Problemas de adolescencia - David - Parte 1
La pubertad no es una etapa fácil para nadie. Afortunadamente, tuve muchas manos dispuestas a ayudarme.
Aún a día de hoy, con todo lo que sobrevino después, me resulta difícil asimilar lo que sucedió aquel año. Puede que todo fuera fruto de un cúmulo de casualidades, de situaciones aisladas con un claro componente común. Sin embargo, mi intuición, ahora más que en esos momentos, me lleva a pensar que el azar participó mucho menos de lo que siempre he querido creer.
Tengo 32 años y aunque ahora todos me conocen como Antonio, mis familiares, amigos y profesores de juventud siempre me llamaron Toni . Mi relato comienza y termina en mi decimosexto verano, cuando, a pesar de llevar pocos meses experimentando deseo sexual y aún menos satisfaciendo con buenos resultados mis instintos carnales, me vi envuelto en una extrema revolución hormonal que fue causante de los episodios más eróticos que he vivido hasta el momento.
_____
Siempre fui un chico apacible, correcto y discreto. No era dado a meterme en líos, me sentía cómodo cumpliendo las normas y disfrutaba teniendo las cosas bajo control.
Mis padres, aunque bondadosos, supieron inculcar en mí y en mis hermanos el respeto hacia nuestras figuras de autoridad, así como la disciplina para con nuestras obligaciones. Fui un estudiante ejemplar, destacando siempre como uno de los mejores en cada curso. Durante la temporada escolar, dedicaba mi tiempo libre a estudiar, hacer deporte y pasar el rato con mis amigos, bastantes más despreocupados y macarrillas que yo. No se puede decir que fuera un chico afeminado o especialmente sensible, sino más bien reservado, sosegado y muy reacio a expresar mis emociones.
En casa éramos cinco: mis padres, mi hermano mayor Nando , de 19 años, mi hermano pequeño Nico , y yo. En general, la vida familiar era tranquila. Mi madre trabajaba como representante comercial para una importante entidad financiera y a menudo pasaba largas estancias en Madrid. Mi padre, enamorado del estilo de vida mediterráneo, rara vez abandonaba nuestro pueblecito costero si no era para realizar algún viaje turístico. Mis hermanos, como yo, siempre fueron conscientes de la importancia de cumplir en los estudios y evitar situaciones problemáticas. Eran chicos guapos y fuertes, aficionados al deporte y queridos por todos. Hoy puedo presumir con orgullo y cariño de haber tenido una familia ejemplar.
Fui popular en el instituto y entre los colegas del pueblo, supongo que a causa de una suma de cualidades que me convertían en el adolescente perfecto. Tenía éxito académico, lo que me permitía contar con el favor de mis profesores. Gozaba de prestigio deportivo, especialmente en las disciplinas de equipo, lo que me granjeaba el cariño y la camadería de muy buenos amigos. Y, además, a pesar de no que me gustara llamar la atención, podría decirse que era un chivo divertido, ingenioso y sociable, rasgos que me ayudaban a conectar con la gente.
Aunque siempre había practicado algún tipo de deporte, como la natación o el atletismo, a los catorce años ingresé en el equipo infantil de fútbol local. No era un equipo con un respaldo económico apabullante, pero con la ayuda del Ayuntamiento, las colaboraciones de varios negocios del pueblo y las aportaciones de los socios, contábamos con la supervisión de un buen entrenador, competíamos a nivel regional y podíamos contar con algunos privilegios, como equipaciones nuevas cada dos años y sesiones de fisioterapia. ¡Cómo se notaba que la crisis económica estaba aún por llegar!
Con el paso de los años, fui ascendiendo de rango y el ejercicio físico contribuyó a moldear mi musculatura. Antes de los quince, ya podía presumir de gemelos marcados y piernas fuertes, bíceps contundentes y una envidiable colección de abdominales. Todos estos atributos, desarrollados de manera natural, se ajustaban al cuerpo de un púber y nunca sentí especial interés en fomentarlos más de lo que lo hacían por ellos mismos. Al mirarme en el espejo me gustaba lo que veía y con eso me bastaba.
Además de fuerte, era guapo. No es por presumir, pero ciertamente lo era. Mis desarrollados músculos combinaban a la perfección con mi piel morena, que aún se tostaba más en los meses estivales, brillando bajo una fina capa de vello rubio quemado por las tardes en la playa. Tenía cejas pobladas, muy varoniles. Nunca me preocupé por depilarlas ni darles forma, me gustaban al natural. Mi mandíbula era recta y terminaba en una barbilla cuadrada. Mis orejas, grandes y algo pronunciadas hacia fuera, compartían exceso de tamaño con otras partes de mi cuerpo, como mis manos o mi boca. Solía llevar el pelo rapado, en degradado, dejándolo un poco más largo en la zona superior de la cabeza para poder peinar el flequillo hacia arriba. Todo ello, unido a mis ojos verdes, mi metro setenta de estatura y una perfecta sonrisa blanca (producto de un par de años con brackets) hacía de mí un joven ciertamente llamativo, pero con una nula capacidad para sacar partido a mi atractivo.
Ya por entonces contaba con un pene demasiado grande para mi edad, desproporcionado en comparación con el resto de mi fisionomía. Para ser más claro: tenía el miembro de un hombre adulto en el cuerpo de un niño. Con unos 15 centímetros en estado de reposo y unos 22 cm en erección, sabía, por lo que había visto en los cuerpos de mis amigos y compañeros de equipo, que mi pene era grande y grueso. Podía descapullarlo sin problema, pero cuando estaba relajado me gustaba cubrirlo con el prepucio, de lo que tampoco andaba corto. Justo en el centro del tronco, una vena sobresalía de la piel, ramificándose varias veces en conductos más estrechos que se perdían hasta la parte posterior de mi mástil. Contrastaba cómicamente con un pubis lampiño y unos testículos que, aunque pesados y colgones, estaban prácticamente desprovistos de vello.
La falta de pelo no me acomplejaba. Por lo visto, mi barba tampoco tenía intención de brotar y a la pelambrera de mi pecho le faltaban años para aparecer. Verdaderamente, y sin tener en cuenta la cabeza, las únicas zonas peludas con las que contaba eran los sobacos y las piernas, y tampoco ahí era abundante.
Comencé a sentir auténticos impulsos sexuales. Como el resto de chavales, terminé sabiendo lo que era la masturbación y empecé a manipular mi pene en estado de erección. A pesar de que las primeras eyaculaciones no eran más que un chorrito de líquido medio transparente, había descubierto lo que era el autoplacer. Aunque aquello me agradaba, debo reconocer que mi despertar sexual no fue, ¿cómo decirlo? Todo lo ardiente que se espera de un chico adolescente. Me hacía pajas, sí, pero estoy seguro de que mis colegas pronto triplicaron mi marca personal. Veía porno cuando y como podía, como todos, pero sin que me fuera la vida en ello.
Pero eso cambió. Los meses anteriores al verano de 2005, a las pocas semanas de cumplir los dieciséis años, comencé a perder el control sobre ciertos impulsos corporales. Mis erecciones podían manifestarse en cualquier momento y en cualquier lugar, causando en mí un verdadero sentimiento de pánico cuando mi amiga decidía hacer acto de presencia. A veces, un simple dibujo en los libros de Biología o algún que otro poema subido de tono en clase de Lengua y Literatura me provocaban hinchazones que a menudo amenazaban con romper el pantalón. Y, como ya he dicho, contaba con una auténtico monstruo entre las piernas.
Cuando creí que no podía ir a peor, la cosa empeoró. Las repentinas erecciones empezaron a venir acompañadas de eyaculaciones involuntarias que hacían que mojara mis calzoncillos varias veces al día. No podía controlarlo, así de sencillo. Podía estar en mitad de un examen, entrenando con mi equipo o echando el rato con mis colegas. Mi pene se endurecía en cuestión de segundos, pasando de ser un trozo de carne flácida a un pedazo de tronco que latía, se apretujaba en mi ropa interior y me causaba dolor. De pronto, cuando pareciese que fuera a rasgarse y separase de mi ser, sin ni siquiera tocarlo, emanaba semen como si de una fuente se tratase.
Intente remediar el asunto controlando mi respiración, recurriendo a pensamientos desagradables o pellizcándome las piernas cada vez que el espectáculo abría sus puertas. Nada de ello sirvió para no terminar lefado perdido cada dos por tres.
A medida que se acercaba el buen tiempo, todo se agravó. Faltaban un par de semanas para que terminase el curso y no estaba dispuestos a darme una tregua. Hablar de cerdadas con mis amigos, el roce de las sábanas o el contacto físico con mis compañeros de equipo, hacían que mi miembro se endureciera a la velocidad de la luz. A veces tenía la sensación de que crecía tanto, que parecía que iba a salir disparado de mi cuerpo.
Llegados a este punto debo aclarar que por aquel entonces, bendita inocencia, creía sentirme atraído por las chicas. Estaba acostumbrado a ver el cuerpo desnudo de otros tíos y convivía con tres hombres que rara vez usaban pantalón, pero jamás había sentido deseo sexual por mi mismo sexo.
Contrariamente a lo que podáis pensar, esa situación de descontrol terminó por afectar a mi vida sexual (es decir, a mis reducidas sesiones de onanismo). Las eyaculaciones involuntarias me impedían disfrutar de mí mismo cuando y donde quisiese, que solía ser encerrado en el baño, mientras que las erecciones incontroladas dañaban la piel de mi polla, dejándola enrojecida y dolorida. En resumidas cuentas: era mi rabo y no yo quien escogía el lugar y momento del día para correrse.
Era consciente de que necesitaba ayuda, pero no de cómo pedirla. Aunque sabía que resultaría inútil, intenté hablar con Xavi , mi mejor amigo desde los cinco años. Cuando le dije que siempre la tenía dura , se burló de mí y su única respuesta fue pues como todos Tonín, como todos. Desistí en mi intento de contarle el resto del problema.
Una tarde, al finalizar uno de los últimos entrenamientos de la temporada antes de las vacaciones, retomé una idea que ya se había cruzado por mi cabeza semanas antes. David era nuestro entrenador desde hacía un año y medio. Un chico gallego, de unos treinta años. Fuerte, moreno de piel y con el pelo rubio oscuro. Lucía varios tatuajes en los brazos y acostumbraba a llevar las piernas depiladas. Tenía un aro dorado en la oreja izquierda y siempre olía a desodorante Axe. Puede decirse que era un tío guay. Bromeaba con nosotros, actuaba como nuestro hermano mayor y a menudo nos repetía que podíamos apoyarnos en él si teníamos algún tipo de problemas.
Estaba decidido. Iba a contarle mi problema. Seguro que no tenía que profundizar mucho para que se diera cuenta de lo que me ocurría. David sabría cómo gestionarlo y a quién recurrir. Además, estaba convencido de que sería discreto, de que se lo tomaría en serio y no se burlaría de mí. Después de entrenar, mientras el resto del equipo abandona el campo en dirección a los vestuarios, me acerqué a él con la intención de exponerle mis preocupaciones.
—¡Ey, Toni! Hoy has estado bien tío, te he visto más rápido que en sesiones anteriores, aunque con menos reflejos. No te preocupes, es culpa del calor. ¿Estás mejor de la rodilla? ¿No vas a las duchas?
—Sí, sí, ahora voy, pero si tienes tiempo me gustaría contarte una cosa. —Miré a mi alrededor. A lo lejos vi a los chicos entrando a las instalaciones cubiertas, camino a las duchas. Saber que estábamos solos me tranquilizó un poco.
—Claro chavalín, soy todo oídos. Cuéntamelo mientras termino de amontonar estos conos. —Mi entrenador continúo recogiendo el material, andando de un lado para otro. No parecía que me estuviese prestando atención o que pudiese dedicarme mucho tiempo. Aún así, me armé de valor.
—David… me gustaría hablar contigo de algo que me está pasando y que no sé cómo solucionar. —No quería andarme con demasiados rodeos, pero resultaba difícil ir al grano.
—¿Cómo es eso Toni? ¿Qué te ocurre? ¿Tienes problemas con algún compañero del equipo? ¿Todo marcha bien en casa? —Desde aquel instante David se concentró en mí y dejó a un lado todo lo que estaba haciendo. Tiró al césped su carpeta de anotaciones y se quitó el silbato del cuello.
—Sí, sí. En mi casa no tengo ningún problema y los chavales, a su forma, han intentado ayudarme, pero sin mucho resultado.
—Entonces, ¿qué sucede? Venga va, tranquilo. No te preocupes, sabes que puedes contar conmigo.
—Ya, ya, lo sé, pero es que me da un poco de vergüenza contarte esto…
—Vale, vamos a hacer una cosa, ¿te parece? Voy a ir a la máquina expendedora a comprar un par de refrescos. Espérame en las gradas y ve buscando las palabras con las que más cómodo te puedas sentir hablando conmigo. Tardo tres minutos, fiera.
David dio media vuelta y salió al trote hacia el centro deportivo, que no debía estar a más de cien metros del campo del fútbol. Me dirigí a los asientos que había en uno de los laterales del terreno de juego y me senté a la sombra. Estaba empapado de sudor y necesitaba que me bajase la temperatura de la cara si no quería parecer avergonzado.
Mi entrenador volvió pocos minutos después. Me lanzó una lata de Coca-Cola y abrió para él otra de bebida isotónica. Mientras daba los primeros tragos reparé en lo sudado que estaba, no quedaba un trozo de tela seco en su camiseta. Tenía el pelo húmedo y pequeñas gotitas perladas se amontonaban en sus cejas. Sin poder evitarlo, y siendo la primera vez que lo hacía, dirigí mi mirada hacia su paquete. No contaba con más referentes que los bultos que podían tener mis compañeros de clase y equipo, pero intuí que David no tendría queja alguna sobre el tamaño de su herramienta. «¿Cómo tendrá la polla?», pensé.
—Bueno chaval, ¿qué te pasa? —preguntó devolviéndome de mi ensimismamiento. ¿Se habría dado cuenta de que le había estado mirando la entrepierna?
—Verás, es algo relacionado con mi cuerpo…
—¿Tienes algún tipo de complejo? ¿Te sientes cómodo con tu peso?
—Sí, sí, me siento cómodo con la apariencia de mi cuerpo, pero en ocasiones no con su funcionamiento…
— A ver, Toni, tranquilízate, ¿vale? Puedes confiar en mí. Si ayudarte está en mi mano, ten por seguro que lo haré. Intenta ser claro y veremos de qué forma podemos solucionar lo que te pasa.— Sentí un leve cosquilleo cuando posó su mano en uno de mis muslos desnudos, cerca de mi ingle, y la dejó ahí apoyada.
—Pues es que, a veces… —titubeé y desvié la mirada hacia el suelo. La mano de David seguía en mi muslo, firme, férrea, caliente.
—Va, te escucho chaval.
—A veces… se me pone dura sin yo quererlo.
—¡Jajaja! —David estalló en una sonora carcajada que me hizo sentir ridículo— ¡Amigo, me habías asustado! ¿Eso es todo lo que te pasa?
—Pues sí… — ¿Cómo que si eso era todo? ¿No le parecía raro?
—¡Pero si es la cosa más normal del mundo! Para los hombres, y sobre todo para los hombres de tu edad, convivir con la cosa dura es algo a lo que nos enfrentamos durante toda la vida. Yo a tu edad iba todo el día con el piloto encendido. En serio, a todas horas tiesa como una vela. Hazme caso, no tienes ningún problema. ¡Vaya cosa!
Las palabras de mi entrenador me dejaron impactado. ¿Estaba seguro de haber oído que a mi edad él también la tenía dura todo el tiempo? Me incorporé un poco, apoyando mis brazos en las rodillas y acercándome un poco más a David, que me miraba con una media sonrisa y una expresión de ternura ante lo patético de mi problema
—No es solo eso… Entiendo que tener erecciones es algo normal, el problema está en que son demasiadas y que… a veces… termino sin yo quererlo. —Noté como algo empezaba a crecer dentro de mi suspensorio.
—¿Cómo que terminas? ¿Quieres decir que no puedes evitar correrte? —Brusco y serio, pero dio en el blanco. Ante la franqueza de David, no pude más que asentir con la cabeza— Bueno, creo que eso es algo menos común.
—¡Claro! Estoy seguro de que ni a mis colegas ni a mis hermanos les pasa.
—¿Desde cuándo te ocurre? ¿La eyaculación es abundante? —Al decir esto, volvió a colocar la mano en la parte superior de mi pierna.
—Mmmm… En los últimos meses me ha pasado casi a diario y, bueno, cada vez expulso más cantidad de semen.
—¡Jajaja, semen! Que refinado eres Antoñito. —Aquel comentario me hizo sentir vergüenza. A pesar de eso, mi rabo se hinchaba aún más rápido desde que David posó su mano sobre mi pierna.
—Bueno, no sabía cómo llamarlo…
—No te preocupes. Ahora voy a preguntarte algo que a lo que no tienes que contestarme si no quieres, ¿vale? ¿Tienes relaciones sexuales con chicas? —negué con la cabeza— ¿Y con chicos?
—¡Por supuesto que no!
—Bueno, bueno, no te enfades. No sería nada malo. Simplemente quería saber si esas erecciones y eyaculaciones involuntarias podrían estar relacionadas con las ganas que tiene tu cuerpo de establecer contacto con otras personas, ¿me entiendes? —Me recliné hacia atrás algo aturdido por la pregunta. David, que hasta entonces había mantenido la mano quieta sobre mi muslo, la subió un poco más. Sus dedos ya rozaban el comienzo de mis calzonas.
—Creo que sí…
—Vaya, lo que quiero saber es que si tienes ganas de follar pero no lo haces, hablando claro.
—¿Yo? ¿Follar? —Mi expresión debió delatarme ipso facto.
—Oh, vaya, entiendo. Aún no te has estrenado, ¿no?
—No...
—Bueno, eso no importa. Cada cual a su ritmo. Seguro que muy pronto se te presenta la oportunidad. Volviendo a lo de antes… ¿cada cuánto tiempo experimentas esas erecciones repentinas? Dices que puede pasarte en cualquier momento, ¿no?
—Sí, pueden darse a todas horas. De hecho, ahora mismo estoy teniendo una. Me duele porque me aprieta mucho el suspensorio. —Llevaba un rato empalmadísimo. El crecimiento de mi polla había ido levantando un espacio entre mi piel y la tela de mi pantalón, ¿había aprovechado esto David para ir subiendo su mano un poco más? Sentía la punta de sus dedos en el tronco de mi rabo, separados solamente por la fina capa de algodón de mi ropa interior.
—¿En serio? A ver, separa las piernas, vamos a echar un vistazo.
Durante unos segundos no supe cómo reaccionar ante esa petición. Las palabras de David parecían sinceras y amistosas y su actitud no me dejaba entrever ningún tipo de intención indecente. Parecía querer ayudarme y eso era lo que yo necesitaba más que nada. Si yo atisbaba algún propósito indecente no era más que fruto de la confusión que mi mente calenturienta me estaba provocando. Era mi entrenador, un buen tío al que conocía desde hacía tiempo. Confié en él y accedí a lo que me pidió.
Me incliné aún más hacia atrás. Un tanto avergonzado, separé las piernas y le mostré el enorme bulto que se había formado entre ellas. Mi pene había ido creciendo libremente hasta quedar reposado en mi ingle derecha, justo donde descansaba la mano de David. De vez en cuando, algunos espasmos hacían que el bulto se moviera y pareciese que el glande amenazase con salir por el elástico del chándal.
Yo estaba sudando. Sentía los latidos de mi corazón concentrados en mi rabo. Esa anaconda no cabía allí. Pedía a gritos ser liberada. Extrañamente a lo que solía pasarme, en aquella ocasión la erección se vio acompañada por una extrema calentura. Estaba muy cachondo, más de lo que lo había estado nunca.
—Vaya! Sí que estás dotado, chaval. No parece que tengas un problema precisamente…
Reí un poco, ¿qué más podía hacer en aquella situación? Cerré los ojos y suspiré. No sabía dónde mirar. David siguió a lo suyo. Contemplaba mi tienda de campaña como el artista observa orgulloso su obra. ¿Hablaba conmigo o con mi cipote?
—Y dices que este tipo de empalmes suele ir acompañado de corridas bestiales, ¿no?
Aquellas palabras me sorprendieron. No me ofendieron, pero sí me resultaron un tanto inadecuadas para la relación entrenador-pupilo. No obstante, la excitación pesó más que el decoro. Solamente sentía mi polla a punto de explotar y a los ojos de mi joven entrenador fijos en ella. Mi voz temblaba cada vez que intentaba comunicarme con él.
—Mmmm… —gemí. No pude contenerme. Y sabía lo que eso vaticinaba.
—Toni tío, ¿estás bien? —David volvió a subir la mano. Se topó irremediablemente con el tronco de mi rabo, así que no le quedó más remedio que agarrarlo. Tenía la puta mano de mi entrenador alrededor de mi cimbrel y lo peor de todo es que no quería que la quitase. Aquello no tenía sentido, ¿qué cojones estaba pasando?
—Esto… sí, estoy bien, muy bien… pero creo que me va a pasar lo que te he contado antes… La tengo súper dura y me parece que voy a correrm…
—¿Chaval estás loco? ¡No puedes correrte!
—No voy a poder pararlo, está a punto de salir. Ufff, David, me va a reventar la polla, ¿qué hago?
—Joder Toni, no, ¡no! No hagas esto aquí. Intenta relajarte, respira.
David miró hacia todas las direcciones, asegurándose de que no hubiera nadie por los alrededores. Por primera vez en toda la conversación separó su mano de mi cuerpo, se levantó y atisbó el horizonte protegiéndose los ojos del sol. Justo en ese momento, y como antes no había podido vérselo porque estaba sentado, volví a reparar en su paquete. ¿Había crecido? Sí, había crecido mucho.
—Escúchame, vamos a hacer una cosa, te vas a ir a los vestuarios y me vas a esperar allí. Con suerte ya se habrán ido todos y podremos seguir hablando de esto más tranquilamente.
—Flipas si piensas que voy a llegar a los vestuarios. En cuanto me mueva un poco empezaré a eyacular, David.
David pareció desesperar. Por un momento pensé que estaba nervioso, pero la serenidad volvió a sus ojos en cuestión de segundos. Sabía que no podía perder el control.
—Toni, eh, mírame. Mírame a los ojos, olvídate de todo. Solo mírame a mí y respira. No te vas a correr, ¿vale? No vas a dejar escapar ni una gota de semen. Sé que puedes hacerlo.
(Des)afortundamente, volvió a colocar su mano sobre mí. No sé si fue su intención o si verdaderamente se trató de un fallo de cálculo, pero terminó encima de mi polla. Y yo no pude contenerme más.
—David, si no quitas la mano de ahí me voy a…
—¿Pero qué dices hombre? ¿Por tocarte la polla? ¡Deja de exagerar! Mira, estoy seguro de que incluso si te la sobara un poco no pasaría absolutamente nada. —Nada más decir esto empezó a frotar la palma de su mano a lo largo de mi paquete. Fue breve, el movimiento no pudo durar mucho. A los pocos segundos empecé a correrme sin control. Mi cuerpo tembló y no fui incapaz de reprimir un par de gemidos roncos. Mi ropa no fue suficiente para retener la enorme cantidad de leche y esta empezó a brotar entre el tejido. David miraba cómo me retorcía, cómo movía la cabeza con la boca abierta y los cerrados, cómo mi frente sudaba y mis pulmones intentaban inspirar todo el aire que podían. Cuando volví a verlo estaba boquiabierto, con la mano aún sobre mi paquete y el suyo casi tan grande como lo había estado el mío hacía unos momentos. Se separó de mí, pero unos pringosos hilos de semen adolescente mantuvieron el contacto entre ambos cuerpos.
Yo estaba exhausto. No podía hablar, ni reaccionar, ni pensar.
—Espérame en los vestuarios.
Y como pude, me fui.
___________
¡Hola a todos!
Este es el episodio introductorio de una colección de relatos que espero ir publicando a lo largo de los próximos días. Es mi primer relato erótico y deseo que disfrutéis leyéndolo tanto como yo escribiéndolo.
¿Es real lo que narro? Todo lo que queráis que sea.
Para mí lo fue.
¡Hasta pronto!