Privacy Club (5)
Dos meses sin Marta...
Marta
Abrí los ojos poco a poco, pero los volví a cerrar, porque incluso la escasa luz que dejaban pasar las rendijas de la persiana, me producía un dolor de cabeza insoportable.
Tras unos minutos, conseguí recuperar la visión con un sufrimiento llevadero. No reconocí el sitio. Desde luego, no era mi dormitorio.
«¿Una habitación de la casa de Yasuhiro y Kyomi?» —me pregunté.
Dejé caer la mano por un costado del colchón, y no, porque no estaba acostada sobre un futon , y la cama tenía estructura de madera.
No recordaba nada posterior a —noté que me ruborizaba solo con el recuerdo— una habitación cubierta con una enorme colchoneta, Yasuhiro de rodillas entre mis piernas, penetrándome, un placer exquisito… Y sí, Sergio tendido en el suelo a mi lado, con Madame Butterfly, con cara de éxtasis, cabalgando sobre él.
Bueno, había otro recuerdo: Yasuhiro recitando en mi oído otro haiku cuando nos despedíamos en la puerta de su casa:
El viento helado
entró en mi corazón.
Salgo de viaje.
Aparté la ropa de cama, y solo entonces advertí que estaba desnuda.
Y en ese momento, Sergio entró en la habitación, portando una bandeja, de la que emanaba el olor a buen café, entre otros. Desnudo, como yo misma, pero con el pene en reposo.
—¿Estamos en tu casa? ¿Puedes explicarme cómo he llegado aquí? ¿Hemos dormido juntos? —las preguntas se atropellaban en mis labios.
Él sonrió sin responder, y depositó la bandeja sobre la mesilla de noche más cercana a mí.
—¿Azúcar y leche en el café? —preguntó.
—Un terrón y una nube —pedí.
—Traigo también un analgésico que imagino necesitas…
—Eres un sol —dije, dulcificando mi expresión.
Había también zumo de naranja natural, un croissant , mermelada de tres clases, mantequilla y un panecillo tostado. Bebí un sorbo de café junto con la aspirina. Descubrí que tenía hambre, y ataqué la comida.
—Por orden —comenzó él—. Este es mi dormitorio. En el estado en que te encontrabas no podía subir contigo en brazos hasta tu casa, de modo que te traje a la mía. Y sí, hemos dormido juntos, y el verbo “dormir” en este caso, no es sinónimo de sexo. En cuanto a tu desnudez, aunque no me has preguntado: el vestido de Noemí está en la bolsa, y te quité el que traías puesto para que no se arrugara… —Su rostro compuso un gesto de pillería, mientras guiñaba un ojo—. Y porque me gusta contemplar tu cuerpo desnudo. Pero tu virtud ha estado a salvo en todo momento.
«¿Qué virtud? —me pregunté—. Porque ya he engañado a mi marido dos veces, una con él, y otra con Yasuhiro; y, siendo sincera, no lo hice con Aarón porque las cosas rodaron de otro modo, no por falta de ganas».
Engullí el último bocado del panecillo untado de mantequilla, bebí el resto de la taza de café y me puse en pie.
—¿Dónde está el?… Ya sabes.
Sergio se limitó a señalar una puerta de cristal en el lado opuesto a donde me encontraba.
Cuando volví después de aliviar mi vejiga, me encontraba mucho mejor. Mi dolor de cabeza se había transformado desde el que produciría un martillo neumático taladrando mis meninges al de un simple repiqueteo con los nudillos.
—¿Siempre duermes desnudo? —pregunté.
—Cualquier prenda me oprime y no me deja dormir. Por cierto, estás preciosa sin ropa, no sé si te lo he dicho.
Me ruboricé, a pesar de que no sentía ningún pudor al mostrarme desnuda ante él.
—¿Me enseñas tu casa? —pedí.
No era la de Aarón ni la de Yasuhiro, pero era amplia: otro dormitorio además del que conocía, un salón-comedor de buenas dimensiones, un despacho presidido por un ordenador de sobremesa con un monitor inmenso, y cubierto de estantes con libros de suelo a techo en dos de sus paredes, y una cocina funcional, dotada de cafetera expres, lavavajillas, hornos convencional y microondas, amueblada con armarios modernos de un blanco deslumbrante. Había otro aseo pequeño, y un minúsculo recinto que contenía una lavadora y una tabla de planchar plegada, además de útiles de limpieza. Todo ordenado y limpio como la patena.
—No parece el piso de un soltero…
—¿Qué esperabas? ¿Platos sucios en el fregadero? ¿Cajas de pizza con un trozo mordido? ¿Calcetines sucios en la lámpara?
Sonreía con cara de pillo, y estuve a punto de echarme encima de él y… Pero no podía permitírmelo. Me puse seria.
—¿Dónde has puesto mi ropa?
—Está colgada en el vestidor de mi dormitorio. Pero yo tenía la esperanza de poder invitarte a almorzar, y después volver aquí y charlar sobre lo que ha pasado estos dos días, y quizá… —guiñó un ojo.
Sentí una ternura infinita, y casi estuve a punto de aceptar, pero no. Le acaricié una mejilla.
—Te tengo mucho cariño, imagino que lo sabes, pero tú y yo no vamos a llegar a nada juntos. —Traté de no sonreír ante su gesto de decepción—. Mi marido vuelve el miércoles, lo que me deja algo más de dos días para pensar qué voy a hacer con mi matrimonio y mi vida. Tengo la impresión de que no estás hecho para una relación monógama, ni para darme la estabilidad que siempre he conocido y sin la que no podría vivir.
—Puedo cambiar —ofreció—. Al menos deberíamos darnos una oportunidad…
Le besé levemente en los labios.
—Estoy segura de que terminarías odiándome si coartara tu libertad. Mejor dejémoslo en este punto…
Sergio
Durante la semana siguiente intenté comunicar con Marta en varias ocasiones, pero su teléfono daba señal de llamada y luego se interrumpía la comunicación. Supuse que la rechazaba, y me resigné a no verla más.
«Además, se acabaron las comidas o cenas en su casa —me dije—. A pesar de los pesares, no podría mirar a los ojos a Marcos… eso si al final no se separaban Marta y él».
Continué con mi vida. El trabajo en el despacho no me dejaba demasiado tiempo para pensar, lo que agradecí. Pero por las noches había horas de insomnio, en las que representaba en mi mente, no la imagen de Noemí sin ropa, tampoco el menudo cuerpo de Kyomi entre mis brazos, sino la de Marta desnuda en mi dormitorio.
No hay mal que cien años dure, dice el refrán, y mi hambre de Marta no fue una excepción: dos meses después, no es que la hubiera olvidado, pero su recuerdo aparecía solo de tarde en tarde.
Llegué a casa a las seis de la tarde de un viernes, y no tenía plan alguno para el fin de semana. Bueno, debía ir al “súper”, porque el frigorífico tenía un aspecto desolador, y no soy de pizzas refrigeradas que calientas x minutos en el horno. De modo que sacudí mi pereza y me dirigí a la ducha.
Mientras me secaba, escuché el lejano tono de llamada de mi móvil; imaginé que alguien quería ofrecerme un “ahorro fabuloso” si contrataba un plan de telefonía, y no hice caso.
Volvió a sonar cuando estaba en el vestidor, y me picó la curiosidad. Tomé el terminal de la mesilla de noche de mi dormitorio, y miré la pantalla: “número desconocido”.
«Sea», —me dije, y pulsé el botón.
Silencio, que duró unos segundos.
—¿Diga? —dije al fin.
—Sergio, soy Marta —dijo su inconfundible voz al otro extremo.
Y todo volvió de golpe a mi cabeza, como si fuera ayer la última vez que la había visto.
—He llegado a creer que no volvería a saber de ti… —dije.
—Y ese era mi propósito, pero es que… No quiero hablarlo por teléfono. ¿Estás libre?
—Mmmm, deja que mire mi agenda…
—¡Estúpido! —lo dijo en tono de voz cariñoso.
—Se me ocurre que mi casa es un lugar lo suficientemente discreto, pero salvo cerveza y aceitunas rellenas de anchoas, no tengo nada que ofrecerte… Y además no estoy muy seguro de que quieras… —Pensé rápidamente—. Mira, hay un restaurante italiano en el que celebro comidas de trabajo en una especie de pequeño reservado. ¿Te hace?
—Dame la dirección —respondió rápida.
Lo hice.
—¿Las diez de la noche está bien? —preguntó.
—Perfecto.
—Hasta luego. Un beso.
Y cortó.
Me mataba la curiosidad. En nuestro último encuentro ella había dejado meridianamente claro que sí pero no. O sea, que SÍ quería tener una relación conmigo, pero NO quería atarme a ella (o viceversa) ¿Qué había cambiado? Y lo más importante, ¿quería yo permitir que me pusiera figuradamente los grilletes? Lo pensé unos instantes, y advertí que la idea no estaba tan mal, después de todo.
Tras llamar al restaurante (afortunadamente el reservado estaba libre) volví al vestidor y deseché la ropa informal; mejor un traje gris oscuro, camisa azul y corbata roja.
Estuve dando vueltas sin sentido por la casa, abriendo un libro para después cerrarlo sin leer una palabra, y pensando en el porqué de la llamada de Marta, sin que se me ocurriera nada. O sí, pero no quería hacerme ilusiones.
Cuando el reloj me indicó que eran ya cerca de las nueve y media, tomé las llaves de mi auto y salí.
Cuando al fin apareció, con “sólo” quince minutos de retraso, el tiempo se detuvo. Estaba preciosa con su vestido veraniego negro estampado con grandes flores de hibisco, sus cabellos recogidos en la nuca con un broche, y su discreto maquillaje.
Mi corazón iba a mil revoluciones cuando me acerqué a ella, y la besé ligeramente en los labios. Tomamos asiento, e inmediatamente apareció el maître como brotado del suelo, que dejó una carta ante cada uno.
—¿Qué beberán los señores? —preguntó.
Interrogué a Marta con la vista.
—Bloody Mary, con dos gotas de vodka —pidió.
—Para mí un vermut rojo con un golpe de ginebra —dije—. Y con la comida… ¿Les queda alguna botella de Veuve Cliquot Yellow Label?
—Por supuesto, señor.
—¿Vas a beberla entera? —preguntó Marta—. Porque ya tuve bastante… Solo tomaré agua.
—Pues tendrá que ser una copa del vino blanco de la casa —decidí finalmente.
Marta comió con apetito. Yo me limité a picar mis mellanzane alla parmigiana y mi vitello tonnato , mientras escuchaba a Marta hablar de naderías, sin que en ningún momento tocara tres temas que parecían tabú: el Privacy Club, la cena de Aarón y Noemí, y el ofuro de Kyomi y Yasuhiro.
Por fin, con los cafés (no, no tomaremos un chupito de grappa , gracias) pareció decidirse a hablar de cosas más profundas:
—He pedido el divorcio —soltó sin más, muy seria—. Ya sé que después de… ya sabes, no hay mucho que pueda reprochar a Marcos, salvo el hecho de que me lo ocultara. Pero es que… Mejor comienzo por el principio.
Quedó pensativa unos segundos antes de continuar.
—Cuando volvió mi marido, puse delante de él la dichosa ficha, y le conté de pe a pa… todo. Y “todo” es todo, incluidos el recorrido por el Privacy Club, mi… encuentro contigo, la cena en casa de Aarón, y la fiestecita acuática con los japoneses. Bueno, esperaba una escenita, insultos… ¡qué sé yo! Pero en cambio, dijo algo como “que le había quitado un peso de encima, que le fastidiaba tener que ocultarme sus devaneos sexuales, y que ahora que estaba enterada, esperaba que le acompañara al Club”.
Por abreviar, desde esa noche él duerme en el chalet que tenemos en la Sierra. Contraté a una abogada que me ayudó a solicitar el divorcio. Hubo una reunión días después con los dos abogados a la vista, en la que llegamos a acuerdos, como que yo me quedo con el piso de Madrid, y el con la segunda residencia, y lo demás sobre reparto de saldos bancarios, fondos de inversión, etc. Todo muy civilizado, como ves.
—¿Y cómo quedas? Me refiero no solo a lo afectivo, sino a lo económico.
—En cuanto a lo primero no creo que lo eche mucho en falta. Últimamente nos habíamos distanciado un poco bastante, y como siempre está de viaje, pues mi vida de presunta soltera no es muy diferente de la de antes. Y en lo económico, bien. Tengo la herencia de mis padres que no había tocado, el dinero que me corresponde en el acuerdo, y he vuelto a trabajar en la editorial, que me ofreció crear y dirigir una nueva sección de audiolibros. Pero aunque esto es importante, quería hablarte de otra cosa más… inmediata.
Bebió un sorbo de agua antes de proseguir.
—Ayer me llamó Noemí. Nos han invitado a los dos a otra cena mañana en su casa, pero esta vez sin más asistentes. Ya vi cómo la mirabas cuando llegamos a la cena-orgía, e imagino que estarás encantado. ¿Qué te parece?
Marta
Vi cómo se apagaba su sonrisa, y su rostro reflejó decepción.
—¿Qué pasa? ¿No te apetece? —pregunté.
Sergio se mantuvo en silencio unos segundos antes de responder.
—Sí, pero es que… ¿Recuerdas nuestra conversación cuando recibiste el vestido de Noemí? Llevo toda la cena pensando en que esta vez aceptarías mi plan B… —Me miró fijamente—. Prefiero pasar esta noche y la de mañana contigo, si tú quieres…
«Tengo que besarlo ya, ahora» —pensé.
Y lo hice: me incorporé, lo tomé por la barbilla, y lo besé a conciencia.
—Me encanta besarte, pero estoy un poco confundido… —dijo cuando me separé.
—Verás, es que quería estar segura de tus… digamos, prioridades.
—¿Y he pasado la prueba? —preguntó.
— Summa cum laude .
—¿Entonces, plan B? —había vuelto a sonreír.
—Paga la cuenta y vámonos —urgí.
Estacioné mi auto en una de las dos plazas del garaje comunitario de su casa, que Sergio poseía. Él ya había dejado el suyo en la contigua, y me estaba esperando.
En el ascensor, me abrazó estrechamente y me besó. Correspondí adecuadamente, y me sentí tan excitada como el día que nos violamos mutuamente en el Club.
Cuando cerró la puerta de su piso tras de nosotros, nos miramos intensamente unos segundos. Luego… No sé si sabré explicarlo: nos asaltó la misma fiebre que la primera noche en la cabina del vestuario.
Nos echamos encima uno del otro. Con las bocas devorándonos mutuamente, le quité la americana, que fue a parar al suelo. Me subió el vestido hasta debajo de los pechos. Intenté desabrochar su camisa, pero terminé casi arrancándosela. Me bajó las bragas hasta los pies. Destrabé su cinturón, y bajé la cremallera de su bragueta. Terminó de quitarme el vestido. Bajé pantalón y boxer a la vez hasta sus pies. Ambos nos desprendimos a patadas de las prendas arrugadas en el suelo, y pasito a pasito, abrazados y con las manos recorriendo el cuerpo del otro, nos dirigimos a su dormitorio. Y las bocas continuaban encontrándose casi con violencia, tal era nuestra fiebre.
Noté el colchón en las corvas, y me dejé caer de espaldas. Tenía un aspecto graciosísimo con la corbata por toda ropa, pero no reí. Él deshizo el lazo, y me vendó los ojos con ella.
Tomó mis piernas por las corvas, y las subió a la cama. Separé los muslos, y me ofrecí a él, jadeando.
Tras una pequeña espera, noté su boca recorriendo todo mi cuerpo, cuello, hombros, axilas, senos, vientre, pubis, cara interior de los muslos… Y de repente, la cerró sobre mi vulva.
Me envaré toda, transida de deseo. La falta de visión me enervaba aún más; nunca había tenido una experiencia semejante. Noté su lengua húmeda y ardiente recorrer cada centímetro de mi vulva…
Como una explosión, experimenté un orgasmo intensísimo, y no me privé de gritar y contorsionarme durante un tiempo que se hizo corto para el deseo que me embargaba.
Me derrumbé sobre la cama, sin fuerzas, jadeando. Ahora, Sergio hacía resbalar sus dedos muy despacio por toda mi piel.
—No ha dado tiempo a preparar lo del masaje con aceitito, pero puedes hacerte una ida de cómo será cuando tengamos más tiempo… —susurró en mi oído.
Me quité la corbata que vendaba mis ojos, y le miré: algo sé sobre el deseo masculino, y Sergio presentaba todos los síntomas. El índice de su mano derecha había llegado justo al punto en el que mi pubis se dividía en dos, y se detuvo allí, sonriendo.
Y otra vez, como en nuestro primer encuentro, la calentura me desbordó: le empujé hasta dejarle tendido, y me subí a horcajadas sobre él. Luego me tumbé, piel contra piel, y repté sobre él.
—Digo yo que con aceitito, esto será aún más sensual… —dije, mientras mi mano buscaba su erección entre los dos cuerpos enlazados.
La tomé, y contemplé su pene unos instantes: el tronco venoso palpitante, el glande oscuro al descubierto, sus testículos turgentes…
No podía más. Necesitaba sentirle dentro.
Me arrodillé con una pierna a cada lado de sus caderas, y elevé ligeramente el trasero. Busqué entre mis piernas hasta encontrar nuevamente aquella hermosa barra de carne, la acerqué a la entrada de mi vagina y me dejé caer lentamente, hasta quedar empalada.
¡Diosss! Había recreado aquella sensación muchas veces en mi mente durante aquellos dos largos meses, pero la realidad era mucho mejor. Sentía la imperiosa necesidad de hacer subir y bajar mi culo sobre él, pero me contuve: la sensación de plenitud era demasiado buena como para no hacerla durar.
Sergio se limitaba a mirarme con los ojos brillantes, acariciando mi rostro con las yemas de los dedos como queriendo hacer memoria de mis rasgos con el tacto.
Al fin no pude más, y comencé lentamente a elevar y hacer descender mis nalgas, extrayendo parcialmente su erección de mi interior, para luego volver a sentirle muy dentro. Y aunque el movimiento de reflujo duraba menos de un segundo, durante ese instante echaba en falta la sensación de plenitud que me embargaba cuando, en el de flujo, sentía la dilatación muy dentro de mí.
Sergio comenzó a jadear fuertemente. Sus manos estaban acariciando mis senos, llevando mi excitación a un punto dulcemente insoportable.
Me faltaban las fuerzas. Sentía el orgasmo próximo, y mis miembros no respondían, o lo hacían descontroladamente. De nuevo me dejé caer sobre él, sintiendo mis pechos aplastados contra sus pectorales, mientras sus manos acariciaban mi espalda y mis nalgas.
Había quedado inmóvil, no podía evitarlo. Y entonces él me aferró por los glúteos e inició un movimiento de su pelvis arriba y abajo, sustituyendo al que yo ya no era capaz de realizar.
El ritmo de sus penetraciones fue haciéndose más y más rápido. Sentí que se acercaba el clímax, y me dejé invadir por una catarata de sensaciones. Y me debatí, embargada por el placer más intenso que recordaba, llorando y riendo al mismo tiempo. Y entonces noté el pene de Sergio pulsar en mi interior. Y las leves contracciones del final de mi orgasmo se reavivaron. Creía que llegaba el final, pero todo recomenzaba otra vez. Me faltaba el aire, pensé que moriría, porque aquello duraba y duraba, y quería y no quería al mismo tiempo que acabara, pero seguía… Hasta que al fin quedé desmadejada sobre él, mientras todo mi cuerpo temblaba en los estertores finales de la culminación de mi placer.
Cuando pude recobrar el uso de mi cuerpo, le liberé de mi peso, tumbándome de costado. Él también se volvió, dándome frente, y comenzó a acariciarme dulcemente.
Nunca me lo perdonaré: me dormí entre sus brazos, arrullada por sus susurros en mi oído, sintiéndome satisfecha y en paz por primera vez en mucho tiempo.