Prisionero en Yennenga - II
El protagonista es rasurado por completo, castigado por unas agentes de policía, y sometido a una masturbación pública; tras la que le inyectan un producto para mantenerle siempre erecto.
II
Cuando el taxi se detuvo, y se abrió el maletero, vi que estábamos frente a un hotel inmenso, de esos internacionales; Susana me sacó, tirando de mi correa, me hizo cargar su maleta, y así fuimos hasta la recepción. La chica detrás del mostrador, al decirle ella su nombre, la saludó efusivamente, y le dijo que ya lo tenían todo a punto para mí; de inmediato, se acercó otra chica muy joven, igual de negra y vestida con el mismo uniforme del hotel. Y tomando de Susana mi correa me llevó, muerto de vergüenza y cruzando la recepción, hasta un ascensor de servicio.
Al entrar en él, tocó un botón correspondiente a los sótanos, y el aparato empezó a descender; la chica, supongo que para entretenerse mientras esperábamos llegar a destino, se dedicó a descapullar mi pene varias veces. Muy intrigada, al ver que yo tenía en el glande restos de mi reciente eyaculación, al no haber podido limpiarme después. Pero no me dijo nada, y al llegar al sótano salimos a lo que parecía el pasillo de una cárcel; caminamos un buen trecho, hasta una puerta donde ponía “Esquilado”, que ella abrió. Y, de inmediato, me hizo pasar al interior, dándome un cachete en el trasero.
Allí estaban otras dos negritas jóvenes, dispuestas a que no quedase un solo pelo en mi cuerpo, de las cejas para abajo: de pie en medio de la habitación, completamente desnudo -pues incluso me quitaron el collar de mi escroto- primero me pasaron de arriba abajo -cabeza incluida- una máquina de esas de los barberos, para reducir el vello al máximo y dejarme el cabello al uno; y luego fueron aplicando emplastos de cera caliente por todo mi cuerpo. Esperaron un poco a que se enfriasen, y me los arrancaron a continuación; lo que me produjo cierto dolor, aunque en mi fuero interno agradecí que primero me hubieran pasado la maquinilla afeitadora. Porque, en caso contrario, sí que me hubiesen hecho daño de verdad... Y, después de la máquina, un depilador láser, para que el vello no volviese a crecer.
Una de las dos chicas me cogió del miembro y, sin volver a ponerme el collar en el escroto, me llevó así hasta otra habitación donde ponía “Lavado”. Yo hacía rato que había llegado a los más altos niveles posibles de humillación y vergüenza, pero la verdad es que recorrer aquel pasillo, siendo llevado de mi miembro, superó todo lo imaginable; mi acompañante se dio perfecta cuenta, y me dijo en tono cariñoso “No tengas tantas manías, cosas mucho peores te van a hacer aquí. Al final ya verás como hasta te gusta…” .
La verdad era que yo lo dudaba, pero me guardé mucho de hablar; no quería más castigos. Aunque, cuando llegamos a las duchas, y ella soltó mi miembro, me sentí muy aliviado; así que me dejé remojar primero, enjabonar luego, y aclarar al final, sin queja alguna. Tras lo que me secó bien con toallas, me untó entero con una crema cuyo objeto no me explicó, y volvió a sacarme de la habitación al pasillo, obviamente sujeto por mi pene. Así caminamos otro rato, hasta llegar a una gran reja; ella llamó a un interfono que estaba a un lado, dijo algo en el idioma local, y le abrieron.
La pasamos, y fuimos caminando por un pasillo en el que había muchas puertas numeradas; cuando llegamos a la 101 mi acompañante la abrió, me hizo entrar, y luego volvió a cerrarla. Y pude ver que estaba en una especie de celda, de como tres por tres metros y sin ventanas; en la que solo había un catre con una colchoneta -sin sábanas-, una mesa con una silla, un lavabo, y un inodoro, todo ello soldado o atornillado al suelo. La chica volvió al cabo de como media hora, trayendo una bandeja con la cena; yo tenía hambre, y la comida estaba buena, así que me lo comí todo. Al cabo de media hora más se apagó la luz de la celda, y yo me tumbé a dormir.
No sé a qué hora me despertarían a la mañana siguiente; de pronto se encendió la luz, y entró en la celda una chica con el uniforme del hotel, llevando una bandeja con el desayuno. Me lo comí rápido, con ella a mi lado, pues me hizo gestos de que abreviase; al acabar me hizo poner en pie, me cogió por el pene -parecía ser que, en aquel sótano, era la forma común de trasladar a los “animales”- y me llevó otra vez a las duchas. Donde primero tuve que hacer mis necesidades, bajo su atenta mirada; y luego, entre ella y otra chica, me lavaron a fondo, comprobando que yo no tuviese ni un solo pelo. De hecho encontraron varios bajo mi escroto, que arrancaron cuidadosamente con unas pinzas.
Luego me secaron, y la misma chica que me había traído me colocó de nuevo el pequeño collar, en la base de mi escroto; tirando de él, me llevó al ascensor, con el que subimos al vestíbulo del hotel. Estaba lleno de mujeres, con aspecto de empresarias o ejecutivas, y todas se me quedaron mirando cuando salí del ascensor; lo que, de nuevo, me hizo enrojecer hasta la raíz del cabello que tan corto me habían dejado. De entre ellas salió Susana, quien se me acercó y me dijo “Muy bien, así estás mucho mejor; no entiendo como a los hombres os puede gustar ir hechos unos gorilas” . Mientras me hablaba iba haciendo una detenida inspección de mis genitales, supongo que en busca de algún pelo que hubiese resistido el doble depilado; cuando se convenció de que no, dio un tirón de la correa, y echó a andar hacia la puerta de la calle.
Conforme Susana actuaba, mi vergüenza fue siendo substituida por una enorme indignación; pues estaba claro que todo aquello era culpa suya, por no haberme advertido de lo que me esperaba en Yennenga. Y que, encima, se permitiera magrearme los genitales allí en medio del vestíbulo, como si yo fuera su esclavo, me dio la puntilla. Así que, cuando dio el tirón de la correa, yo no me moví, y me puse a decirle todo lo que pensaba sobre ella, de aquel lugar de mierda, de las feministas…
Supongo que le hice un largo discurso, que ella escuchó con la cara muy seria, y desde luego no advertí que la recepcionista llamaba a la policía; pero de lo que sí me di cuenta fue de la lluvia de golpes que, de pronto, comenzó a caer sobre mi cuerpo desnudo. Me dolían un montón, como si me estuviesen arrancando la carne a tiras, y al apartar la mirada de Susana me di cuenta de que estaba rodeado por cuatro negras enormes, musculosas, de entre treinta y cuarenta años de edad, vestidas de policía. Las cuales me estaban golpeando con lo que parecían cables eléctricos; unos utensilios en forma de U alargada en los que, de un mango de plástico, salía un cable metálico de como medio centímetro de grosor y un metro de largo, que a mitad de su extensión giraba ciento ochenta grados y regresaba al mango.
Yo trataba de cubrirme como podía, pero eran demasiadas a la vez; y, cuando uno de aquellos diabólicos cables golpeó de lleno mi pene, caí al suelo gritando de dolor. No por eso pararon: estuvieron pegándome sus buenos diez minutos, quizás un centenar de latigazos, hasta que la jefa del grupo les dijo que ya era suficiente; y a continuación, tras poner su bota sobre mis genitales, me dijo “Tienes suerte de ser extranjero, si fueses un animal de aquí te llevaría ahora mismo a la Casa de Corrección, y te ibas a enterar. Pero, si vuelven a denunciarte por ofender a las mujeres, no seré tan generosa” . Dicho lo cual las cuatro dieron la vuelta y se fueron, dejándome a mí en el suelo, gimiendo y con las marcas de sus látigos metálicos; tenía toda mi desnudez cubierta de finas estrías rojas, en forma de letra U alargada. Y me preguntaba como serían los castigos serios, si esto era lo que hacían cuando se sentían generosas.
Susana me ayudó a ponerme en pie, y luego me sacó del hotel tirando de la correa que nacía en mi escroto. Mientras cruzábamos la calle, hacia el parque que había frente al hotel, yo me sentía peor de lo que había estado nunca; pues al dolor de los latigazos -y era la primera vez en mi vida que me azotaban- se sumaba la humillación de haberlos sufrido en un lugar público, y estando desnudo. Por no decir la de ser el esclavo de aquella maldita feminista a la que, en aquel momento, odiaba más que a nadie en mi vida.
Pero solo estaba, como quien dice, empezando mis desgracias de aquel día, pues seguimos andando hacia el centro de los jardines y, al llegar, vi que había allí muchas mujeres; algunas llevando a un hombre desnudo, también sujeto de sus genitales con una correa. Todas rodeaban un estrado, elevado un metro respecto del suelo, sobre el cual una mujer estaba masturbando -con gran energía- a un hombre amarrado a una especie de potro; en el que estaba colocado boca arriba, y exhibiendo una erección impresionante. Las mujeres hacían comentarios soeces y burlones entre ellas, principalmente sobre el pene del hombre, o la cantidad de eyaculación de que iba a ser capaz; él de pronto comenzó a gruñir, y eyaculó copiosamente, cuidando la mujer que estaba a su lado de recoger, en un bote de plástico que llevaba en la otra mano, todo lo que salió de su miembro. Mujer que, de inmediato, comenzó otra vez a masturbar a aquel desgraciado, pese a sus gemidos de protesta.
Viendo mi curiosidad, o más bien mi estupor, Susana, siempre al tanto de las costumbres del lugar, me explicó de qué iba aquello: “Este es quizás el único sitio de todo el país donde los hombres podéis correros; mejor dicho, debéis correros, y cuanto más mejor. Cada mujer dispone de quince minutos para sacar de su animal el máximo de semen posible; la que gana se suele llevar, de premio, alguna cosa útil para adiestrar animales: un látigo, un collar con su correa, una jaula de castidad, … Es un deporte muy popular, verás que en todas partes se practica” .
Yo miraba fascinado la escena ante mis ojos, pues aquel hombre volvía a estar completamente erecto; tal vez, la abstinencia forzada era lo que provocaba aquella capacidad de recuperación, pero sin duda me sorprendía. Le dio tiempo aún a eyacular de nuevo, y -para mi sorpresa- las mujeres que rodeaban el estrado gritaron a coro “¡Tres!” . Cuando lo soltaron, la que parecía su dueña bajó con él del estrado; mientras la mujer que oficiaba como maestra de ceremonias preguntaba si alguna más quería poner a prueba a su animal. Momento en el que, para mi mayor desesperación, Susana, muy sonriente y levantando la mano, se ofreció voluntaria; tras lo que avanzó hacia el estrado, tirando de mí por la correa de mi escroto, mientras me decía sin perder su falsa sonrisa “¿No tendré que volver a llamar a la policía, verdad?” .
Tan pronto me colocaron en el potro, y mientras me iban atando, me di cuenta de tres cosas: lo primero, la muy humillante postura en la que estaba, con el cuerpo arqueado hacia atrás y mi pene en primer plano. Lo segundo, que estar allí indefenso, rodeado de negras que me miraban con lascivia, era sin duda humillante, sí; pero también me excitaba muchísimo, hasta el punto de que notaba como mi pene ya empezaba a ponerse tieso. Y lo tercero, y peor de todo: que Susana, la odiosa Susana, iba a poder masturbarme tanto como le viniera en gana, durante los próximos quince minutos.
De hecho, se puso a ello al instante, obteniendo en muy poco una erección tan sólida, enorme, que hasta a mí me sorprendió; yo miraba su cara, y no podía sino pensar en los compañeros de la oficina, y en lo que dirían si nos vieran así. Pero poco tiempo tuve para pensar, porque enseguida noté que la eyaculación venía imparable; ella también se dio cuenta, pues colocó frente a mi glande un bote de plástico, como los que se usan para recoger muestras de orina. Y, claro, recogió en él una considerable cantidad de semen, entre los chillidos de alegría de las espectadoras.
De inmediato, Susana se puso de nuevo a masturbarme, pero esta vez añadiendo un refinamiento; introdujo el dedo índice de su otra mano, al que le había puesto una funda de plástico, en mi recto, y con él comenzó a darme masajes -con una habilidad que realmente me sorprendió- en la próstata. Se salió con la suya en muy poco tiempo, pues no tardó más de cinco minutos en volver a tenerme erecto; para, tras otro minuto más, hacerme eyacular. Algo menos copiosamente que la vez anterior, pero lo bastante como para dejarme asombrado incluso a mí.
Pero Susana no se detuvo aquí, y tras mirar su reloj comenzó otra vez a bombear mi miembro, con fiereza y velocidad, atrás y adelante; mientras que redoblaba sus esfuerzos en mi próstata, hasta el punto de que comenzaba a hacerme daño. Así estuvo quizás otros cinco minutos, hasta que consiguió otra vez que mi pene estuviera tieso; pero, antes de que yo lograse eyacular, se le acabó el tiempo. Y, claro, con el disgusto dejó de masturbarme; yo me quedé allí, tieso como un poste y con unas ganas de eyacular enormes, mientras que ella charlaba con la maestra de ceremonias un rato. Y con otras mujeres que se le acercaron, al ver que era blanca, y por lo tanto extranjera.
Algunas de aquellas negras vinieron a observarme de cerca, e incluso una me masturbó durante un tiempo; pero, para mi desgracia, lo único que ella pretendía era mantenerme erecto, y observar como el líquido preseminal caía de mi glande en ese estado. Tanto le gustó el espectáculo, de hecho, que así me mantuvo hasta que, quizás un cuarto de hora más tarde, me desataron del potro; de donde me bajé tieso como una pica, y por supuesto medio muerto de la vergüenza. Al verme llegar en aquel estado Susana comentó, con una de las mujeres, algo que me provocó un escalofrío: “Si, la verdad es que todos los hombres están mejor así, bien tiesos; me parece que voy a probar en él ese producto que me ha dicho usted” . Y, mientras que lo decía, iba dando suaves tirones de mi prepucio, arriba y abajo, cubriendo y descubriendo mi glande; con la evidente intención de mantenerme erecto, pero sin llegar a eyacular.
Cuando marchamos de allí, Susana me dijo “Qué suerte hemos tenido, esta mujer con la que hablábamos ahora es la asesora principal de la ministra con la que mañana hemos de negociar; y tú le has gustado mucho así, estando bien empalmado. Vamos a ir a la farmacia, para probar el producto que me ha aconsejado; si funciona, y espero que sí, mañana podrás ir a la reunión en todo tu esplendor” . Lo decía con una sonrisita sardónica, que evidenciaba lo mucho que disfrutaba haciéndome sufrir; únicamente el recuerdo de las cuatro policías del hotel, y de sus latigazos, que me seguían escociendo por todo el cuerpo, me impidió darle allí mismo un puñetazo en la cara.
Me callé, y la seguí hasta la farmacia más próxima sujeto por mi escroto; allí, Susana pidió una cosa con un largo nombre técnico, y la dependienta, una negrita muy joven -tendría, como mucho, los dieciocho años- y bastante guapa, le dijo que no había problema, pero que tenían que administrar la dosis allí, pues ponerla requería de una técnica especial. Entre ambas me tumbaron de medio cuerpo sobre aquel mostrador, reclinado hacia atrás, de forma que mi sexo quedaba justo en el ángulo, y la chica se fue a buscar el material que necesitaba; volvió enseguida con un pequeño vial, conteniendo una substancia oscura, de unos cinco centímetros cúbicos, y una jeringuilla pequeña pero con una aguja muy larga, de quizás diez centímetros.
Sin hacer caso a mi cara de terror llenó la jeringuilla, la hincó en la parte superior de la base de mi pene y, una vez que hubo introducido toda la aguja, descargó la substancia. De inmediato, noté una sensación de calor en la zona inguinal, y me bastaron dos o tres vigorosas masturbaciones de la chica para volver a tener mi miembro como cuando me levanté del potro. Mientras crecía mi vergüenza, de pensar que además de desnudo iba a tener que pasearme por allí erecto, oí como la chica le decía a Susana “Con que le dé usted, de vez en cuando, un par de arreones, podrá mantenerlo tieso hasta seis, u ocho horas; incluso más, pero eso ya depende del animal. Seis horas mínimo, eso se lo aseguro” .
Cuando le preguntó qué se debía, la chica le contestó “Nada, mujer, es una herramienta más que el estado pone a su disposición, para humillar a los hombres. Y, además, a mí me encanta pinchar sus penes; la cara de terror que ponen, cuando me ven con la hipodérmica, ya es suficiente pago. No dude en venir tanto como quiera, a ponerle nuevas dosis, aunque es posible que los servicios de cuidado de animales de su hotel puedan hacerlo; pregúnteles. Es más, si vuelve dentro de algunos días, podrá ponérsela usted misma; está a punto de salir al mercado una versión más fácil de aplicar, que se introducirá directamente por la uretra” .