría tal dolor que haría aconsejable la no erección del miembro.

A continuación bajaron cuatro hombres. No pude distinguir si eran los mismos que nos transportaron hasta allí. Vestían de modo muy normal, aunque con prendas de cuero. Por último bajó mi Amo y Señor. Con un ajustado pantalón de cuero que tenía en la parte delantera una pieza con remaches a modo de bragueta y que permitía un rápido acceso a sus genitales. Calzaba botas de afilada punta metálica y  llevaba el torso desnudo. Solamente le colgaba de su fornido cuello una cadena con el símbolo de su poder: Un colgante en forma de fusta y las dos llaves de nuestros candados. Un pequeño látigo colgaba del cinturón que rodeaba su cintura.

La amante de mi dueño invitó a los hombres a sentarse en los cómodos sillones que se encontraban en un lado de la sala y a los que yo, prisionera en el cepo, daba la espalda. Cuando me sentí observada, no pude reprimir un leve movimiento de mi trasero. Mi estado de excitación iba en aumento y mis fluidos debieron manifestarse de forma evidente, pues el Ama Kaobah, que así se llama la amante de mi Señor, me asestó un fuerte fustazo en mi expuesto coño y gritó:

  • ¡Nadie ha dado permiso todavía para ofrecerse, zorra!.

A continuación, y soltando a su esclavo, le ordenó que sirviese a los invitados las bebidas que desearan. Se dirigió a mi Amo y tras darle un sensual beso en la boca, habló diciendo:

  • Hoy he organizado una bonita fiesta. querido. He preparado una sesión en la que nos divertiremos de verdad. Las esclavas, como podéis ver, están preparadas. Haremos que disfruten de la velada como no se merecen.-dijo mientras se paseaba por la sala, entre mi hija y yo recorriendo nuestros cuerpos con la fusta- Para empezar, propongo un juego de habilidad y puntería. Esta cerda -se refería a mí- nos servirá de blanco.

Mientras así hablaba, se dirigió a un armario y, sacándolo de su lugar, mostró un rifle de aire comprimido al que se le había modificado la bocacha. Esta presentaba un accesorio en el que se podían colocar pelotas de goma. Además un carrete de hilo, adosado a un lateral del arma, permitía recoger la bola a la que estaba atada. Un generoso punto de mira sobresalía de la parte superior del cañón.

  • No os preocupéis por el aspecto de este artilugio. No produce daños en el blanco si se sabe usar. La distancia correcta para emplearlo es la que mantenéis ahora mismo. Propongo que hagamos una competición. El que acierte a penetrar el coño de la cerda con la pelota, obtendrá como premio el derecho a usar al despojo que tenemos colgado. ¿Quién quiere empezar?

Todos los invitados se animaron a participar en el juego mientras yo empecé a temblar. Desconocía la potencia del disparo y todos sabemos las consecuencias de un impacto de pelota de goma. Por mi postura no podía ver cómo se colocaban para disparar. Sólo podía escuchar cómo cargaban el arma. Sin tiempo para prepararme oí al mismo tiempo la detonación y dolor en el glúteo derecho. La mordaza impidió que se escuchara mi grito. El primer tirador era poco hábil y lo reconoció al instante entre las risas del resto. Pasó el arma al siguiente y se retiró a un lado. Tras recoger el hilo y cargar, recibí otros dos impactos en los muslos. Reconozco que el disparo era menos potente de lo que podía esperar pero, aún así, seguro que me dejarían moratones. A cada uno de ellos respondí con un grito ahogado por la mordaza. El siguiente fue peor. El impacto lo recibí directamente en el clítoris. La anilla que lo traspasaba multiplicó la sensación de dolor. No sólo dolió el impacto. También el pellizco que se produjo en mi sensible botón atrapado entre el metal del aro y la goma de la pelota. Me contraje todo lo que me permitían las ataduras. Mi cuello se echó hacia atrás golpeándose contra la parte superior del cepo. Mis muñecas se lastimaron al doblarse hacia arriba contra la madera que las retenía. Mis muslos se rozaron con las tiras de cuero que los aprisionaban provocando un mayor corte de circulación y empecé inmediatamente a sentir como mi coño latía dolorido y resentido del impacto. El clítoris quedó insensible durante unos minutos que se me hicieron eternos.

-¡Eso ha estado bien!-gritó el Ama Kaobah- ¡Mirad como se retuerce la cerda!¡Seguro que le gusta!.

En ese momento escuché la voz de mi venerado Amo. Ese sonido me hizo olvidar el dolor y me concentré en él. Se estaba dignando a hablar de mí. Sus palabras se convirtieron en el mejor bálsamo. Iba a dispararme él. Todos mis deseo era que fuese digna de tal honor. Mi mente se convirtió en un torbellino de deseo. Si mi Señor iba a hacer blanco, éste debía ser la diana perfecta. Traté de mostrarme lo más dispuesta posible y, dentro de las limitaciones de mis ataduras, traté de abrirme  más. Empecé a sentir que mi coño volvía a la vida al notar como se humedecía de nuevo. Así pues, estaba preparada para recibir el divino impacto del proyectil que mi dueño me lanzó. Como en las anteriores ocasiones, oír el disparo y sentir el proyectil eran todo uno. La diferencia fue que esta vez el placer se unió al dolor. La mezcla de sensaciones fue instantánea y confundió mis sentidos. En un brevísimo instante, el dolor del impacto, la certeza de que mi Amo había dado en la diana, la rara sensación de la pelota en el interior de la vagina, la gratitud por el honor de ser receptora de su proyectil y el orgullo de haber estado a la altura provocaron que no pudiera reprimir un prolongado e intenso orgasmo y un aullido de placer que la mordaza apenas pudo acallar.

Entre las palabras de celebración de los invitados y de mi Amo, sobresalió la voz del Ama Kaobah, que acercándose a mí, dijo:

  • Felicidades por el acierto, cariño. Tienes excelente puntería. Pero has logrado que la cerda se corra y no puedo consentirlo -añadió mientras tiraba del cordel bruscamente sacando la pelota de mi mojado coño. Eso sólo lo dispongo yo y no tenía ningún permiso. Será castigada severamente por ello.

Se dirigió entonces al armario de donde había sacado el rifle y, tras recogerlo, sacó un taladro. Acopló la correspondiente batería y, de un cajón, extrajo un maletín. Lo colocó sobre una mesa cercana y al abrirlo se pudo comprobar que contenía una serie de gruesas brocas que no eran las habituales. Estas no tenían la habitual forma helicoidal, sino que consistían en una barra metálica con una punta en forma de pinza. A continuación abrió una de las puertas del armario y, en la parte interior de una de ellas, se pudieron ver, perfectamente colgados y ordenados, una veintena de consoladores de las más diversas formas, materiales y  grosores, todos ellos de una longitud considerable. Eligió uno negro, con forma de cepillo para el pelo. Cada uno de los pelos del cepillo terminaba en una bolita de goma. Seguidamente acopló una de las brocas en el interior del consolador y éste al taladro. Dirigiéndose a los invitados dijo:

  • Ahora se va a enterar la cerda de lo que es tener caliente el chumino.

Se colocó detrás de mí y sin más contemplaciones, insertó bruscamente el grueso falo en mi lubricado coño y me preguntó, autoritaria:

  • ¿Qué tengo que hacer para que obedezcas, zorra?. ¿Te he dado permiso para correrte?. ¡Ahora vas a comprobar lo que es un chocho caliente, cerda!.

Con una sonrisa maliciosa apretó el gatillo del taladro y empecé a sentir desgarrarse mis entrañas. Lancé un alarido que, ahogado por la mordaza y el ruido del taladro, no fue perceptible. La tensión de mi cuerpo fue la única señal visible de mi sufrimiento. La velocidad de giro del consolador estaba arañando mi vagina, pese a la abundante lubricación que había segregado hasta el momento. El calor producido por el rozamiento me abrasaba, mientras el Ama Kaobah reía sin compasión. Jugando con las revoluciones del taladro aumentaba o disminuía el tormento entre las risas de los invitados. Tras unos segundos que a mi se me hicieron horas, sacó el consolador sin esperar a que se detuviera, provocando pellizcos en mis labios menores.

  • ¡Ahora córrete si puedes, zorra!.

El dolor y la sensación de irritación eran tales que habían producido ya mis primeras lágrimas. Había sufrido el primer castigo por desobedecer. Reprochándome mi censurable actitud, hice propósito de acatar la orden y, aunque más mental que físico, conseguí ese estado de placer que se consigue sublimando el dolor.

Seguidamente, la amante de mi Amo levantó su pie derecho y, mientras apoyaba la punta de la bota en mis riñones, hundió sin miramientos su fino tacón en mi ano. Cuando toda su longitud se encontraba alojada en el interior de mi culo, se dirigió a su esclavo:

  • Mira, Tobías. La perra que perpetuará tu deplorable especie espera a su macho anhelante. ¿Crees que esta hembra en celo será apetecible para Rajá?

  • Espero que lo sea, mi señora. ¿Desea mi Ama que traiga a Rajá para que pueda comprobarlo?-dijo el esclavo postrándose a sus pies.

  • Si, esclavo, ese es mi deseo-Le respondió su Ama, mientras removía el tacón de su bota en mi interior- Ve a buscarlo.

El esclavo se dispuso a obedecer la orden de su dueña y, tras besar reverencialmente la bota que no me sodomizaba, se incorporó y salió de la sala .

Kaobah, entonces, sacó bruscamente el tacón de mi ano. Se colocó delante de mi cabeza inmovilizada por el cepo, me quitó la mordaza y me gritó a la vez que acercaba el tacón a mi boca:

  • ¡Mientras esperamos la llegada de tu macho, limpia lo que has manchado, Guarra!.

Obedeciendo la orden que se había dignado darme, me puse a lamer el largo tacón para limpiarlo de cualquier sustancia que mi recto hubiera podido dejar en él. Chupé y lamí con fruición esperando satisfacer a mi Ama. Cuando ésta estimó que era suficiente lo retiró y dirigiéndose  a su amante, dijo:

  • Bueno, querido, habíamos quedado en que quien lograse acertar con la cerda, obtendría como premio el disfrutar de lo que tenemos colgado ahí. Así que, mientras Tobías trae a Rajá, tienes derecho a decidir qué es lo que quieres hacer con ella.

A continuación se dirigió hacia él y, antes de ocupar su lugar,  lo incorporó y, tras besarlo en la boca, le susurró al oído:

  • ¡Haz que me ponga cachonda!.