Privacy Club (cuatro años después) 01

La vida de Sergio y Marta después de transcurridos cuatro años.

Marta

Me desperecé ronroneando como una gata. Era sábado por la mañana, y no tenía prisa alguna.

Me sentía satisfecha después de una noche de buen sexo con Sergio; a estas alturas de nuestra relación, la frecuencia de nuestros encuentros sexuales se había espaciado algo, pero no había disminuido la calidad. Aún existía la chispa que saltaba entre nosotros y que nos lanzaba en brazos del otro. Y todavía, después de dos o más orgasmos, seguía apoderándose de mí la laxitud que solo llega después de hacer el amor con el hombre al que amas. Y lo cierto es que amo a Sergio con todo mi ser. Nunca había sentido algo así por ningún otro hombre. Por supuesto no por Marcos, mi primer marido.

Me demoré aún en la cama unos minutos con los ojos cerrados, rememorando lo que había sido mi vida en aquellos años:

Al principio, más o menos firme en mi decisión de no volver a encontrarme atada a ningún hombre, y recelosa a pesar de todo de la solidez de los sentimientos de Sergio hacia mí, aguantaba unas semanas de verdadera tortura sin querer ceder a mi necesidad de verle de nuevo. Y cuando volvíamos a encontrarnos, era como un nuevo comienzo.

Durante ese tiempo, Noemí me llamó en un par de ocasiones para invitarnos a otra cena. Cuando rehusé la segunda vez poniendo excusas, dejó de llamar.

¿La ficha cero? Sergio la depositó en la caja de cedro en la que guarda sus gemelos y alfileres de corbata, y ahí sigue. Nunca hemos hecho uso de ella.

Un buen día advertí que habíamos pasado a vernos todos los fines de semana. Y al poco tiempo me di cuenta de que, simplemente, no podía vivir sin él. Y me trasladé a su casa.

Más o menos al año de la investigación que nos llevó al Privacy Club, me propuso matrimonio. Y todas mis dudas y recelos se disolvieron como azucarillos en agua. Acepté ilusionada.

Las dos noches pasadas con los japoneses y los propietarios del Club alimentaban mis fantasías, pero mantenía el recuerdo bajo siete llaves. Fue Sergio quien meses después de nuestra boda, y tras una noche de sexo, comenzó a hablar de ello como algo natural, “una experiencia más en nuestras vidas” —dijo— y dejó de ser tabú. De vez en cuando conversábamos sobre ello, sin ningún recelo ni reserva.

Al poco, vendimos las dos casas, y compramos otra más grande en una urbanización cerrada, relativamente cerca del centro. Hay un gran espacio verde, y…

—¿Recuerdas que hemos quedado con Nekane y Unai en bajar a la piscina? —preguntó Sergio, entrando en el dormitorio con la bandeja del desayuno, lo que se había convertido ya en costumbre los fines de semana.

—Déjame un poco más… —rogué con voz melosa.

—Todo lo que quieras —dejó la bandeja en la cómoda, y se tumbó sobre mí.

Me besó. Me encantaban sus besos. Y luego comenzó a hacerme cosquillas. Me aparté de él, divertida, y ataqué la comida de la bandeja, mientras él se sentaba desparrancado detrás de mí, y comenzaba a amasar mis pezones entre los dedos índices y pulgares.

—Anoche tuve un sueño muy raro —dijo—. Estaba en la cama contigo y con otra mujer, a la que llamabas Emma… ¿Conocemos a alguna Emma?

—La noche de Aarón y Noemí me referí a ella…

—No recuerdo… —me cortó.

—Bueno, fue hace mucho tiempo… —decidí contarlo, y que esperaran Unai y Nekane:

Ocurrió durante mi primer año de universidad. En la capital de provincia en la que residía mi familia no se podía cursar la carrera que había elegido, de modo que vine a Madrid. Mis padres me habían conseguido plaza en un Colegio Mayor femenino, porque recelaban de los pisos de alquiler compartidos. ¡Pobres! Había perdido la virginidad a los 17, cosa que ellos, por supuestísimo, ignoraban.

Al día siguiente de acomodarme en un dormitorio doble, apareció la que iba a ser mi compañera de habitación, Emma.

Se trataba de una chica delgada, de aspecto andrógino, cuyas únicas gracias consistían en sus cabellos pelirrojos muy cortos, y un simpático rostro pecoso. Por lo demás, era escurrida de caderas, casi como un chico, y sus pechos apenas abultaban el tejido de las sempiternas camisetas que vestía… cuando llevaba algo encima. Por alguna extraña razón, su cuerpo de modelo teenager resultaba sexy, y no era solo yo quién opinaba así: siempre había chicos rondando a su alrededor, aunque ella no les hacía el menor caso.

Bueno, las chicas no tenemos demasiados reparos en mostrarnos medio o completamente desnudas ante otra, pero lo de Emma… Lo explicaré con un ejemplo:

Cuando yo me duchaba, salía del baño envuelta en una toalla; cogía mi ropa limpia, y regresaba dentro del aseo a vestirme. Emma no. Volvía al dormitorio en pelotas, y no se daba ninguna prisa en cubrirse. Y dormía sin nada encima.

La recuerdo como si hubiera sucedido ayer. Desnuda, cruzada de piernas sobre su cama, vuelta hacia mí, con los pezones de punta, charlando animadamente de cualquier nadería.

Enseguida me llamó la atención su cuquita lampiña, en la que resaltaba el abultado capuchón del clítoris. Quizá le dirigí más miradas de la cuenta, porque ella lo advirtió.

—¿Te gusta? —preguntó, mientras adelantaba impúdicamente el pubis en mi dirección—. Me encanta llevarlo así. Es una gozada sentir el roce de la sábana sobre el chichi .

Yo acababa de salir de la ducha, por lo que sobre mi cuerpo solo había una toalla. Alargó una mano, y la levantó. Quedé como paralizada.

—¡Ufff! Tienes ahí una pelambrera salvaje. Espera, que vamos a arreglarlo.

Se dirigió a su armario, de donde volvió con un estuche. Yo miraba, convertida en estatua, cómo extendía una toalla sobre mi cama.

—Ven, túmbate —palmeó la felpa—. Y quítate eso, no querrás que lo haga metiendo la mano por debajo… —rio— ¡Mira que eres pudorosa!

¿Por qué la obedecí? Aún hoy no lo sé. El caso es que instantes después me encontré tumbada boca arriba, con las rodillas flexionadas y los muslos separados, con una sensación de irrealidad que me impedía reaccionar.

Primero cortó la mayor parte de mi vello púbico con unas tijeritas, y cada dos por tres deslizaba un dedo por la piel, “para ver cómo lo había dejado”. Luego extendió con la mano una loción por la zona en cuestión, recreándose en las pasadas con la palma por toda ella.

Comencé a excitarme.

Después comenzó a rasurarme con una pequeña maquinilla. So pretexto de tensar la piel, me sobó a conciencia. En un momento dado sentí sus dedos presionando mi clítoris, como amasándole.

Me recorrió un estremecimiento que me forzó a separar el trasero de la cama, elevando la pelvis en su dirección. Ella se limitó a dirigirme una sonrisa juguetona.

La peor parte (o mejor, según se mire) llegó cuando me rasuró los alrededores del ano. Yo siempre había considerado esa parte como algo sucio, a esconder. Pero Emma, mientras repasaba esa sensible zona, no se privaba de acariciar de vez en cuando con el dedo índice la misma entrada posterior.

Me corrí, tratando desesperadamente de evitar los gemidos que me salían de lo más hondo.

Y al fin terminó. Yo me encontraba en estado comatoso, avergonzada como nunca me había sentido, pero al mismo tiempo muy excitada. Y, aunque me lo reprochaba a mí misma, deseosa de que aquello no terminara.

Se puso en pie, y tiró de una de mis manos para invitarme a hacer lo mismo.

—Ven a la ducha, para quitar los restos de la crema. Cuando tengas limpia esa parte, comprobaré si he dejado algún pelito.

En cuclillas ante mí, mientras los finos chorros de agua nos empapaban a ambas, estuvo un buen rato inspeccionando detenidamente mi entrepierna. Después me hizo darle la espalda, y separó mis nalgas, para asegurarse —o eso dijo— que no había dejado ningún resto.

Pero dentro de la vulva, obviamente, no había habido ningún pelito, a pesar de lo cual también la abrió con dos dedos y, ante mi estupor, depositó un beso en la cúspide.

—Suave como el culito de un bebé —musitó, y sus dedos volvieron a amasar mi clítoris.

Me corrí de nuevo.

★ ★ ★

Pasé la mañana siguiente como entre nubes, embargada por mil sentimientos encontrados. Yo nunca había vivido una experiencia así con otra mujer, y la terrible palabra “lesbiana”, era un peso insoportable en mi conciencia.

No vi a Emma hasta la hora de comer (ella cursaba segundo de otra carrera)

Estaba picoteando distraídamente mi ensalada César, cuando se sentó frente a mí.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó, y dio un mordisco a su sandwich vegetal.

—No lo sé.

—¿No te gusta la sensación de tu cuquita sin vello? —sonreía maliciosamente.

Miré a mi alrededor. Era muy temprano, y en la cafetería de la facultad aún había pocos estudiantes. Nadie estaba lo suficientemente cerca como para escuchar nuestra conversación.

—Verás Emma, es que yo nunca… Quiero decir que lo de anoche ha sido una experiencia nueva para mí.

—El sexo es solo sexo, sea un hombre u otra mujer quién te haga gozar, de modo que no te “comas el tarro”. ¡Jeje! ¿Sabes? Me gustaste desde que te eché la vista encima. Queda mucho tiempo hasta las vacaciones de Navidad, y quiero enseñarte lo placentero que puede ser acariciar a otra mujer, y ser acariciada por ella.

Dio un sorbo a su Coca-Cola Zero Zero.

—Otra mujer no te agrede con su pene, no se siente obligada a demostrar nada, ni se concentra en su propio placer, importándole una mierda lo que tú sientas, como hacen algunos hombres. Ahora estás confundida, pero créeme, eso pasará cuando dejes de considerarlo como algo antinatural. Solo tienes que dejarte llevar…

Miró su pequeño reloj-joya, y se puso en pie.

—¡Ufff! Tengo una clase ya mismo, y me queda el tiempo justo…

Acarició levemente una de mis manos sobre la mesa.

—Hasta luego, y recuerda: deja de pensar en ello.

Me dejó sola.

★ ★ ★

A propósito, después de terminar las clases fui a tomar unas cervezas con un pequeño grupo de condiscípulos de ambos sexos. Mirando hacia atrás desde la distancia del tiempo transcurrido, reconozco que estaba retrasando el momento de volver a mi habitación.

Y a Emma.

Pero ni loca podía sospechar lo que encontré: sobre su cama, obviamente desnuda, mi compañera de habitación estaba masturbándose. Quedé parada en el dintel.

—Pasa y cierra, si no quieres que mañana seamos la comidilla de todos… —pidió con voz entrecortada.

Lo hice, con una tremenda sensación de irrealidad. Era como si estuviera contemplando la escena en una pantalla.

—Desnúdate, y ¡mmmm! —sus caderas se elevaron—. Túmbate a mi lado.

Decididamente, no sentía que fuera yo quién se estaba quitando toda la ropa mientras Emma no perdía ripio. Ni quien, ya en pelotas, se quedó parada ante ella, observando como ida el dedo índice de la otra chica trazando lentos círculos sobre su clítoris. Ni la que, finalmente, se tendió boca arriba al lado de ella. Con la mente hecha un lío, pero muy excitada.

—No me digas que no te has hecho nunca un dedo… —susurró.

—Sí, a veces, pero… —acerté a contestar.

—Hazlo, ya verás cómo… ¡ahhhh! Es mucho más placentero hacerlo en compañía.

Insensiblemente, mi mano fue hacia mi vulva, y comencé a frotarla en círculos. Emma continuaba a lo suyo, y aunque yo había cerrado los ojos, sentía su mirada prendida en mi entrepierna.

Poco después, noté las primeras contracciones. ¡Realmente se trataba de una experiencia de lo más excitante!

De repente, sentí la otra mano de Emma deslizándose por mi vientre.

—Hay algo aún mejor… —musitó.

—No, Emma, eso no… —junté las piernas.

—No seas estúpida —reprochó—. Abre tu mente, y relájate.

La mano de Emma pugnaba por abrirse paso. Sin darme cuenta cabal de lo que hacía, separé los muslos. Inmediatamente, sentí el contacto de sus dedos en mi intimidad.

Era cómo antes, cuando yo misma frotaba mi propio sexo, pero mejor, más sensual. En pocos segundos me sorprendí contorsionándome sobre las sábanas, invadida por un orgasmo muy intenso.

—¿Verdad que es más erótico así? —Emma sonrió, y su voz cambió a un tono meloso—. Pero yo aún no me he corrido… Trae, déjame.

Esa vez ni protesté: permití que mi compañera deslizara mi mano por su cuerpo, hasta que quedó abierta sobre su vulva. Noté el tacto de su humedad en mis dedos, pero el contacto, en contra de lo que habría podido imaginar, no me resultó desagradable. Poco a poco, comencé a moverla como si me estuviera masturbando, pero sobre el sexo de la otra chica.

Emma volvió a posar su mano en mi entrepierna, y ahora cada una de nosotras masturbaba a la otra…

El orgasmo fue inenarrable. “Los”, porque Emma se corrió espasmódicamente a mi lado.

Después, se tumbó sobre mí, y conocí el primer beso pasional de otra mujer…

★ ★ ★

Cuando he pensado en ello después, me he dado cuenta de que Emma siguió un proceso gradual. No lo quiso todo la primera vez, sino que cada día subía el listón un punto más arriba.

Una semana después, había dejado de preguntarme si lo que hacíamos estaba bien o mal, y de “comerme el tarro” (en sus palabras) Me desnudaba completamente (cuando no era ella la que me quitaba la ropa lenta, morosamente, provocando en mí una excitación sin límites) y me entregaba a ella sin reservas ni malos rollos.

Esperó dos días a darme placer con la boca. Tres, hasta pedirme que le hiciera un cunnilingus, lo que me costó no poco.

Y el sexo lésbico se convirtió para mí en algo muy placentero. Ya no tenía la sensación de trasgresión del principio, y me prestaba risueña a cualquier cosa que Emma inventara (y tenía una imaginación muy fértil)

Incluso me sorprendí a mí misma echándome sobre ella, besándola como si me fuera la vida en ello, y sintiendo el ansia de proporcionarle placer, más que de sentirlo yo misma.

★ ★ ★

Y llegaron las vacaciones de invierno. Cada una de nosotras se fue a pasar las fiestas a casa de sus padres, y nos despedimos con lágrimas en los ojos, deseando que aquellos días pasaran rápidamente para poder encontrarnos de nuevo.

Pero eso no sucedió.

El padre de Emma era diplomático, y fue destinado a algún país del sudeste asiático.

No me llamó, ni me dejó una nota explicándolo. Lo supe por una compañera de su mismo curso.

Tras pensarlo mucho, decidí cerrar ese capítulo de mi vida, y me follé (aun sin demasiadas ganas) al capitán del equipo de fútbol de la universidad, en plan catarsis.

Y descubrí de nuevo que el sexo con un hombre puede ser también muy placentero; diferente, pero gratificante de un modo distinto.

Nunca había vuelto a estar con una mujer. Hasta lo de Noemí.

—¡Fiuuuu! —resopló Sergio tras de mí. Que sepas que me he empalmado.

—Pues te vas a quedar con las ganas hasta la noche. Lleva la bandeja a la cocina mientras me ducho.