Privacy Club (2)

El problema que detiene a Marta es pensar que sucederá tras la cena

Sergio

El sonido del teléfono móvil interrumpió mi sueño. Debía ser tarde, porque a través de las rendijas de la persiana se filtraba la luz de un sol radiante. Miré el reloj: las doce y cinco de la mañana. Conseguí encontrar el aparato, y contesté.

—Diga…

—Soy Marta. Espero no haberte despertado…

Me despejé como por ensalmo.

—No, cielo —mentí—. ¿A qué se debe tu inesperada llamada? Porque habíamos quedado en que iría a recogerte en torno a las nueve…

—Es que ha sucedido algo…

—¿Malo? —en un segundo pensé que su marido se habría presentado de improviso.

—No sé cómo calificarlo —dijo con voz no muy segura.

—Me tienes como sobre ascuas.

—Anoche, cuando Noemí y Aarón nos invitaron a la cena en su casa, y dijeron lo de “vestido largo las damas, smoking los caballeros”, le dije que no tenía ninguno, lo que no es cierto; fue un modo de darle largas sin rechazarla, porque no sabía si tú querrías mantener el contacto con ellos.

—¿Por qué no me dijiste que no querías ir? —pregunté.

—Bueno, es que no estaba segura de si aceptar su invitación o no.

—Bien, ¿y qué ha sucedido?

—Acaba de venir un mensajero. Pensé que había sido algo que Marcos había pedido por Internet, pero no; venía a mi nombre.

—¿Y? —la animé a continuar.

—¿Cómo conoce Noemí mi domicilio? Porque el paquete lo ha enviado ella… ¿Se lo dijiste tú?

—¡Qué va! Yo no he sido.

—Y entonces, ¿quién?

—Aarón me dijo anoche que su mujer y él son los propietarios del Privacy Club, a través de una sociedad instrumental. Suma dos y dos…

—Yo no escuché eso…

—Estabas hablando con Noemí en un aparte cuando me lo contó —expliqué.

—¡Pues vaya privacidad! —saltó rápida—. Pero ¿cómo sabían quién era yo?

(Tormenta de neuronas en mi cabeza)

—La ficha de inscripción —se me ocurrió al fin—. Noemí nos vio coger los teléfonos de la casilla 143. Supongo que está a nombre de tu marido. Y cuando les contaste lo de la investigación que nos llevó al Club, les quedó claro que tú eres la esposa del socio.

—Eso ha debido ser… —aceptó con voz dubitativa.

—Pero bueno, ¿qué contenía el paquete?

—Un vestido —informó con voz contenida.

—¡Oh, vaya! Un regalo generoso… ¿Cómo es?

Silencio en la línea, que duró unos segundos. Pensé que había interrumpido la comunicación.

—¿Marta?

—Imagina dos lienzos blancos, unidos solo por los hombros, largos hasta los tobillos —dijo al fin—. El escote desbocado llega casi al ombligo, y deja ver la mayor parte de… ya sabes. Por detrás, una abertura en V, con el vértice en… Bueno, en… ¡Vaya! Que se me ve medio culo. Aparte de la costura de los hombros, no hay más que dos broches con cadenitas en la cintura, que evitan que las susodichas telas se separen… demasiado.

—Quiero verlo…

—¡De eso nada!

—¡Anda, no seas mala! Total, esta vez estarás vestida, aunque sea poco.

—Es que me estoy viendo con él puesto, e incluso estando sola tengo las mejillas encarnadas.

—¡Guau! Permíteme insistir.

—Si lo que me estás pidiendo es una fotografía, no pienso enviártela.

—Mejor una videollamada. La aplicación de mensajería está encriptada, dicen, y no la veré más que yo.

—¿Y no harás una captura de pantalla o algo?

—Mujer, ya me conoces. Mi ética me impide hacer tal cosa…

«¿Cómo demonios se guarda una imagen del chat?» —me pregunté. Desgraciadamente, no tenía ni idea.

—Bueeee… Espera, voy a colgar —aceptó ella al fin.

Al cabo de unos segundos, percibí el sonido de la aplicación de chat. Con dedos torpes atendí la llamada, y en la pantalla de mi móvil apareció la imagen de Marta.

«¡Madre mía!» —exclamé para mí.

Claramente, no se había puesto sujetador, porque el vestido dejaba al aire una generosa cantidad de sus pechos. Ni bragas. Detrás de ella había un espejo de cuerpo entero, en el que vi el reflejo de su espalda al aire, y la V que se iba cerrando… pero que dejaba al descubierto una porción regular de sus nalgas y de la separación entre sus glúteos. Pero había más: los broches en la cintura que había dicho, dejaban entre las dos mitades una abertura de como 5 cm. por la que asomaba un trozo de su costado, cintura, cadera, muslos y piernas.

Tragué saliva.

—Por cierto —dijo ella al fin con voz zumbona— cuando entres a una videoconferencia, recuerda vestirte antes…

¡Glub! Estaba desnudo. Y lo peor es que en el recuadrito con mi imagen se apreciaba mi erección.

—La próxima vez que nos veamos, quiero que te lo pongas, ¡jeje! —dije en tono de broma.

—Pues obviamente sería esta noche, en la cena…

—O sea, que estás decidida a ir...

—Lo que me lleva al motivo de mi llamada —dijo Marta—. ¿A qué clase de cena nos han invitado? Porque si este vestido no es inapropiado, es que los de las demás serán igual de… sugerentes.

Tragué saliva.

—Voy a ponerme serio —anuncié—. No sé cómo será la cena, pero sí tengo una idea bastante aproximada de lo que sucederá después: ¿te suena la palabra “orgía”?

—Define “orgía” —su rostro ya no mostraba una sonrisa.

—Bueno… Nunca he participado en ninguna, pero significa sexo con uno o varios partenaires , practicado en grupo, con todo el mundo haciéndolo a la vista de los demás.

—¡Joder! De ninguna manera me prestaré a algo así… Es como si ayer… —se detuvo, y vi cómo se ruborizaba— pues eso, que tú y yo hubiéramos ido a uno de los folladeros, y nos hubiéramos puesto a… mientras la gente nos miraba.

—Pues te recuerdo, queridita, que en un momento dado te mostraste dispuesta a hacer eso mismo…

—Pero fue un arranque de rabia. Realmente no pensaba lo que decía.

—Bueno, si no quieres ir, puedo ofrecerte un plan B: te llevo a comer a un restaurante elegante, tú eliges sitio o tipo de comida. Después vamos a mi casa, y te pones ese vestido solo para mí…

—Estás tú el primero… —saltó rápida.

—Bien, pues sin vestido. Te doy un masajito con aceite, te aseguro que se me da muy bien. Y después… bueno, improvisamos.

Escuché su risa a través del auricular.

—Arrimando el ascua a tu sardina, ¿no? En serio, es que no sé qué hacer. Realmente, antes de lo del vestido estaba pensando en un plan C: yo solita en mi casa. Es que… me gustas… mucho, pero mi vida ya se ha vuelto suficientemente complicada sin añadir un Sergio a la ecuación.

—Bueno, existen alternativas: —me rasqué la cabeza—. Una, cenamos en casa de Noemí y Aarón, y nos vamos después de los postres y antes de… ya sabes. Ves el ambiente, te templas un poquito, y luego plan B, lo del aceitito y eso en mi casa. O dos, te templas más, permites que Aarón te quite ese vestido tan sugerente, y… XXX.

—¿Tú estás tonto, o qué?

—Bueno, pues plan B… —sugerí.

—En este momento estoy por el plan C, quedarme en casa… Déjame que lo piense —dijo tras una pausa, con voz contenida.

—Pero dime qué has decidido, por si tengo que llamar a Aarón y excusarnos.

—Te llamo después de comer —dijo, y la imagen desapareció.

Marta

«¿Qué hago? No siento ningún remordimiento por lo de anoche. La culpa de todo esto la tiene el cabrón de mi marido. Como diría Sergio con su formación jurídica, Causa causae est causa causati (la causa de la causa es causa de lo causado) ¿Qué fue “lo causado”? Que eché un polvo salvaje con Sergio. (Debo reconocer que disfruté “lo causado”, y mucho) ¿Y cuál fue la causa? Que estaba con él en el Privacy Club. ¿Y la causa por la que estaba allí? Porque encontré la ficha en el bolsillo del traje de mi marido, y quise saber qué era. Luego el culpable es Marcos» —concluí.

Pero la cuestión a resolver ahora es si iba a acompañar a Sergio a la cena de Aaron y Noemí. Si se tratara solo de follarme otra vez a Sergio… La verdad es que siempre me ha gustado. Diría más: en las tres ocasiones en que Marcos le ha invitado a comer o cenar con nosotros, su sola presencia ponía mis pezones de punta. Y no es que se haya insinuado, no, es demasiado cortés y fiel a la amistad con mi marido… al menos hasta anoche —sonreí— para hacer algo así, sino probablemente porque Sergio debe ser una máquina de emisión de feromonas, que producen esa reacción en mí. [Las feromonas humanas son sustancias químicas producidas por el organismo como medio para comunicarse con otros de la misma especie, cuya existencia ha sido demostrada en animales, pero no del todo en humanos. Estas sustancias pueden ser secretadas para originar muchos tipos de conductas, entre ellas la excitación sexual. (N. de los A.)]

Él ha hablado de lo de los dos planes. Veamos: Está el B, ir a su casa; me desnudo, masajito con aceite, e inevitablemente, polvo. Me atrae mucho. Si ayer, siendo un “aquí te pillo aquí te mato”, me vino la madre de todos los orgasmos, ¿cómo sería con todo el tiempo del mundo, después de un rato de caricias oleosas y?…

Noté que me había mojado solo con la idea.

Por otra parte —continué pensando—, la idea de participar en una orgía… Mis prejuicios y represiones me dicen que no, inaceptable, que soy una mujer decente y no puedo prestarme a algo así…

Lo medité un poco más.

Pero en el fondo —me dije— pensar en ello me excita. Y probablemente no tendré ninguna otra ocasión de hacerlo en mi vida.

Representé en mi mente mi propia imagen vestida… más o menos con aquella prenda, mientras varios ojos masculinos contemplaban mi semidesnudez… Y luego a Aarón soltando los broches a los lados de mi cintura. Después desnuda, entre sus brazos de piel oscura… Y aquél enorme “aparato” dentro de mí…

Me quité el vestido, no fuera a dejar en él manchas de la humedad que notaba en mi entrepierna, y me dirigí a la ducha.

Y mientras me enjabonaba, tomé una decisión: iría a la cena. Nadie me obligaría a nada que no quisiera, de manera que si no me encontraba a gusto, pediría a Sergio que me llevara a mi casa… o a la suya. Y si no…

Mejor dejar de pensar en ello.

«¿Y qué hago con Marcos» —me pregunté.

Pedirle el divorcio, eso lo tenía muy claro. Sergio es abogado, pero además de no ser especialista en ese tipo de asuntos, no podría actuar por lo del conflicto de intereses. Pero sí recomendarme a algún colega que llevara mi caso.

«Pediré el divorcio a Sergio en el Privacy Club —pensé con una sonrisa irónica—. Le llevaré sin decirle a dónde. Me pasearé desnuda por allí, y quizá… Mmmm. Propondré a algún tío de buen ver que venga conmigo a uno de los “folladeros”, y después de que me vea calzándome a otro hombre, se lo soltaré: Marcos, pedazo de cabrón, lo has ganado a pulso. Quiero el divorcio».

Pero en el fondo no estaba segura de atreverme a algo como eso.

¿O sí?

«Tengo que llamar a Sergio» —me dije.

Sergio

Cuando vi aparecer a Marta en el portal de su casa, debió ver la desilusión en mi rostro: llevaba puesto un veraniego vestido vaporoso, en lugar del otro… que probablemente llevaba en la bolsa que portaba.

«Es lógico —me dije cuando lo pensé—. Si sale a la calle con él, la habrían detenido por escándalo público».

Había recogido su cabello en la nuca con un broche, iba ligeramente maquillada, y se había aplicado un poco de barra de labios. Estaba preciosa.

«Lástima que no haya optado por lo del masajito en mi casa» —me dije.

Aunque no parecía ocultarse de alguno de sus vecinos que pudiera verla conmigo, entró rápidamente en mi coche.

—¿Sería demasiado fuerte que te besara? —propuse con cara de sátiro.

—No tientes la suerte —respondió con una sonrisa.

Puse el auto en marcha. Ya había introducido previamente las señas de Noemí y Aarón en el navegador GPS, por lo que solo tuve que pulsar en la pantalla táctil, y enseguida escuché la voz cibernética:

A ciento cincuenta metros, gire a la derecha…

—¿Quieres hablar acerca de cómo te has decidido? —pregunté.

—No.

—Dime al menos si vas a ponerte el vestido de Noemí…

—Sí.

—¡Vaya que estás habladora! ¿Llevas ropa interior?

—¿Te han dicho alguna vez que eres un fresco? —sonreía, aunque se había ruborizado.

—Sí. Pero la chica terminó por levantar su falda y dejarme ver qué había debajo…

Lo hizo, con una media sonrisa, y tuve un rápido atisbo de unas braguitas negras muy sexys.

—¡Hiiiii! —exclamé.

—Y eso, ¿qué significa?

—Ha querido ser un relincho.

Marta rió con ganas.

—Otra vez, anda…

—Más quisieras tú.

—Pues dobla la cintura un poco…

—¡Que no! —seguía sonriendo—. Conduce, y mira al frente.

—Vale. ¿Cómo te sientes? —pregunté al fin, poniéndome serio.

—Acojonada. No he hecho nada parecido en mi vida.

—¿Das número para quitarte el vestido? Pido ser el primero…

Volvió a reír.

—¿Acaso crees que me lo quitará más de uno?

—Imagino que Aarón, que para eso lo ha pagado…

—En serio, Sergio, aún no sé si me atreveré siquiera a ponérmelo, y mucho menos si permitiré que alguien me lo quite… Lo iré decidiendo sobre la marcha.

Estábamos saliendo del centro de la ciudad, por una avenida que no recordaba haber pisado en mi vida.

A cuatrocientos metros, en la rotonda, tome la segunda salida —dijo el artilugio GPS.

—Vuelvo a ofrecértelo: media vuelta, nos vamos a mi casa, y… plan B.

—¿No tienes curiosidad por saber cómo será… lo de después de la cena? —preguntó.

—Mucha. Pero mira, prefiero estar contigo a solas.

—¿Y Noemí? Ya vi cómo la mirabas.

—Me gustas tú mucho más.

Nos mantuvimos en silencio. Al poco, entramos en una zona en la que el aspecto de las casas denotaba pasta a montones. Verjas tapadas con paneles, cámaras de tv en circuito cerrado, y árboles de gran porte. Ninguna de aquellas mansiones estaría construida sobre menos de 2.000 m 2 —calculé. Y ni un peatón, ni coche alguno estacionado en las amplias aceras.

A veinte metros, usted habrá llegado a su destino —dijo la voz femenina desde el tablero de mi automóvil.

—¡Guau! —exclamó Marta—. Menudo casoplón…

Lo era. Desde la calle no era visible más que la primera altura, y el tamaño era impresionante.

Un hueco en la verja permitía introducir el automóvil dejando libre la acera. A la izquierda había un poste con un lector de tarjetas y un interfono. Pulsé el botón.

—¿Quiénes sois? —la voz profunda de Aarón.

—Marta y Sergio.

La parte de la verja ante nosotros comenzó a abrirse en dos mitades, permitiendo contemplar un jardín bien cuidado, con un corto sendero de grava que terminaba en una rotonda ante la casa. Tanto en el camino como en la glorieta había unos pocos vehículos aparcados. Estacioné el mío, y bajamos.

La puerta de la casa se abrió cuando nos acercábamos a ella, y una sonriente Noemí salió a nuestro encuentro.

Tragué saliva. Nuestra anfitriona “desnudaba” (decir “vestía” sería inconsecuente) una prenda casi transparente de color blanco, en contraste con su piel de color café con leche cargadito. Hasta la cintura, ajustada, y más abajo suelta. Y nada debajo. Los senos se mostraban sin tapujos, y aunque el movimiento de la falda no permitía distinguir demasiado, quedaba claro que esa era su única ropa.

—Bienvenidos, pasad —dijo con una amplia sonrisa.

Me besó en la boca sin cortarse, y luego repitió el tratamiento con una paralizada Marta, cuyo rostro adquirió el color de las cerezas.

—Venid, vamos a algún lugar para que Marta pueda cambiarse…

Entramos a una pequeña habitación provista de un tresillo, a modo de sala de espera para visitas, a la que habían añadido colgadores de ropa de los que se pueden ver en los comercios. En algunos de ellos ya había vestidos femeninos y bolsos.

—¡Ea! Desnúdate y ponte el vestido que te envié. Estoy deseando ver cómo te queda —dijo Noemí.

Tras unas cuántas miradas aprensivas a su alrededor, Marta hizo lo que había pedido. Luego, ayudada por Noemí, se puso el vestido.

Silbé por lo bajo: si ya en la pantalla de mi móvil me había impresionado, verla al natural quitaba el aliento. Ruborizada, intentó colocar el escote, pero no había mucho que pudiera hacer: sus dos pechos quedaban visibles casi hasta la aréola.

Intencionadamente, dejé que las dos mujeres me precedieran. La abertura posterior del vestido de Marta dejaba al aire casi la mitad de sus nalgas. Las de Noemí se traslucían en su totalidad.

—Ya han llegado casi todos los invitados. Venid que os los presente.

Abrió una puerta que daba al vestíbulo, y nos encontramos en un espacio de gran tamaño, en el que varias personas de ambos sexos conversaban en pie, la mayoría con copas en la mano.

Los varones vestían smoking , como yo mismo, mientras las mujeres parecían competir en mostrar la mayor cantidad posible de sus encantos. El vestido de una de ellas era una especie de corpiño, que solo recogía por debajo sus pechos, al aire en su totalidad, y dejaba al descubierto parte de su vientre. La falda era opaca, pero estaba abierta en los costados hasta la cinturilla de la prenda. Su postura, en el momento que la miré, permitía contemplar una pierna muy bien formada, incluida una pequeña porción de la ingle. Ni vestigio de bragas bajo ella.

El de otra era una especie de túnica vaporosa ceñida a la cintura, que trasparentaba la parte de los senos que no estaban directamente al aire. La parte inferior era traslúcida, y desvelaba uno de sus muslos en la posición que había adoptado.

Otra llevaba directamente al descubierto los pechos, precariamente cubiertos (cuando estaba quieta) por una especie de babero con pedrería sujeto en su cuello; la parte inferior, más decente, consistía en una falda tubo larga hasta los pies; hombres apuestos, en general, y mujeres bellísimas.

Noemí fue presentándonos a todos ellos. Y en todos los casos, tanto hombres como féminas, besaban en la boca a Marta —que tenía el aspecto de estar deseando que le tragara la tierra—. En mi caso, besos en los labios de las chicas, apretón de mano de sus acompañantes.

Como aparecida de la nada, una sirvienta puso ante nosotros una bandeja con copas de diversas bebidas.

Definiré “sirvienta”: una joven que no llegaría a veinticinco años, tocada con una cofia, y vestida (es un decir) con un delantal con peto de color negro, ribeteado con encaje blanco. La parte superior cubría escasamente los senos… cuando estaba en su lugar, porque al acercarnos la bandeja, el derecho escapó por un costado del peto. Por debajo, la prenda tapaba hasta poco más abajo del sexo, y sus caderas al descubierto no dejaban dudas de que debajo no había más que su piel… hipótesis que se confirmó cuando, después de que Marta y yo tomáramos de la bandeja una copa de champagne, se volvió: detrás, solo había la cinta que ataba el delantalito con un lazo. “Algo” brincó en mi bragueta al verlo.

Aarón se unió a nosotros; pasó un brazo en torno de la cintura de Marta, y le propinó un beso en la boca.

—Estás preciosa, querida. No estábamos seguros de que os decidierais finalmente a venir.

—Nosotros tampoco —dijo Marta, con la vista baja.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Noemí a Marta con una sonrisa tranquilizadora.

—Entre desear que se abra un hueco bajo mis pies y me trague la tierra, y contener a mis piernas, que me impulsan a salir corriendo —dijo con una sonrisa avergonzada.

—Ya has visto el ambiente: todos son gente maja, muy agradable de trato. Y recuerda, no estás obligada a hacer nada que no desees… —Aarón continuaba con la mano sobre las vértebras lumbares de Marta, y advertí que el impalpable vello de los brazos de ella se había erizado.

—Disculpad, creo que ha llegado la última pareja —dijo Aarón, dirigiéndose a un rincón, en el que un pequeño portátil dejaba oír una señal sonora.

—¿Cómo la has convencido? —me preguntó Noemí con un gesto de malicia.

—Yo no hice nada. Realmente, anoche la dejé en su casa y apenas hablamos en el trayecto. —Dirigí una mirada a mi acompañante—. Creo que el vestido ha tenido mucho que ver en ello… ¿No, Marta?

—Indirectamente —concedió—. Probablemente, si no lo hubiera recibido no habría llamado a Sergio, y no habría considerado siquiera la idea… Pero después de hablar con él, me dio por pensar… y bueno, aquí estoy. Hecha un lío, y sin haber decidido…

Se interrumpió al ver que Aarón venía hacia nosotros acompañado de una pareja, ambos de rasgos asiáticos. Él tenía un rostro que me recordó, en su forma y expresión, al de los samuráis que había visto en grabados antiguos. Ella era una bellísima geisha . Solo que en lugar del kimono ceremonial, se cubría (poco) con un vestido de encaje negro que era como una funda ajustada a su escultural figura, desde el cuello a los tobillos. Sus dos tiesos pechitos con los pezones erectos se vislumbraban a través de la parte superior; en la inferior, una estrecha banda opaca ocultaba justamente el pubis y nada más, por lo que vientre, muslos y piernas solo quedaban medio ocultos.

Su cabello intensamente negro sí formaba el típico peinado, —melena corta y una especie de moño recogido en la nuca por una especie de bolsa de tela, con unas ristras de bolitas amarillas que pendían de él— y su rostro, emblanquecido con polvos de arroz, y sus labios rojos de carmín, que empequeñecían su boca, parecían los de una muñeca de porcelana. Quedé boquiabierto contemplándola.

—Kyomi y Yasuhiro, —les presentó Aarón—. Esta hermosa pareja son Marta y Sergio.

La geisha me besó, poniéndose de puntillas. Definiré “beso”: una mano en mi nuca. La otra en mi cintura, y su cuerpo pegado al mío. Sus labios entreabiertos en mi boca. Me recorrió como una corriente eléctrica desde el punto de contacto hasta el…

—Acompañadme —pidió Aarón a los japoneses—. Ya conocéis a alguna pareja, y os presentaré a las restantes.

«¡Madre mía! La mitad del culito de Kyomi al descubierto, de nalgas redonditas y altas…»

Quedé embobado contemplando sus andares de pasitos cortos, debidos a la estrechez de su vestido.

—Ven, déjame —dijo Marta, tomando el pañuelo del bolsillo superior de mi americana blanca—. Madame Butterfly ha dejado sus labios impresos en tu boca… —Frotó suavemente con el pañuelo, con una sonrisa irónica—. ¿Te ha dado un aire? —preguntó al fin, mirándome con cara de coña.

—¡Ufff! —exclamé yo al fin—. Me ha… impresionado, es la palabra.

Noemí rió bajito.

Una segunda sirvienta se detuvo ante nosotros. Esta estaba dotada con dos pechos de buen tamaño, cuyos pezones asomaban por los costados del peto. Marta dejó su copa vacía en la bandeja, tomó una segunda, y apuró de un trago la mitad.

—Cariño, quizá deberías tomar con calma lo de la bebida —advertí en voz baja.

—Es para “templarme”, como dijiste esta mañana.

Miré a Noemí:

—¿Todo vuestro personal es así? —pregunté.

—No, se trata de “azafatas” —sonrió y marcó las dobles comillas con los dedos en el aire— que contratamos para estas cenas. El verdadero servicio es… digamos más convencional, y les hemos dado la noche libre. Estas servirán la mesa, y después, se pondrán a disposición de los invitados e invitadas, ya me entiendes —guiño un ojo.

Marta, que estaba bebiendo de su copa, se atragantó al oírlo.

—¿Qué significa “ponerse a disposición” —preguntó al fin, cuando se alivió su tos.

—Bueno, es fácil suponerlo —explicó—. La mayoría de ellas se prestan a tener sexo con los invitados masculinos, y alguna incluso con sus acompañantes.

Ahora era a Marta a quién parecía haberle dado un aire.

—¿Quieres decir… con otras… mujeres? —tartamudeó.

—Pues claro. ¿Tú nunca lo has hecho? Ya veo que no —dijo al fin, al ver la expresión de Marta—. Si tú quieres, me ofrezco a iniciarte, me encantaría hacerlo —recorrió con la vista el cuerpo de Marta—. Al contrario de lo que puedes pensar, el sexo con otra mujer es… ¿cómo diría? Un nivel superior. No hay dominación, ni superioridad de una sobre la otra, y ninguna está obsesionada con la penetración, como los varones. No, se intercambian besos y caricias suaves, pequeños masajes… El cunnilingus es algo suave y tranquilo, y una mujer sabe perfectamente qué resortes tocar para conseguir el clímax de su compañera. Por último, la mayoría de nosotras puede experimentar varios orgasmos en un mismo encuentro, sin tener que esperar, como pasa con los varones, a que se recupere ninguna erección.

Marta, ruborizada hasta las cejas, boqueaba como pez fuera del agua. Le salvó una de las “azafatas”, que batió palmas para llamar nuestra atención:

—Cuando los señores deseen… La mesa está servida.

Vi que Aarón acompañaba a Marta con la mano en su cintura… (más propiamente dicho posada en una de sus nalgas) conduciéndola al comedor.

Noemí inició la marcha charlando animadamente con un tipo de mediana edad, que lucía una barba entrecana recortada. Busqué a Kyomi con la vista, sin encontrarla. Me encogí de hombros, e iba a seguir a Noemí, cuando escuché la inconfundible voz de la japonesa a mi espalda:

—¿Quieres ser mi acompañante?

¡Claro que quería! Sonreí en su dirección, y ella se colgó de mi brazo, obsequiándome con el contacto de uno de sus duros pechitos en mi bíceps.

Seguimos a los demás.