Propiedad de mi hijo 1
Relato en primera persona de una mujer que se entrega como esclava a su propio hijo.
Delante del espejo del tocador, serena y feliz, paso a relatar, de la mejor manera que mi torpe condición sepa y permita, la historia de mi vida como sumisa esclava, contada por orden de mi Amo y Señor. El me ha encargado que haga saber a todos cómo transcurre actualmente la vida de mi hija y la mía, lo que somos, por qué hemos decidido vivir así y cómo es la especial relación que no une. Espero, humildemente, la benevolente comprensión del lector y la gracia de su perdón si, por culpa de mi deficiente formación, no consigo revelar lo maravillosa, gratificante y enriquecedora que es para nosotras la vida que hemos decidido seguir como esclavas. Mi Amo me acaba de ordenar que me preparare y acicale para sacarnos a una fiesta en casa de su amante. Como primer paso, me ha ordenado que repase mi depilación con gran esmero, consecuencia de lo cual luzco mi suave, delicioso y aromatizado pubis totalmente depilado en el que destacan mis prominentes labios mayores bien cerrados. En el mismo monte de Venus luzco orgullosa el tatuaje con forma de sello que encargó hacernos a ambas en el que se puede leer en caracteres góticos la leyenda “Puta propiedad de M”. Soy, además, al igual que mi hija, una esclava anillada. Esto quiere decir que tengo colocadas, en las perforaciones de los pezones, clítoris, labios mayores y nariz, unas pequeñas anillas metálicas en las que pueden, indistintamente, colgar pesos, colocar candaditos, enganchar correas o cadenas mediante las cuales puedo ser guiada como un animal o atada. De todas ellas, es la anilla de la nariz la que produce mayor impresión y la que tiene una mayor carga simbólica. Por un lado es la única visible si voy vestida, y por eso mismo la única con un mecanismo que permite soltarla para los casos en los que no es conveniente que la luzcamos. También es la que nos produce mayor dolor si se tira de ella, consiguiendo nuestro manejo a voluntad, de igual manera que se maneja a las bestias de carga. Además es la que más evidentemente resalta nuestra condición de esclavas cuando se tira de nosotras enganchadas a una cadena. Por supuesto, también llevo puesto mi collar de perra, el máximo símbolo de esclavitud, en el que una chapita, hecha grabar por nuestro amo, hace constar nuestro nombre, nuestra condición de sumisas esclavas y de quien somos propiedad. También tenemos puestas permanentemente las pulseras y tobilleras metálicas en las que nuestro amo y señor une las cadenas cuya longitud, a su voluntad, restringe en mayor o menor medida nuestros movimientos. Más tarde unirá sendas cadenitas a los anillos del clítoris de cada una de nosotras y así nos conducirá a la fiesta en la que nos presentará a sus amigos para que nos usen. La verdad es que yo me encuentro soberbia y apetecible a mis 44 años de edad. Mirando mis pletóricos pechos, erguidos mediante la cadenita que une las anillas de mis pezones al collar, me siento más joven que hace diez años. Orgullosa y nada arrepentida de haber accedido a ser la esclava sexual de mi hijo, luzco el ancho anillo metálico que lo proclama. Es el único adorno que llevo en mis cuidadas manos, con sus uñas largas y lacadas en rojo por mi hija. Mi vida ha vuelto a renacer después de mi divorcio. Ahora siento que tengo una razón para existir: Servir a mi hijo, mi Amo y Señor.
El Amo está ahora repasando a su hermana, mi hija. Ella también es de su propiedad. En una relación familiar tan estrecha y especial como es la nuestra, las dos accedimos y consentimos, en su momento, pasar a formar parte de sus propiedades como unos objetos más, entregando nuestro cuerpo y voluntad al que desde entonces rige nuestra existencia. Desde pequeño él tuvo una personalidad muy especial. Irradiaba un magnetismo personal y un carácter que subyugaba. Nuestra relación de madre y hermana con él ha sido siempre muy peculiar. No era lo que hacía o pedía, sino cómo lo hacía y pedía. Siempre estábamos pendientes de él, de lo que necesitaba o de lo que deseaba. Conforme crecía, nuestra situación familiar fue derivando hasta una dependencia emocional hacia su cautivadora persona que acabó desplazando la figura paterna. Esa especial relación fue el motivo principal de que abandonáramos a mi marido. Tras el divorcio, ambas nos fuimos entregando progresivamente a él en cuerpo y alma en el más estricto significado de la palabra. Acabó disponiendo de nosotras a su antojo y nosotras caímos rendidas a su poderosa virilidad. A mí me poseyó por primera vez cuando todavía tenía quince años. No fue algo especialmente premeditado sino más bien el final esperado de ese progresivo proceso de entrega y dependencia. Me entregué a él convencida como mujer de haber encontrado a mi hombre y plenamente consciente como hembra de haber encontrado al macho perfecto. Siento un intenso e íntimo orgullo de ser quien le dio la vida, lo crió y le alimentó hasta ser quien es y de ser quien creó a ese maravilloso ser dotado de una potencia sexual excepcional y de un miembro viril que me subyuga, al que he terminado totalmente rendida y al que ya echo de menos desesperadamente en el mismo instante en el que abandona cualquiera de mis orificios consagrados a su placer. Yo, su madre, he sido, desde ese momento, su complaciente hembra, su fiel perra, su zorra salida y su puta disponible a cualquier hora.
Llegado el momento, mis sentimientos y experiencias se las transmití a su hermana, quien, desde su infancia, se desvivía también por él. No tardé en convencerla de que sería maravilloso que, cuando su hermano cumpliera dieciséis años, le ofreciera su virginidad como regalo de cumpleaños. A partir de tan generoso regalo, nuestra vida familiar se hizo, si cabe más estrecha. Le servíamos en todo y nos desvivíamos en atenciones hacia él las veinticuatro horas del día. Por supuesto, además, pasábamos por su cama, juntas o por separado, cada vez que nos requería. Poco a poco, sin darnos apenas cuenta, esta situación, nuestra cada vez más evidente dependencia de su persona, fue derivando hacia un estilo de vida sumisa aflorando en nosotras algo que había permanecido hasta entonces oculto. Nos hizo descubrir lo que realmente queríamos ser: unas humildes servidoras de su virilidad. Por fin, y al cumplir él la mayoría de edad, perfectamente informadas y conscientes de lo que ello significaba, le entregamos nuestra voluntad y nuestros cuerpos en una ceremonia de esclavitud permanente. Ahora, sencillamente, somos suyas.
Los negocios y actividades de nuestro dueño le permiten mantenernos a las dos sin otra obligación que servirle. Nos tiene en su casa. Solo salimos en su compañía o en la de otros hombres a los que nos ordena servir pues, con cierta frecuencia, somos cedidas a otros amos. En alguna ocasión, también, hemos recibido la orden de ejercer como damas de compañía de clientes de nuestro amo, generalmente extranjeros, con los que tiene contactos y negocios repartidos por todo el mundo. Esas son las pocas ocasiones en las que nos ordena salir vestidas de forma elegante y discreta para acudir a actos sociales y espectáculos, sin perder ni un momento nuestra condición de sumisas servidoras de quien nos usa. El hombre a quien acompañamos, generalmente oriental o árabe, suele ser conocedor de nuestra condición y dispone de nosotras a su antojo, pero si no resulta conveniente e ignora que somos sumisas esclavas, actuamos como eficientes prostitutas. Del mismo modo, de modo esporádico, nos cede a una amiga suya que regenta uno de los más lujosos locales de prostitución de la ciudad y le proporcionamos unos ingresos extra.
Mientras no somos usadas o no servimos a nadie, nuestra vida diaria en la casa transcurre rutinariamente con nuestras tareas domésticas y ocupaciones circulando libremente por la casa trabadas por una corta cadena que une nuestras tobilleras a modo de grilletes, más como un símbolo que como una necesidad, pues nunca se nos pasaría por la cabeza abandonar esta forma de vida que nos llena plenamente. Hace ya un tiempo dispuso para nosotras sendas celdas en el sótano con su correspondiente letrina turca y camastro para descansar. En su cabecera, una argolla en la que coloca la traílla de nuestro collar, que tiene la medida justa para llegar a la letrina, pero que impide que lleguemos a la puerta. Nunca estamos las dos al mismo tiempo en las celdas. Una de nosotras siempre debe permanecer “de guardia” durante la noche en su habitación, junto a su cama, unida por el collar a su cabecera. De ese modo, al mínimo requerimiento, estamos dispuestas a servirle o a que nos use como desee. De cualquier manera, e independientemente del modo que hayamos pasado la noche, la esclava que la pasa con él, tiene la orden de despertar a nuestro Amo y Señor a la hora convenida. Con una lenta y suave felación y tras ingerir su venerado semen como desayuno, con la mirada baja y en la posición básica de sumisión que nos enseñó, es decir, de rodillas y con la mirada en el suelo, deberá pronunciar la fórmula “Buenos días, mi Señor, aquí me tiene abierta y dispuesta para ser usada como desee y ordene”. Durante el día, en la casa, sólo llevamos puesto un rígido corsé de cuero que mantiene erguidos nuestros pechos desnudos y al que ajusta, mediante correas, cadenitas y candados los artilugios que somos obligadas a llevar insertados en nuestros orificios según el capricho de nuestro dueño. En concreto y mientras no disponga otra cosa, debemos llevar insertados en ambos agujeros dos réplicas exactas de su miembro que encargó hacer en silicona mediante molde, para que tengamos presente que vivimos permanentemente folladas y poseídas por él. Otras veces, y para mantenernos más erguidas, si cabe, une un gancho introducido en el ano con nuestro pelo recogido en cola de caballo, mediante una correa tensada lo más posible para que tire de nuestra cabeza hacia atrás. Además, nos obliga a calzar unos botines disciplinarios de tacón tan descomunal que apenas apoyamos en el suelo la puntera, al estilo de las bailarinas de ballet. Así es como normalmente servimos cuando nuestro amo tiene invitados. Con el ceñidor puesto nos sentimos hermosas y deseables, pues realza nuestra figura y nos mantiene erguidas al tiempo que moldea nuestra cintura, logrando que luzcamos una silueta envidiable. Además, seguimos una estricta disciplina de ejercicios físicos para mantenernos atractivas para nuestro Amo. Nuestra rutina diaria se limita a las labores domésticas durante la mañana y a nuestra educación, formación y entrenamiento como esclavas durante la tarde con el único objetivo de estar en permanente estado de excitación sexual que facilite nuestro uso. Esto implica lecturas apropiadas, visionado de películas y vídeos adecuados, aprendizaje y perfeccionamiento de todo tipo de técnicas sexuales y de masaje y ejercicios apropiados para mantener nuestra flexibilidad y forma física. Entre ellos, por supuesto, aquellos dirigidos a lograr la máxima elasticidad de la musculatura propias de vagina y ano, como el llevar insertado un cilindro metálico pulido que debemos retener exclusivamente con nuestros músculos vaginales o esfínter, evitando el castigo que supone el que caiga al suelo. En más de una ocasión ha considerado necesario o apropiado colocarnos unos minúsculos vibradores en contacto con el clítoris y sujetos por las anillas de los labios mayores que hace funcionar hasta que se agotan las pilas. Así, y mientras realizamos nuestras tareas, el aparato nos estimula permanentemente, lo que provoca que acabemos, como verdaderas perras, con nuestros coños chorreando el flujo que resbala entre los muslos. Nuestro cuidado personal lo realizamos concienzudamente y supervisado por nuestro dueño, en un cuarto de baño totalmente equipado pues opina que una esclava debe estar siempre limpia y aseada para su amo, y pone los medios para ello. Por último cuida de que tengamos una alimentación completa y equilibrada. Con todo ello, estamos consiguiendo, guiadas por nuestro dueño, ser unas perfectas y ardientes esclavas, serviles y sumisas, gracias a lo cual, somos del agrado de su amante, una mujer negra hermosísima que posee un esclavo también negro dotado de un miembro descomunal. Nuestro Amo y Señor nos lleva frecuentemente a la casa de ella para cruzarnos con el esclavo al que ordena follarnos salvajemente en cada uno de nuestros orificios para disfrute de nuestro dueño.
Mi adorado hijo, ahora, está colocando a mi hija unos resortes en las perforaciones de los pezones que estiran éstos apoyándose en una arandela que rodea las aréolas. Son incómodos y dolorosos para la esclava, pero enormemente atractivos para nuestros usuarios. Nos ha contado que en la fiesta estarán varios hombres más. También estará su amante negra. Ella sabe manejar cualquier cuerpo para obtener placer mediante el dolor. La idea del Amo es una orgía, con juegos. Para prepararme me colocó anoche, en un cinturón de castidad, un tapón anal expandible mediante un mecanismo que ajustaba cada dos horas, ensanchando mi recto. Ahora, después del enema que me ha puesto para limpiar mis intestinos y de repasarme con una varilla provista de una bola lubricada del tamaño de una de golf, que empujó profundamente y sacaba de mi interior, tengo el intestino perfectamente dispuesto para su uso. Su dilatada entrada ha sido lubricada debidamente con un aceite especial con aroma de nuestros propios jugos vaginales. Nuestros flujos saben muy bien, pues el nos hace tomar todos los días una poción especial, preparada según una antigua y secreta fórmula oriental, para ese efecto.
Mientras escribo esto, siento que estoy mojando el asiento donde me encuentro. No he tenido más remedio que levantarme del asiento, limpiarlo con la lengua e ir a mirarme en el espejo. Mi hermosa planta, con el collar y las pulseras, y los candados asomándose entre mis piernas, bajo mi pubis, me hacen sentirme feliz de ser una esclava. A la amante de mi Dueño le gusta sobarme después de flagelarme el clítoris o los pechos. Ella es muy generosa conmigo. Y yo se lo agradezco. Siendo la persona a la que, inmerecidamente, me ofrece mi Amo, siento una doble, aunque contradictoria emoción. Si mi Amo desea entregarme, yo me ofrezco totalmente dispuesta y sumisa a sus deseos. Por otra parte siento que mi hijo, Amo y Señor, no goce personalmente y en ese momento de los placeres que pueda proporcionarle. Ya casi no me da tiempo a escribir más porque el Amo ya ha terminado con mi hermosa hija. Ahora querrá ponernos juntas para examinar su obra. Después nos enganchará las cadenas a los anillos de los clítoris y así, desnudas, nos llevará al garaje donde nos introducirá en las dos jaulas de viaje que posee en la furgoneta. Antes de introducirnos en las exiguas jaulas nos colocará la mordaza en forma de pene que, insertada hasta la garganta, nos impedirá, además de emitir sonido alguno, respirar cómodamente. Nos trabará por nuestros collares, pulseras y aros para inmovilizarnos en la postura más incómoda posible. Probablemente también nos transportará con los consoladores insertados del mayor grosor que permitan nuestros conductos. Así mantendremos la abertura cómoda para las inserciones de los miembros de nuestros usuarios. Allí, hace una semana, fuimos la mejor atracción. Fuimos usadas de todos los modos posibles y por todos los presentes. En aquella ocasión fuimos transportadas del mismo modo que lo seremos hoy.