Privacy Club - Cuatro años después (13)

El sex shop

Sergio

Tras ducharnos, Unai había propuesto que saliéramos a cenar fuera del complejo.

Las dos mujeres, sin ponerse de acuerdo, habían elegido sendos vestidos de estilo ibicenco, que resaltaban las partes visibles de sus cuerpos, que comenzaban a adquirir un tono dorado. Realmente también las partes no visibles tenían ese color, aunque solo en el complejo nudista pudiéramos admirarlas.

Cuando bajamos al parking, caí en la cuenta de algo que no había recordado hasta entonces:

—¡Oooops! No he instalado la batería en vuestro coche.

—¡Bah! No importa, ya lo harás mañana. —Lo “malo” —su expresión indicaba a las claras que pensaba que de malo, nada— es que Marta y yo tendremos que resignarnos a ocupar los asientos traseros —guiñó un ojo en mi dirección.

«Ya. Tendrás que resignarte a meter mano a mi mujer en el asiento de atrás» —pensé, pero no dije nada.

★ ★ ★

Estuvimos paseando un rato por el pueblo cercano. No tenía nada que llamara la atención, y había más gente que en la guerra, atestándolo todo.

Quién va de vacaciones a un lugar concurrido sabe, o debería saber, que si intenta cenar en un restaurante a la hora española (después de las 22:00) en el supuesto de que encuentre sitio sin esperar (dudoso) será atendido (mal) por camareros desbordados, la llegada de su comanda desde una cocina al borde del colapso se retrasará, y ya no quedará tal o cual plato que eligió de la carta.

Unai y Nekane, como nosotros, preferían aparecer con los turistas nórdicos, a las 19:30 (muchos restaurantes en las zonas de veraneo sirven cenas desde esa hora y aún antes) Eliges mesa, consultas la carta tranquilamente mientras tomas un aperitivo, y cuando las hordas de rezagados comienzan a invadir el lugar, tú estás tan ricamente terminando tu copa y esperando la cuenta.

Hay personas a las que he oído decir lo de “yo en vacaciones olvido el reloj”. Pues en el pecado llevan la penitencia, si pretenden comer o cenar en un restaurante, o ir a un supermercado.

A las 21:30 nos encontramos en la calle. Yo propuse caminar un rato por el paseo marítimo, y eso hicimos.

Es una costumbre típicamente española que las damas caminen delante, y los caballeros las sigan. Habría dado algo por saber de qué hablaban Marta y Nekane, que nos precedían cogidas de la mano. De vez en cuando dejaban escapar unas risas. En un par de ocasiones, Marta volvió la cabeza para dirigirnos una mirada con una expresión que me pareció abochornada.

—¿Lo estáis pasando bien? —me preguntó Unai en un momento dado.

—Bueno, estas vacaciones están siendo toda una experiencia, en más de un sentido.

—Una pregunta indiscreta: ¿tomas algo… ya sabes, para mantener la erección? —preguntó él, un tanto cortado—. Lo digo porque he advertido que Nekane y tú os tiráis una eternidad cada vez que folláis…

—Pues no, no tomo nada. Verás: hace mucho tiempo cayó en mis manos un libro de los 80’s escrito por Irving Wallace, titulado “Los siete minutos”. Trata de una batalla legal sobre la definición de pornografía, y el título tiene que ver con no-recuerdo-qué encuesta, según la cual un coito dura siete minutos de media. Ese es un tiempo muy breve, de manera que me gusta alargarlo con pequeñas caricias cada vez más íntimas, de forma que el deseo vaya creciendo poco a poco… antes de que comiencen esos siete minutos. Y mucha comunicación entre la pareja, no importa el tema.

«¿Qué cojones hago yo contando a un hombre cómo hago para satisfacer a su mujer en la cama?» —me pregunté.

—¿Habíais tenido sexo Nekane y tú antes de estas vacaciones? —preguntó a las claras—. Lo digo porque en las tardes en las que quedábamos a ver un partido en el televisor, vosotros mientras estabais hablando como apartados en el comedor, en una pose de lo más… íntima. En varias ocasiones os he visto con las manos enlazadas y, fíjate, a veces me he sentido celoso. No es que me importe, entiéndeme, pero lo que se me hace raro es que Nekane no me haya contado nunca que habéis echado un polvo.

—Bueno, Marta y tú celebráis los goles con besitos y abrazos… Eso, que yo haya visto. No, no lo habíamos hecho antes de ahora, debes creerme. Y en cuanto a lo de la intimidad… Ella y yo tenemos muchas aficiones comunes. Se dice “amigo íntimo” a aquel (o aquella) con el que lo compartes todo, sin que haya secretos ni se oculte nada. A quién haces partícipe de tus pensamientos, planes y sueños. Y eso es lo que hacemos tu mujer y yo en esas tardes de fútbol, que no nos interesa en absoluto.

Unai rio.

—¡Vaya! Pues parecéis más un matrimonio que ella y yo…

Una idea me venía rondando desde que comenzó aquella conversación. Pero al final, no me atreví a preguntar si Marta y él habían tenido relaciones antes de las vacaciones. No quería saberlo, y después de verlos follando, además, no tenía mucho sentido.

—¿Y a todas las mujeres les va que les traten cómo tú a Nekane?

Comencé a mosquearme.

«Ahora solo falta que me pida asesoramiento sobre cómo follar a mi mujer» dije para mí.

—Verás, cada persona es un mundo, cada pareja una galaxia, y cada situación es diferente. Puede ser que una misma persona disfrute de coitos tranquilos con un determinado compañero de cama, y sin embargo prefiera sexo más… duro con otro.

«Te vas a enterar, por sacar a colación este tema tan violento» —pensé.

—Por ejemplo, la noche que llegamos, en la playa, debió durar no mucho más de los tópicos siete minutos. Era la primera vez que teníamos un, digamos, encuentro, y nos dejamos llevar por la pasión. Luego, como decías antes, todo ha sido más… relajado entre nosotros.

—¿Cuándo os vais? —me preguntó, en un claro intento de cambiar de conversación.

—El día 17. El 19 muy temprano tenemos un vuelo desde Madrid hasta Barcelona, que es de donde parte el crucero. No sé cómo lo llevará mi mujer, aunque ha sido idea suya. Durante las vacaciones del año pasado hicimos una excursión en catamarán, y lo pasó fatal, se mareó como un trompo. La empleada de la agencia nos aseguró que el barco de cruceros dispone de algo llamado “estabilizadores”, y que no se mueve nada, pero no sé yo…

—A mí me sucede un poco lo mismo. Un amigo nos invitó a dar un paseo en su barco, el mar estaba un poco movido, y tuvo que volver a puerto antes y con antes, porque me puse malísimo… Pero Nekane parece ser inmune al mal de mer .

—Ese es uno de mis sueños que nunca cumpliré, el de tener un barco propio. Incluso el año pasado obtuve el título PER —patrón de embarcaciones de recreo, aclaré—. Pero después de la experiencia de Marta… pues se quedará en eso, un sueño.

—Elegiste mal. Si te hubieras casado con Nekane, andaríais ahora los dos “viento en popa, a toda vela”… —rio su propia broma.

No habíamos advertido que las chicas se habían detenido, hasta que casi tropezamos con ellas.

—Que decimos Nekane y yo que aquí hace un calor espantoso, y que por qué no volvemos al apartamento, y nos quitamos la ropa… —mi mujer guiñó un ojo en nuestra dirección.

★ ★ ★

Marta fue la primera en fijarse en aquel establecimiento: un sex shop .

—Entremos, será divertido —propuso.

Durante unos minutos, las mujeres estuvieron cuchicheando y dejando oír risitas ante la profusión de penes de goma, vibradores y otros adminículos cuya finalidad me resultaba desconocida.

—…incluso este —tenía un pene de goma realista en la mano— es más pequeño que el de Sergio —Marta volvió la vista, ruborizada, cuando advirtió que había hablado en voz más alta de lo que pretendía.

La dependienta, una mujer de cierta edad, se dirigió a Unai y a mí, que permanecíamos parados viendo las carátulas de vídeos eróticos.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó.

—¿Qué tienen en juegos… ya sabe? —preguntó Unai.

—Precisamente acabamos de recibir… —dijo la mujer, mientras pasaba tras el mostrador y nos mostraba una caja—. Es un Jenga especial. Se trata de un conjunto de piezas de madera, que se apilan formando una torre —aclaró afortunadamente, porque yo no tenía ni repajolera idea acerca de qué cosa es un Jenga—. Cada pieza tiene escrita por debajo una prueba. Se trata de extraer una de esas piezas sin derribar la torre, y entonces él o ella tiene derecho a someter a la prueba que tiene grabada el listón a la persona que prefiera.

—¿Qué tipo de pruebas? —pregunté.

—Bueno, hay de todo. La mayoría indican que debe quitarse una prenda de ropa —guiñó un ojo en mi dirección—. Luego hay otras más fuertes, como lamer el coño o hacer una mamada —dicho esto último mirando el bulto del pantalón en mi entrepierna.

Me maravilló que la mujer dijera eso con la misma tranquilidad con la que un vendedor de camisetas describiría su producto, y sin emplear sinónimos de ciertas palabras más, digamos, aceptados socialmente.

—Nos lo llevamos —decidió Unai.

—No sé si han visto… —la dependienta dirigió una mirada lúbrica a nuestras mujeres—. Ayer entraron unos vídeos nuevos sobre intercambio de parejas…

—No soy muy aficionado a esos temas… —dije yo.

—Hombre, a lo mejor nos inspiran… —Unai profirió una risotada.

—Les recomiendo estos dos —la dependienta alargó dos cajas.

Unai pagó sus adquisiciones. El precio me pareció escandaloso, aunque en realidad yo no sabía cómo iba el mercado de artículos eróticos. Por su parte, Marta abonó entre risitas el precio de una caja cuyo contenido nos ocultó.

—¡No te atreverás! —dijo Nekane en voz baja dirigiéndose a mi mujer.

—¿Qué apuestas? —contestó ésta, con la risa bailando en sus ojos.

La misma Marta había dicho en una ocasión, refiriéndose a una amiga lesbiana que había “salido del armario” que, más que salir, se había tirado. De una forma similar, Marta había pasado de sus rubores y remilgos iniciales a un atrevimiento en el terreno del sexo que me tenía extrañado.

★ ★ ★

Había acertado en la intención de Unai sobre los asientos traseros: en cuanto salimos del centro de la ciudad a la oscuridad de la carretera que llevaba al complejo naturista, Nekane y yo comenzamos a escuchar risitas y cuchicheos detrás de nosotros. En un momento determinado, Marta chilló entre risas ¡nooooo, estate quieto!

—Cuando salgas del coche, no olvides recoger las bragas de Marta, que estarán en el suelo, en la parte trasera —dijo Nekane en un susurro, con la risa bailando en su voz.

—Dame las tuyas —indiqué en el mismo tono.

—Imposible, no llevo.

«¡Guau! Nekane desnuda bajo el vestido» —pensé, notando que mi pene crecía por instantes.

Ya sé que es una estupidez. En los días transcurridos junto a los vecinos, me había hartado de contemplar a Nekane en pelota, pero los fetiches son los fetiches: casi más que el desnudo integral a la vista, me excita saber que una mujer no lleva ropa interior; saber que si bajo la delantera de su vestido veré sus pechos al descubierto, o que si levanto su falda, quedará al aire su sexo.

—¿No me crees? Mira.

Nekane subió el bajo de su falda hasta el cuello, aunque no pude ver gran cosa: la iluminación era únicamente la de la instrumentación del tablero, y no quería apartar la vista de la carretera por más tiempo que el de un vistazo rápido. Me dije que ya habría tiempo.

Pero, finalmente, las bragas de Marta no estaban en la parte posterior del coche…

★ ★ ★

No sé los demás. Yo estaba intentando diferir al máximo el momento de quitarnos la ropa. No me atrevía a proponerlo, pero lo que me habría gustado es asistir a un strip-tease protagonizado por las dos mujeres.

Como de costumbre, Unai sirvió cava para los cuatro. Las dos mujeres cuchicheaban sentadas muy juntas en un sofá del salón, mientras yo las miraba desde el frontero.

—…Has apostado que lo harías… —estaba diciendo Nekane.

—Es que me da un poco de cosa… —dudó Marta—. Pero puedes hacerlo tú.

—De eso nada. Tú lo has comprado, tú haces la demostración.

Los paquetes del sex-shop habían quedado sobre la mesa del recibidor. Nekane fue hacia allí con una sonrisa maliciosa, y volvió con la caja que yo había visto pagar a Marta.

—No, tía, de verdad que no —protestó mi mujer.

Nekane extrajo de la caja un artilugio que constaba de una caja de forma cúbica, de la que salía un cilindro con anillas, y punta redondeada. Tras dudar unos instantes, puso en marcha el aparato, que comenzó a emitir un zumbido vibratorio, mientras la mitad superior del seudopene aquel se movía describiendo círculos con el extremo.

—¡Va! No seas boba —animó Nekane a Marta, mientras tomaba el bajo del vestido de mi mujer y lo subía hasta su cuello—. Separa los muslos…

Con una mirada avergonzada, mi mujer hizo lo que le pedía la vecina. Esta se arrodilló sobre el sofá, y acercó el dildo a su sexo. Lo deslizó arriba y abajo por la cerrada abertura de Marta varias veces, y finalmente separó sus labios mayores con dos dedos. Luego dirigió la punta oscilante hacia su vagina y lo introdujo poco a poco, hasta que desapareció casi en su totalidad en su interior. Marta se envaró toda, y cerró los ojos.

Imaginé aquel cilindro redondeado oscilando dentro de mi mujer, rozando en sus evoluciones la totalidad de su conducto, mientras Nekane lo introducía y retiraba de su interior… Mi erección era homérica a estas alturas. Nunca habíamos utilizado ninguna clase de juguetes en nuestras sesiones de sexo. Y ahora, no solo Marta tenía uno insertado en su sexo, y lo hacía a la vista de nosotros tres, sino que parecía estar disfrutándolo.

El vestido de Nekane estaba arremangado en su cintura, dando fe de que, efectivamente, debajo de él no había nada más que su piel atezada.

Comencé a quitarme la ropa, y Unai hizo lo mismo al verme.

Me acerqué a la vecina y, sujetándola por las caderas, la conduje hasta que quedó apoyada en las rodillas y los codos. Volvió la cabeza en mi dirección, obsequiándome con una de sus sonrisas de malicia, y separó las rodillas. Subí el bajo trasero de su vestido hasta dejarlo arrugado en su cintura.

Quedé unos instantes contemplando su vulva, antes de abrirla con dos dedos, y descubrir su rosado anterior. Como de costumbre, el prepucio de su clítoris se erguía desafiante.

«¿Y si lo masturbo como si fuera un pequeño pene?» —se me ocurrió.

Dicho y hecho. Sujeté el capuchón entre el índice y el pulgar, y los hice subir y bajar varias veces.

Nekane jadeaba al igual que mi mujer, que parecía al borde del orgasmo.

Unai, en su estilo, acercó su erección a los labios de Marta, que abrió los ojos al sentir el roce, y los separó para recibirlo.

En uno de los movimientos de retroceso de mis dedos, quedó visible una pequeña protuberancia, sobre la que me apresuré a cerrar la boca, manteniéndola al descubierto con los dedos. Titilé con la lengua sobre ella, e insistí con las caricias unos segundos.

Las caderas de Nekane comenzaron a oscilar, mientras respiraba audiblemente. Mientras, Marta se contorsionaba. Había asido el pene de Unai, y lo introducía y sacaba de su boca como ida.

El juguete seguía vibrando y oscilando dentro del sexo de mi mujer, aunque Nekane ya no lo sujetaba.

Sin cesar en mis lamidas, introduje dos dedos en la vagina de la vecina, que se desplomó de boca sobre el asiento, y comenzó a emitir gemidos en un crescendo excitado.

Lo que exhalaban los labios de Marta no eran gemidos, sino pequeños chillidos. Había abandonado el pene de Unai , y su cuerpo se contraía y oscilaba al ritmo de las sacudidas de placer que la invadían.

Con un resoplido, Nekane se dejó caer de costado, hurtándome su sexo, mientras jadeaba como si le faltara el aire.

Marta

Nunca había experimentado algo parecido. Estaban los movimientos de entrada y salida de mi vagina, pero además, las oscilaciones de la punta del juguete aquel, rozaban las paredes produciéndome una excitación jamás conocida anteriormente.

No había fingido mis reparos a utilizar el dildo . Lo había comprado en el sex-shop como una broma, sin intención verdadera de utilizarlo, mucho menos ante Sergio y el otro matrimonio, y de ninguna manera introducido por las manos de Nekane.

No opuse demasiada resistencia, sin embargo, porque cuando llegamos a casa estaba muy excitada. Primero porque, por primera vez en mi vida, mientras paseábamos o cenábamos no llevaba nada bajo el vestido (Nekane me había quitado las bragas mientras nos acicalábamos ante los espejos de su dormitorio) retándome a salir así a la calle. Dijo que había oído decir a mi marido que la conciencia de que una mujer estaba desnuda bajo el vestido le excitaba, y era cierto. Luego, estuvieron las caricias de Unai entre mis piernas en los asientos traseros del auto.

Cuando llegamos al apartamento, me encontraba en estado comatoso, transida de deseo de tener sexo, no importaba con quién. Nekane se aprovechó de la circunstancia, y no pude resistirme.

El aparato aquel seguía vibrando y retorciéndose en mi interior. Pequeños ramalazos de placer se sucedían sin darme tregua. Solté la erección que Unai había insertado en mi boca porque materialmente no controlaba mis movimientos lo suficiente como para continuar haciéndole una felación.

El orgasmo me arrolló, y los ramalazos se convirtieron en convulsiones que subían y subían de intensidad. En un momento creía que no podía sentir nada más profundo, pero la siguiente ola lo desmentía.

Mi mente se debatía entre el deseo de que aquel placer continuara toda la eternidad, y el temor de ahogarme, porque me faltaba el aire…

Cuando volvió mi conciencia, advertí que Nekane jadeaba también con la cara apoyada en mi vientre. No sabía qué había hecho mi marido, pero era claro que ella había experimentado a su vez un orgasmo al menos tan intenso como el mío.

Yo seguía vestida, aunque los encajes de mi vestido ibicenco eran un rebuño bajo mis pechos. Nekane, igualmente, tenía el suyo enrollado en torno a la cintura. Los dos hombres, sin embargo, estaban desnudos, y sus erecciones mostraban a las claras que no habían obtenido aun su placer.

La nueva Marta en la que me había convertido aquellos días, no solo quería más, sino que no tenía ningún reparo en pedirlo. Aunque no hizo falta: no bien había terminado de quitarme el vestido, y ya tenía a Unai en pie a mi lado, subiendo y bajando lentamente la mano sobre su erección.

Me senté en el sofá, y separé los muslos, con lo que quería ser una sonrisa incitante. Inmediatamente, Unai se arrodilló entre mis piernas, me asió por las nalgas y tiró ligeramente de mí en su dirección. Luego condujo su pene con una mano hasta que tocó mi vulva, frotó el glande arriba y abajo varias veces por mi húmeda abertura, y finalmente me penetró despacio.

En el sofá frontero, Nekane estaba tendida boca arriba. Sergio, arrodillado con una pierna a cada lado de la vecina, recorría suavemente con los dedos los rasgos de su rostro, que mostraba una expresión anhelante. Después recorrió con ellos su cuello, hombros, senos —deteniéndose en sus pezones—, vientre y pubis.

Las embestidas de Unai estaban llevándome de nuevo a la antesala del orgasmo, pero aun así, echaba de menos las caricias que Sergio estaba dedicando a Nekane.

No sabía qué nos depararía el futuro después de aquellos días de sexo sin barreras, pero fuera cual fuera, estaba decidida a dedicar más tiempo a las relaciones sexuales con mi marido.

Otra vez mi cuerpo estaba reaccionando a las penetraciones de Unai, y comencé a convulsionar sin poder —ni querer— evitarlo. Estaba ya a un paso de un nuevo clímax.

Nekane, frente a nosotros, había obligado a Sergio a tenderse sobre ella; una de sus manos le aferraba por la nuca, y le propinaba besos hambrientos.

Unai descargó su excitación dentro de mí, y mi orgasmo se desencadenó. Y mientras convulsionaba en el paroxismo de mi placer, escuché cómo Nekane, con voz transida de deseo, pedía a Sergio que la penetrara.

Cerré los ojos, concentrándome en mis sensaciones. Cuando, unos segundos después de un clímax intensísimo, volví a abrirlos, pude contemplar a Nekane sentada sobre los muslos de mi marido, cara a cara, en una posición idéntica a aquella en la que los habíamos sorprendido la primera noche, —posición que, por cierto, me encantaba—, haciendo oscilar sus caderas adelante y atrás, con un gesto de concentración en su rostro.

—Antes decía a tu marido que no entendía cómo mi mujer y él podían tardar tanto en echar un polvo, y ahí tienes otro ejemplo —susurró en mi oído la voz de Unai, que había tomado asiento a mi lado, y estaba acariciando perezosamente uno de mis pechos.

Yo sí lo sabía, pero no quise decírselo. Salvo contadas excepciones, él siempre había ido a la consumación inmediata cada vez que lo habíamos hecho juntos. Y no es que me quejara de ello, había sido una excitante variedad con respecto a mis encuentros con mi marido, pero la próxima vez trataría de decirle que lo tomara con más calma.

La imagen de Sergio y Nekane, abrazados y besándose ardientemente, volvió a despertar mi libido, y comencé a acariciar mi propia vulva. Un vistazo a los genitales de Unai —que ya no presentaba una erección— me disuadieron de intentar algo con él, no fuera a ser que sufriera otro gatillazo como el que había experimentado mi marido la noche anterior.

Extrañada, advertí que mis manoseos estaban despertando de nuevo la excitación en mi interior. Unai entonces, relevó a mi propia mano sobre mi sexo, y comenzó a mover el dedo pulgar en círculos sobre mi sensibilizado clítoris.

Nekane oscilaba descontroladamente sus caderas sobre los muslos de Sergio, mientras jadeaba, a un paso del orgasmo.

Como me había sucedido en la mañana, cuando los sorprendí dormidos en la cama, verlos así enlazados no me producía ningún sentimiento de celos, sino una especie de ternura al contemplarlos dando y recibiendo placer al otro.

Las caricias de Unai en mi clítoris estaban produciendo su efecto, y noté por tercera vez los síntomas precursores de una nueva culminación… que se desató inmediatamente en mi interior, produciéndome espasmos de placer que desde mi sexo irradiaban por todo mi cuerpo.

Sergio, con la cabeza echada hacia atrás, resoplaba fuertemente, mientras Nekane, previsiblemente alcanzado ya su clímax, tenía la cabeza reclinada sobre el hombro de mi marido, respirando audiblemente.

—Creo que deberíamos pensar en irnos a dormir —dijo Unai a mi lado—. Son más de las dos de la madrugada…