Problemas de adolescencia - David - Parte II
Nunca una ducha pudo albergar tanta excitación. Para lo que pasó después, no estaba preparado.
Abandoné las gradas y atravesé el campo de fútbol con el sol abrasándome los pensamientos. La cabeza me daba vueltas y las piernas, temblorosas, parecían funcionar por mera inercia. Yo en mi conjunto parecía funcionar por mera inercia. ¿Qué cojones acababa de pasar? Todo había sucedido muy rápido y de forma completamente casual, ¿o no?
Sentía mil y una emociones al mismo tiempo. Un resquicio de mi ser albergaba miedo, ¿qué podía ocurrir ahora? ¿David hablaría con mis padres? ¿Me acusaría de algo? ¿Haría que me expulsaran del equipo? ¿Intervendría el instituto?
Sobre el temor se sobrepuso la adrenalina. El corazón luchaba por salírseme del pecho y empezar a latir en mitad del césped, en plena libertad, aunque creo que en ese momento no le hubiera bastado ni con todo el espacio del mundo. Mis músculos, anestesiados por la descarga de testosterona, parecían preguntarse unos a otros qué demonios habían presenciado escasos minutos antes.
Pero, por encima de todo, estaba cachondo. La excitación no cabía en mí. Sentía más deseo sexual del que había sentido en toda mi vida. Una nueva sensación había despertado en mi interior para nunca más volverse a dormir: acababa de experimentar mi primer contacto erótico con un hombre y, no solo me había gustado, sino que necesitaba más. Deseaba volver sobre mis pasos y pedirle a mi entrenador que continuara tocándome, acariciándome, quitándome la ropa. Quería pedirle a David que explorara otras partes de mi cuerpo, que las observara, que me hablase sobre ellas. El breve espacio de tiempo que tardé en recorrer medio terreno de juego me había bastado para darme cuenta de que eyacular ante sus ojos no me era suficiente. Quería más.
Seguía excitado y sin darme cuenta empecé a buscar formas para provocar un nuevo encuentro con aquel macho. Podía correr hasta la caseta del material deportivo y amenazarlo con decir que había abusado de mí si no aceptaba volver a tocarme. También podía proponérselo sin coacciones, ya que estaba convencido de que él había disfrutado de aquella conversación de una forma similar a la que yo lo hice. No había sido yo quien se había abierto voluntariamente de piernas, ni quien había puesto su mano sobre mi pene. En aquel momento me hubiera jugado el cuello a que su paquete había ido creciendo a la par que el mío aunque, evidentemente, el sí había sabido controlarlo.
Mi polla apenas había disminuido de tamaño a pesar de la brutal corrida que acababa de expulsar. Tenía los shorts empapados de lefa adolescente y sentía una pringue caliente en toda mi zona genital. “Tengo que ducharme antes de que alguien me vea así”, pensé.
Hice un alto en el camino y me recoloqué el cipote como pude. Al contacto con mi mano, mi rabo terminó de endurecerse, lo que me dificultó aún más la tarea de ocultar el pastel. Me empapé la mano con mi propio semen, todavía fresco. “¿Me habrá visto alguien? ¿Dónde está David?”. Volví la vista hacia la caseta, junto a las gradas, donde nuestros cuerpos habían contactado por primera vez aquel verano. Me observaba, a lo lejos. Se llevó la mano a la entrepierna, la dejó allí unos segundos y después entró en el cobertizo. ¿Qué iba a hacer? ¿No habíamos quedado en los vestuarios para seguir hablando?
Cuando lo perdí de vista, retomé la marcha. Creo recordar que recé para no cruzarme con nadie. No hubiera sabido reaccionar si algún colega se hubiera cruzado conmigo y me hubiera encontrado con medio paquetón casi saliendo por la pernera del pantalón, manchado a más no poder de esencia púber.
Corrí todo lo que pude, sintiendo cómo la calentura se acrecentaba con cada paso que daba.
Al entrar en el pabellón cubierto, no había nadie en recepción. ¡Gracias a Dios! Respiré aliviado y me dirigí a toda prisa al vestuario de mi equipo. Era sábado, a última hora de la tarde, y las instalaciones estaban prácticamente desiertas. Pude oír las voces de algunos bedeles que rondaban por los pasillos, pero afortunadamente no me crucé con ninguno de ellos. Cuando llegué a los cambiadores, mis compañeros ya se habían marchado.
Todo el vestuario estaba empapado y una fina capa de vapor acentuaba el silencio que reinaba en la sala, dificultado la respiración y haciéndome sentir la imperiosa necesidad de desnudarme para seguir vivo. Mis compis lo habían dejado todo hecho un desastre: toallas mojadas, taquillas abiertas, suspensorios usados por aquí y por allá… Agradecí estar solo para poder ducharme y limpiar el destrozo que tenía entre las piernas antes de que David llegase para continuar hablando.
Me descalcé y me quité la camiseta en medio segundo. Mis abdominales estaban empapados en sudor y pequeñas gotitas de agua se deslizaban hasta perderse en mi ombligo. Tenía los pezones endurecidos, nunca los había visto así. Los rocé con los dedos y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Mi polla dio un espasmo desde su cárcel, como si quisiera recordarme que seguía ahí y que necesitaba ser liberada. Tuve que tener más cuidado al deshacerme de las calzonas y el suspensorio, ya que tenía el rabo dolorido. Lo guardé todo en mi bolsa de deporte, cerré la taquilla y dejé la llave puesta en la cerradura. Fui hacia las duchas compartidas, puesto que no contábamos con compartimentos individuales. Mi pene se balanceaba de un lado a otro, como un enorme péndulo. En aquellos momentos todo me parecía extremadamente excitante: estar solo, estar desnudo, estar empalmado, sentir mis fluidos pegados en la piel.
Tenía que darme prisa. Me acerqué a la alcachofa que había justo frente a la entrada de las regadreras. Si en esos momentos el vestuario hubiera estado lleno, todos mis colegas podrían haber visto desde la zona de las taquillas como mi polla empezaba nuevamente a chorrear líquido preseminal. “Mala señal”, pensé.
Giré la llave de paso y dejé que el agua fría se deslizase por mi cuerpo. ¡Qué alivio! Hacía rato que no reparaba en el calor que hacía. Mi rabo perdió algo de vigor y la erección comenzó a disminuir. Tenía el capullo al rojo vivo, con restos de semen aún húmedos en las pelotas y en el tronco. Agradecí enormemente volver a un estado de semi-flacidez. Decidí enjabonarme y evitar tocar la zona cero , para no tentar a la bestia.
El intento duró poco. Mis manos necesitaban tocar mi pene y él ansiaba ser masturbado. Volvió a endurecerse, provocándome nuevamente una mezcla entre dolor y placer. No pude contenerme y sucumbí a la tentación. Empecé limpiando la lefa que había quedado pegada. Aunque había llegado a todas partes, no tener aún vello púbico me facilitó bastante la tarea. Con el roce resbaladizo del jabón, el cipote terminó de crecer. Mis 22 centímetros de carne en barra volvían a estar listos para la carga y prueba de ello eran los chorrazos de precum que irremediablemente empecé a soltar. Sabía lo que aquello anunciaba: una nueva corrida iba a producirse pronto, así que mejor terminar cuanto antes.
Me puse de cara a la pared y de espaldas a la entrada de las duchas. Apoyé un brazo en las baldosas y me incliné hacia delante, mirándome el mástil. Apuntaba hacia arriba, hacia mi cara. Una nueva descarga de líquido preseminal se diluyó en el agua que caía desde arriba. Empecé a masajearlo con la mano que tenía libre y un gemido escapó entre mis dientes. Temblé. Mis huevos se balanceaban hacia delante y atrás, chocando con mi puño cada vez que éste alcanzaba la parte baja de mi rabo.
En ese momento sentí una necesidad que nunca antes había experimentado. Solté mi cipote y dirigí mi mano hacia atrás, a mis glúteos. Me apreté la nalga derecha. Apreté con fuerza y luego la acaricié. Después la abrí, dejando que el agua descendiera por la nueva grieta que había encontrado a su paso. Rescaté la escena que había vivido con David. La polla me dio un espasmo, salpicando la pared de lo que ya parecía ser casi semen. Mi agujero, en letargo hasta ese mismo día, empezó a ejercer una fuerza de atracción imposible de eludir. Estiré el brazo hasta la abertura. Estaba húmeda y suave. Jamás la había rozado. Inicié un jugueteo con mis dedos alrededor de la entrada, dudando de si debía atreverme a seguir. Dejé escapar un nuevo gemido, mucho más audible que el primero. “Fóllame”, pensé.
Estaba ardiendo. Ni toda el agua helada del mundo hubiera podido enfriar mi cuerpo adolescente. Mi pene parecía seguir querer creciendo, y lo hubiera hecho de no ser porque no disponía de más piel. El capullo se tornó de un rojo brillante, en contraste con la morenez del tronco. Mis testículos pedían a gritos liberar la tan pesada carga que soportaban y las venas de mi rabo parecían almacenar toda la sangre de mi anatomía. Y mientras tanto, yo seguía debatiéndome si dar el paso o no. Si debía dejar de merodear por los alrededores e insertar los dedos en aquel misterioso orificio que la naturaleza había puesto a mi disposición. “Atrévete”, me dije a mí mismo. “Vamos, hazlo”.
—¡Ey, Toni, siento molestarte!
—¿¡Qué cojones?! —Abrí los ojos de par en par y separé la mano de mi culo. Me giré todo lo rápido que pude, con el agua dificultándome la visión y el corazón contraído por el sobresalto. Olvidé tapar mis partes íntimas.
—Vengo a despejar esto antes de irme. El lunes vienen las chicas de la limpieza. ¡Caray, chico! Veo que vas bien sobrado de hombría.
Paco , el conserje del pabellón deportivo, había irrumpido en los vestuarios para llevarse algunas coas y adecentar el desastre que mi equipo había ocasionado. ¿Qué había visto? Desde el ángulo de la puerta, absolutamente todo. Estuve a punto de desmayarme. ¡Ese tío había presenciado cómo casi culmino mi primera masturbación anal! ¿Me habría escuchado gemir? Por favor, Dios, eso no.
—No te preocupes chaval, puedes seguir con lo que estabas haciendo. Cuando hay necesidad, hay necesidad.— Dijo estas palabras analizándome de arriba a abajo, con una sonrisa torcida en el rostro. Pude comprobar cómo sus ojos hicieron una pausa en mi picha, que seguía dura como el mármol, apuntando hacia arriba y latiendo al ritmo de mi respiración.
Me tapé como buenamente pude. Con una mano me empujé la polla hacia abajo. Me hice daño al luchar contra el sentido natural de mi erección, ocultando a duras penas la parte del glande. El resto de mi herramienta siguió a la vista de aquel hombre, que no parecía darse mucha prisa en terminar lo que había venido a hacer. De vez en cuando usaba la mano libre para apartar el agua que me entraba en los ojos. No pensaba moverme de allí hasta que ese bedel se fuera.
—A tu edad es normal chico. Por mí no te cortes, puedes seguir con lo que estabas haciendo.
—No estaba haciendo nada Paco, solo duchándome.
—Ya, ya…
El shock inicial fue dando paso a un nuevo estado de excitación. Mi joven martillo pareció acomodarse a la contención que estaba ejerciendo sobre él, como si tuviera que adaptarse a esa posición para poder seguir en estado erecto. “¿No piensas darme ni un respiro?”. Mi mente y mi cuerpo fueron recuperando el nivel de excitación que tan bruscamente se había esfumado. Estaba desnudo, mojado, indefenso, delante de un hombre mayor y uniformado, que me había visto con la polla tiesa y el culo abierto.
—¿A qué hora cerráis?— No se me ocurrió otra cosa que decir.
—Aún queda un rato. Tenemos que revisar los contadores, conectar el sistema de riego, activar las cámaras de vigilancia… ya sabes.— Me contó todo esto mientras trasteaba aquí y allá, mirándome de reojo, cada vez con más frecuencia. Debo reconocer que sentí un poco de miedo. —Ya te he dicho que puedes seguir con lo que estabas haciendo. No se lo diré a nadie.
—Yo… no estaba haciendo nada.
—¡Bueno! Yo ya he terminado. Me llevo estas toallas y un par de cosas que tus colegas han dejado tiradas por aquí. Diles que vengan a buscarlas a recepción.
—Vale, se lo diré.
—Y prueba con saliva.
—¿Cómo?
Pero salió antes de responder a mi pregunta y no sin antes dirigir una última mirada a mis genitales.
Respiré tranquilizado y esperé unos minutos para confirmar que Paco no regresaría. Cuando consideré que había pasado el tiempo suficiente, continúe con la ducha. “Se acabaron las tonterías, me corro y me piro casa”.
Volví a dar la espalda a la entrada y decidí dejar mi excursión exploratoria para otro momento. Empecé a mover mi mano suavemente alrededor de mi cipote, que seguía empalmado a más no poder. Me recreé unos instantes realizando recorridos completos desde la base de mi polla hasta cubrir el glande con todo el prepucio. Me giré y apoyé la espalda contra la pared. Seguía estando solo.
“Vamos a acabar con esto”. Aceleré el vaivén de mi mano. El jabón ayudaba a que el movimiento fuera más fluido, menos dañino. Mis pelotas se columpiaban en el aire, acompañando a mi brazo en cada ir y venir. Mi rabo se mantenía impasible en su máximo estado de esplendor. La tenía dura y ardiente. De vez en cuando dejaba de pajearme para azotarla, empujándola hacia abajo y dejando que me golpeara los abdominales a la subida. Gemí. Me apretaba los huevos, que volvían a estar preparados para llenar de lefa todo lo que se interpusiera en su camino.
Me pusé de puntillas y arqueé la espalda. Me aparté el agua de la cara y volví a asegurarme de estar solo. “No va a venir, ha pasado mucho tiempo. Córrete y vete”. Dicho y hecho.
Estaba a punto, lo sabía. En unos segundos mi líquido púber estaría entremezclándose con el jabón en el suelo de las duchas, dirigiéndose hacia el sumidero. En unos segundos mi cuerpo estaría temblando y mi manos no sabrían dónde aferrarse para mantenerlo en pie.
—Tócame, David. Quiero que me toques cuando me corra. Quiero llenarte la mano de leche, quiero mancharte.
Faltaba poco.
—Quiero que veas cómo termino. Mira cómo mi polla se vacía, mira cómo mi polla dispara lefa hacia todos lados. Quiero que me mires y quiero que la mires.
Moví la mano con más velocidad. Casi podía sentir cómo a través de mis conductos masculinos empezaba a circular el semen que mi cuerpo había empezado a producir escasos meses atrás.
—David me voy a correr. Pajéame tú, termina tú. Hazme una paja y haz que me corra.
Ahora ya no estaba en los vestuarios. Volvía a estar en las gradas, frente a mi entrenador, con las piernas abiertas y su mano sobre mi paquete. Vi su sonrisa resplandeciente, sus músculos tostados. Olí su sudor a macho. Sentí cada milímetro de sus dedos sobre el bulto que había bajo mi equipación de fútbol.
—Mmmm, ah… Me corro, David… Me corro, me corro, David… ah, ya viene, me corro.
Casi estaba.
—Para.— Abrí los ojos y allí estaba, frente a frente, mi entrenador. —No sigas.
[Continuará]