Prisionero de un -hacker- morboso (2)

Mientras el tren le lleva a Lisboa Dani recuerda su reciente terrible experiencia como esclavo sexual.

Cuando el empleado del tren salió de la cabina me dejé caer exhausto en la litera. Tenía la cara, el pecho, el vientre y los muslos sucios de semen de tantos polvos seguidos como me habían echado Julio y el empleado anónimo. Mientras descansaba un poco vinieron a mi cabeza los sucesos de unos días atrás, cuando me convertí en esclava sexual del sonriente Alberto, el joven "hacker" que se había adueñado de todos mis datos y direcciones. Recordé la mañana que acudí tembloroso a su cita, vestido como una puta callejera y dispuesto a hacer todo lo que me ordenase. Había pensado en llamar a mi amigo Luis, que siempre me saca de apuros, pero no me atreví.

Allí estaba yo, vestido incluso con sandalias de tacones, cogido de la cintura por Alberto como si fuera una mujercita y moviendo las caderas y las nalgas al caminar.

  • ¿Dónde vamos? –le pregunté.

Sin contestarme, Alberto abrió la puerta de una vieja furgoneta aparcada y me empujó en las nalgas para que subiera al asiento junto al conductor. Al volante estaba sentado un tipo con cara de pocos amigos, de unos cuarenta años, con musculatura de gimnasio, con barba descuidada de dos o tres días, vestido con tenis, pantalón vaquero y una camiseta negra sin mangas. El asiento de la furgoneta era corrido. Alberto me empujó un poco y se sentó a mi lado, dejándome apretado entre su cuerpo y el conductor. Miró hacia la parte de atrás, donde había varias bolsas y preguntó al conductor:

  • ¿Has traído todo?

  • Sí, claro, los clientes van a quedar satisfechos. Además con esta "chorba" se van a poner ciegos a follar. ¿Dónde has conseguido esta maricona? Es toda una hembra.

  • Ya sabes, tengo mis trucos. Y está bien domesticada. Hará todo lo que quieran. ¿Han pagado ya? Con el "hard" ya sabes que hay que cobrar por anticipado.

No pude evitar un estremecimiento al oír estas palabras. El conductor abrió la guantera y le dio un sobre a Alberto. "Aquí tienes tu parte". Alberto abrió el sobre, echó un vistazo al fajo de billetes que había dentro, lo volvió a cerrar y lo guardó en un bolsillo. Me miró con su habitual sonrisa, que ahora me parecía insoportable: "Bueno, putita, ahora es tu parte. Tu trabajas y yo cobro, ya sabes. Y si trabajas bien y dejas satisfechos a los clientes, tu también ganarás por que no te haré nada. Aquí el socio –dijo, señalando al conductor– te llevará ahora al trabajo y te recogerá luego. Claro que cuando te recoja a lo mejor él también quiere darse una fiestita antes de llevarte a casa..."

Alberto se bajó del coche y se despidió del conductor: "Cuida la mercancía ¿eh? Que ésta nos va a dar a ganar pasta". Y se alejó con su paso ágil y desenfadado. El otro puso la furgoneta en marcha y bajó hacia Pacífico.

  • ¿Dónde vamos?

  • Ya te enterarás cuando llegues, golfa –me contestó con gesto áspero y despectivo–.

Acostumbrado a que siempre me echen mano a los muslos, me sorprendió que el tío ni me tocó en todo el recorrido. Fuimos a parar a una zona de grandes bloques cerca de la carretera de Extremadura. Aparcó la furgoneta y me ordenó bajar. El hizo lo mismo, tras recoger las bolsas que iban detrás y me ordenó entrar con él a uno de los bloques. Subimos en el ascensor hasta el último piso, el catorce. Al salir del ascensor vi que sólo había una puerta. Pensé que íbamos a un piso bien grande, de toda la planta. Más tarde entendería en mi cuerpo que se necesitaba aislamiento para lo que allí se hacía.

Mi acompañante abrió la puerta y me hizo pasar. Aparentemente no había nadie. Cerró la puerta y me ordenó de forma desabrida que me quedara en la habitación de la entrada. Él pasó al interior del piso con las bolsas y durante un buen rato me llegaron ruidos indicadores de que estaba afanado en algún trabajo con cosas metálicas. Volvió a aparecer y me ordenó seguirle.

Pasamos a una habitación enorme. Debían haberla conseguido quitando los tabiques de tres o cuatro habitaciones. Me di cuenta de que toda la pared estaba cubierta de corcho y el techo imitaba innumerables cajas de huevos, preparado para aislar el sonido como en los estudios de radio. En el centro había una enorme cama redonda, como de tres metros de diámetro, festoneada toda alrededor por cadenas que colgaban hasta el suelo. Cada cadena terminaba en una especie de brazalete de hierro abierto en dos mitades.

Junto a una pared vi un espacio de duchas, protegidas por mamparas trasparentes. Eran duchas de las que salen muchos chorros de agua a presión a distintas alturas del cuerpo. Todo un lujo para el barrio en que estábamos, seguro que se había hecho una carísima reforma en el piso. A otro lado, cerca de la cama, había dos columnas separadas como un metro entre ellas y que tenían grilletes almohadillados a distintas alturas. También había en la habitación varios aparatos de gimnasio: una cinta mecánica de correr, un potro y una pequeña plataforma de la que salía un eje vertical que terminaba en un manillar. En la pared opuesta a las duchas, sobre un altillo como de quince o veinte centímetros estaban alineadas cinco cómodas butacas de piel muy oscura, casi negra. A un extremo de la fila de butacas estaba una cámara de vídeo. Al otro extremo vi lo más inquietante, una mesa sobre la que había todo un muestrario de hierros, látigos, fustas, correas, cadenas, porras de goma, esposas, cadenas con grilletes, grandes velones de cera y dos enormes consoladores con forma de pene, uno color carne y otro negro, cada uno de ellos como de 30 centímetros de largo y seis o siete centímetros de diámetro.

Mi acompañante sonrió ferozmente. "Vas a saber lo que de verdad gusta a los machos, golfa. Ven aquí". Me llevó a la cama y me ordenó tenderme en el centro boca abajo, sin desvestirme, con los brazos y las piernas abiertos en aspa. Una tras otra, fue tomando cuatro cadenas y cerrando los brazaletes en torno a mis tobillos y mis muñecas. Luego tensó las cadenas que iban a mis tobillos para forzarme a quedar con las piernas más abiertas, tanto que solté un gemido de dolor. "No se te ocurra intentar moverte de aquí, si intentas tirar de las cadenas se tensarán todavía más". Metió una especie de almohadilla bajo mis ingles, que puso mis nalgas levantadas en una clara exhibición de ofrecimiento. Luego, salió de la habitación y oí el ruido de la puerta de entrada, se abrió, se cerró y sonó la llave en la cerradura. Todo quedó en silencio.

Me di cuenta de lo que iba a suceder. Iba a ser utilizado como esclavo en una fiesta de sexo duro, de las que había oído hablar muchas veces. Antes o después llegarían los que habían alquilado mi cuerpo a Alberto y me harían todo tipo de brutalidades para excitarse y disfrutar más al follarme. Y además iban a grabar todo en vídeo. Allí solo, boca abajo, encadenado a la cama, con las nalgas en alto y los muslos abiertos en ángulo recto, permanecí un buen rato y no pude evitar lágrimas de miedo.

De pronto, oí la llave en la cerradura, la puerta de la escalera que se abría y buen número de pasos que se acercaban. Se abrió la puerta de la habitación y entraron seis hombres que se pararon a contemplarme con interés. Por las primeras frases que cambiaron entre ellos me di cuenta que eran colombianos. Traían varias botellas de whisky y una bolsa que dejaron sobre la mesa, entre los látigos, las correas y las cadenas. Uno de ellos, grandón y enormemente grueso, se acercó a la cama, puso una manaza sobre mis nalgas y las manoseó con fuerza. "¡Qué buen culo tiene la nenaza! Hay que marcárselo como una res... Venga Mario, prepárala. Quiero ya el espectáculo".

Cuatro de los recién llegados se habían acomodado ya en las butacas, con grandes vasos de whisky en la mano. El que me había sobado el culo se sirvió también un generoso whisky y ocupó la quinta butaca. Todos eran realmente obesos y las caras hinchadas, abotargadas, delataban un consumo desmedido de alcohol y, temí, de algo más. El que no se había sentado se acercó a la cama y le reconocí, este no era colombiano, era uno de los obreros que me habían follado en la obra a la que me llevó Alberto.

El que estaba sentado más cerca de la cámara de video pulsó un botón y la puso en marcha. Al mismo tiempo, unos focos del techo se encendieron y me iluminaron como si estuviera en un estudio de televisión. Mario metió las manos bajo mi vientre y desabrochó los shorts. Luego liberó un momento mis tobillos de las argollas y me sacó los shorts, volviendo a encadenarme, con piernas aún más abiertas. Gemí de dolor y dejó caer bruscamente la mano contra mis nalgas con tremenda fuerza. Grité y me golpeó de nuevo: "¡Calla nenaza y mueve el culo para que disfruten tus dueños!" Ahora era mi culo desnudo es que se exhibía en alto. Aguantando el dolor de las piernas forzadamente abiertas empecé a mover las nalgas lo más sexualmente que pude. "Es una hembra la nenaza, mirad como mueve el culo... es una puta bien entrenada", dijo uno de los colombianos, entre risotadas de todos. A pesar del miedo, noté que el agujero del culo se me excitaba y entreabría como me sucede siempre que muevo las nalgas delante de gente.

Mario se acercó a la mesa, cogió una fusta y volvió a mi lado. Los fustazos llenaron mis nalgas de líneas rojas, mientras los colombianos acentuaban las risas. Dos de ellos se habían sacado ya las pollas tiesas de las pantalones y las acariciaban. Pronto, mientras gritaba bajo el dolor de los fustazos, vi como los cinco estaban ya con los penes fuera de los pantalones y bien tiesos. Uno se levantó, vino hacia la cama y de pronto vertió el whisky de su vaso sobre mis nalgas. Aullé de dolor, mientras el alcohol quemaba las marcas de la fusta en mis nalgas. Se acentuaron las risas. Mientras Mario había dejado la fusta en la mesa y volvió con uno de los grandes penes de goma en la mano. El colombiano que me había quemado las nalgas con el whisky se acercó más y escupió con toda puntería en el agujero de mi culo. Metió dos dedos sin contemplaciones y hurgó dentro de mí. "Se abre bien la puñetera... Venga Mario, rómpela el culo". Mario escupió a su vez en mi ano y acercó la enorme polla de goma al agujero. "¡Jódete, zorra!" y con un empujón brutal me introdujo el consolador sin dejar de apretar hasta que estuvo entero dentro de mi intestino. Entre mis gritos, oía vagamente las carcajadas de todos y sentí un fuerte mareo, aunque no llegué a desmayarme. Mario me soltó los cuatro grilletes y para que el consolador no saliera de mi ano, lo sujetó con una goma ancha alrededor de mi vientre.

Me hizo poner de pie y me llevó entre las dos columnas. Me hizo levantar los brazos, me quitó el "top" y sujetó cada muñeca con un grillete a una columna. Yo estaba desnudo, sólo con las sandalias de tacón puestas, entre las dos columnas y bien sujeto por las muñecas. El consolador ardía en mis entrañas. Mario dejó caer la goma elástica al suelo y con un gesto brusco me arrancó el consolador, causándome un dolor terrible. Mientras los colombianos, con las pollas tiesas al aire, no dejaban de beber whisky y soltar grandes risotadas.

Mario bajó la cremallera de su pantalón y sacó su pene, que ya me había penetrado varias veces el día anterior, en la obra. Era grueso pero entró sin problemas en el ano brutalmente dilatado por el consolador de goma. "¡Venga Mario, llena de semen el coño de la nenaza, que de ésta la preñas!". Seguían las risas y Mario cogiéndome por las caderas me bombeó con todas sus ganas. Estaba tan excitado que se corrió enseguida. Sacó la polla mientras hilos de semen escurrían de mi agujero y bajaban por las caras internas de mis muslos.

"Venga, venga, Mario, ya te lo has beneficiado. Ahora sigue el espectáculo que estoy ya con el calentón", gritó uno de los colombianos. Sin molestarse siquiera en guardarse la polla, Mario fue a la mesa y cogió un aparatito que me hizo estremecer, porque enseguida imaginé lo que era. Con pericia que demostraba que yo no era el primero que pasaba por sus manos en esa habitación, Mario me introdujo en el ano una cánula metálica como de diez centímetro de largo y tres o cuatro de diámetro, me sujetó una pinza metálica debajo de los huevos, y me colocó otras dos pinzas en los pezones, arrancándome un grito de dolor. La cánula y las tres pinzas iban unidas por cables al aparatito, del que salía un largo cable con el que Mario lo conectó a un enchufe de la pared más cercana.

Los colombianos reían y bebían cada vez más, divirtiéndose con mi visible miedo y los temblores de mi cuerpo. Mario se alejó un poco con el aparatito en la mano y uno de los otros le hizo un gesto de "adelante". Mario apretó un interruptor y yo emití un largo y terrible aullido de dolor mientras la corriente eléctrica llegaba a mis entrañas por la cánula y vibraba en mis genitales y mis pezones. Comprendí por qué estaban almohadillados los grilletes de la columna, porque si no, me habría desgarrado las muñecas en mis sacudidas inútiles para liberalmente. Entre mis propios alaridos de dolor me llegaban las fuertes risas de los colombianos y del propio Mario, que poco a poco iba subiendo la intensidad de la corriente. De pronto empecé a orinarme formando un charco bajo mis pies. Mario aumentó un poco más y el dolor de los pezones se me hizo insoportables. Me desmayé y quede colgando de los grilletes de las columnas.

Cuando recuperé el conocimiento estaba echado en la cama. Noté frescor en las sienes. Mario me las había frotado con un gel para despertarme. "Venga nenaza, que ahora te viene un rato de disfrutar". Me llevó ante la fila de butacas donde los colombianos, todavía vestidos, estaban sentados con las pollas tiesas a la vista y me hizo arrodillarme delante del que estaba más cerca de la cámara de vídeo. "Ahora vas a hacer lo que te gusta. Les vas a mamar bien uno tras otro, y tragarte el semen de tus cinco dueños". Mientras el primer colombiano me cogía la cabeza y metía toda su polla en mi boca, Mario levantó la cámara de vídeo del trípode y empezó a grabar las felaciones.

Entre el alcohol y la excitación de las torturas, estaban tan salidos, que los cinco se corrieron rápidamente en mi boca. Todos igual, me movían la cabeza para que su polla entrara y saliera mientras yo procuraba darles placer con la lengua y cuando notaban que iban a correrse me le metían hasta la garganta, para obligarme a tragar los chorros de semen. Luego, el más gordo de todos, el que me había manoseado las nalgas al llegar, me ordenó quedarme de rodillas con la boca abierta, puso la boca delante de la boca y empezó a orinarme con un chorro intenso, entre las carcajadas de los demás. Parte de la meada entraba por mi garganta y parte rebosaba la boca y caía por mi pecho y mi vientre.

"Venga nenaza, que hay que limpiarte bien para la segunda parte", dijo Mario, mientras dejaba la cámara en el trípode y me llevaba a las duchas.

(seguirá)

Ya sabéis que es una historia en parte real, sólo en parte, y con escenarios y personajes cambiados. Me gusta que me escribáis e-mail con vuestros comentarios, pero por favor, si es sólo para decirme guarradas como tantos que he recibido, mejor no.