Prisionero en Yennenga - I
El empleado de una empresa tiene que viajar por negocios a Yennenga, un lugar donde mandan las mujeres; y en el que los hombres van siempre desnudos, y sujetos de sus genitales por una correa...
I
La llamada de la jefa me pilló a mitad de una fantasía muy agradable; mientras hacía ver que escrutaba los números de la pantalla de mi ordenador, me estaba mirando el muslo de Pili, la guarrilla que se sentaba justo frente a mi mesa, e imaginando lo que le haría. A su muslo, y al resto de su anatomía, claro; pues, aunque ahora solo me enseñaba casi toda la pierna izquierda -se le había subido la falda, ya de por sí muy corta, al sentarse- me resultaba fácil imaginar todo lo demás. Sería igual de cremoso y de apetitoso, seguro…
Pero tuve que dejar a un lado mis sueños, e ir a su despacho a toda prisa; la jefa muy tenía malas pulgas, y no estaban los tiempos como para jugarme el empleo. Al entrar vi que, en una de las dos butacas que había frente a su mesa, reservadas a las visitas, estaba sentada Susana, y me temí lo peor; pues de todo el personal de aquella empresa ella era, de largo, la más borde. Cuarenta años, vegetariana, delgada como un palillo, pelo muy corto y pegado a la cabeza; vestida siempre de traje chaqueta, con permanente cara de mal humor y, sobre todo, la campeona mundial del feminismo. Era imposible hablar ni cinco minutos con ella sin que sacara el tema: que si los hombres esto, que si los hombres lo otro… Cualquier broma que yo hiciese era sexista, cualquier comentario era machista; en resumen, una auténtica cruz.
Al menos para mí, claro; yo, a mis treinta y dos años, me consideraba un hombre sin manías, partidario de decir las cosas como las pensaba. Quizás esa era la razón por la que seguía soltero, claro... Y eso que las mujeres me gustaban muchísimo; vamos, tanto, que no solo a Pili le había tirado la caña. En la oficina, y casi excepto a Susana y a la jefa, a todas… Pero me gustaban para lo de siempre; no, desde luego, para debatir con ellas temas sesudos. Así que Susana no era mi tipo, en absoluto.
La jefa me mandó sentar, y me dijo “Sabrás que tenemos la posibilidad de conseguir el contrato del siglo con el Reino de Yennenga, seguro. Pero lo que no debes saber es que de ése contrato depende la supervivencia de la empresa; si lo firmamos tenéis, todos, empleo seguro hasta la jubilación. Y bien pagado. En caso contrario… en fin, no es que quiera preocuparte, pero tú ya ves cómo vamos de justos. Voy al grano: Susana, que ha llevado el asunto desde el principio y ahora tiene que ir hasta allí a cerrar los últimos flecos, me ha pedido que vayas con ella, y a mí me parece buena idea. ¿Tú tienes algún inconveniente?” .
Al momento se me ocurrieron como mil, el primero de los cuales era un pregunta: ¿por qué razón Susana, con la manía que nos teníamos, querría que yo fuera con ella? Pero al tiempo que me lo preguntaba se me ocurrió la respuesta: era obvio, si la cosa salía mal la culpa sería mía, y si iba bien mérito suyo. Porque, además, la directora me dejó claro, mientras yo iba pensando eso, que viajaría a sus órdenes, dado que la jefa del proyecto era ella: “Tú haces lo que Susana te diga, y punto. Ni se te ocurra tomar ninguna iniciativa, es mucho lo que nos jugamos. Y, sobre todo, no hagas nunca enfadar a las clientas; sus deseos son órdenes para ti. Nunca fue tan verdad aquello de que el cliente tiene siempre la razón” . Mientras, Susana no decía una palabra, y me miraba fijamente; si hubiera sido al revés, yo la mujer y ella el hombre, hubiese asegurado que me estaba desnudando con la mirada.
Como no encontré ninguna excusa seria que poner, acepté el encargo con mi mejor sonrisa. De hecho, cuando me llamaron al despacho de la jefa mi primer pensamiento fue que iban a despedirme; mi trabajo en la empresa era realmente prescindible, llevar las cuentas de algunos clientes menores, y en caso de haber una reducción de plantilla yo tenía todos los números para ser de los primeros en desfilar. Lo que, a mi edad y con mis escasas calificaciones, sería una auténtica faena. Así que salí del despacho extrañado, pero contento; y dediqué el resto de aquella tarde a informarme sobre Yennenga.
Era un estado insular africano, un archipiélago de pequeños islotes, donde unas militantes feministas radicales habían tomado el poder; en el que, por ejemplo y junto con otras rarezas, los hombres tenían prohibido entrar si no iban acompañados de una mujer. Pero, la verdad, era muy poca la información que se podía obtener sobre el país; me daba la sensación de que aquello era una dictadura peor que la de Corea del Norte, pero dirigida por feministas radicales, en vez de por comunistas. En eso estaba cuando me llegó, por el correo interno, un mensaje de Susana: “Mañana a las 10:00 en el aeropuerto, salidas internacionales. No olvides el pasaporte, pero no hace falta que traigas equipaje; allí ya te darán lo que necesites” .
A la mañana siguiente llegué al aeropuerto unos pocos minutos antes que Susana, así que pude ver su entrada triunfal: vestida, como siempre, de gran empresaria, con su traje chaqueta gris, blusa blanca, zapatos negros de medio tacón y bolso a juego; y acompañada de un taxista que acarreaba su enorme maleta. Claro, pensé, por eso no quiere que yo lleve equipaje; piensa gastarse, en ella sola, la franquicia de los dos…
Cuando me vio no me dijo ni buenos días; me pidió mi pasaporte y siguió andando, conmigo detrás, hasta el mostrador de Feminair, la línea aérea del reino. Entregó su maleta, sacó las dos tarjetas de embarque, intercambió unas palabras con la empleada del mostrador y, acto seguido, pasamos los trámites de seguridad; lo que hicimos llevando ella siempre todos nuestros documentos, algo que empezaba a fastidiarme. Pero, pensé, no vayas a montar un número ya en el aeropuerto; así que me callé. Y seguí callado cuando, al subir al avión, la azafata -una chica preciosa, por otra parte- pareció ignorarme, y solo atendió a Susana; será, pensé, que le gusto. Ya se sabe que las mujeres, a veces, se hacen las interesantes cuando ven a un hombre guapo...
Su desatención, además, me permitió observar con más detalle el avión: era muy curioso, pues no tenía dos clases; todos los asientos eran mucho más cómodos, y espaciosos, de lo que suele ser normal en la clase turista, pero sin llegar a los excesos de la business. Y, curiosamente, de los quizás doscientos pasajeros que viajaban solo treinta o cuarenta éramos hombres; y todos entre los veinte y los cuarenta años de edad.
Al poco de apagarse la señal de los cinturones, treinta minutos después del despegue, la comandante del avión nos habló por la megafonía: “Señoras pasajeras, bienvenidas a bordo; nuestro vuelo de hoy durará unas diez horas. Acabamos de abandonar el espacio aéreo español, por lo que ya son de plena aplicación a la aeronave las leyes de Yennenga; en particular las relativas a los animales de compañía. Las azafatas pasarán ahora por sus asientos para darles las instrucciones precisas” .
Yo no pensé más en ello hasta que, unos diez minutos después, la azafata que me había ignorado se acercó a nuestros dos asientos; y, después de entregarle a Susana una ficha para rellenar, y una bolsa de plástico, se giró hacia mi y me dijo “Pero qué haces aun así? Como la comandante se entere, tendrás un castigo al llegar. Venga, desnúdate deprisa y mételo todo aquí; a la vuelta, la bolsa te estará esperando en la ventanilla de facturación” .
Me quedé, como es fácil suponer, alucinado e inmóvil, hasta que oí la voz seca de Susana: “Si leyeses un poco te habrías enterado de que, en Yennenga, los hombres han de estar desnudos siempre y en todo lugar; son considerados como animales domésticos. Pero venga, no pierdas más tiempo; mal empezaremos si solo de bajar del avión ya tengo que llevarte a la Casa de Corrección. Y te aseguro que eso no te gustará, creo que los castigos son muy duros, y siempre físicos; con qué otra cosa se puede educar a un hombre que no sea un buen látigo, o una vara” .
Durante unos segundos sopesé mis opciones: la que más me apetecía era no desnudarme, llegar allí vestido y ver qué sucedía. Pero era muy posible que, al llegar, me desnudasen a la fuerza, y aquellas animales eran capaces de, además, darme de correazos; por no decir que, si por crear un incidente así había problemas con el contrato, yo iba a estar algo más que desnudo: en el paro, y para siempre jamás. Así que, con un suspiro, me quité la ropa que llevaba puesta; muy poca, tanto porque sabía que íbamos a un sitio caluroso como por la orden que me dio Susana de no llevar equipaje, cuyo verdadero sentido ahora comprendía. Me quité, pues, la camiseta y los tejanos, metí las dos cosas en la bolsa, y me volví a sentar.
Susana me miró con cara de asco, y me dijo “Eres tonto, como todos los hombres. ¡En pelotas, imbécil; que te lo quites todo! Las zapatillas también; los animales no van calzados” . Me quité las zapatillas de deporte que llevaba y los calcetines, lo eché todo en la bolsa y luego, rojo como un tomate, me quité el calzoncillo y lo tiré también allí dentro. Susana no dijo nada, pues estaba rellenando la ficha; cuando acabó, y como si no viese mi desnudez, cogió la bolsa de ropa, la cerró, y se lo entregó todo a la azafata. La cual me miró unos segundos con detenimiento, como para asegurarse de que yo no me había dejado nada puesto, y luego se marchó.
Sería imposible explicar con palabras lo que pasaba por mi cabeza en aquel momento; pues la verdad es que yo no era especialmente vergonzoso, y menos aún delante de las mujeres. Es más, me encantaba que mis conquistas tuviesen ocasiones sobradas de ver mi cuerpo, y no era raro que, si estaba con mi novia del momento, me paseara por casa en pelotas; sabía que, por más que me llamasen guarro e hicieran ver que se enfadaban, eso las excitaba, y a mí su excitación me proporcionaba momentos muy agradables. De hecho, yo estaba razonablemente orgulloso de mi físico, y mi trabajo en el gimnasio me costaba: metro ochenta y cinco, noventa kilogramos de peso, un poco -muy poco- de barriga, y todo lo demás músculo.
Pero una cosa eran esos pequeños excesos nudistas domésticos, y otra pasearme por un país, durante dos semanas, completamente desnudo; y además acompañado de Susana, quizás la última persona del mundo a la que me apetecía enseñarle mi miembro. Eso estaba yo pensando cuando, para mi horror, Susana alargó una mano y sujetó mi pene; lo levantó, luego apartó mis testículos, y con cara de gran disgusto me dijo “Espero que, al llegar, no nos sancionen por esto. Lo primero que habremos de hacer, cuando estemos en el hotel, es depilarte; llevar animales sucios por la calle está muy mal visto. Y, por cierto, por lo que más quieras, no vayas a tener una erección sin mi previo permiso; prefiero ni contarte cual es el castigo, incluso si no llegas a eyacular” .
Yo estaba alucinando, y no le contesté nada en absoluto; sobre todo, porque presentí que mi primera exhibición pública se acercaba inexorable: ya que tenía unas ganas de orinar tremendas. Se lo expliqué a Susana y ella, sin inmutarse, tocó el timbre; cuando vino la azafata se limitó a señalarle mi pene, y la chica me dijo “¡Levántate!” . Cuando obedecí, no sin enrojecer aún más, me cogió por el miembro, y me llevó así hasta un urinario de esos que se usan de pie, adosado a la pared y con un cartel encima donde ponía “Animales”. La azafata se puso a mi lado, mirando directamente a mi pene, y me dijo “¡Venga! Que tengo otras cosas que hacer, ¡acaba ya!” . No pude más, y descargué mi orina; al acabar, ella comprobó que me limpiase con cuidado, y que me lavase las manos. Luego me llevó de vuelta a mi asiento, y por el camino pude ver que todos los demás hombres del vuelo ya estaban igual de desnudos que yo. Y muchos, tan o más avergonzados.
Cuando ya quedaba poco para aterrizar, la azafata volvió a pasar por el pasillo; repartiendo, a las mujeres que iban acompañadas de hombres, una pequeña bolsa de plástico opaco, como las de llevar libros. Dentro iban una fina correa y un collar, pero era el más pequeño que yo había visto en mi vida, no más de cinco centímetros de diámetro. Aunque Susana me hizo comprender enseguida para qué era; tras decirme que me pusiera de pie, mirando hacia ella, me lo colocó alrededor de la base de mi escroto, lo ajustó, y unió la correa a una anilla que colgaba por debajo. Para luego indicarme “Ahora vamos a pasar los trámites de entrada, que con un animal son un poco farragosos. Recuerda que no puedes hablar si no te dan permiso; que, sin él, tampoco puedes ponerte tieso; y que has de obedecer, siempre, lo que cualquier mujer te mande” .
Al aterrizar, y tras conectarnos a la pasarela, nos levantamos los dos, y recorrimos todo el pasillo del avión unidos por la correa; ella con un extremo en la mano, y yo, desnudo, con el otro sujeto a un aro de cuero alrededor de mi escroto. Al salir del avión Susana saludó a la azafata, y ella, seguramente por tener un gesto simpático, jugueteó unos instantes con mi miembro; para luego volver a sonreír y, al bajarme yo, darme una palmada en el trasero. Recorrimos interminables pasillos de esta guisa, hasta que llegamos frente al control de pasaportes; yo podía ver que, aunque no más de veinte o treinta entre miles de mujeres, en aquella sala había algunos otros hombres en mi situación, y eso me tranquilizaba un poco.
De allí pasamos a la aduana, y eso ya fue otra cosa. Entramos por una puerta donde ponía “Animales no registrados”, y solo de ingresar una negra de mediana edad, vestida con una especie de uniforme, cogió de Susana mi correa y me llevó a otra habitación, donde había un sillón ginecológico. Me hizo sentar en él, en la obscena posición para la que está diseñado -espatarrado por completo, con mis genitales en primer plano- y, tras quitarme del escroto el collar, empezó a refunfuñar: “Vaya asco de animal, con pelo por todos lados…” . Yo estaba muy callado, para no hacerla enfadar; aunque eso sí, colorado como un tomate. Y cuando con una mano sujetó mi pene, y con la otra me introdujo por la uretra una fina varilla metálica, yo ya no sabía muy bien a donde mirar; aunque pronto dispuse de muchas posibilidades, porque llegaron muchas otras negras parecidas: de mediana edad, y con el mismo uniforme.
Cada una de ellas empezó a hacer una cosa diferente: una me extrajo sangre y una muestra de saliva, otra me auscultó, y me tomó la tensión, una tercera introdujo dos dedos en mi ano, y se dedicó a buscarme la próstata; y mientras tanto, la de la varilla iba introduciéndome más y más centímetros, hasta que noté que, como presionara un poco más, me orinaría encima. Ella también lo notó, y apretó ese poco más, recogiendo en un bote la orina que me vi obligado a soltar; luego, sacó la varilla sujetándola justo por el punto más próximo a mi glande para, una vez fuera, medir la distancia de donde tenía los dedos a la base, y apuntarla.
A continuación, la misma mujer que me había metido la varilla acercó un aparato eléctrico; y, tras colocarme una anilla en la base del pene y meterme un cable con una pequeña sonda metálica por la uretra, lo encendió. Oí como un zumbido, y una sensación de cosquilleo en la base del pene; y en poco menos de dos minutos yo tenía una erección gigantesca, como no la había visto en mi vida. Y eso que soy de los bien dotados… Verme así aún me hizo sentir más humillado, aunque a ellas no pareció preocuparlas; se limitaron a medir la longitud y el diámetro de mi pene erecto. Y, otro minuto después, a recoger mi enorme eyaculación en un bote de plástico; pues aquella corriente terminó por provocármela. Luego, me untaron el ano, y el principio de mi recto, con una grasa, e introdujeron allí un consolador largo y estrecho, con una escala graduada en un lado; supongo que para medir la profundidad de mi orificio. Y, finalmente, con un pequeño fórceps midieron la máxima dilatación de mi esfínter, tras lo que se fueron todas.
Allí me quedé, en aquella obscena postura, hasta que entró Susana; provocándome, al hacerlo, la mayor vergüenza que yo hubiese sufrido hasta entonces; y eso que ya llevaba un buen rato bien ruborizado. Pero, sin duda, la visión de mi respetable miembro, todavía bastante erecto, llamó su atención lo suficiente como para que, al entrar, no pudiese apartar sus ojos de él. Y, para mortificarme aún más, me dijo “Hemos estado a punto de no poder entrar al país por tu culpa; la jefa de aduanas dice que te llevo hecho una porquería, y que haga el favor de depilarte inmediatamente. Para calmarla, he llamado al hotel desde aquí, así que cuando lleguemos lo tendrán todo a punto” .
Con gesto de fastidio, cogió de una mesa próxima el collar, lo sujetó de nuevo a la base de mi escroto -para mí que se tomó mucho más tiempo del que necesitaba- y, una vez bien asegurado, de un pequeño tirón me hizo bajar de la silla. Cruzamos así el vestíbulo del aeropuerto y salimos a la calle, donde Susana se acercó a un taxi que la esperaba, ya con su maleta en la baca; a mí me hizo subir al maletero, que la taxista -una negrita con un cuerpo precioso, por cierto- cerró de inmediato, y partimos.