Profesora lujuriosa III
Nueva entrega de esta serie de relatos.
El deseo de más placer me enceguecía y no veía nada de lo que hacía (o podía llegara a hacer). Me encaminé hacía donde estaba la profesora, pero antes, decidí traer conmigo a mi compañera, por lo que aferrándola fuertemente del brazo, la empujé contra el suelo. Aprovechando que la directora se hallaba aún de rodillas y con el culo erguido, me incliné levemente y tomando a la joven de su cabello, le ordené: “Cómele el culo!” “Perooo…”, fue su débil respuesta. “No me oíste? Házlo ya!”, le grité, mientras sujetaba fuertemente las nalgas de la directora e intentaba abrirlas lo más que podía. Los músculos de mis brazos se tensaban, mis manos se hundían en el trasero de la mujer, y el agujero de su ano apareció frente a mí, ligeramente enrojecido y con un pequeño corte, producto del taco que la profesora había enterrado en él.
Mi compañera volvió a mirarme, cómo implorándome que no la obligue a hacerlo. Su lengua estaba apenas y ligeramente apoyada en la entrada del conducto anal de la directora. “Sóplalo!”, le ordené. Sopló apenas, pero una bocanada de aire fresco recorriendo los pliegues de su ano, contrayéndose para luego retomar su forma inicial, ante nuestros ojos; hizo que la directora soltara un prologado gemido: “Aaahhhmmmm!”
La timidez de Sara, irritó a la profesora. Ésta, sin más contemplaciones la tomó del cuello y enterró su boca entre las nalgas de la directora: “No te dijo que lo hicieras pronto!”, decía. “Glprr, glprr”, se oía mientras la joven le comía el ano a su directora de carreras. “Más!, más!”, suplicaba esta. La profesora, que con una mano sujetaba a la alumna del cuello y con la otra de sus cabellos, presionó al extremo la cabeza de ésta, y hasta su nariz quedó aprisionada entre las carnosas nalgas de la directora.
La lengua de la joven, recorría en semicírculos el contorno del ano de la mujer, deteniéndose con cuidado en cada pliegue, para luego penetrar su esfínter, con intermitencia, pero no sin cierto salvajismo.
Pensé que Sara desplegaba toda su experiencia en semejante tarea, movida por el miedo a ser castigada y sufrir peores vejámenes que la directora. Pero en su mirada podía percibirse cierto fuego que había encendido para no apagarse. Un salvajismo inusitado se había adueñado de esa. Dejó de devorar el culo de la mujer, para pasar a degustar su coñito, totalmente bañado de jugos expulsados durante el interminable orgasmo del cual había sido presa la directora. Lamía Sara, con lentitud, las paredes de la vagina, recorría la hilera de bellos púbicos, impregnaba cada pelito con su juvenil saliva. Pero su verdadera meta, era el clítoris de la mujer. Allí se detuvo por largos minutos, propinándole un par de lengüetazos con total delicadeza como si quisiese adoptar el papel de virgen inexperta, para luego sacar la fiera sexual que llevaba adentro, mordiéndolo con todas sus fuerzas, jalando de él, deformándolo hasta enrojecerlo.
Pensé que la directora se venía de nuevo: “Ammm, siii!, sigue, sigue por favor!, no te detengas putitaaa!”, decía mientras giraba su cabeza para contemplar el espectáculo del cual era parte, clavando sus manos en el suelo para así poder elevar aún más su cadera, al tiempo que jugaba con la tanga de la cual aún no había sido despojada, retorciendo su humedecida tela, para enterrarla aún más entre sus nalgas.
Mientras la jovencita intentaba sumar a sus penetraciones bucales, la fuerza de sus dedos, clavándolos en las profundidades de la vagina de la directora, y al tiempo que el aula era inundada de gritos de extremo placer; yo estaba ensimismado, deleitándome con semejante espectáculo, con el pene recto, masturbándome. De pronto, sentí cómo unos dedos sujetaban mis bolas, las palpaban para luego estrujarlas. La frialdad de aquella mano, contrastaba con el ardor de la piel que hizo contacto con mi espalda. Hacía rato que me había quitado la remera. Sentí cómo se me ponía la piel de gallina, al momento en que una voz me decía al oído: “¿Por qué te masturbas en soledad, cuando tienes a tres esclavas dispuestas a todo por ti? Dime…¿qué sientes ahora? Sentí como frenéticamente una mano me masturbaba, y otra me estrujaba los testículos. Dejé soltar un gemido: “Ahhh…Profe no siga”, le dije, “me meo profe, me meo!” “Si, lo sé”, me respondió. Tus nalgas están tensas y contraídas”
Sentí que un chorro salía despedido desde mi interior, y recorría con ardor la totalidad de mi pene, pero la profesora, dejó de masturbarme para aprisionar mi pene a la altura de mi glande, impidiendo que el chorro salga expulsado. “Tonto”, me dijo, “¿Para qué mear en el suelo cuando tienes dos buenos retretes?”, replicó señalando con su cabeza, hacía las dos mujeres, que seguían detenidas en su mundo de lujuria, haciendo caso omiso a nuestras palabras.
Sin dejar de aprisionar mi pene, con la otra mano, lo sujetó desde la base, y apuntando en dirección a Sara, dijo: “Hazlo ya!”
Soltó y mi pene, y este inmediatamente, expulsó la orina. Sentí el placer más grande de mi vida. El espectáculo era lo más morboso que había contemplado a mi corta edad. El chorro, pareció esquivar a Sara, para impactar de lleno en la espalda de la directora. Ésta, al sentir el calor de la orina sobre su piel, dejó escapar un fuerte quejido, que se superpuso a sus constantes gemidos: “Ahhrrggg!”. La orina se vertía como cascada, deslizándose por entre sus nalgas, inundando el agujero de su ano, para luego caer a través del periné, hasta su rajita, donde la lengua de Sara, que constantemente entraba y salía de la vagina de la directora, vertía la orina hacía su propia boca. Lejos de inmutarse, la joven prosiguió succionando los labios de la mujer, especialmente el líquido contenido en la cavidad vaginal (mezcla de flujo y orina, ufff, Dios, qué morbo!).
Me había detenido unos segundos, para masturbarme (ante semejante escena cómo no hacerlo!), pero la profesora volvió a tomar mi pene entre sus manos, y redireccionándolo, mientras me estrujaba los testículos, apuntó (con mejor puntería ahora), hacia el rostro de la estudiante. Cada rincón de su rostro fue orinado, cada cavidad, hendidura, comisura fue inundada. Su boca ya no podía contener tamaña cantidad de orina, por lo que ésta vertía de nuevo por su mentón, hasta la altura de los pechos de la joven, y se deslizaba más allá por su vientre.
Jamás había orinado tanto en toda mi vida! Tal vez el placer que me invadía hacía que mis energías tardaran en agotarse.
Cuando terminé, observé a mi compañera de examen: su pelo estaba completamente mojado (los últimos chorros de orina cayeron sobre su cabello) y la meada había hecho correr el maquillaje y el rimel, que ahora se esparcían por su rostro cómo si hubiese estado llorando. Me adelanté unos pasos, movido por le morbo de aquel ángel humillado que yacía a mis pies. Tomé mi pene (el cual estaba aún lo suficientemente erguido y listo para la acción), y mientras dejaba caer las últimas gotas de meada que prendían de mi glande, y lo restregué sobre su rostro:18 centímetrosde carne ardiendo, recorriendo cada rincón de su bella cara, dejando a su paso una estela de líquido preseminal, esparciendo también el rimel por sus mejillas, al tiempo que adoptaba un aspecto macabro pero netamente morboso. Coloqué el miembro a unos escasos centímetros de Sara, exhibiéndolo con orgullo, mientras el glande rozaba la punta de su delicada nariz. Pero nada parecía impresionarla. Es más, me miraba fijamente, con lujuria, mordiendo sus labios, humedeciéndolos con su lengua, aspirando cada aroma que mi verga emanaba, suspirando cómo gata en celo.
Abrió su boca y sacó su lengua. Era una clara muestra de sus intenciones. Así que sin más remedio, enterré mi pene hasta el fondo de su boca, rozando su campanilla, frotando mi glande contra las paredes de su garganta, clavando el miembro a diestra y siniestra. Se le dificultaba respirar, pero jamás dejó de sostenerme la mirada. “Así que te gusta gatita eh?”, le decía mientras incrustaba mi verga contra uno de los lados de su boca, sobresaltando el bulto en su mejilla, al momento en que un gran hilo de saliva impregnada de esperma, unía su labio inferior con mi pene.
Por momentos, dejaba que se comiera mis testículos, que jugara a humedecer mi escroto, que palpara con su lengua mis bolas.
En cuclillas, me masturbaba mientras Sara continuaba con lo suyo. Por unos segundos perdí la noción de ser, me sumergí en las profundidades del placer. Una suave neblina obnubilaba nuevamente mi vista. Una cachetada sacudió primero mi mejilla izquierda, y otra mi nalga derecha. “¿Pensaste que me había olvidado de vos pendejo?”, la voz retumbó a mis espaldas. Cuando pude abrir bien los ojos, y salir del estado en que me hallaba, mi visión se topó con mi profesora. “¿Y bien?”, me dijo. Y sin que pudiera responderle, se agachó levemente, y me besó en la boca de una manera tan especial, que me dejé llevar completamente. Me hizo acordar a los momentos que había vivido junto a mi ex novia: un beso lleno de pasión, casi ternura diría yo. Nos mirábamos fijamente. Una estela casi romántica nos envolvía. Mordíamos suavemente nuestros labios, nuestras lenguas se aferraban mutuamente. Era un momento de luz en tanta lujuria carnal. La aferré de sus mejillas para probar más intensamente el néctar de su boca. Quería deleitarme con su ser. Me había olvidado que Sara aún continuaba engulléndose mi miembro hasta los huevos. Mi único deseo era desprender el top de la profesora.
Sus senos saltaron a mi vista. “Profe…”, le dije casi a modo de suplica. “No me pidas nada, tan sólo hazlo!”, respondió.
Los tomé por primera vez entre mis manos. Firmes, turgentes. “Sabía que algo había cambiado con usted últimamente!”, le dije. “Me los hice cuando me separé del gañan de mi ex esposo”, me replicó entre suspiros. Dí un suave golpe en las bases de estos, para ver cómo se bamboleaban. Un suave gemido se escapó de entre sus labios: “Cómetelos de una buena vez, no puedo más!”, me suplicó. Le comí los pezones, pequeños cómo aceitunas, pero duros cómo bolillas de acero. Recorrí sus diminutas aureolas, mientras me aferraba a sus senos cual bebé que degusta por vez primera el pecho materno. Enterré mi rostro en el hueco que resta entre ambas tetas. Hurgué con la punta de mi lengua cada sudado poro de su piel. El calor que irradiaba de ella, era indescriptible.
“Aaammmm”, gemía. “Sigue así Cris, devórale los pechos a tu profe como hacías con tu madre bastardo!” Sólo se detenía para respirar, y lo hacía a grandes bocanadas, cuando los quejidos que vociferaba se lo permitían.
Tensando su cuello y reclinando su cabeza para atrás, así me observaba mientras jalaba de sus pezones, los aprisionaba entre mis dientes para luego estirarlos hasta sus límites y retorcerlos. Gemía de dolor: “aaarrrggg!”, al tiempo que yo apretaba con todas mis fuerzas sus senos, o le daba algún que otro golpe. Sus aureolas, de un tono rosáceo, habían cobrado una tonalidad púrpura, al momento en que sus dimensiones se habían duplicado, completamente dilatadas cómo estaban.
De pronto, la profesora se levantó. Su típica sonrisa perversa, cruzaba de lado a lado, un rostro desfigurado por el deseo de placer. “Quiero más, sabes?”, me dijo. Sin dejar de mirarme directo a los ojos, comenzó a bajarse los pantalones de jean y dejar al descubierto, una tanga violeta. “Sé que te gusta lo llamativo”, me dijo.
Se despojó de su tanga, con bastante lentitud, pues su tela toda humedecida, se enroscaba sobre si misma y se enredaba entre las piernas de la profesora. “Ves, ya me hiciste mojar”, replicó con sarcasmo. “Has que me venga a litros!”, me ordenó.
No tuve tiempo a reaccionar. En un abrir y cerrar de ojos, inclinando su cuerpo hacia delante y quebrando sus rodillas, enterró (literalmente!), su coño sin depilar en mi boca.
Lejos estuvo de darme repulsión. Clavé mi lengua sin miramientos por su cavidad, mientras mis manos se aferraban a sus entrepiernas y mis pulgares abrían espacio separando los labios vaginales. Recorrí con la punta de mi lengua su vello púbico sin dejar de observarla. Succioné su clítoris, lo mordí y lo dilaté al máximo. Los olores que emanaba no eran obstáculo para mi. Las gotas de sudor y sus fluídos, eran para mi un elixir celestial. “Jamás quiso mi ex chuparme la conch…aaammmm!...cómo lo hacesss voss!”
Movía sus piernas, agitaba su pelvis, contraía frenéticamente sus labios vaginales cómo si mi lengua fuera un pene que hubiera de penetrarla. Gruñía, gemía, me insultaba, me acariciaba, me abofeteaba cómo una quinceañera virgen: “Siii, siii, más! más!...hazlo! hazlo! hazloooo!...aaahhhrrrgggg!”
Se corrió. Su cuerpo convulsionó de tal manera que perdió el equilibrio al momento en que sus piernas desfallecían. Mi boca recibía el reguero de flujo despedido, sin dejar de frotar su clítoris con mi lengua, estimulándolo y prolongando así el orgasmo tan ansiado por ella. Sus manos se aferraban a mis hombros. Sus piernas seguían agitándose endemoniadamente. Sus pechos se balanceaban. Sus cabellos revoloteaban sin rumbo. Por su rostro corrían espesas gotas de sudor. Se veía tan encantadora. Sus flujos me sabían a gloria. Succioné cada gota de que aún estuviese adherida a sus bellos vaginales. No hubiese cambiado el sabor del que aún degustaba mi boca, ni por la mejor botella de champaña del planeta!
Le sonreí. “Siii!, grac…aaammmm, fue lo mejorrr…aaammm…vida” Se reía cómo una recién casada que va a perder la virginidad en plena noche de bodas. Me conmovió. Me incorporé y le propiné un beso. La sorprendió de tal manera que respondió con cierta timidez. Sus labios eran un manjar. Nuestras lenguas se friccionaban sin miramientos. Su saliva era la fuente de la juventud de la cual había de beber. Besé su cuello. No quedó rincón de este sin recorrer. De reverso, de frente, a los lados. Cada gota de sudor fue succionada cual elixir. La levanté por las piernas. Y mirándola fijamente le dije: “haz lo que quieras con mi cuerpo…ya no lo necesito…soy tuyo ama!”
¿CONTINUARÁ?