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La cena de Aarón y Marta fue algo diferente a como la maginábamos

Marta

Una puerta doble nos condujo, desde la especie de vestíbulo en el que había tenido lugar el cocktail , a un salón inmenso, en el que había como tres ambientes, cada uno de ellos dotados de amplios sofás de distinta tapicería.

«¡Guau! —exclamé para mí—. Mi casa es amplia, pero posiblemente cabría entera en este salón».

—¿Por qué están los sillones cubiertos con esa especie de lienzos? —Pregunté a Aarón. Tarde, se me ocurrió la respuesta, y debí ruborizarme hasta las pestañas.

—Para proteger la tapicería si algunas parejas los utilizan… después de la cena —su rostro mostraba una sonrisa maliciosa.

Al pasar cerca de una mesita auxiliar, vi un enorme cuenco de cristal lleno de lo que me parecieron dulces. Una mirada más atenta me indicó que en realidad eran preservativos. Sentí una especie de escalofrío. Sergio tenía razón: aquello iba de orgía tras la cena.

«¿Dónde está Sergio?» —me pregunté, aterrorizada. No le veía por parte alguna.

Llegamos a otra estancia: el comedor, presidido por una enorme mesa de madera maciza, en la que conté ocho sillas espaciadas a cada lado, además de otra en cada extremo corto. La superficie de la mesa estaba cubierta de cuencos y platos. Había también pequeños vasitos de porcelana blanca, decorados con escenas orientales, entre las que reconocí el monte Fuji.

En las paredes, copias de grabados cuya visión me hizo sonrojar: en todos ellos se veían parejas vestidas con kimonos copulando en distintas posturas, y no se ocultaban ni disimulaban penes de un tamaño exagerado, ni los sexos femeninos, siempre rodeados de vello.

«¿Tendrá pelos en la cuquita Madame Butterfly? —me pregunté divertida.

Aarón me condujo hasta una silla ubicada justo en el centro.

—Noemí y yo nos sentaremos en los dos extremos —explicó—. Verás, es que Yasuhiro ha insistido en que Sergio y tú les acompañéis en la cena, y aunque Noemí y yo vamos a quedar un poco frustrados, ahora que os conocemos habrá otras noches, y otros encuentros… menos concurridos.

Justo cuando estaba pensando que de otros encuentros nada, rozó una de mis mejillas con el dorso de su mano oscura, y el roce convirtió el “de eso nada” en un “¿quién sabe?”.

Aarón se alejó despacio —¿quizá con desgana?—. Fui a sentarme, y alguien empujó ligeramente la silla bajo mis muslos, y dos manos se posaron en mis hombros. Luego, el hombre se inclinó y susurró en mi oído:

Mis ojos brillan

de tanto contemplarte

flor de cerezo.

Me estremecí toda. Yasuhiro, como me había anunciado Aarón. Sus ojos negros me miraban fijamente, y su expresión se había suavizado.

—Es… muy bello —acerté a tartamudear.

—¿Conoces palabra haiku ? —preguntó con su voz varonil. Hablaba español con un fuerte acento.

—Sé que se trata de una poesía breve japonesa.

Haiku es de Matsuo Bashō, de periodo Edo, cerca 1650. Ha venido a mi mente cuando te miré, porque color de tus mejillas es color de flor del cerezo. Eres bellísima, Marta.

Me sentí… no sabría expresarlo. Nadie me había regalado nunca un verso.

—Ha sido… un precioso detalle —dije. Y mi decisión de marchar tras la cena descendió varios enteros. De todos modos, las dos copas de champagne habían hecho efecto: me encontraba a gusto. No estaba bebida, pero sentía la cabeza ligera, y estaba casi desinhibida. Casi.

Nos interrumpió Aarón, que desde la cabecera de la mesa llamó nuestra atención:

—Hemos organizado esta cena como despedida a nuestros amigos Yasuhiro y Kyomi, que vuelven a su país natal. En su honor, los platos y bebidas serán todo lo japoneses que se pueden conseguir en un catering , aunque este ha sido suministrado por un famoso restaurante japonés de Madrid. Como todos nuestros encuentros, será una celebración de la belleza, la amistad y el amor. Ahora, disfrutad de la comida y la compañía.

Tímidos aplausos de la concurrencia.

Y entonces, Sergio y Kyomi tomaron asiento al otro lado de la mesa, frente a nosotros. Y ahora tenía un problema añadido: porque él se había ofrecido a acompañarme si decidía abandonar la casa tras la cena. Pero al ver cómo parecía seguir hechizado por la japonesa, me dije que no podía hacerle eso.

«Siempre puedo llamar un taxi por teléfono, o pedir un Uber» —pensé. Aunque cada vez estaba menos segura de que finalmente quisiera marcharme.

Sergio

Marta, frente a mí, parecía tranquila. A pesar de sus escrúpulos con el vestido, su postura, con los codos apoyados en la mesa, había dejado al aire sus dos pechos, que contemplaba el samurai con ojos estrábicos, embelesado.

—Estas reproducciones —señalé los cuadros frente a mí, dirigiéndome a Kyomi—, ¿son realmente pinturas japonesas?

—Sí. Se llama arte shunga , que puede traducirse como “imágenes de primavera”, eufemismo para referirse al acto sexual, —explicó mi geisha con una semisonrisa—. En nuestra cultura no eran consideradas pornografía en el momento en que fueron creadas, sino una celebración de un acto natural. Los originales fueron pintados entre 1600 y 1900. Después, la adopción paulatina de muchas costumbres occidentales las convirtieron en algo obsceno.

Me miró con un ligero deje de sorna en su expresión:

—¿Sabías que en el Japón actual está prohibido que en las películas y fotografías pornográficas se vean los genitales, tanto masculinos como femeninos… gaijin-san ? —Finalizó con una sonrisa. [En japonés, “señor extranjero”. (N. de los A.)]

—Pues no tenía ni idea, no suelo consumir ese tipo de filmes… Pero no sé muy bien qué sentido tiene un cine para adultos que no muestra penes ni vulvas…

—Aunque te sorprenda, la sociedad japonesa es muy conservadora y puritana.

—¿Conservadora? ¿Puritana? Hablas español muy bien. ¿Dónde lo aprendiste?

—En la universidad. Luego, cuando destinaron a Yasuhiro a Madrid, di clases de español para extranjeros. Y me he relacionado mucho con españoles. Me fascina vuestro arte y costumbres. Es…

—¿Exótico? —insinué.

Kyomi dejó oír el cascabel de su risa.

Interrumpieron nuestra conversación las “azafatas” que habían servido los cocktails , que ponían en la mesa botellitas de sake cubiertas por servilletas. Otras comenzaron a servir sukiyaki en los boles que había ante cada silla, incluido el huevo crudo que yo sabía (me encanta la comida japonesa) que acompaña al plato tradicional. Me fijé por primera vez en la mesa (antes estaba tan pendiente de Kyomi como Yasuhiro de Marta)

Había fuentes de teriyaki , yakisoba , korokke , el inevitable sushi , arroz tekisan con alubias azuki en un bol individual para cada comensal, y algunos otros que no reconocí, además de pequeños recipientes con salsa de soja y wasabi. Tomé los palillos que había frente a mí, y probé el sukiyaki . Delicioso.

—¿Te sirvo sake ? —pregunté a Kyomi.

Sake, que es como llamáis en Occidente a esta bebida, significa “bebida alcohólica” —explicó tras probarlo—. Esto es nihonshu , “alcohol de Japón” —explicó con una sonrisa—. Y por si no lo sabes, aunque es muy suave, porque procede de la fermentación del arroz, tiene entre 15 y 20 grados, según marcas.

Marta no debía saberlo, porque apuró de un sorbo el vasito, y lo tendió a Yasuhiro para que lo llenara de nuevo.

«A ese paso va a pillar una trompa de campeonato» —me dije.

A mediodía me había conformado con un sandwich, por lo que tenía hambre, de modo que ataqué la comida. Me hizo gracia que, poco a poco, las “azafatas” fueron trayendo tenedores para la mayoría de los comensales. Yo tenía experiencia en servirme de palillos para comer, por lo que no pedí cubiertos occidentales.

Marta evidentemente no los había utilizado nunca. Yasuhiro estuvo enseñándole cómo hacer uso de ellos, con la mano de Marta entre las suyas. En un momento dado, lo sorprendí besándola en el hueco tras la oreja. En otro, el japonés enjugó con la boca unas gotas de la bebida que había derramado en uno de sus pechos, mientras ella reía con la cabeza inclinada hacia atrás.

Era una estupidez, pero no pude evitar una ligera sensación de celos.

Y seguía bebiendo nihonshu como si fuera agua. Que yo hubiera visto, iba por el quinto vasito; el licor había sonrosado sus mejillas, y parecía alegre y desinhibida. Y era más que evidente que las caricias y frases que Yasuhiro susurraba con los labios en su oído, no le desagradaban en absoluto.

¿Y Kyomi? Miraba de vez en cuando a su marido embelesada, como si los arrumacos y caricias que prodigaba a Marta le hicieran feliz. No tuve por menos que preguntarle al respecto. Me miró intensamente.

—Amo a mi marido más que a mi propia vida, por lo que me siento dichosa al contemplar su placer.

Quede atónito. Yo había oído hablar de intercambio de parejas, (bueno, el día anterior lo había visto con mis propios ojos) pero mi impresión sobre ello es que en eso solo había lujuria, y una especie de toma y daca: yo te consiento que folles con otra u otro, y a cambio, tú me permites que eche un polvo a otro u otra. ¿Pero sentirse alegre al verlo? Eso estaba más allá de mi comprensión.

Una hora más tarde, la gente había dejado de comer, ahíta… o excitada. En el transcurso de ese tiempo, las conversaciones habían ido subiendo de volumen, y habían sucedido otras cosas.

Por ejemplo, que una dama sentada dos puestos más allá, a mi izquierda, había extraído el pene de la bragueta del comensal de su derecha, y subía y bajaba la mano sobre él, mientras mantenía una risueña conversación con el varón sentado a su izquierda, al que terminó besando “con lengua”.

Por ejemplo, que la joven que cubría (precariamente) sus pechos con una especie de babero solo sujeto al cuello, lo mantenía ahora recogido en la garganta con una sonrisa excitada, para permitir que el hombre sentado a su izquierda cerrara la boca sobre el pezón de su lado, mientras acariciaba el otro.

Por ejemplo, que la joven sentada junto a Yasuhiro, al otro lado de Marta, tenía la falda recogida en la cintura, y una mano del caballero de su izquierda claramente entre sus muslos.

Y en eso, los altavoces que habían difundido una suave música oriental durante la cena, pasaron a emitir una melodía árabe.

Se hizo el silencio. Y por el fondo de la estancia apareció Noemí. Trataré de explicar lo que vi: una tela liviana de color verde la cubría desde la cabeza hasta la cintura, cerrada por sus manos. Más abajo, de una especie de cinturón brotaban otros velos de diferentes colores.

Comenzó a evolucionar por un espacio libre en la comunicación entre salón y comedor. Sus caderas ora oscilaban con un ritmo frenético o quedaban inmóviles y era todo su cuerpo el que producía un movimiento reptante que adelantaba su vientre y pubis hacia los espectadores.

Soltó el velo que cubría su torso mientras giraba en redondo sin cesar en su hipnótico movimiento de caderas, y sus dos pechos quedaron al aire.

Ahora giraba sobre sí misma casi de continuo, sin que su cintura abandonara el contoneo, mientras sus brazos y manos trazaban figuras en el aire. Tras uno de los giros apareció entre sus manos otro velo, este de color rojo, que tras hacer ondear, dejó caer revoloteando. Un nuevo velo, amarillo, fue a parar igualmente al piso.

En su cinturón no debían quedar más de cuatro velos de aquellos, aunque era imposible contarlos.

Fue doblando la cintura hacia atrás sin cesar en el movimiento de sus brazos, que solo se detuvo cuando quedó arrodillada y arqueada hacia atrás, con las manos sosteniendo su peso a su espalda. Y ni así cesaron los movimientos de su pelvis.

Se incorporó ligeramente, y en sus manos aparecieron dos nuevos velos, que dejó caer tras hacerlos flamear.

Calculé que su trasero ya no estaba cubierto. En la parte delantera quedaban dos lienzos de aquellos juntos, cubriendo precariamente su monte de Venus.

Se puso en pie ágilmente, y describió otra circunferencia, esta vez muy despacio. Efectivamente, su precioso trasero aparecía desnudo, como había imaginado.

Ahora, cada giro en redondo hacía que los dos últimos velos que constituían toda su ropa se elevaran, descubriendo la mayor parte de sus muslos.

De repente, salió de una de sus circunvoluciones dejándose caer de rodillas y resbalando por el parquet, y sus manos tiraron de los dos últimos pañuelos, mostrando su vulva entreabierta, que quedó adelantada hacia los ojos que la contemplábamos con deseo.

Marta

A mitad de la cena había dejado de importarme la actitud de Sergio y Kyomi, que parecían muy acaramelados charlando con las cabezas juntas. Me encontraba muy bien, con mi cabeza flotando como entre nubes, y ya había dejado de afectarme que mis senos estuvieran a la vista, y que la parte delantera del vestido, introducida entre mis piernas, dejara prácticamente al aire mis dos muslos hasta casi las ingles.

Yasuhiro hablaba en susurros en mi oído, pero no percibía sus palabras, solo el tono íntimo con el que las decía.

Y entonces apareció Noemí interpretando lo que reconocí como una “danza de los siete velos” muy especial, porque al final quedó completamente desnuda a la vista de todo el mundo. Y casi envidié su cuerpo escultural, y su absoluta falta de pudor. Hasta el cortés Yasuhiro, que durante la cena no había tenido ojos más que para mí, no había perdido ripio de su sensual strip-tease , y una mirada rápida a su bragueta me indicó que estaba empalmado.

El final de la danza de Noemí pareció dar la señal para el inicio del desmadre: instantes después un hombre apartó platos, cuencos y botellas ante él. Luego tomó a su acompañante femenina, la elevó hasta dejarla sentada sobre el tablero, subió su falda hasta el cuello, y enterró la boca en su cuquita.

Más allá, una “azafata” se acercó a uno de los varones, y se unió a la felación que le obsequiaba una de las comensales.

Tenía la curiosa sensación de no formar parte de aquello, algo así como si estuviera viendo una película erótica en 3D que se reproducía a mi alrededor. Y debo reconocer que me encontraba muy excitada. Y que ya no quería que nadie me llevara a mi casa: deseaba intensamente que Yasuhiro me acariciara, me besara y me hiciera el amor, aunque al mismo tiempo, me sonrojaba la idea de hacerlo a la vista de todo el mundo, por más que parecía dudoso que alguien pudiera apartar la vista del varón o la mujer con quien estaba disfrutando de los prolegómenos del sexo.

Yasuhiro se inclinó hacia mi oído, y sentí el ligero soplo de su aliento en mi cuello. Y me dije: “ya. Va a hacerme el amor”. Pero no era esa su intención:

—Kyomi y yo no gustamos esto —dijo—. Alzó la voz para ser oído por Sergio y su propia esposa—. Tengo propuesta por vosotros: ir los cuatro nuestra casa a disfrutar ofuro. ¿Sí?

Ella recibió su proposición alborozada, mientras el rostro de Sergio mostraba confusión. Como probablemente el mío, que no sabía qué cosa era ofuro.

«Igual alguna exótica práctica sexual japonesa» —me dije. Pero me puse en pie, dispuesta a acompañarle.

—¿Disculpas? —se excusó, y fue hacia la cabecera de la mesa.

Quedé absolutamente frustrada. Ante mí, Kyomi reía por algo que le había dicho Sergio, tapando su boca con una de sus manitas.

Noemí seguía en el mismo lugar en el que había terminado el baile. Pero ahora no estaba sola: su cuerpo desnudo reptaba sobre el de un hombre tendido en el parquet, al que arrancaba la ropa más que quitársela.

Pocos minutos después percibí de nuevo la presencia del japonés a mi lado:

—He excusado para Aarón por dejar fiesta tan poco tarde. ¿Vamos?

Le seguimos. Al pasar frente al salón de tres ambientes pudimos ver a una pareja, ambos completamente desnudos, haciendo el amor sin tapujos a la vista de otra, que se metía mano descaradamente a su lado. Como ida, quedé hipnotizada mirando el pene del hombre entrar y salir de la dilatada vulva de su acompañante.

Y en un sofá cercano, dos de aquellas “azafatas”, ahora sin delantalito pero con cofia, practicaban un 69. Y de nuevo, mi vista quedó fija en la lengua de una de ellas, que lamía la vulva de su compañera, entreabierta por sus manos…