Privacy Club - Cuatro años después (12)

Fantasías con Anita

Marta

Desperté con la sensación de que algo andaba rematadamente mal, que se convirtió en certeza cuando advertí que el hombre profundamente dormido que respiraba acompasadamente a mi lado en la cama no era Sergio, sino Unai.

No habíamos tenido más remedio que acostarnos en el dormitorio que él ocupaba con Nekane, ya que cuando regresamos de nuestro… ¡ejem!... paseo nocturno por la playa, mi marido y la vecina dormían en el otro.

Y esto, por más que fuera casual con toda probabilidad, había sido causa de que traspasáramos una línea roja que, aunque no establecida conscientemente, se había respetado durante el tiempo que llevábamos viviendo en el apartamento de los vecinos. Porque, no importaba con cuál de los dos hombres hubiera hecho el amor: siempre había dormido con Sergio.

Me bajé de la cama procurando no despertar a Unai, y me asomé al otro dormitorio: Sergio y Nekane dormían ambos en posición fetal, uno de espaldas al otro.

Bajé a la desierta planta inferior, y me dirigí a la cocina. Me apetecía pasear por la playa bajo los templados rayos del sol recién amanecido, pero me daba un poco de miedo andar en el exterior sola y desnuda.

De manera que busqué en el frigorífico la botella de seudozumo de naranja (así era como lo llamaba Sergio) serví un vaso y bebí su contenido a pequeños sorbos.

En estas estaba cuando percibí una presencia a mi espalda, y sentí un beso en el cuello, acompañado de la voz de mi marido:

—Buenos días, madrugadora —saludó—. Es la primera vez que te despiertas tan temprano…

—Es que extrañaba la compañía —repliqué mientras servía otro vaso para él—. Sabes, estaba pensando en salir a pasear por la playa, pero me daba un poco de miedo…

Sergio bebió el dulzón liquido de un trago antes de hablar:

—Unai deja las llaves sobre el mueble del recibidor. Las cogemos y salimos, porque si seguimos hablando aquí vamos a despertar a los otros.

★ ★ ★

Caminamos en silencio cogidos de la mano hasta llegar a la orilla. El día prometía ser caluroso, aunque en ese momento una ligera brisa refrescaba nuestros cuerpos. Continuamos el paseo con los pies en el agua, lo que hacía que las pequeñas olas que rompían en la arena nos salpicaran las pantorrillas.

—¿Qué tal anoche? —preguntó Sergio.

—¡Bah! Sexo arenoso.

Mi marido rió bajito.

—Tendríamos que haber ido los cuatro para enseñaros cómo se hace, que Nekane y yo ya tenemos experiencia en eso.

—¿Y vosotros? —pregunté a mi vez—. ¿Cómo es que no nos esperasteis levantados?

Sergio se rascó el cogote. Era una señal que ya conocía, y que significaba que estaba molesto o violento.

—Pues realmente sí queríamos esperaros despiertos, lo que pasa es que… Bien, cuando nos quedamos solos, intercambiamos caricias… ya sabes, y pensé que sería mejor continuar en el dormitorio, porque desde la terraza escuchábamos voces, y no era cosa de publicar urbi et orbi que estábamos echando un polvo… Aunque, hmm… finalmente no lo hicimos, porque… este… Bien, que por más que lo trabajó Nekane, no hubo manera de conseguirme una erección decente. De manera que tuvo que conformarse con un trabajo de lengua…

Ni me pasó por la cabeza reír. Es que realmente, la expresión de mi marido reflejaba a las claras sus sentimientos: frustración y vergüenza. Y no me tentaba la hilaridad, sino que su confesión me producía un sentimiento de ternura. Le acaricié una mejilla.

—Bueno, por lo que tengo entendido, esto es algo que os sucede alguna vez a todos los varones. Yo en tu lugar no me preocuparía; verás cómo tu “amigo” está dispuesto de nuevo la próxima vez.

—Bien, pues después de eso, —Nekane fue muy comprensiva con mi… problema—, estuvimos charlando un rato, esperando vuestro regreso, y al final debimos dormirnos. Cuando he despertado, y he visto a la vecina acostada a mi lado, —continuó—, se me ha ocurrido que hemos roto una especie de tabú, porque hasta ahora… bien, después de tener un, digamos, encuentro con los otros, siempre terminábamos durmiendo juntos tú y yo.

—¿Sabes? Sustituye “tabú” por “línea roja”, y tendrás lo mismo que se me ha ocurrido al despertar en la cama de Unai.

—¿Qué pensaste al encontrarnos dormidos? —preguntó, mirándome de frente.

—Pues que es raro, —respondí—. Porque debería sentir unos celos shakespearianos , pero ver a Nekane abrazada a ti durmiendo, me produjo un sentimiento de ternura. ¿Tú lo entiendes?

“Al igual que el viento destruye y dispersa los pétalos de las flores, los celos destruyen el amor y diseminan los pétalos del corazón” —citó .

¿Sócrates? ¿Platón? ¿U otro de tus clásicos? —pregunté con una sonrisa.

—Confucio.

—¡Oh, vaya! No sabía yo que te dedicas últimamente a la sabiduría oriental…

“El hombre sabio no sabe mucho, el que sabe mucho no es un hombre sabio.” —citó nuevamente—. Yo intento con mis lecturas quedar en un prudente término medio.

—Ven aquí —tomé sus mejillas entre las manos, y lo besé.

Sin ponernos de acuerdo dimos media vuelta, emprendiendo el regreso al apartamento de los vecinos.

—¿Sabes? Me impresionó lo que dijiste ayer sobre la orgía… ya sabes. ¿En serio te gustaría participar en algo así? —preguntó Sergio.

—Pues… no sé. Ahora ya se ha hecho costumbre, pero mi primera vez con Unai fue fácil; como él mismo dijo, y tenía razón, la verdad es que el último año ha habido entre los cuatro, aparte de mucha confianza, una especie de tensión… sexual, ya me entiendes. Lo otro, la idea de tener sexo con varios hombres sucesivamente… pues me excita intelectualmente, pero no sabría decirte si finalmente me prestaría a ello. De hecho, cuando tuvimos ocasión, en la primera cena con Aarón y Noemí, no me decidí ¿Y tu fantasía de hacerlo a la luz del sol?

—Bueno… Creo que fue en los años 50, según me contaron mis padres, cuando llegó el bikini a España, y en su momento causó un escándalo. Tengo entendido que incluso llegó a prohibirse en muchos sitios. Y, ni que decir tiene, la Iglesia Católica se rasgó las sotanas y lo condenó de forma furibunda. De eso pasamos al top-less , que de la misma forma causó reacciones en contra, y finalmente, henos aquí, desnudos en una playa pública, y ya nadie se escandaliza por ello. El siguiente paso, en mi opinión, será hacer el amor en público; de hecho, creo que es el atractivo de las playas de Cap d’Adge, en Francia. Quiero decir que en esa situación futura, si nos apeteciera hacer el amor ahora mismo lo haríamos, y a nadie le parecería mal.

—Pues aún queda un trecho para ello, de manera que no me lo pidas —repliqué, sonriendo.

Sergio

Unai se afanaba en clavar en la arena una especie de soporte con rosca, en el que introducir el asta de una enorme sombrilla que habían traído con ellos. Los demás extendíamos protector solar por nuestros cuerpos… No me corté un pelo a la hora de frotar los generosos senos de Marta. Nekane sonrió al verlo, y adelantó sus pechitos en mi dirección. No me quedó más remedio que darle el mismo tratamiento…

—¡Oh, vaya! —exclamó mi mujer con una sonrisa—. Veo que estás dando pasos en lo de normalizar lo de hacer el amor en público. Porque no sé si lo habrás advertido, pero tienes una erección…

Le enseñé la lengua sin añadir nada a su comentario. Y entonces las vi: por la acera que limitaba la urbanización naturista, circulaban dos mujeres. Y una de ellas era Anita, la hija mayor de los vecinos del 3º 2ª. En la ocasión anterior, habíamos dudado si se trataba de ella o no, pero ahora estaban lo suficientemente cerca como para que no hubiera lugar a confusión. La admiré durante unos instantes: rubia natural, con el cabello liso que llegaba casi a su cintura. Digo lo de natural, porque tenía el pubis tapizado con un corto vello del mismo color que su pelo. Un rostro juvenil muy gracioso. Una figura escultural, de pechos con un tamaño a medio camino entre los de Marta y los de Nekane, que se bamboleaban sugerentemente al caminar. Caderas apetitosas, y un culito que no tenía nada que envidiar al de mi mujer.

La otra chica era algo más baja: cabello castaño, recogido en una cola de caballo. Un rostro muy simpático, y una figura… redondita, muy sexy. Lo más espectacular eran sus senos: cónicos como dos cabezas de misil, de un tamaño algo mayor que los de Marta, pero que se mantenían tiesos por algún milagro de la Naturaleza.

—Mirad —advertí a los demás—. Es Anita la hija de los vecinos, seguro.

Los otros tres estuvieron contemplando al grupito unos segundos.

—Si dices otra vez lo “de mojar pan”, te ganas un cachete —Marta me miraba, risueña.

—¡Oh, no! —exclamé—. “Unas se besan y otras se huelen: son mejillas de muchachas o manzanas perfumadas. Tanto unas como otras tienen una fragancia embriagadora” —cité.

—¿Qué dice? —preguntó Nekane.

—Hoy le ha dado por los proverbios chinos —aclaró Marta.

—Aunque… yo votaría por morder los pechos de las muchachas y besar las manzanas… —guiñé un ojo.

¡Plas! Las dos mujeres me propinaron una palmada en las nalgas.

—Pues yo me apuntaría a lo de morder los pechos… y otra parte a la morenita… —dijo Unai.

¡Plas! Ahora fue el vecino quien recibió las dos palmadas en las posaderas.

—A ver… ¿Cómo sabes que se llama Ana? —preguntó Marta con los brazos en jarras, y un cómico fruncimiento del ceño—. Porque yo no tenía ni idea…

—Bueno, es que tuve una pequeña historia con ella hace unos meses… —insinué, bailando la risa en mis labios.

—Tienes que contar eso. ¿O sea, que te has beneficiado a la vecinita?… —pidió Marta.

—Bueno, beneficiarme, lo que se dice beneficiarme… —mantuve el suspense con una sonrisa. Me encontré con ella en el ascensor, cuando iba a trabajar…

—…y le echaste un polvo en la cabina —saltó rápida Nekane.

—Pues no. Me dijo que iba al odontólogo, y llegaba tarde. Le ofrecí acercarla en mi coche, aunque me costaba dar un pequeño rodeo, y aceptó. Y estuvimos charlando por el camino, así supe cómo se llama. Y no hay más que contar, salvo que desde ese día me saluda toda risueña cuando nos encontramos. Por cierto, que he visto a su amiga un par de veces con ella en la piscina. Se llama Lumi…

—¡Huy, huy, huy! —me interrumpió Nekane—. ¿Nos ponemos celosas? —se dirigía a Marta—. La niña está tirando los tejos a tu marido…

—Bueno, mi capacidad de sentir celos está bastante limitada últimamente… —respondió mi mujer con una sonrisa—. Él sabrá qué hace.

—Esperad, voy a llamarlas —dijo Unai.

—Mejor no, déjalas. Puedes avergonzarlas… —repuse.

Marta

No volvimos a ver a la vecina y su amiga en toda la mañana. Tras la comida en el restaurante al aire libre del complejo, nos bañamos en la piscina y volvimos al apartamento.

Como de costumbre, Unai abrió una botella de cava, con los cuatro sentados en el tresillo del salón.

Estuvimos en silencio unos minutos, que rompió Unai:

—¿Habéis pensado en lo de hacer una visita a un club liberal? No, no —se apresuró a añadir al ver mi ceño fruncido—. Solo mirar, como os dije.

—Eso ya lo hicimos una vez —intervino Sergio—. Ahora habría que dar un paso más…

—Estás tú el primero —repliqué—. Ni loca lo haría ante un montón de gente de la tercera edad.

—Tampoco eran tan mayores. Además, había ejemplares muy apetitosos. Como la florecilla aquella… ¿cómo se llamaba? —preguntó Sergio.

—Violeta —le recordé—. ¿Y los tatuajes?

—Bueno —sonrió, guiñando un ojo—. En la postura del misionero quedarían ocultos…

—Ya te veo yo a ti —dije—. Aunque su marido o lo que fuera tampoco estaba nada mal; tenía un buen polvo, mejorando lo presente.

—Ayer por la tarde hablábamos en tu ausencia de fantasías —Sergio se dirigía a Unai—. ¿Imagináis que encontráramos a la vecina y la otra chica en el club liberal?

—A ver, fantasea, fantasea —le animó Unai.

—Yo también quiero oírlo —apoyó Nekane.

—¿Queréis que improvise un relato XXX? —preguntó mi marido.

—¡Sí! —exclamamos los tres a coro.

Sergio bebió la mitad de su copa, mirándonos con cara de coña.

—Vale. Pues ahí va —hizo una pausa—. Pues resulta que en el club liberal al que probablemente NO iremos, hay un spa, por lo que el uniforme de los asistentes es una toalla enrollada en la cintura para los varones, y anudada sobre los pechos para las mujeres. Sin nada debajo —añadió innecesariamente—. Después de cambiarnos en el vestuario… unisex, por supuesto, salimos hacia el bar interior. Vemos a dos chicas jóvenes sentadas en sendos pufs ante una mesita baja. Al principio no me fijo mucho, pero al fin centro la vista en ellas: Anita y Lumi.

El otro matrimonio y yo prorrumpimos en carcajadas.

—Mucha casualidad, ¿no? —preguntó Nekane.

—En mis fantasías pueden darse todas las casualidades que yo quiera, que para eso son mías —dijo Sergio muy digno.

—Dejad de interrumpir al chico, o nos dará la hora de la cena sin conocer el final del cuento —intervino Unai.

Sergio

No tenía la más remota idea de cómo seguir. Decidí improvisar, y que saliera lo que saliese.

Bien, pues Anita nos vio enseguida, y nos hizo señas para que nos acercásemos —continué—. Ampliamos el círculo con cuatro pufs más, y nos sentamos con ellas. Yo pensaba que las chicas se cortarían al ser sorprendidas por nosotros en un lugar así, pero ¡quiá! Nos explicaron que era la segunda vez que acudían al club, que la vez anterior ligaron con dos chicos, y que habían venido por ver si los encontraban nuevamente. Yo les dije que para nosotros era la primera vez, y que habíamos venido a mirar exclusivamente. “Pues no sé por qué no queréis participar —dice Anita—. No necesitáis a otros, sino hacer lo mismo que hacéis en casa, pero con espectadores, que es más morboso”.

Bebí un sorbo de mi copa antes de proseguir.

—»Digo de encargar bebidas, y Lumi me informa de que el precio de la entrada nos da derecho a una consumición, y que solo tenemos que entregar el ticket que nos dieron al pagar; pero los tickets han quedado en mis pantalones, en la taquilla. Anita se ofrece a acompañarme a recogerlos, y nos dirigimos al vestuario. Mientras yo abro el compartimento, ella está manipulando la parte superior de su toalla como si quisiera asegurarla, con el resultado de que se suelta, y cae al suelo. Yo ya la he visto desnuda, pero una cosa es mirar su cuerpo sin ropa en la playa, a lo lejos, y otra diferente verla desnuda a menos de un metro de mí en aquel lugar. No se apresura a cubrirse, sino que me dirige una sonrisa de malicia, recoge la prenda del suelo, y se la coloca muy despacio. Mira fijamente al bulto que se ha formado en la parte delantera de mi toalla, y sonríe. “Te has empalmado” —afirma—, ¿me deseas?” Le digo que sí, sin ambages, pero que la cosa no podrá ir a mayores, porque Unai y yo estamos acompañados. “¿Marta es celosa?” —me pregunta—. Y se responde a sí misma: “No, porque si fuera así, no estarías follando con Nekane con su conocimiento”. Le digo que ya veremos, y regresamos.

—»El grupo se ha ampliado en nuestra ausencia, con dos chicos jóvenes, de muy buen ver —continúo—. Anita va hacia ellos, sonriente, y besa a ambos en la boca. Me los presenta: Diego y Borja, los amigos que hicieron la vez anterior. Pido bebidas para todos, y charlamos un rato. Al tal Diego se le van los ojos hacia Marta, que se ruboriza y coloca su toalla, que se ha abierto ligeramente por debajo.

—¡Oye, tú! A mí no me metas en tu fantasía —saltó rápida mi mujer.

—Ya estás dentro —le digo—. Además, ¿no te apetece “calzarte” a un yogurín?... en mi fantasía, claro.

—Además, puedes tener tu orgía… en la fantasía de Sergio, por supuesto —saltó rápida Nekane.

—Dejad a Sergio que continúe, que esto se está poniendo muy interesante —intervino Unai.

—»Pues bien —proseguí—. Yo estaba loco por follar con Anita. Unai no quitaba los ojos de encima a Lumi, que mostraba más de lo que la decencia aconseja por la parte baja de su toalla entreabierta. Diego se había acercado a Marta, y le hablaba en voz baja. Y Diego reseguía con un dedo el muslo de Nekane, mientras le decía algo en susurros. Entonces Anita me pregunta en un aparte si creo que la cosa está suficientemente madura como para irnos los ocho a un “privado”, que es un recinto que se puede cerrar por el interior si no queremos que entren otros. Le digo que sí, y ella me informa de que hay que pagar un extra.

—»Me pongo en pie, y digo que voy a la recepción a contratar una habitación privada. Miro a todo el mundo. El rostro de Marta expresa titubeo. Nekane muestra su típica sonrisa maliciosa. Unai parece no haberse enterado de nada, ya que su atención está centrada en el sexo de Lumi, que la toalla ha dejado al descubierto. Y los dos jóvenes muestran una expresión de lujuria. De modo que voy de nuevo hacia el vestuario a coger mi cartera, y Anita se presta a acompañarme. Mientras la mujer que está tras el mostrador busca el cambio, Anita pone una mano sobre el bulto de mi toalla, y lo acaricia disimuladamente…

—¡Qué lanzada Anita! ¿Eso hizo cuando la llevaste en tu coche? —Unai se echó a reír.

—¿Queréis que continúe, o no? —pregunté.

—¡Sí, sí! —palmoteó Nekane.

—»Mientras regresamos al bar, Anita me dice que el “privado” lo es a medias, porque sí, se puede impedir que otros entren pero no que miren, porque una parte está cubierta por espejos por dentro, que por fuera son transparentes; algo así como en las salas de interrogatorios de las películas policiacas. Le digo que ha hecho bien en decírmelo, pero que no hace falta que lo explique a los demás. Pienso que si se enteran, no sé Nekane, pero al menos Marta no entrará ni loca.

—Y piensas bien —me interrumpió mi mujer—. De ninguna manera me prestaría a… eso, sabiendo que hay un montón de gente mirando.

—Bueno, imagino que habría voyeurs… o no. Pero la idea de que pueda haber personas viendo lo que se cuece dentro de la habitación, a mí me causa mucho morbo —refutó Nekane.

—¡Que no interrumpáis! —reprochó Unai.

—»Finalmente, apuramos las bebidas y nos dirigimos al “privado”. Las “ventanas” por las que se puede contemplar lo que sucede dentro están cubiertas por una especie de visillos, con lo que Marta entra sin recelo, aunque está muy cortada. La habitación está cubierta de colchonetas y, efectivamente, hay una serie de espejos en los que nos reflejamos. Una vez cerrada la puerta por dentro, quedamos parados, esperando que alguien tome la iniciativa. Anita se acerca a mí con una sonrisa maliciosa, y decido que alguien tiene que ser el primero, por lo que extraigo el pico de la toalla sobre su pecho, y se la quito muy despacio. Ella se pega a mí, introduce las manos entre los dos, y de nuevo comienza a acariciar mi erección sobre la felpa. Me dice que quiere verla, y yo la complazco; ahora cierra la mano sobre ella, y la hace subir y bajar muy despacio.

—¿Queda algo de cava? —pregunto—. Tengo la boca seca.

Unai se apresuró a llenar mi copa. Bebí un sorbo, y continué:

—»Borja se ha acercado a una ruborizada Marta, y tienta sus pechos desde atrás. Unai despoja a Lumi de su toalla, y acaricia los senos de la chica. Visto de cerca, su cuerpo rellenito es muy sexy y apetecible. Al contrario que Anita, tiene su carnoso pubis depilado. Y ahí es donde va una mano de Unai. Diego parece más lanzado, porque se ha arrodillado, levanta la toalla de Nekane, y aplica la boca sobre su sexo…

—»Anita se pone en cuclillas, toma una de mis manos, y tira de ella en su dirección. Me siento sobre los talones. Ella lo hace frente a mí, apoyada sobre los codos a su espalda, eleva las rodillas y separa los muslos. El vello rubio forma un triángulo sobre su pubis, pero bajo él, no hay ni sombra de pelitos. Pongo las manos en sus ingles, y separo los labios mayores. Los menores son apenas prominentes, y se han entreabierto también, mostrando una especie de óvalo…

—»Marta y Nekane están desnudas. Borja amasa uno de los pechos de Marta, y tiene la mano introducida entre sus piernas, moviéndola dentro y fuera. Nekane se ha tumbado de costado, y ha aferrado el pene de Diego. Unai ha aplicado la boca sobre uno de los misiles de Lumi…

Me interrumpió la risa de Unai.

—Buena comparación. Para tener los pechos tan grandes, están tiesos, apenas caídos por la gravedad.

—¡Anda, que bien te fijaste esta mañana! —le reprochó Nekane, aunque no estababa enfadada, sino risueña.

Marta

La fantasía de Sergio me había excitado, e inconscientemente, estaba acariciando la erección de mi marido.

La vívida escena relatada por él, ha conseguido que me represente en mi mente a mí misma siendo acariciada por un jovencito, que en mi imagen mental está muy bien formado. Pero ahora no quiero seguir fantaseando: quiero sexo real, y lo quiero ya.

Da la impresión de que los vecinos tampoco han quedado indiferentes al relato de Sergio: vi a Nekane inclinarse hacia Unai y cerrar la boca sobre su pene, mientras él acariciaba la vulva expuesta de su esposa, que estaba muy abierta de piernas sobre el sofá.

Sergio cerró la boca sobre uno de mis pechos, y comenzó a titilar la lengua sobre mi pezón erguido. No podía ni quería esperar más: necesitaba sentirle dentro. Me tumbé sobre el asiento, y tendí los brazos en su dirección.

Sergio no comprendió mis intenciones; vuelto de costado, enterró la boca en mi cuquita. Aferré sus cabellos, y tiré hacia arriba.

—¡Ay! Me estás haciendo daño…

—No necesito preliminares —dije con voz entrecortada.

—Efectivamente, estás muy húmeda…

Se subió al asiento, tendiéndose sobre mí, y me besó ardientemente. En vista de que no comprendía mi urgencia, introduje una mano entre los dos cuerpos, y conduje su pene hasta la entrada de mi vagina. Me miró con ojos como brasas, y contrajo las caderas, penetrándome profundamente.

«¡Oh, Dios mío!» —exclamé para mí.

Una vez más, me sentí llena de su virilidad, que resbalaba adelante y atrás en mi interior, colmándome, y produciéndome un placer indescriptible.

En su estilo, sus penetraciones eran lentas y pausadas. Pero esta vez yo necesitaba que no se contuviera, que me dejara experimentar su excitación extrema: algo parecido al coito salvaje en la cabina de los vestuarios del Club.

Antes de Sergio, yo simplemente prestaba mi cuerpo a la urgencia… —o no—, tanto de mis ocasionales amantes anteriores, como de mi exmarido. Con él, había aprendido a expresar mis necesidades y deseos, y esta vez también lo hice:

—Por favor… Sergio, más… rápido —solicité con voz entrecortada.

Sus penetraciones se convirtieron en urgentes, y mi excitación llegó casi al límite. No tardé mucho en verme invadida por las contracciones de un intenso orgasmo, y chillé, estremecida, sin importarme que los vecinos, a mi espalda, escucharan los sonidos que exhalaba en el clímax de mi placer.

Aparte de intenso, fue duradero. Pero todo acaba, y me relajé entre los brazos de mi marido. Le miré intensamente, y le besé, tomando sus mejillas entre mis manos.

—No te has corrido… —afirmé más que preguntar.

—Tengo que dejar algo para Anita —guiñó un ojo con cara de pillo. Y reinició sus lentas penetraciones.

Sonreí a mi vez. Una de las cosas que me encantan de Sergio es su peculiar sentido del humor; ningún hombre antes de él me había hecho reír.

—¡Eh, Marta! —Nekane había pasado los brazos desde atrás, abrazando a mi marido—. Ya sabes que la exclusividad no está bien vista aquí…

Volví la cabeza: Unai se masturbaba en el otro sofá, mirando fijamente en mi dirección. Y entendí que la vecina pretendía que intercambiáramos los esposos.

«Y, ¿por qué no?» —me dije.

Empujé ligeramente a Sergio, me puse en pie, y me dirigí hacia donde me esperaba el otro hombre.

Sergio

Estaba a un paso ya de eyacular, cuando Nekane me abrazó desde atrás. Marta me empujó y se deslizó en el asiento, poniéndose en pie.

Me tumbé en decúbito supino, (o sea, boca arriba) y tendí los brazos a Nekane. Ella se acuclilló sobre mi pene, lo sujetó con una mano, y lo guió hacia su interior. Comenzaba ya a interpretar sus expresiones, y en ese instante, su rostro, con los ojos brillantes, y la boca contraída en un rictus, era la imagen misma de la excitación sexual.

Se tendió sobre mí, y me miró con el rostro a centímetros del mío. Tomé sus mejillas entre mis manos, y la besé ardientemente. Ella comenzó a hace oscilar sus caderas adelante y atrás, y se tendió sobre mí.

Sentía su respiración acelerada en mi boca, unida a la de ella, de la que surgían una especie de gruñidos en sordina. Mi pene estaba oprimido en su vagina, resbalando dentro y fuera de ella por sus movimientos, cada vez más rápidos y urgentes.

Marta me había dejado al borde de la eyaculación. Ahora sentía la necesidad imperiosa de alcanzar el clímax. Instintivamente, la tomé por las caderas, elevándola ligeramente, e incrementé el ritmo de las penetraciones.

Exploté, esa es la palabra, aunque una vez derramada mi carga en el interior de Nekane, mantuve mis embates hasta que ella comenzó a frotar convulsivamente su cuerpo contra el mío, para al final relajarse sobre mí, jadeando entrecortadamente.