Privacy Club (4)

La noche tuvo también un final japonés

Sergio

La casa de Kyomi y Yasuhiro no tenía nada que envidiar, en cuanto a tamaño, a la de Noemí y Aarón. Pero habían reformado el interior de un chalet de La Moraleja para convertirlo en una típica casa japonesa. [La Moraleja es una zona cercana a Madrid, en el municipio de Alcobendas, en la que las viviendas son de alto standing , solo al alcance de gente adinerada. (N de los A.)]

Hubimos de dejar los zapatos en el vestíbulo, imitando a nuestros nuevos anfitriones. Había frágiles puertas correderas de madera, y los cristales de las ventanas que daban al exterior simulaban los cuadritos típicos de las viviendas japonesas.

Kyomi y Yasuhiro nos acompañaron a un recorrido por el minimalista interior de la vivienda. Pocos cuadros, que representaban escenas y paisajes japoneses. El comedor contaba con una mesita muy baja, solo apta para que los comensales estuvieran sentados sobre los talones en los cojines dispuestos al efecto. Las camas de los dormitorios eran futones , colocados directamente sobre una esterilla tendida en el suelo. Y todo así, excepto la cocina, que se apartaba de la decoración: había una isla central dotada de una gran plancha, y una vitrocerámica, y los muebles parecían nórdicos. Y el aseo, en el que cabría sin apuros el salón de la mía: luces cenitales, un mostrador de pared a pared con dos lavabos encastrados, y en la pared frontal, una cabina cerrada por una mampara transparente, en la que había dos difusores de ducha en los extremos. A su lado, otra más pequeña en la que el cerramiento era opaco, que imaginé cubría el inodoro. Y una puerta a la derecha, que debía conducir a otra estancia que no nos mostraron.

—Honor recibir a vosotros en nuestra casa —dijo Yasuhiro haciendo una pequeña reverencia, tras el recorrido—. Puede queráis ir ahora ofuro

Yo al menos sí quería. Puede que parezca raro, pero no había preguntado a Kyomi en el viaje, (que hizo en mi auto, mientras Marta acompañaba al japonés en el suyo) con lo que seguía sin saber…

—Ven, Marta —pidió Kyomi—. Nuestra ropa no es apropiada…

A mí sí me lo parecía. La semidesnudez de las dos mujeres era una alegría para la vista, y temí que vistieran kimonos, ocultando lo que habían mostrado profusamente durante la noche.

—¿Haces honor de acompañarme? —pidió Yasuhiro, dirigiéndose a mí.

“Hice honor”. Me precedió hasta el cuarto de baño, mientras mi extrañeza se incrementaba. Abrió la puerta que cerraba la habitación incógnita, y me encontré en otra estancia, presidida por una enorme tina de madera llena de agua, de la que emanaba una pequeña nube de vapor, y un aroma fragante.

Las paredes estaban forradas de madera hasta la altura de mis hombros, y de losetas vidriadas de color verde más abajo, losetas que también cubrían todo el suelo.

Ante ella había una superficie hundida unos cinco centímetros en el pavimento, con un desagüe en el centro.

—Ahora quitamos ropa ¿sí?

Se introdujo tras un biombo decorado con una imagen del monte Fuji, mientras yo, en el colmo de la extrañeza, no sabía qué hacer.

Minutos después, Yasuhiro salió de detrás de la mampara, completamente desnudo, y con el pene en semierección. En las manos traía dos taburetes de madera cuya altura no sería mayor de veinte centímetros.

«Donde fueres, haz lo que vieres» —pensé, y me dirigí al biombo.

Tras él, había varios colgadores de ropa atornillados a la pared, en los que Yasuhiro había dejado su smoking.

«¿”Ofuro” no significará “relaciones homosexuales”?» —dudé.

Pero no, el japonés había dado muestras sobradas durante la cena de que su intención era follarse a Marta. Me encogí de hombros, y me despojé del smoking.

Cuando salí “vistiendo” el traje de Adán, Yasuhiro estaba sentado en uno de los taburetes, que había colocado en el espacio hundido con desagüe. Me miró sin ninguna incomodidad, y palmeó el otro asiento a su lado, separado como un metro del que ocupaba. Y por fin, me decidí a preguntar:

—¿Qué es ofuro ?

Ofuro es baño caliente típico de Japón —respondió— y la… el… —terminó señalando la bañera, al no recordar el nombre—. No tiene fin de… —pareció buscar la palabra— …limpia, sino de rela… —Se echó a reír—. ¿Por qué español sonidos tan difíciles?

—¿Relajación? —insinué.

—Eso. Se usa antes de sueño, para tranquilidad y calma.

«¿Y qué hacemos los dos en pelotas sentados en taburetes» —me pregunté.

—Calor de agua en… —pareció hacer cálculos mentales— cuarenta grados, pero por vosotros bajado a “treintasiete”. Ofuro hecho… —señaló de nuevo la tina— himarayasugi… no sé palabra español, que olor bueno.

—¿Roble? —dije al azar, recordando la madera de las barricas de whisky.

—No, roble es ork —dijo él.

—¿Cedro? —sugerí al buen tuntún.

El asintió.

Se hizo el silencio. Realmente, él tenía tan poco en común conmigo como yo con él, si exceptuamos el hecho de que todavía albergaba la esperanza de follar a su mujer.

«¿Cómo he llegado a estar desnudo junto a otro tío también en pelotas, sentados en taburetes salidos de la casa de Blancanieves y los siete enanitos?» —me pregunté.

En ese momento, por la puerta que comunicaba con el aseo, aparecieron Marta y Kyomi. Completamente desnudas. Ambas traían en las manos dos cubos de madera que rebosaban espuma, que Marta, ruborizada hasta las cejas y con la vista baja, había colocado cubriendo su pubis.

Marta

Aún sentía la cabeza como flotando, mientras Yasuhiro nos acompañaba en el recorrido por su casa; me sentía muy bien, y tenía ganas de reír. La parte mala es que notaba mis piernas como de goma, y mis pies no siempre me obedecían. De hecho, tropecé una vez, y no fui a parar al suelo porque el brazo de Sergio me rodeó la cintura, impidiéndolo.

Cuando Kyomi dijo lo de la ropa inapropiada, me imaginé a mí misma vestida con un kimono, andando a pasitos cortos como ella.

Pero no tardé en salir de mi error: me llevó hasta el dormitorio más grande, y se quitó la funda de encaje aquella que había vestido hasta ese momento, quedando completamente desnuda.

Como alelada, me sorprendí contemplando su cuerpo bellamente proporcionado para su tamaño, de piel sin un solo defecto, y en el que no se veía ni rastro de vello.

Cuando acabó de deshacerse de su elaborado peinado, quedando con su melena negrísima hasta los hombros, me miró con una semisonrisa.

—¿Piensas entrar así en ofuro ?

—¿Qué es ofuro ? —me atreví a preguntar.

Me lo explicó. Y me entró la risa floja.

—O sea, los cuatro desnudos en una bañera, si no te he entendido mal… —imaginé la escena, que me produjo un estremecimiento en los bajos.

—¿Qué mal hay en ello? Ya he visto que deseas a mi marido…

—No, en realidad, yo…

—Tampoco eso es malo —me cortó—. Ven, te ayudaré.

Soltó los broches de las cadenitas de mi cintura, y me quitó el “no vestido” por la cabeza. Recorrió mi cuerpo con la vista.

—Eres muy bonita, Marta. No es extraño que Yasuhiro esté loco por ti.

«¿Pero qué dice esta mujer? ¿Acaso ha bebido?» —me pregunté.

—Ven, acompáñame —pasó un brazo en torno a mi cintura, y el contacto de su cadera en mi cuerpo me enervó.

En el cuarto de baño, al que se accedía por una de aquellas puertas de papel desde el dormitorio, tomó dos cubos de madera de un armario, junto con dos paños rojos, y me entregó uno. Yo no tenía la menor idea de la utilidad de los dos recipientes, por lo que me dediqué a mirar cómo ella, tras depositar en el suyo una buena porción de un fragante jabón líquido, llenó de agua caliente el balde, y comenzó a revolverla con la tela. Como ida, la imité, porque me pareció que era lo que se esperaba que hiciera.

Al poco tiempo, se había formado una abundante espuma. Kyomi observó el mío, y pareció darse por satisfecha.

—Ven conmigo.

Tomé mi cubo y la seguí.

Abrió una puerta al fondo del aseo, y casi cayó de mis manos el recipiente: dentro de la habitación a la que accedimos, Sergio y Yasuhiro, ambos en pelotas, al parecer nos esperaban sentados en dos minúsculos taburetes.

—Haz lo mismo que yo haga —susurró Kyomi en mi oído.

Sergio

La japonesa se colocó detrás de mí. Marta parecía haberse convertido en estatua de piedra, y no había pasado de la entrada. De repente, Kyomi comenzó a frotar mi espalda con una tela que desprendía un aroma sensual.

—Marta, frota a mi marido —la animó.

La aludida apreció salir de su inmovilidad, y se colocó detrás del samurai . Tras dudarlo, empezó a pasar un paño cubierto de espuma por la espalda del japonés.

Ahora los brazos de Kyomi habían pasado por mis axilas, y frotaban mi pecho. Debía haberse arrodillado, porque noté la dureza de sus pequeños senos en mi espalda. Frotó mi cuello, costados y pectorales, y se detuvo.

—Ponte en pie —me indicó.

A nuestro lado, una sonrojada Marta imitaba torpemente los frotamientos de Kyomi sobre la espalda de Yasuhiro.

La japonesa se sentó sobre los talones ante mí, y con el rostro casi pegado a mi erección, pasó el paño por mis nalgas, frotando el canal entre ellas, y después la parte trasera de mis muslos, y pantorrillas. Luego, sin cortarse un pelo, enjabonó mi vientre, lavó mi pene y testículos, y terminó de enjabonar mis piernas.

Marta se había acuclillado ante el japonés, y frotaba lentamente su pecho, dirigiéndonos miradas de soslayo.

«Mucho rubor, pero en esa posición está mostrando hasta las trompas de Falopio» —me dije, un poco contrariado porque desde mi posición no veía maldita la cosa.

El hombre se puso en pie, tomó el paño de las manos de Marta y terminó de enjabonarse, mientras la mujer de mi amigo continuaba en cuclillas ante él. Después, con una sonrisa lobuna, tiró de ella para ponerla en pie, y dedicó la tela a frotar cuello, pechos y vientre de Marta.

«Y yo, gilipollas de mí, parado como un pasmarote» —me recriminé.

De manera que tomé el lienzo del cubo, y me dediqué a lavar concienzudamente el menudo cuerpo de Kyomi. Solo que yo hice trampa: una mano sí, lo hacía con el paño; la otra, directamente sobre la piel, acariciando senos, vientre, espalda, nalgas, pubis… (ahí mi mano desnuda demoró algún tiempo en su vulva) y finalmente piernas, mientras la japonesa me miraba con una semisonrisa.

Después, Kyomi tomó el cubo, que llenó en un grifo que había en la pared. Vino hacía mí, y lo vació sobre mi cabeza. ¡Estaba muy caliente!

—Deja, ya lo hago yo —pedí.

Llené el cubo, abracé a la mujer, y vertí el contenido sobre ambos. Repetí la acción un par de veces, hasta que desapareció la mayor parte de la espuma que cubría nuestros cuerpos.

Kyomi volvió a llenar el recipiente, y se dirigió hacia la otra pareja. Sin duda Yasuhiro envidiaba mi acción, porque abrazó estrechamente a Marta, y no solo permitió que su mujer vaciara el cubo sobre ambos, sino que recorrió con las manos los pechos y espalda de mi amiga.

Dos cubos más tarde, el japonés debió considerar que la limpieza era suficiente, y se introdujo en el ofuro .

Marta

¡En mi vida había pasado una vergüenza igual! Solo que los disimulados (o no tanto) frotamientos de Yasuhiro me habían puesto en un estado de excitación como no recordaba haber sentido antes.

«Bueno, sí —recordé—. Cuando Sergio me besó en el vestuario del Privacy Club, y luego me quitó la ropa».

Cuando el japonés entró en el agua, supuse que era lo que se esperaba que hiciera, y le seguí. El agua estaba muy caliente, pero me acostumbré en seguida.

El tamaño de la tina era suficiente para que, no cuatro, sino seis personas cupieran cómodamente en ella.

Kyomi se acercó a su marido, le besó, y después dijo unas palabras en japonés, que obviamente no comprendí. Él asintió enfáticamente, y entonces ella se deslizó hasta que su cuerpo quedó en contacto con el de Sergio.

Yasuhiro tomó una de mis manos, y me atrajo hacia él.

«Ahora sí me va a hacer el amor» —me dije. Y me sorprendí a mí misma deseándolo con todo mi ser.

Me dirigió una de sus miradas de carbón incandescente. Luego me tomó por la barbilla y me besó. Y su experto beso me elevó hasta las alturas del deseo físico. Cuando se separó, musitó en mi oído lo que me pareció otro haiku :

Vayamos juntos

a contemplar la nieve

hasta agotarnos.

«¿Qué tiene este hombre? —me pregunté—. Está proporcionado y no tiene un gramo de grasa en su cuerpo, pero su musculatura no es atractiva, sino funcional… Comparativamente, Sergio es un ejemplar de hombre mucho más atrayente. ¿Quizá sus rasgos duros, que me recuerdan al oyabun de la Yakuza que vi en una película? Solo que este no tiene tatuajes ni ningún dedo cortado…» Aunque ahora se han suavizado, y hasta sonríe… [”Oyabun” es el jefe de una familia de la Yakuza, o mafia japonesa. (N. de los A.)]

—¡Ay Dios! —no pude por menos que exclamar cuando noté su mano entre mis piernas.

El caso es que sus frotamientos con la palma abierta me estaban excitando más de lo que ya estaba. Y nunca lo había hecho en el agua…

Sin pensarlo mucho, no fuera a arrepentirme, cogí su pene y comencé a masturbarle.

Sergio

Kyomi parecía muy dispuesta, pero yo no estaba nada seguro de qué era apropiado o no en aquella situación… Hasta que vi a Yasuhiro besando primero, y luego metiendo mano a Marta. Con estupor, advertí que mi amiga había salido de su pasividad y estaba dando un buen repaso a la polla del japonés.

«Esto va de intercambio de parejas» —me dije.

Mis dudas terminaron allí. Tomé a Kyomi por la cintura y la senté sobre mis muslos, dándome frente. Y ella no era nada pasiva, no: atrapó uno de mis labios entre los suyos, y cuando entreabrí la boca, introdujo dentro la lengua.

Comencé a frotar sus pezones con los dedos pulgares. Se habían puesto largos, más de un centímetro, y el tacto duro y rugoso en mis dedos causó que mi erección creciera hasta el máximo.

«¿Cómo será lamer esos pezoncitos?» —me dije.

Dicho y hecho. La elevé ligeramente por el culito, hasta dejar sus dos medias manzanitas al alcance de mi boca. Ella enlazó las manos en mi nuca, y arqueó el cuerpo hacia atrás, con un gesto indudable de placer, cuando cerré mi boca sobre uno de ellos.

«Duro y jugoso, como una manzana Fuji» —me dije.

Una delicia. Después de lamer un rato la protuberancia de esa aréola, me dediqué al otro, que no tenía nada que envidiar al primero.

Cuando me cansé, la deposité de nuevo sobre mis piernas y la besé. Sus manos seguían tras mi cabeza, y estaba entregada a las caricias. Poco después ya no era yo quien succionaba sus labios entre los míos, sino ella, que lo hacía casi con furia.

Su menudo cuerpo estaba completamente pegado al mío, y yo había dedicado las manos a acariciar sus nalguitas turgentes.

Marta

Yasuhiro giró en la tina, me elevó por las axilas, y quedé con la espalda pegada a la madera. Él se había sentado sobre los talones, con lo que yo descansaba sobre uno de sus muslos, muy abierta de piernas.

Mi sensación era de irrealidad. Otra vez, como en el inicio de la orgía en casa de Aarón y Noemí, me parecía haber aterrizado en el centro de una película porno… aunque esta vez yo era la actriz. Porque el dedo que estaba frotando mi clítoris era muy real. Como el pene sobre el que hacía subir y bajar mis manos. Y la visión de Sergio y Kyomi al otro lado de la tina, abrazados y besándose ardientemente, incrementaba aún más mi calentura.

Sentí el orgasmo formándose en mis entrañas. Una mano de Yasuhiro comenzó a palpar mis pechos. Yo continué atendiendo su erección. El japonés introdujo un dedo en mi vagina. Me arqueé toda, y las contracciones se tornaron imparables. Me debatí entre los brazos del oyabun , y el mundo se paró. Solo existían mi sexo, el dedo que lo penetraba, y mi placer, que me arrolló literalmente, dejándome jadeante cuando descendió de la meseta.

Sergio

Kyomi debió cansarse de los casi inocentes besitos, y probablemente quiso ir un paso más allá: se aferró a los bordes de la tina aquella con las dos manos y, con los muslos muy separados y las rodillas pegadas a los costados, en una postura imposible, arrimó su vulva a mi erección, que quedó como un sandwich entre mi vientre y su sexo. Y muy despacio, hizo oscilar su culito arriba y abajo ayudándose de las manos asidas al borde y los pies en el fondo de la tina.

Me sentí en la mismísima gloria. Era como una masturbación, pero al contrario que Marta no utilizaba las manos, sino que había atrapado mi pene entre sus labios mayores, y lo hacía con su…

Pero el roce era mutuo, y la mujer comenzó a acusarlo: sus frotamientos se hicieron más rápidos y un tanto descontrolados; con los ojos cerrados y un gesto medio concentrado, medio extasiado, su respiración se fue acelerando, y su boca exhalaba pequeños gruñidos.

También a mí me estaba pasando factura: sentía que la eyaculación estaba cerca, y traté de evadirme, para dar tiempo a que la japonesa obtuviera su placer, y también porque no quería descargar en el agua que compartíamos los cuatro; me parecía poco adecuado:

«pi igual a 3,1416. Fórmula de la longitud de la circunferencia, 2 pi erre. Superficie del círculo, pi erre al cuadrado. Hipotenusa al cuadrado igual a cateto al cuadrado más cateto al cuadrado» —recité interiormente.

Ni así. Estaba a punto, casi… Kyomi cerró los dedos en torno a la base de mi pene, y apretó. Y curiosamente, eso detuvo mi cercana eyaculación. Pero no su orgasmo, porque soltó la otra mano del borde de la tina, y mientras continuaba estrangulando mi erección, el otro brazo se cerró en torno a mi espalda, y convulsionó. Y en los estertores mordió uno de mis hombros, y rasguñó mis omóplatos con las uñas. Luego quedó inmóvil, jadeando. Y tras unos segundos, abrió los ojos, sonrió, y se relamió con gesto de malicia:

—Esto ha estado muy bien, gaijin-san —musitó, y luego me besó con la boca entreabierta.

«Pues no tienes que agradecérmelo, porque lo has hecho tú solita» —dije para mí.

—Mucho demasiado tiempo —dijo Yasuhiro, en pie fuera de la bañera—. Agua muy caliente para más.

Le hubiera matado.

Pero no hubo más remedio que deshacer el abrazo y salir chorreando. Miré mis dedos: el samurai tenía razón, estaban arrugados por efecto del agua casi ardiente.

Marta

Indudablemente, Kyomi tenía mucha más experiencia que yo en lo de satisfacer a un hombre en la cama… o en la bañera: asistí al ruidoso orgasmo de la japonesa y su agresivo final, y envidié profundamente su absoluta falta de inhibiciones: yo me había contenido, porque me producía mucha vergüenza.

—Vamos ahora a ai no taizai —invitó Yasuhiro.

—Habitación del amor —tradujo Kyomi.

Pero el japonés se dirigió a la cocina, mientras su esposa nos conducía a Sergio y a mí a otra de las estancias que no nos habían mostrado, con una mano puesta en el culo de cada uno, que todo hay que decirlo. Y aunque el contacto era decididamente sexual, no me sentí molesta por ello, sino que experimenté una vaga excitación por el roce de sus dedos en mis nalgas.

Cuando entramos en la habitación, perdí un latido: una buena porción del suelo estaba cubierta por un tatami , y sobre él, dos enormes toallones de baño que, mirados más de cerca, estaban forrados de plástico en la cara que daba a la estera.

«Para proteger la alfombra si los invitados quieren follar sobre ella» —remedé para mí con una sonrisa la explicación de Aarón sobre por qué estaba cubierta la tapicería de sus sofás.

Dos de las cuatro paredes estaban ocupadas por un espejo de suelo a techo, y traté de imaginar cómo sería hacer el amor mirando el reflejo de mi propio cuerpo y el de “mi” oyabun entrelazados sobre el tatami . Y la vaga excitación que había sentido mientras la japonesa frotaba mis nalgas, subió unos enteros. Y advertí que estaba… decidida no, deseosa, de que su marido me…

La entrada de Yasuhiro en la estancia, portando una botella de Moët & Chandon Imperial y cuatro copas, me sacó de mi ensimismamiento. Como el de Sergio, su pene estaba a “media asta”, y no me avergonzó en absoluto mirar la entrepierna de los dos hombres. Porque, aparte de mi decidido deseo de continuar con lo que dejamos a medias en el ofuro , continuaba en un estado en el que las inhibiciones y los convencionalismos habían quedado muy atrás.

Los otros tres tomaron asiento sobre los talones. Yo lo hice sentada de medio lado; no sabía adoptar tan incómoda postura, y no había llegado aún al punto de olvidar el pudor. Al menos no del todo, porque hacía no sé cuánto tiempo que estaba desnuda ante ellos.

Yasuhiro sirvió las copas, y las repartió. Luego alzó la suya.

—Por amistad y amor —brindó.

Tenía sed. Bebí el contenido de la mía en dos sorbos, ante el ceño fruncido de Sergio. Le saqué la lengua, y no le hice ni caso. Total, una copa más no podía hacerme mal… Pero “mi” oyabun volvió a llenar la mía, y aunque traté de contenerme, unos segundos después advertí que estaba de nuevo vacía.

Sergio

Estaba preocupado por Marta. Aunque parecía sentirse bien, y aparentaba estar contenta y relajada, había bebido mucho. Hice un rápido inventario: dos copas de champagne en la recepción en casa de Noemí y Aarón. Que yo hubiera visto, cinco de aquellos chupitos de nihonshu, probablemente más, y otras dos copas de champagne. Bien que habían pasado varias horas desde la primera, pero aun así…

«Ya es mayorcita —me dije—, y yo no soy su marido ni su guardián».

Volví la vista hacia Kyomi, que me dedicó una dulce sonrisa. Dejó su copa menos que mediada, como la mía, y acarició levemente mi pecho. Era como una invitación, y acepté de buen grado: imité su gesto, rocé suavemente uno de sus pechitos… y dejé la mano allí. Ella distendió las piernas, quedando sentada de costado. La tomé por las corvas y separé sus rodillas, con lo que quedó tumbada boca arriba.

Y por primera vez, pude contemplar a mi sabor la Y invertida de color rosado que coronaba su sexo. Me tendí boca abajo y separé con los dos pulgares los labios mayores, descubriendo el interior de su vulva, con el orificio de la vagina prácticamente cerrado, que no pensaba dejar así mucho tiempo.

Apliqué la boca abierta sobre su clítoris, y succioné y lamí. Ella comenzó a revolver mi pelo con una mano. Sonreía con los ojos cerrados. Segundos después, alzando ligeramente la vista, advertí un rictus en su boca, que tomé como indicativo del placer que le proporcionaba mi lengua.

Reseguí los bordes de sus labios mayores, y terminé por hacer algo que me había proporcionado mucho éxito en circunstancias similares: se trataba de introducir la lengua en el vestíbulo de la vagina, y lamer circularmente.

De repente, la japonesa inició una serie de contracciones con las manos aferradas a la toalla aquella, al mismo tiempo que dejaba escapar pequeños gemidos, casi grititos. De manera que insistí. Alzó la pelvis en mi dirección, y arqueó el cuerpo aferrándome por la nuca como si quisiera aumentar el contacto. Me soltó, y mordió el canto de una de sus manos, intentando contener los gemidos que brotaban incontenibles de sus labios.

Hubo un ¡ahhhhh! prolongado con la espalda combada, sus caderas se balancearon, gritó, y tras unos segundos quedó desmadejada. Abrió los ojos, me acarició la mejilla, y sonrió.

Marta

Yasuhiro parecía más interesado en contemplar el cunnilingus de Sergio a Kyomi, que en atenderme a mí. De todos modos, había maniobrado para sentarse a mi espalda, había separado mis muslos, y frotaba mi clítoris con un dedo. Y descubrí que yo también estaba disfrutando el espectáculo. Contemplar el orgasmo de la japonesa, unido a los frotamientos en mi sexo, y el contacto del pene de Yasuhiro en mis nalgas, me iba elevando lentamente a lo alto de una montaña rusa que…

De repente, como una explosión, experimenté un orgasmo. Y cuando acabó, como ida, empujé a “mi” oyabun y repté sobre él, frotando mi cuerpo sobre el suyo.

Sergio

Marta, como presa de un ataque de algo, se contorsionaba y restregaba su cuerpo contra el del japonés. Pero no pude disfrutar del espectáculo mucho tiempo: las manos de Kyomi se cerraron sobre mi miembro, se colocó en la posición adecuada, y lo introdujo en su boca.

No se limitó a lamerlo, sino que de repente sentí sus dientes cerrarse debajo del glande sin apretar excesivamente, y mantenerlos así un poco de tiempo.

Y ahora fui yo el que me puse en tensión. Nadie me había hecho algo así, y la mezcla de la sensación de peligro ante su acción en un lugar tan sensible, la humedad de la boca en la que había introducido mi pene, y el contacto de su lengua en el extremo de mi erección, comenzó a surtir efecto, y sentí mi eyaculación cercana.

Y entonces, Kyomi se retiró, dejándome frustrado por segunda vez aquella noche.

Marta

Yasuhiro se puso como loco con mis frotamientos. Me tomó por los hombros, tendiéndome con brusquedad boca arriba. Separó aún más mis muslos, y me penetró de golpe. Pero no sentí dolor, sino una sensación indescriptible: su erección dilataba mi vagina, y sus embestidas, que pasaron en poco tiempo a ser… casi diría violentas, increíblemente no me hacían sentir mal, sino que de nuevo comencé a sentir la tensión y las ligeras contracciones que anunciaban un nuevo orgasmo.

Mi cabeza comenzó a rotar de lado a lado. Y entonces les vi: Sergio estaba tendido boca arriba, y la japonesa, con el rostro contraído de placer, hacía rotar sus caderas en círculos, empalada en el pene del amigo de mi marido.

Sergio

Mientras la cabalgada de Kyomi sobre mí me estaba llevando nuevamente al “punto de no retorno”, volviendo la cabeza a mi izquierda vi el pene no muy largo pero grueso de Yasuhiro entrar y salir de la dilatada vagina de Marta, y su ano fruncido y cerrado. Fue toda una sacudida; nunca antes había contemplado a otra pareja follando a mi lado, y la visión me excitó aún más.

Me llegaban los sonoros resoplidos del hombre y los ligeros gemidos de ella. Y al mismo tiempo, advertí que Kyomi también había comenzado a emitir pequeños gruñidos. Y los otros jadeos que escuchaba eran los míos.

Marta

Me corrí. Iba a decir varias veces, aunque no sabría decir si se trató de un solo un orgasmo prolongado, o la suma de varios. A mi lado, Kyomi se había tumbado sobre el pecho de Sergio, y gritaba descontrolada, aferrada a sus hombros.

Sergio

Cuando Kyomi se derrumbó sobre mí, estremecida por su clímax, me llegó al fin la liberación. Esta vez no hubo deditos que oprimieran mi pene. Kyomi se mantuvo pegada a mí convulsionando, y yo inundé su interior experimentando un placer indescriptible.