Prisioneras de la Organización, 2ª Parte

Continúan las aventuras de las dos policías secuestradas por la Organización. Lograrán escapar a su terrible destino en la mina? Y Elena, su compañera de esclavitud?

PRISIONERAS DE LA ORGANIZACIÓN, 2ª PARTE

Por Alcagrx

XVI

El avión aterrizó en una pista que parecía abandonada, en medio de un desierto polvoriento. Para entonces, Javier había abusado ya tanto como le apeteció de Elena, quien por supuesto había pedido ahorrarse las “atenciones” de los dos guardaespaldas. La primera vez fue de inmediato, tan pronto como aquellos dos hombres le soltaron el cinturón y le quitaron las esposas; la chica, con la cara roja de vergüenza, se levantó de su butaca y fue a empalarse -con todo cuidado, pues estaba completamente seca- en el miembro de su nuevo dueño. Pero Javier terminó muy deprisa, tanto porque estaba ya muy excitado como porque el olor y el tacto del joven cuerpo de ella, unido al bamboleo de sus grandes pechos mientras la montaba, justo delante de su cara, fueron demasiado para él; así que enseguida eyaculó, algo que lo dejó bastante insatisfecho. Aunque de inmediato encontró una solución para recuperarse más deprisa.

  • En tu ficha dice que eres muy buena masturbándote en público. Quiero que nos hagas ahora mismo una demostración a los tres; súbete a la mesa, abre bien las piernas y acaríciate hasta el orgasmo.

Elena, que lloraba quedamente en el suelo, junto a la butaca sobre la que acababa de ser forzada, no daba crédito a sus oídos; era posible que aquel desgraciado tuviera tan poca palabra? Le había prometido que, si hacía el amor con él -algo que, por cierto, le había provocado además de dolor una repulsión cercana al vómito, pero que por suerte había durado poco- la dejaría en paz… Así que su primera intención fue hacer ver que no le había oído, pero de poco le sirvió; pues los dos guardaespaldas se le acercaron y, como quien levanta un papel del suelo, la llevaron hasta la mesa, donde la colocaron en la posición deseada: sentada sobre su superficie, con las piernas muy abiertas y separadas al máximo, dibujando con ellas la silueta de una letra M mayúscula cuyo centro era su sexo. Y acto seguido comenzaron a desabrocharse los pantalones. Ella, muy asustada, gritó “No, por favor!” y comenzó de inmediato a acariciarse; primero con su dedo índice sobre el clítoris y, cuando estuvo algo más húmeda, metiendo dos dedos en su vagina.

Los tres hombres la miraban con atención e interés, y una vez que hubo alcanzado un orgasmo observó que todos, también Javier, tenían unos bultos gigantescos en sus bien vestidas entrepiernas. Al momento comprendió qué debía hacer; sin decir una sola palabra bajó de la mesa, se acercó a gatas a su dueño y, tras abrirle la bragueta, sacó su pene erecto y le hizo una felación como había aprendido con Rachid: tragándolo entero. Chupó y lamió hasta que su boca se llenó con el semen de él; entonces se lo tragó, le guardó el pene tras limpiarlo bien con su lengua y se dirigió, a cuatro patas, hacia la bragueta del primero de los guardaespaldas, a quien atendió del mismo modo. Para hacerlo luego con el segundo hombre; con quien tuvo que apresurarse un poco porque, cuando había logrado acomodarlo en su garganta, se encendió la luz de aviso para que se abrochasen los cinturones.

Elena pudo ver el desierto en el que aterrizaban, pero poco más; pues tan pronto como el avión se detuvo uno de aquellos hombres le colocó de nuevo la capucha y las esposas, y así la sacó al exterior. Donde hacía un calor terrible, que notó no solo en su cuerpo desnudo sino, sobre todo, en las plantas de los pies, que se quemaban en aquel asfalto ardiente; pero tuvo que soportar un buen rato aquella sensación porque la llevaron caminando, sujeta de un brazo, durante lo menos un cuarto de hora, y siempre andando sobre aquel tipo de suelo. Mientras caminaba, y poco antes de que llegasen a destino, pudo oír el inconfundible sonido del reactor que la había traído volviendo a despegar; aunque no pudo saber entonces, porque nadie le hablaba, que Javier se había marchado en él, dejándola en las competentes manos de sus torturadores.

Cuando le quitaron la capucha estaba dentro de un almacén polvoriento, en el que había pocas cosas: al fondo una pared en la que parecía haber un montón de herramientas, con una puerta al lado, un armario grande y, colgando de una barra de hierro que cruzaba el techo, unas poleas con sus cadenas. Los hombres, sin quitarle las esposas que sujetaban sus manos a la espalda, la llevaron hasta debajo de aquellas poleas, y la tumbaron en el suelo. Después colocaron en sus tobillos unos grilletes de cuero muy grandes, acolchados en su interior y que ajustaban exactamente; y, tras unirlos con mosquetones a las cadenas de dos poleas, comenzaron a levantarla. Para lo que no tardaron mucho, ni emplearon demasiado esfuerzo; en un par de minutos Elena colgaba cabeza abajo, con las piernas separadas hasta formar, con todo su cuerpo, una Y mayúscula. Así la dejaron un buen rato, sin hacer caso de sus súplicas, mientras iban a buscar fuera del almacén el material de filmación; y una vez lo trajeron instalaron seis cámaras de aspecto profesional. Una a cada lado de Elena, a suficiente distancia para poder enfocar todo su cuerpo; otras dos justo frente a ella, una a la altura de una persona, también enfocando en plano general, y la otra directamente frente a su cara; y la quinta y la sexta arriba, en la viga del techo, colocadas una detrás y otra frente a ella y ambas enfocando a su cuerpo, con el sexo en primer plano.

Mientras hacían toda aquella instalación Elena, pese a que la posición invertida en la que colgaba -con la cabeza a un palmo del suelo- le provocaba algo de mareo, trataba de fijarse en los hombres que la rodeaban. Pero todos parecían tener un aspecto muy corriente, sin nada que llamase la atención: iban vestidos igual, con unos monos de trabajo azules sin ninguna inscripción y deportivas del mismo color, y sus caras se correspondían con un patrón que, en aquel momento, le hizo pensar en las películas de marines que había visto. Sí, la mejor manera de describirlos, pensó, era esa: occidentales con aspecto de militares. Cabellos cortados al uno, mandíbulas cuadradas bien afeitadas, sin nada en cara o manos que destacase -piercings, tatuajes o heridas-; y unos cuerpos de gimnasio, musculosos y en forma. Algo que, aunque los monos que llevaban no eran en absoluto ajustados, se desprendía claramente de sus movimientos, y de los bultos que se les marcaban bajo las mangas.

Eso estaba pensando Elena cuando, de pronto, todos aquellos hombres salieron del campo visual de las cámaras, y se encendieron unos focos que iluminaban directamente su cuerpo desnudo, colgado cabeza abajo. Tuvo de inmediato la sensación de que habían empezado a filmar, pero no fue porque se hubieran callado de golpe, pues hasta entonces habían trabajado sin decir una palabra; el encendido de los focos, unido al hecho de que se hubieran quedado quietos todos, se lo hizo pensar. Y así era, pues comenzaba el primer acto de su tormento; aunque Elena estaba de espaldas a la puerta del almacén oyó como ésta se abría y se cerraba, y poco después tuvo frente a ella a un hombre encapuchado, vestido también con aquel mono azul y empuñando una fusta de cuero trenzado bastante gruesa. Con la que, sin decir una palabra, comenzó a golpear el expuesto sexo de la chica con todas sus fuerzas.

Elena comenzó a chillar como una loca, y a retorcerse en sus ataduras, pues los golpes le estaban haciendo un daño brutal, el mayor que en su vida hubiera sentido. Pero aquel hombre, pese a sus súplicas, no se detenía, y le golpeaba con toda la furia de que era capaz; aprovechándose de que, por la postura en la que colgaba, la chica no podía hacer nada para proteger su vulva o su clítoris. Este parecía ser el objetivo principal de su verdugo, pues cada vez daba los golpes más hacia la parte superior de su sexo; aunque no descartaba, de vez en cuando, colocar algún varazo en el suelo pélvico de su víctima. Al cabo de un rato, y más por ver ya muy tumefacto el sexo de Elena que por otra cosa, comenzó a descargar trallazos sobre el interior de sus muslos, aunque siempre alternándolos con el que sin duda era su principal objetivo, y cuando llevaba dados cincuenta se detuvo. Pero no fue porque hubiese acabado, aunque estuviese ya sudoroso y su brazo bastante cansado; solo se tomó unos instantes de descanso, mientras contemplaba las convulsiones del cuerpo de la chica, y escuchaba cómo semiinconsciente, y bañada en sudor, ya solo gemía. Minutos después, y luego de beberse un botellín de agua fría, el verdugo cogió de nuevo aquella vara, se colocó a la espalda de Elena y, con mayor saña si cabía, reanudó el castigo hasta completar un centenar de golpes.

XVII

Durante el camino de vuelta al campamento Yolanda y María, además de vigilar donde ponían sus desnudos pies, se dedicaron a reconocer con atención el terreno que cruzaban. Pero estaba claro que no ofrecía demasiadas opciones para esconderse, pues aunque caminaban entre colinas rocosas no había casi vegetación; como mucho, algún matorral de vez en cuando. Aunque María, siempre atenta, se había dado cuenta de un detalle: los guardias, tal vez por desidia, no habían contado cuantas mujeres había antes de emprender la marcha; y, dada la importante cantidad de esclavas allí concentradas, era del todo imposible que pudieran haberlas contado sin, primero, hacerlas formar. Tampoco parecía que, durante el camino de vuelta, las vigilaran demasiado; aunque por lo menos les escoltaban una docena de guardias, lo que -junto con la falta de escondrijos naturales en aquel terreno- hacía muy fácil la labor.

Cuando estaban ya cerca del campamento las dos chicas tuvieron una sorpresa, pues la comitiva no se dirigió a los barracones sino que, poco antes de llegar a ellos, se desvió a la derecha. Siguieron andando unos minutos y, un poco más abajo de los edificios, llegaron a una alta empalizada rectangular, de unos cincuenta metros de lado y vallada con alambre de espino hasta casi los tres metros de altura; dentro de la cual, por lo que les pareció ver, no había nada en absoluto. Al llegar el grupo se abrió un alto portalón, también hecho de alambre de espino, para dejarlas entrar; y una vez estuvieron dentro volvió a cerrarse, dejándolas allí encerradas como si fueran cabezas de ganado. Ellas dos se sentaron en el suelo, en un trozo que parecía algo más limpio y no lejos de la puerta; pues enseguida vieron que varias mujeres se precipitaban hacia el lado opuesto a la puerta, donde estaba claro que habían hecho una letrina. No solo por el olor que de allí venía, sino también porque pudieron ver como las más apuradas, tras colocar un pie a cada lado de la zanja allí cavada -cuya anchura estaba calculada para que pudiesen hacerlo incluso con la cadena que unía sus tobillos- y agacharse un poco, se aliviaban sin ninguna modestia.

Al cabo de poco llegó la cena, en un carro llevado por varios vigilantes que entró en la empalizada, y ante el que las mujeres formaron una larga fila disciplinadamente. Cuando les tocó a ellas, les entregaron un trozo de pan y lo que parecía algo de carne seca, pero nada de beber; cuando preguntaron a otra mujer qué podían beber esta les señaló hacia un rincón del cercado, donde había un grifo oxidado -del que salía agua- en el que antes no habían reparado. Quizás porque, en el momento en que entraron al cercado, otro montón de mujeres sedientas se precipitaron hacia él, privándoles de su visión; pues aquel rincón era, sin duda y más aun que la letrina, el más visitado de la empalizada. Hacia allí se fueron tan pronto como se hubieron comido su cena, y después de hacer un rato de cola lograron poder usar el grifo; aunque el agua salía mucho menos fría que de las mangueras de la mina, lo cierto fue que beberla les sentó de maravilla.

Regresando de beber se dieron de bruces con un guardia que les indicó claramente que le siguieran; algo que a ambas les provocó inmediato temor, pues pensaron que habrían sido asignadas, como les había advertido el jefe, “al servicio” de alguno de aquellos brutos. Pero, para su alivio, donde las llevó fue a la enfermería, a que les limpiasen las quemaduras y les cambiasen el vendaje; y luego el mismo hombre las devolvió al cercado, justo en el momento en que varios vigilantes estaban escogiendo “acompañantes” para la noche, en total como una docena. Entre ellas la chica jovencita que había estado picando piedra con María, a la que llevaban a rastras y mientras decía en inglés “Por favor, otra vez no; cada día me cogéis a mí, esto no es justo!”. Como ya había anochecido, y estaban reventadas de cansancio, ambas se tumbaron en el suelo y se dispusieron a dormir; lo que lograron sin demasiado esfuerzo, pero para despertar unas horas después ateridas de frio. La primera Yolanda, a la que despertaron sus propios escalofríos; y al poco María, que empezó a darse masaje en piernas y pies como una loca.

De inmediato comprendieron que, en aquellas montañas desérticas y aunque de día las temperaturas se acercasen a los cuarenta grados, por la noche, al ocultarse el sol, el termómetro caía en picado; en aquel momento, calcularon a ojo, debían estar como mucho a quince grados. Primero intentaron ovillarse, para protegerse del frio, pero de poco les servía; y luego acurrucarse una contra la otra, lo que tampoco era la solución ideal. Y entonces se dieron cuenta de lo que las demás mujeres, que dormían a pierna suelta, habían hecho después de dormirse ellas dos: excavar con sus manos, en aquel suelo arenoso, unos hoyos de cerca de medio metro de profundidad, en cada uno de los cuales se acurrucaban unos cuantos cuerpos desnudos, bien apretados. Así que hicieron lo mismo, ayudadas por la luz de la luna; y una vez acabaron se metieron las dos en el hoyo que abrieron, con sus desnudos cuerpos bien acurrucados entre sí. Y por fin pudieron dejar de tiritar.

Por la mañana les despertaron dos cosas: la luz del sol y las carreras de aquellas mujeres en todas direcciones: unas hacia las letrinas, otras al grifo de agua y, las más, hacia la cola del desayuno; pues el mismo carrito de la noche anterior había entrado en el cercado. Yolanda y María optaron primero por la letrina, pues no podían más de las ganas de orinar; y solo de llegar ya pudieron colocarse en la postura obligada para poder evacuar, pues la zanja era larga. Lo que, por supuesto, ambas hicieron rojas de vergüenza, pues si ya era duro para ellas estar siempre desnudas, hacer sus necesidades así, y una frente a la otra, era una humillación añadida. Pero, como enseguida podrían comprobar, no había tiempo para remilgos; al salir de allí se fueron hacia el grifo, tanto a beber como a limpiarse con aquel agua, pues en las letrinas no había nada para hacerlo. Y, para cuando terminaron de asearse, el carrito del desayuno ya se había ido; con lo que se quedaron sin probar bocado. Aunque ambas se conjuraron para, al siguiente día, hacerlo mejor: ni acudir juntas a la letrina -se ahorraban así pasar un mal rato- ni dirigirse hacia el grifo antes de recoger el desayuno; pues pudieron comprobar que, antes de venir a llevarlas a la mina, los guardias les daban como un cuarto de hora para comerse la especie de sopa que les habían entrado.

Cuando volvieron a abrir la puerta, y todas las mujeres formaron para ir a la mina, María comprobó que uno de los guardias las contaba con cuidado, y luego apuntaba el dato en su teléfono móvil; o quizás lo enviaba a algún sitio. Lo que le permitió, mientras caminaba en formación, imaginar el primer acto de su plan de fuga: se quedarían ocultas en la mina, al acabar la jornada, y se marcharían desde allí al anochecer. Con lo que dispondrían de toda la noche para alejarse, antes de que el recuento matinal descubriera su ausencia. Pero el plan, pensó, tenía aún que resolver dos grandes obstáculos: el primero, que si dejaban guardias en la entrada de la mina ellas no podrían salir al exterior; a la mañana siguiente su ausencia sería descubierta y, cuando las encontraran, solo Dios sabía lo que les podían hacer. Y el segundo, y principal: hacia dónde huirían? Aun suponiendo que estuvieran en Somaliland, como la matrícula del vehículo que les había traído hacía suponer, en qué parte del país estaban? Seguramente en el interior, pensaba; no en la costa, pues le parecía que tras desembarcar se habían alejado de ella. Pero, solo con ese dato, huir era ir a una muerte segura por inanición o deshidratación; de la que solo se salvarían, paradójicamente, si las encontraban sus carceleros. Con lo que eso suponía otra vez: exponerse a un castigo brutal, salvaje.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un gemido de Yolanda, y al mirar hacia ella vio que parecía encontrarse mal. Le preguntó, en voz muy baja, qué era lo que le pasaba, y la repuesta de la chica casi la hace reír: “Me estoy cagando!”. Pero, en su situación, no era cosa de risa, pues si se apartaba para ir de vientre le lloverían fustazos hasta que volviese a la fila, y siguiera andando; así que solo pudo decirle que tratase de aguantar hasta la mina. Pero Yolanda ya no podía más: así que se detuvo, separó sus piernas, se agachó un poco y se dejó ir, mientras se sonrojaba de nuevo hasta la raíz del cabello. Pero lo peor no fue eso, sino que el mismo guardia que les había hecho de intérprete al llegar, al ver que la parte posterior de la fila se detenía, se acercó a ver porqué; y, cuando vio lo que la pobre Yolanda estaba haciendo, se puso a reír a carcajadas, dándose palmadas en los muslos. Pero no por eso dejó sin sanción la falta, claro.

  • Esta tarde tendrás un castigo, por detener la fila. Aquí has de venir cagada, so guarra! Ya verás como te enseñaremos a hacer tus cosas cuando toca; esto no es un hotel…

María, muerta de indignación por aquel trato cruel a su amiga, no pudo contenerse y, entre dientes, dijo un audible “Será hijo de puta!”; con lo que el guardia, cuando lo oyó, no tuvo que hacer mucho esfuerzo para imaginar de quien provenía. Pues allí no parecía haber más españolas, y sabía que las dos eran colegas. Así que se acercó a María y, cogiéndole un pezón entre su pulgar y su índice, comenzó a apretárselo hasta que la chica gritó y le suplicó que parase, pues el daño que le estaba haciendo era bestial. Y entonces, con su sonrisa más cruel, le dijo:

  • Tú lo has querido; también serás castigada esta tarde, y además con tu novia. Por cierto, no tardarán en quitaros los apósitos, y entonces podremos disfrutar de vosotras dos como hacemos con las demás zorras; lo cierto es que estoy esperando el momento de follarme a dos polis, y de hacer que paguéis por todo lo que vuestros colegas me hicieron cuando estaba en España…

XVIII

Cuando el verdugo terminó de golpearla Elena hacía un rato que ya no gritaba; aunque su cuerpo desnudo seguía convulsionándose con cada varazo recibido, seguramente de un modo reflejo. Allí la dejaron aquellos hombres durante más de una hora, colgando cabeza abajo con las piernas separadas; y cuando por fin soltaron las cadenas que la mantenían así cayó al suelo como un plomo, y se quedó inmóvil en él, acurrucada sobre sí misma. Dos de sus captores la agarraron por manos y pies, y así la llevaron hasta una habitación contigua; donde le quitaron las esposas y la tumbaron sobre el único mueble del lugar -una cama que solo tenía un somier de alambre, trenzado a rombos- y se marcharon, cerrando la puerta con llave. Elena, pese a que los hierros del somier se clavaban en su espalda, no tuvo fuerzas para moverse de la posición en la que la habían depositado; únicamente logró acercar una mano a su zona inguinal, donde se habían concentrado la mayoría de golpes, pero al tocar su sexo inflamado el dolor la hizo retirarla enseguida. E, instantes después, perdió el conocimiento.

Cuando lo recobró pudo ver que ya era de noche, porque por la ventana de aquella habitación -abierta, aunque protegida por una reja- no entraba luz. Tenía frio, y el cuerpo le dolía un horror; y no solo la zona que había recibido los golpes de vara, pues al haberse quedado durante horas sobre aquel somier sus alambres se le habían clavado por todo el cuerpo. Así que, en primer lugar, resolvió incorporarse. Tardó un buen rato pero finalmente lo hizo, entre sollozos y gemidos de dolor; y de inmediato pudo ver dos cosas: la primera, que por la ventana no se veía otra cosa que un paraje desértico, pespunteado de colinas rocosas y con algún matorral de vez en cuando. Y la otra que, junto al cabecero de aquella cama, había un espejo de cuerpo entero, que en aquel mismo momento reflejaba su imagen. Lo que vio la hizo sollozar con más fuerza aún, pues tenía enrojecida e inflamada toda la zona que iba desde los muslos hasta el bajo vientre, y por todas partes se veían los surcos violáceos que la fusta había dejado; además, en algunos lugares la piel se había roto, pues en ellos se podían ver restos de sangre seca. A lo que había que sumar que su espalda, desde los hombros hasta los gemelos, estaba marcada por los surcos que había dejado el alambre de aquel somier, hasta una gran profundidad; pero ahí no se veía sangre alguna, ni tampoco el color violáceo de los hematomas.

De pronto se abrió la puerta, y uno de sus captores entró -sin decir una palabra- y depositó en el suelo dos cosas: un orinal, y una bandeja con comida y agua. Elena, en un acto absurdo a aquellas alturas, trató de cubrir su sexo y sus senos con los brazos; lo que provocó una sonrisa en aquel hombre, y que se marchase mascullando entre dientes algo que la chica no comprendió. Tan pronto como se fue, cerrando con llave la puerta, Elena se lanzó a beber el agua, y una vez saciada su enorme sed se comió lo que le habían traído; era una especie de sopa, con trozos de verduras y de carne dentro, que terminó muy deprisa porque tenía mucha hambre. Al acabar se sentó en el borde de la cama, con las piernas separadas para evitar que el roce entre ellas avivase el dolor de sus heridas, y procurando no clavarse los alambres del somier en el trasero. Y allí se quedó, sollozando y pensando que ojalá no fuese necesario, para convencer a su padre de lo que fuera que Jaime quería, que tuviesen que grabar otro vídeo atormentándola.

Pero, para su desgracia, se equivocaba. A la mañana siguiente dos de aquellos hombres entraron en la habitación, como siempre sin decir palabra, y tirándole del pelo levantaron a Elena del suelo; donde, vista la incomodidad de aquel somier, se había tumbado a dormir lo que pudiera, pese al frio de la noche. A rastras la llevaron de nuevo bajo las poleas de donde había colgado el día antes, pero esta vez no la sujetaron allí; la sentaron en una silla metálica justo debajo, que tenía sus patas atornilladas al suelo, y la ataron firmemente por las piernas, los brazos y la cintura, de forma que solo podía mover el torso y la cabeza. Pero no parecieron satisfechos con eso, porque cuando Elena comenzó a debatirse en sus ataduras observaron que, por tener el torso libre de cintura para arriba, no solo sus grandes pechos se bamboleaban en todas direcciones; también sus hombros se movían libremente. Así que pasaron otra cuerda por sus sobacos, cruzando su pecho por encima de ambos senos; y luego la sujetaron al respaldo de la silla. Con lo que ya les pareció lo bastante inmovilizada.

Lo que sucedió a continuación provocó que Elena sufriese un ataque de pánico; y que, dada la intensidad de sus histéricos chillidos de horror, aquellos hombres optaran por amordazarla, llenando de trapos sucios su boca y luego sujetándolos con otro, que pasaron alrededor de su cabeza. Pues uno de sus captores acercó a la silla lo que parecía una pequeña barbacoa, llena con humeantes brasas de carbón; y otro de ellos depositó, sobre aquellas brasas ardientes, un sinfín de pinchos metálicos alargados, como los que se usan para ensartar los trozos de carne que se van a asar: de unos veinte o veinticinco centímetros de largo, con un extremo en punta, extremadamente afilado, y el otro -formando un pequeño círculo- de unos tres centímetros de diámetro. Allí los dejó un buen rato, hasta que estuvieron casi al rojo, y luego les dio a todos la vuelta, para que el calor se repartiese en ellos de modo uniforme.

Mientras tanto otros hombres habían conectado el mismo despliegue de cámaras del día anterior; tomando la precaución de modificar su campo, y su enfoque, para adaptarlas a la nueva escena. Cuando las tuvieron listas hicieron lo mismo que la primera vez: se retiraron, y se quedaron muy quietos; mientras un hombre encapuchado, que a Elena le pareció el mismo que la había torturado el día anterior, entraba por la puerta del almacén y se dirigía hacia ella. Esta vez pudo verlo venir, pues la habían sentado de cara a la puerta, y también pudo contemplar con todo detalle como aquel hombre, al llegar a su lado, se colocaba primero unos guantes ignífugos. Luego cómo, usando unos alicates que sujetó con su mano izquierda, aprisionaba su pezón derecho y tiraba de él, poniendo todo el seno en tensión. Y, por último, como sacaba del fuego, con la mano derecha, uno de aquellos pinchos metálicos; y cómo, tras apoyar su punta ardiente en la parte superior del pecho de Elena, de un solo empujón lo atravesaba de arriba abajo.

Los alaridos de Elena, incluso estando amordazada, habrían helado la sangre a cualquiera menos cruel que aquellos hombres, y sus convulsiones desenfrenadas hacían sin duda evidente su inhumano sufrimiento; no solo porque su pecho hubiera sido atravesado, sino sobre todo porque el hierro que ahora lo cruzaba, de arriba abajo, estaba al rojo vivo. Lo que hacía que el dolor en el interior de su seno fuese absolutamente insoportable. Esta vez su verdugo, sin embargo, no esperó a que se calmase para seguir con el tormento, pues sabía que el metal tardaría bastante rato en volver a una temperatura tolerable; y siguió clavándole pinchos, ahora en un seno ahora en el otro, hasta que los hubo colocado todos en los grandes pechos de la chica, atravesándolos desde distintos ángulos. Tomando la sádica precaución, por otro lado, de reservar los cuatro últimos para taladrar con ellos, en forma de cruz, los anchos pezones de Elena.

XIX

Al día siguiente el trabajo en la mina fue, para las dos chicas, mucho más duro que el primero; pues, con haber sido extenuante, el día anterior habían empezado a trabajar después de mediodía, mientras que la segunda jornada la hicieron completa; y, como era allí costumbre, con una sola parada, de no más de media hora, para comer lo poco que les repartieron. Además de para beber agua de unos barriles que los guardias pasaron por las galerías, a los que ellas no tenían acceso por su cuenta: debían formar fila y, cuando les llegaba el turno, arrodillar sus desnudos y encadenados cuerpos frente a uno de los guardias. Quien entonces, usando un cazo no muy grande, les daba de beber; lo que, en ocasiones, hacía que les llegase poca agua, pues aquellos sádicos la tiraban más sobre sus polvorientos cuerpos que no directamente a su boca. Aunque Yolanda, en uno de sus extenuantes trayectos empujando una vagoneta, pudo ver de qué forma una compañera lograba un cuenco extra: arrodillándose frente al guardia y haciéndole una felación, que el hombre le premió con un poco más de agua.

Para cuando sonó la sirena de fin de jornada María estaba, además de agotada, cubierta como el día anterior con las finas marcas de los incontables fustazos que había recibido; los cuales, por entrar el polvo y su sudor en las heridas, le escocían terriblemente. Pero había tenido una idea, y pensaba llevarla a la práctica; por más que ya sabía que eso les supondría algún latigazo extra. Total, pensó, al llegar al campamento nos espera un castigo, así que no vendrá de unos cuantos; aunque sabía que en el fondo no creía eso, pues todos y cada uno de los azotes que recibía le hacía ver las estrellas. De cualquier modo salió decidida con las otras, dejó que las mangueras regasen su cuerpo desnudo y, cuando todas comenzaron a regresar al campamento, se puso, expresamente, la última; formando pareja junto con Yolanda, a quien había explicado su plan. Era sencillo: cuando llevaran ya caminado un buen trecho, pero todavía se viera la bocamina, Yolanda se dejaría caer al suelo, sujetándose un pie como si se lo hubiese herido con algo. Y María, mientras los guardias “atendían” a su amiga y aprovechando su mayor estatura, miraría detenidamente la entrada de la mina, y trataría de ver si se había quedado allí algún guardia.

Funcionó a la perfección, aunque ambas acabaron recibiendo una lluvia de fustazos. Pero se aseguraron por completo, gracias a la maniobra, de que en la mina no se quedaba nadie por las noches; pues precisamente quienes les pegaron fueron los dos guardias que, al salir por la bocamina, habían visto allí montando la guardia. Quienes, por haber terminado ya la jornada, regresaban al campamento cerrando la comitiva; lo que María comprobó mirando largo rato hacia atrás, como si se hubiese quedado atontada mirando al infinito, mientras llovían sobre ella los golpes de las fustas de doma de aquellos hombres. De hecho Yolanda, que había dejado caer al suelo su agotada desnudez y estaba sujetándose un pie con las manos, pudo abandonar la simulación tras recibir los primeros golpes; pues por alguna razón aquellos hombres, al llegar hasta ellas, la emprendieron inicialmente con María. Y solo al cabo de un rato uno de ellos, tras ordenarle que se levantase de una maldita vez, comenzó a golpear también con su fusta a la auténtica causante del retraso.

Al llegar al campamento, y ser encerradas en la empalizada, lo primero que hicieron las dos fue ir hacia el grifo de agua, a esperar pacientemente su turno; pues ya habían comprobado que la cena no llegaba de inmediato. Esta vez tuvieron suficiente tiempo para lavarse y beber antes de cenar, y cuando ya estaban terminando aquella miserable sopa vinieron a buscarlas dos guardias. Primero las llevaron a que les cambiasen el apósito en la enfermería, y les tratasen las quemaduras; las cuales cada vez se veían más cicatrizadas, y mostraban con más claridad aquel sello de la O y las fustas. Y luego, en vez de volver a la empalizada, las llevaron al despacho del jefe del campamento, quien les esperaba acompañado del guardia español. Este último las colocó frente al escritorio, con las piernas separadas y las manos sobre la cabeza; lo que hacía que las cadenas que unían las muñecas de ambas chicas colgasen sobre sus respectivas espaldas.

  • Policías, me dice Carlos que las dos tenéis hoy un castigo pendiente. Si no fuese por vuestros apósitos os daría a probar mi mejor látigo, el de piel de rinoceronte; según las chicas es el más doloroso, capaz de arrancar la piel a su víctima. La versión que me gusta más el sjambok indonesio; una sesión con él y se os quitan las ganas de desobedecer para siempre. Pero el médico me ha dicho que espere un poco, hasta que vuestras marcas hayan cicatrizado por completo; y no quisiera arruinar algo tan hermoso… Así que he sustituido el látigo por otro de mis favoritos: la vara de ratán. Os aseguro que también hace obedecer a las más recalcitrantes, ya lo veréis, Y, en cuanto el matasanos me dé su permiso, ya probaréis el látigo. Por cierto, Carlos me ha comentado que tiene muchas cuentas que ajustar con las de vuestra ralea, así que él hará hoy los honores; yo me reservo para cuando pueda azotaros con el látigo.

Mientras les explicaba la funesta suerte que les aguardaba, el jefe se levantó de su sillón y, tras acercárseles, comenzó un detenido repaso manual de sus anatomías; primero con María, con quien sobre todo se detuvo en las nalgas y en el sexo, donde introdujo sus dedos repetidamente. Y luego con Yolanda, a quien magreó los pechos a conciencia; para luego entretenerse un poco sobando sus nalgas, y terminar diciéndole que diera unos saltos sobre su misma posición, para poder apreciar así el bamboleo de sus senos. Al final se cansó de ellas, y con un gesto indicó a Carlos que se las llevase; lo que éste hizo de inmediato, acompañado de otros tres guardias, para llevarlas hasta el centro del patio. Donde estaban clavados en el suelo dos gruesos postes, de algo más de dos metros de altura y separados uno de otro por quizás metro y medio. En el espacio entre ambos las colocaron, de frente una con otra y con las manos alzadas, separadas tanto como sus cadenas permitían; luego ataron los grilletes de sus manos a unas argollas que sobresalían de la parte superior de los dos postes. Hecho lo cual les separaron las piernas a las dos también al máximo, y ataron los grilletes de sus tobillos a otras dos argollas en la base de los postes; con lo que las dos chicas quedaron sujetas con sus torsos a pocos centímetros uno de otro, y sus espaldas y traseros expuestos al castigo.

Yolanda, al ser más baja, en aquella posición no podía ver otra cosa que el cuello y el pecho de su amiga, pero María sí pudo ver el instrumento con el que Carlos iba a golpearlas: parecía una vara corriente de madera, de como  un metro de longitud; lo único que la hacía diferente era su mayor flexibilidad. Algo que podía ver porque Carlos, antes de empezar, dio varios golpes al aire, y comprobó con sus dos manos lo mucho que se doblaba sin romperse. Pero enseguida se puso a la labor, comenzando por Yolanda; a la que golpeó con todas sus fuerzas, cruzándole ambas nalgas con la vara. La chica dio un salto hacia delante, que la hizo chocar de inmediato con María, y comenzó a gritar como una posesa; pero nada podía hacer para evitar los golpes, así que Carlos siguió azotando su trasero hasta completar una primera tanda de seis trallazos. Tras lo que se desplazó al otro lado, descargando entonces su furia sobre el trasero de María, también por seis veces.

Para cuando acabaron las dos primeras tandas de seis golpes las dos chicas tenían sus respectivos traseros cruzados por otras tantas estrías rojizas, de un grosor similar a un dedo y bastante profundas; las dos daban terribles alaridos de dolor y se agitaban frenéticamente en sus ataduras, lo que hacía que sus cuerpos desnudos chocasen entre sí constantemente, dándole un toque de erotismo a aquella danza del sufrimiento. Pero Carlos no pensaba dar por acabado el castigo tan pronto, así que volvió a colocarse detrás de Yolanda y, con la máxima saña, aplicó otros seis varazos en su lacerado trasero; y a continuación en el de María. Así una y otra vez, hasta completar treinta y seis golpes para cada una de ellas; para cuando terminó, casi más sudoroso que sus víctimas, las nalgas de las dos agentes presentaban un aspecto horrible, surcadas de gruesas estrías violáceas que, en algunos puntos donde la piel se había roto, mostraban gotas de sangre. Las dos se habían quedado afónicas de tanto gritar; y colgaban, sudorosas y agotadas, de sus ligaduras, emitiendo unos tenues gemidos de dolor y apoyando sus cuerpos una en la otra. Allí las dejaron sus torturadores durante horas; hasta que, próxima ya el alba, dos de los guardias las soltaron y, tras cargarlas sobre sus hombros como si fuesen simples fardos, las llevaron hasta la empalizada.

XX

Elena recuperó el sentido tumbada, otra vez, sobre aquel somier que se le clavaba en la espalda, el trasero y las piernas. Pero, aunque lo que primero notó fue el dolor en el sexo y en el interior de sus muslos, lo cierto era que sus pechos también le dolían una barbaridad. Pues, aunque ya estuvieran fríos, los pinchos clavados en sus senos allí seguían; lo menos eran una docena en cada pecho, y los atravesaban en todas direcciones, formando una especie de estrella. Además, claro, de los dos que, en forma de cruz, atravesaban cada uno de sus pezones; pero sobre todo el intensísimo dolor provenía de sus quemaduras internas. Las cuales, supuso entre sollozos, habrían destruido sus pechos para siempre. Pero en su posición nada podía hacer por aliviar su sufrimiento, porque sus captores la habían esposado de pies y manos a las cuatro esquinas de la cama; algo que, igual que su regreso a la habitación, no recordaba en modo alguno. Ya que el dolor que los pinchos al rojo le causaban, mientras iban quemando el interior de sus generosos senos, había acabado finalmente por hacer que perdiera el conocimiento; no sin antes convulsionarse, sudar y gritar, dentro de aquella mordaza de trapos que ya le habían retirado y durante el rato más angustioso de su vida, hasta agotar todas sus fuerzas.

Aunque ella no pudiera saberlo, el segundo vídeo había logrado el efecto pretendido por Javier. Claro que el primero no lo había hecho simplemente porque había llegado a su padre en un sobre sin remitente, y con una nota que solo decía “No avises a la policía, pronto te mandaremos instrucciones”. Lo que, después de hablar con Javier, su socio y amigo, cumplió a rajatabla; pues viendo las imágenes -lo poco que fue capaz de mirar- comprendió que aquellos hombres serían capaces sin duda de matar a su hija. Y, cuando al día siguiente recibió aquel segundo vídeo, en el que torturaban salvajemente los pechos de la pobre Malena, el mensaje que lo acompañaba no podía ser más claro: “Firmad el acuerdo con los panameños. Disponéis de dos días antes de recibir el próximo y último vídeo; en el que, si aun no habéis firmado, contemplarás como tu hija muere empalada. Ten por seguro que será una muerte horrible…”. Era claro porque solo tenían un negocio en trámite con panameños: un acuerdo para blanquear dinero sucio al que él, desde que se lo propusieron cosa de un mes atrás, se había negado en redondo. Por razones de conciencia, no por miedo a la ley; pues Javier, que no parecía tener tantos remilgos, le aseguraba que para ellos dos suponía un riesgo ínfimo, y que además firmarlo les iba a hacer inmensamente ricos.

Después de hablarlo con su socio, que como ya se imaginaba no puso inconveniente alguno, llamaron a los panameños y les comunicaron que, si seguían interesados, podían firmar ya el acuerdo; aunque, por razones que no les detallaron, debían hacerlo en las siguientes cuarenta y ocho horas. No hizo falta tanto tiempo: a la mañana siguiente, en las oficinas de Sotillo & Medina en Madrid, se firmaba el acuerdo. Aconsejado por Javier se comportó de un modo lo más profesional posible, aunque no dejaba de atormentarle una duda; y si, una vez que haya firmado, la matan igual? Pero supo sobreponerse a su temor, y de todas formas quienes acudieron a la firma no eran más que unos abogados madrileños con poderes para ello, no los dueños de la otra empresa; así que, si hacía mención a aquel chantaje, difícilmente podrían saber de qué les hablaba. Aunque, al acabar, no pudo evitar decirle -en un aparte- al jefe de la delegación de los panameños, un abogado madrileño de su edad a quien conocía desde hacía muchos años:

  • Manolo, hazme un favor, quieres? Diles a los mandamases de Panamá que voy a esperar cuarenta y ocho horas, no más; si para entonces no está todo en orden, actuaré como si hubiera sucedido lo peor. Y seguro que, mucho o poco, saldremos todos perdiendo. Sí, ya sé que es muy críptico; pero ellos lo entenderán, créeme…

Poco tiempo después de que se produjera esta conversación, a muchos kilómetros de Madrid un hombre vestido con una bata blanca y encapuchado, llevando un carrito con material médico, entró en la habitación donde Elena estaba recluida, y se dedicó, primero, a retirarle todos aquellos pinchos, y luego a aplicar las primeras curas tanto en sus pechos como en la zona inguinal de la chica, así como en sus muslos. Lo primero que pudo constatar, aunque solo fuera al tacto y entre los chillidos de dolor de la chica, fue que el intenso calor que había sufrido el interior de sus pechos había sin duda causado daños en las glándulas internas; lo que, tal vez, obligaría en el futuro a una reducción de pecho, retirando los tejidos dañados. Las lesiones en su zona inguinal y en los muslos, por el contrario, no eran otra cosa que la inflamación derivada de los golpes recibidos; no eran necesarios siquiera puntos de sutura, pues no había ninguna herida profunda, así que con mucho reposo y el tratamiento adecuado la piel se recuperaría del todo. Aunque a bien seguro más de una cicatriz le quedaría allí abajo, pensó aquel hombre; añadiendo para sí mismo, mientras se sonreía, que muy posiblemente bastantes más de una.

Aunque, obviamente, Elena no tenía modo de saberlo, la habían estado torturando a relativamente poca distancia de las dos policías; pues se hallaba en un hangar del aeropuerto de Boorama, oficialmente abandonado y situado a no más de dos horas, en todoterreno, del campamento minero. Un aeropuerto que, precisamente por eso y con la connivencia de las autoridades del país, la Organización empleaba en exclusiva; para lo cual había construido una valla que lo rodeaba a bastante distancia, y sus guardias patrullaban el perímetro, para rechazar visitas indeseadas. Así que, cuando algunos días después el doctor dictaminó que ya estaba en condiciones de ser trasladada, los guardias la metieron, esposada de pies y manos y amordazada, en una caja de madera que parecía un ataúd, pero con aberturas para que pudiera respirar; y, después de cargar la caja en una camioneta desvencijada, llevaron a Elena hasta el campamento. Aprovechando la noche, para reducir al máximo la posibilidad de un encuentro inesperado; y dando tumbos por el mal estado de las carreteras, lo que hacía gemir de dolor a Elena cada vez que su cuerpo desnudo golpeaba contra las paredes de su encierro. Una vez que el vehículo llegó a destino se detuvo en el patio del campamento, frente a la enfermería, y los guardias procedieron a descargar la caja, abrirla y sacar a la chica de su interior; para luego depositar su lacerado cuerpo en una camilla que habían acercado a la furgoneta.

Como los baches la habían mantenido despierta, pese al sedante que le habían administrado, mientras los guardias la sacaban de la caja y procedían a depositarla en la camilla Elena procuró fijarse en todo cuanto pudo: el patio, los edificios bajos que lo rodeaban, … Pero lo que más le llamó la atención fueron las dos chicas desnudas y encadenadas que, atadas a dos anchos postes con los brazos alzados y con sus nalgas llenas de marcas frescas de azotes, se encontraban a menos de veinte metros de donde ella estaba tumbada. Con sus cuerpos pegados entre sí por la parte frontal, pecho contra pecho; y, por lo que parecía, inconscientes, o casi. Desde donde estaba no podía verles las caras, aunque el lugar del tormento estuviera iluminado por una farola; pero, cuando dos guardias levantaron su camilla y comenzaron a caminar con ella hacia la puerta de la enfermería, sí que pudo verlas bien. Y aquellas dos eran, sin duda alguna, sus compañeras del viaje en el barco.

XXI

Yolanda despertó con todo el cuerpo muy dolorido, muerta de frio y casi incapaz de incorporarse. Cuando lo logró se dio cuenta de que estaba tumbada cerca de la puerta de acceso a la empalizada, en el mismo lugar donde las habían tirado aquellos dos hombres que las trajeron; y, al despejarse un poco, vio que María estaba justo a su lado, todavía dormida. Movió el cuerpo desnudo de su amiga con las manos hasta que logró que se despertase, y le preguntó como estaba; aunque la contemplación de cualquiera de sus traseros hablaba por sí sola. Cuando, ayudándose entre ellas, lograron ponerse en pie e ir hacia el grifo del agua, estaban convencidas de que no lograrían terminar aquel día, pues cada vez tenían menos fuerzas; pero entonces sucedió algo que las sorprendió, y muy gratamente: las demás mujeres de la cola, viendo sus traseros llenos de surcos violáceos recién trazados, se apartaron y las dejaron pasar primero. No solo eso; mientras ellas dos se lavaban bien las heridas, y bebían tanta agua como querían y podían, otras dos compañeras les trajeron sendos cuencos con el desayuno, y luego volvieron a la cola a por los suyos propios.

En el camino hacia la bocamina María no podía dejar de pensar que, si no intentaban escapar pronto, en unos días no tendrían fuerzas para hacerlo; sobre todo una vez que, curadas sus quemaduras, los guardias empezaran a usarlas como “entretenimiento” nocturno, Carlos el primero de ellos. Aún peor cuando el jefe cumpliese su amenaza del día anterior, y probase en ellas el látigo de rinoceronte. Pero no tenía modo alguno de saber dónde estaban, y sobre todo hacia donde deberían ir; si ya era difícil atravesar aquel desierto desnudas, encadenadas y sin agua ni víveres, hacerlo sin saber a dónde iban parecía completamente suicida. Lo único que tenía claro era que debían andar hacia más allá de donde estaba la mina; pues cada mañana, andando hacia ella, el grupo tenía el sol a la espalda. Lo que significaba que, si estaba en lo correcto y se hallaban en Somaliland, hacia el oeste estaba Etiopía; aunque era imposible saber a cuántos kilómetros de distancia. Pero, aunque anduviesen toda la noche sin parar, como mucho podrían hacer quince o veinte kilómetros; si con eso no habían llegado, en cuanto amaneciese serían fáciles de detectar sobre aquel terreno baldío. Y estarían reventadas de cansancio, claro; además de no tener -casi seguro- donde resguardarse del sol.

Mientras tanto su compañera Yolanda estaba madurando un plan por completo diferente; basado en lo que María, unos momentos antes, le había contado durante el desayuno. La noche anterior, mientras ambas colgaban de los postes, había visto llegar una camioneta con una chica, a la que ingresaron en la enfermería; y un rato después un camión, del que descargaron varias cajas. En otras palabras, era obvio que por la noche había cierto tránsito de vehículos en el campamento; así que, si se ocultaban dentro de la mina y al anochecer bajaban hasta aquel patio, quizás tendrían ocasión de meterse en alguno sin ser vistas, y huir escondidas en él. Un plan lleno de riesgos, claro, pues podía ser que precisamente aquella noche no viniese ningún camión; o que viniese pero no pudieran subirse a él, y en cualquiera de los dos casos serían descubiertas, y castigadas, a la mañana siguiente. O peor aún: que viniese, lograsen subir, y el vehículo no parase hasta algún otro campamento de aquellos desgraciados. En todo caso, pensaba mientras empujaba aquella vagoneta con sus últimas fuerzas, tenemos que probarlo cuanto antes; en una semana más ya no podremos. Pero, hasta que dejasen de llevarlas cada día a la enfermería, para cambiar los apósitos, era imposible pensar en intentarlo; se darían cuenta al poco de regresar el grupo a la empalizada.

Cuando, tras su agotadora jornada en la mina y en el camino de regreso -que hicieron apoyando, la una en la otra, sus cuerpos desnudos, ahora llenos también de las finas marcas de las fustas- se lo explicó a María, enseguida se pusieron de acuerdo en que, a la vista de su actual estado físico, era mucho más factible el plan de huir en un camión que el de caminar por el desierto. Y también que debían intentarlo al día siguiente de aquel en que les quitasen el apósito, en vez de cambiárselo; no podían estar seguras, pero lo lógico era pensar que, una vez retirado, ya no tendrían que volver al día siguiente a la enfermería. Sin embargo, existía el riesgo de que aquella misma noche, o para la siguiente, Carlos o su jefe se enterasen de que ya estaban curadas, y las fueran a buscar para torturarlas, violarlas, o hacerles ambas cosas; lo que daría al traste de inmediato con su plan. Pero, como dijo Yolanda, “Si nos buscasen para eso, qué más daría que nos encontrasen en la empalizada, o escondidas por el campamento? Nos iban a joder igual…”.

Al día siguiente María tuvo suerte, porque no le tocó ir a la mina. Cada mañana los vigilantes seleccionaban a media docena de chicas para que se quedasen en el campamento, e hiciesen en él las tareas domésticas: limpiar, cocinar, fregar, hacer camas, etcétera; y ese día le tocó a ella. Empezó por la cocina, donde la pusieron a pelar patatas y cebollas; luego la mandaron a la casa principal a limpiar, y hacia media mañana el mismo enfermero que cada día les cambiaba el apósito la llevó a la enfermería. Allí le ordenó fregar todos los suelos; obviamente a cuatro patas, pues no cabía esperar que aquellos bestias fueran a facilitarle el trabajo dándole una fregona. Así fue recorriendo todas las dependencias del edificio, como todos de una sola planta, hasta que a medio pasillo llegó a una puerta cerrada; la golpeó y, al no obtener respuesta, la abrió y entró. Para llevarse una gran sorpresa: tumbada sobre un colchón y tan o más desnuda que ella misma -pues no llevaba cadenas, y sólo estaba esposada por una mano al somier- estaba aquella chica que había venido con ellas en el barco, desde España.

La primera impresión de María fue que la chica estaba muy mal, quizás en la agonía; pues tenía los pechos por completo amoratados, y la zona desde el vientre hasta los muslos igual o peor. Respiraba con cierta dificultad, de vez en cuando tenía como un espasmo, y por las gotas de sudor de su frente parecía tener fiebre; pero cuando abrió los ojos enseguida la reconoció, pues le dijo “Eres una de las agentes de policía del barco, verdad?”. Mientras María fregaba la habitación las dos se intercambiaron los nombres y, sobre todo, sus respectivas historias desde que se separaron; pero cuando le contó el plan para la huida, y la invitó a sumarse a ellas, Elena le dijo que gracias, pero que no podría.

  • La verdad es que no se porqué me tienen esposada a la cama; si me soltaran no sería capaz de llegar ni a la puerta del barracón. Me duele todo el cuerpo solo con respirar, y los pechos lo que más; solo el pequeño movimiento a que les obligo cuando me incorporo para usar el orinal ya hace que vea las estrellas. Así que gracias, pero no iré con vosotras; no podemos soltar estas esposas, y, aunque pudiéramos, no creo que tuviese fuerzas para saltar esta ventana, subir a un camión, etcétera. Y, si lo lograse, sería tan despacio y entre tantísimo dolor que, de seguro, os descubriría. Tengo bastante con que las dos lleguéis a España, y desde allí preparéis mi rescate, de verdad; dales a mis padres un beso de mi parte, que estarán preocupados. Y, sobre todo, cuéntale a mi padre la traición de su mejor amigo.

Cuando María salió de aquella habitación estaba determinada a llevar a Elena con ellas, por difícil que pudiera resultar. Y al poco pudo resolver una de las dificultades: al fregar el despacho de la enfermería decidió hurgar un poco en los cajones, aprovechando que no había nadie más allí; lo que hizo, sobre todo, en la esperanza de encontrar algo de comer. En eso no tuvo suerte, pero al abrir uno encontró, unidas por un aro de metal, dos pequeñas llaves que por su oficio conocía muy bien: de las que se usan para abrir y cerrar esposas. Con todo cuidado separó una de las dos, pensando que su falta se notaría menos que si cogía ambas, y volvió a dejar en el mismo sitio la que había conservado la arandela. Luego escondió la otra en el único lugar donde, estando desnuda, podía hacerlo: dentro de su vagina, empujándola lo más al fondo que pudo para evitar que, al incorporarse, pudiera caerse al suelo. Hecho lo cual terminó de fregar todo el barracón; y, al concluir, pidió humildemente y por gestos permiso al enfermero -que estaba fumando junto a la puerta- para orinar antes de volver al edificio principal.

Por un momento a María se le heló la sangre, porque aquel hombre, con una sonrisa y en inglés, le dijo algo sobre los coñitos mojados; y a continuación alargó su mano y se dedicó, durante un minuto y usando su dedo índice, a reseguirle la vulva, tras ordenarle separar las piernas. Incluso introduciendo un poco, en algún momento, la primera falange del dedo. Pero se cansó antes de que, por causa de aquella manipulación, a María pudiera caérsele la llave que llevaba dentro, y la mandó a orinar al rincón con un gesto; allí ella se agachó, justo fuera del ángulo de visión del enfermero, y cuando comprobó que nadie la miraba sacó la llave de su vagina con dedos temblorosos y la colocó justo bajo el zócalo del barracón, casi en la misma esquina. Para luego incorporarse y, con una sonrisa, volver al trabajo, acompañada por el sonido de sus cadenas al arrastrarse por el suelo.

XXII

La rutina del campamento continuó, inexorable, durante otra quincena, alterada únicamente por algún otro destino a tareas domésticas; pero solo para María, a quien volvieron a enviar un par de veces a hacerlas, aunque ninguna de ellas en la enfermería. La cosa no parecía tener mucho sentido, pues ella era mucho más fuerte que Yolanda; lo que, en principio, la hacía mejor para el trabajo en la mina. Sin embargo, y por alguna razón que se les escapaba, en todo aquel tiempo Yolanda no se libró de empujar la vagoneta ni un solo día; así que, transcurridos casi veinte días desde su llegada al campamento, la chica estaba al límite de sus fuerzas. De natural delgada, el esfuerzo y la pobre alimentación la habían dejado en los huesos: al menos había perdido cinco o seis kilos, y en su frágil cuerpo desnudo se marcaban con claridad, además de las cicatrices de los azotes, todas las costillas. Caminaba arrastrando los pies, y con ellos la gruesa cadena que los mantenía unidos, y en su cara empezaba a leerse la derrota; por más que cada noche su compañera tratase, una vez acurrucadas en su hoyo, de animarla para que resistiera.

Aunque tampoco podía decirse que María estuviera en su mejor forma, claro; pero años de duro entrenamiento físico la había preparado mejor para aquello. De hecho, a veces pensaba que lo único realmente insoportable eran los constantes fustazos de aquellos guardias; y en más de una ocasión, después de recibir un trallazo especialmente doloroso en los muslos, en los pechos, en el sexo o en algún otro lugar sensible de su anatomía, había estado a punto de golpear con el pico al guardia que la azotaba. Pero siempre, para su fortuna, había logrado contenerse; pues el recuerdo de lo que le había ocurrido a una compañera, hacía más de una semana, estaba vivo en su mente. Aquella chiquilla joven que trabajaba picando a su lado, harta de que cada noche los guardias la violaran, tuvo una reacción muy natural, pero que allí era muy peligrosa: cuando uno de ellos se acercó por detrás, mientras ella trabajaba, y con una mano le magreó el trasero mientras le metía la otra entre las piernas para alcanzar el sexo, se giró y lo apartó de un empujón, tirándolo al suelo. De inmediato la chica se dio cuenta de lo que había hecho, y se puso de rodillas mientras imploraba que le perdonase; pero el hombre la levantó por los pelos y, agarrándola por uno de sus pequeños pechos adolescentes, se la llevó de allí a rastras. Después de lo cual María ya no volvió a verla más, ni en la mina ni en la empalizada.

Todo cambió cuando un día, al volver del trabajo y después de lavarse y cenar, dos guardias las llevaron como siempre a la enfermería; pero esta vez no a que les cambiasen el apósito, sino a que se lo retirasen definitivamente. Ninguna de las dos pudo evitar, al ver la marca en el vientre desnudo de la otra, una exclamación de sorpresa; pues habían cicatrizado perfectamente, y el escudo de la “O” con dos fustas cruzadas, destacaba, grande y con contornos bien dibujados, sobre el pubis de ambas chicas. Pero mayor fue la que tuvieron al salir de la enfermería, pues los dos guardias no las llevaron de vuelta a la empalizada, sino a lo que parecía ser el bar del recinto; al entrar, pudieron ver que había allí más de una docena de vigilantes, y María se fijó en que Carlos no estaba entre ellos. Los guardias que las conducían las llevaron hasta un pequeño escenario elevado como medio metro del suelo, que se alzaba en el lado contrario a la barra de bebidas; y, mientras los hombres se colocaban para ver el espectáculo, uno de ellos les habló en un inglés con fuerte acento árabe.

  • Ahora vais a hacer para nosotros lo que más os gusta; comeros el coño una a la otra. Carlos nos advirtió de que sois lesbianas, así que no os hagáis las estrechas. Queremos ver como os corréis, y cuantas más veces mejor; si el espectáculo nos convence, y nos calentáis bien, tendréis el privilegio de probar nuestras pollas. Pero, si no nos convencéis, lo que probaréis serán nuestros látigos; y os juro que, si os pegamos todos a la vez, se os van a quitar los remilgos de una vez y para siempre.

Conforme escuchaban el discurso de aquel vigilante la cara de horror de ambas chicas era cada vez más evidente; sobre todo la de Yolanda, quien nunca en su vida había tenido relaciones con otra mujer. No era así en el caso de María, quien sí lo había probado muchos años atrás, con una compañera del gimnasio donde acudía entonces; aunque la cosa no le gustó en exceso, y nunca más repitió. Pero ahora, por su experiencia y sobre todo pensando en ahorrarse más latigazos, tomó la iniciativa: mientras con una mano buscaba el sexo de Yolanda, quien la miraba ruborizada como una colegiala, comenzó a besarla apasionadamente, metiendo su lengua por todos los rincones de la boca de su amiga. Y cuando Yolanda separó tímidamente las piernas comenzó a acariciar, moviendo la mano arriba y abajo, su vulva y su clítoris, hasta que notó como la otra mojaba; entonces cambió su posición y, colocándose sobre el cuerpo desnudo de su amiga, a la que tumbó en el suelo, acercó su boca al sexo de ella y comenzó a besarlo y lamerlo con decisión. Introduciendo de vez en cuando, en la vagina de Yolanda, primero un dedo, luego dos y, al cabo de un poco, hasta tres; los cuales se deslizaron sin esfuerzo por entre las copiosas secreciones que la humedecían.

Yolanda, mientras tanto, permanecía casi inmóvil, tumbada boca arriba sobre el suelo de aquel escenario y sufriendo la mayor humillación de toda su vida; pero, aunque trataba de no pensar en ello, notaba que las caricias y los besos de su amiga comenzaban a excitarla. Y, cuando María se movió hasta colocarse sobre ella, para ponerle el sexo justo frente al rostro mientras lamía su clítoris, empezó a devolver las caricias; primero con una tímida punta de lengua, y luego introduciéndola entera en aquella vulva tan obscenamente ofrecida. Con lo que, al cabo de pocos minutos, ambas gemían de placer sobre aquel escenario, entre los gritos de ánimo de los hombres que contemplaban el espectáculo; unos gritos que, cuando las dos llegaron al orgasmo casi a la vez, se convirtieron en una ovación cerrada. María, saciada por completo, apartó su cuerpo desnudo de encima de su amiga, y se dejó caer, también boca arriba, al lado de ella; ambas quedaron allí tumbadas, jadeantes y sudorosas, hasta que uno de los guardias se acercó y, con gestos evidentes, les indicó que debían repetir la escena. Lo que hacía mientras hurgaba en sus sexos con el extremo de una fusta; algo que enseguida decidió a Yolanda a incorporarse un poco y, acercando de nuevo su boca al sexo de María, empezar a lamerlo de nuevo.

Durante las siguientes horas ambas mujeres debieron satisfacerse otras muchas veces entre ellas; y, sobre todo, fueron violentadas por todos y cada uno de los hombres allí presentes. En particular Yolanda, quizás por su aspecto más frágil; para cuando los hombres se marcharon a dormir, dejándolas tiradas en el suelo del bar, la chica había sido violada al menos en veinte ocasiones, más o menos la mitad en su vagina y la otra mitad en el ano. Donde además uno de aquellos animales, dotado de un miembro auténticamente inmenso, le produjo un desgarro; el dolor que notó cuando la penetró de un solo y poderoso golpe no le permitía duda alguna al respecto. María también había recibido lo suyo, no menos de una docena de violaciones; y sobre todo le había hecho muchísimo daño un guardia que, mientras la penetraba analmente con gran energía, se dedicaba a pellizcar con saña sus largos y estrechos pezones. A los que más tarde, y mientras otro guardia la penetraba, se dedicó también a dar mordiscos.

Al cabo de un buen rato dos guardias regresaron al bar, y levantaron a patadas del suelo los cuerpos desnudos y agotados de las chicas; ambas estaban cubiertas de suciedad y de semen, y cuando las volvieron a encerrar en la empalizada lo primero que hicieron fue ir hasta el grifo y lavarse bien a fondo. Sobre todo el interior de sus vaginas y anos, que rezumaban esperma y secreciones; para cuando lograron sentirse algo limpias, después de superar el sufrimiento añadido que les provocaban el frío del agua y el de la noche, hicieron justo allí al lado un hueco en el suelo, donde se acurrucaron. Yolanda primero, bien ovillada; y María sobre su espalda, apretando su cuerpo contra el de su amiga hasta que le dolieron sus torturados pezones. Y, antes de que el cansancio las venciera, María dijo con voz muy queda “Nos vamos mañana!”; Yolanda, apretada contra ella, solo contestó “Sí, mañana”.

XXIII

A la mañana siguiente, mientras caminaban hacia la mina, terminaron de precisar la primera parte del plan: Yolanda aprovecharía un descuido de los guardias para meterse en una vagoneta, y esperar allí a que todo el mundo se hubiera ido; y María trataría de retrasarse en el regreso a la bocamina, y de ocultarse en algún saliente de roca. Ambas se encontrarían justo en la entrada, y entonces decidirían los siguientes movimientos. Durante aquel día las dos trabajaron con renovado ánimo, tanto por la excitación que les provocaba lo que iban a hacer como, además, por mirar de evitar lo más posible los fustazos de los guardias; algo que a Yolanda, emparejada en su vagoneta con otra chica a la que el vigilante parecía tener una especial manía, no le costó lograr. Pues era raro que aquel hombre dejase pasar más de un minuto sin volver a azotar a su compañera de trabajo, una chica morena, de prominentes pechos y caderas,  que parecía sudamericana y no tendría mucho más de veinte años. Durante el descanso para comer se enteró de la razón: Gladys, pues así se llamaba la chica, había dejado en ridículo a aquel hombre delante de sus compañeros, y él no se lo perdonaba. Aunque la culpa no era de ella, pues aseguraba haber hecho todo lo que sabía para ponerlo erecto: felación, masturbación, … Pero no hubo modo, y las risas de sus compañeros aun debían de mortificarlo; tanto era así que, incluso mientras comían, el hombre se acercó un par de veces a azotarla, haciéndole separar las piernas para golpear de lleno en su sexo. Y, gracias a su obsesión por Gladys, no pensó en golpear a Yolanda más que en media docena de ocasiones; siempre de una manera rutinaria, y solo para que empujase con más fuerza.

Muy distintas eran las cosas para María, a quien la ausencia forzosa de su compañera más joven la había dejado con la sola compañía de otra mujer; así que eran solo dos a recibir los fustazos que antes “compartían” entre tres. Pero además el guardia que las vigilaba seguía dedicando la mayor parte de su tiempo a magrearlas a conciencia; aunque lo cierto era que, para eso, prefería a la otra antes que a María. Pues su compañera de fatigas era lo que se suele llamar una mujer de bandera: veintipocos años, alta como María o más, con pechos llenos, altos y firmes y unas piernas interminables y bien torneadas; además de un trasero respingón, y una carita de ángel que hacía deliciosos mohines cada vez que su carcelero le metía mano. Con todo eso, no era de extrañar que el guardia reservase su fusta para María, y sus manos para la otra mujer; así que cuando llegó la pausa para la comida la agente de policía llevaba ya recibidos al menos cincuenta azotes por toda su desnuda anatomía, y al sonar la sirena al menos el doble de eso. Mientras que la otra, aunque era constantemente sobada por el guardia e incluso, en dos ocasiones, fue obligada a hacerle una felación, no tenía más que dos o tres marcas en su cuerpo, y todas en la espalda. Pero al acabar la jornada eso se convirtió en una ventaja para María, pues el guardia se marchó detrás de su compañera, y se olvidó por completo de ella; así que no tuvo más que retrasarse un poco y acurrucarse en un rincón, tras un montón de rocas.

Yolanda, por su parte, tuvo parecida suerte, pues al sonar la sirena el guardia debió pensar que le quedaba poco tiempo para atormentar a Gladys; así que redobló sus latigazos sobre la chica mientras ella se apresuraba hacia la salida. La agente se limitó a irse rezagando, mientras caminaba por el lado contrario de las vagonetas al que estaban Gladys y su verdugo; cuando juzgó suficiente la distancia subió a la plataforma de una vagoneta vacía y, dejándose caer hacia un lado, se metió en ella, aprovechando -para tapar el ruido de sus cadenas al golpear el metal del vehículo- un momento en que Gladys gritaba su dolor con gran desesperación. Allí se quedó, inmóvil y callada, temiendo que en cualquier momento su vigilante, o incluso algún otro, pudiera mirar dentro de la vagoneta y descubrirla; pero nada sucedió, y al cabo de muy poco dejó de oír voces o pasos. Con cuidado asomó la cabeza por el borde superior y, al no ver a nadie, salió de allí y se puso a caminar hacia la salida; aunque tomando la precaución de sujetar con una mano la cadena que aprisionaba sus tobillos, para evitar que hiciera ruido al arrastrarse por el suelo. Durante diez minutos pudo hacerlo sin dificultad, pero de pronto la oscuridad la rodeó; seguramente, pensó, ya está todo el mundo fuera, y por eso han apagado la luz. Esperó un poco a que sus ojos se acostumbrasen, y al cabo de unos minutos descubrió que no estaba lejos de la entrada; pues, aunque muy tenue, podía ver la luz que desde ella se colaba en el túnel. Así que siguió su camino hacia el exterior, usando la mano que le quedaba libre para ir siguiendo el contorno de la pared de roca.

Peor suerte, sin embargo, tuvo su amiga; pues cuando se apagaron las luces seguía en su galería, agazapada tras el montón de rocas donde se había ocultado. Y hasta allí no llegaba luz alguna. Lo primero que pensó María, al quedar sumida en la oscuridad más completa, era que ya no podría salir de allí; pues recordaba que su zona de trabajo estaba muy lejos de la entrada, casi a un kilómetro. Pero enseguida se le ocurrió una posible solución: las vías de las vagonetas. Sabía por los días anteriores que todas acababan en una sola, que conducía a la bocamina, y aunque por el camino hasta allí habría muchos cambios de agujas, todos las vías secundarias que recordaba se separaban de la principal hacia el interior de la mina, nunca en sentido contrario. Así que, en principio, no tenía más que levantarse, andar de costado hasta que sus pies tropezaran con los raíles, y luego seguirlos en la misma dirección en la que se encontraba entonces; pues recordaba haberse ocultado con la cara hacia la salida de la galería. Y, cada vez que se encontrase un cambio de agujas, dejar a derecha o izquierda la nueva vía que encontrase y seguir andando en la misma dirección; asegurándose de que las vías que dejaba atrás se separaran de la que ella seguía siempre hacia su espalda. Con un suspiro se incorporó, se desplazó lateralmente hasta que sus pies descalzos chocaron con un rail, y comenzó a caminar siguiéndolo; tomando también la precaución, para evitar más tropezones de los imprescindibles, de sujetar con una mano las cadenas que unían sus tobillos.

Lo primero que Yolanda vio, al llegar hasta la bocamina cuando ya casi había oscurecido, fue el cuadro eléctrico; y de inmediato comprendió que, sin luz, lo más posible era que María no pudiese encontrar y alcanzar la salida. Pues ella había tenido mucha suerte, ya que la sirena había sonado cuando estaba relativamente cerca de allí; pero su compañera le había explicado que trabajaba bastante lejos, en una de las galerías que terminaban directamente en la roca. Así que no se lo pensó dos veces: abrió la puerta de aquel armario, un simple tablón de madera sujeto por un gran clavo torcido, y conectó el interruptor general. Con lo que toda la mina se iluminó de nuevo; aunque, sin que ella pudiera saberlo, se encendió también una luz de aviso en el cuadro de control del campamento. María, cuando volvieron de nuevo las luces, necesitó unos instantes para reacomodar la visión, pero luego supuso lo que habría sucedido y apuró el paso; con lo que en unos quince minutos logró llegar a un cruce de caminos desde el que, aunque a cierta distancia, veía la silueta de la bocamina. Casi corriendo llegó hasta allí, y encontró a Yolanda junto al armario de luces; mientras María jadeaba, su amiga la abrazó y empezó a pensar en voz alta.

  • Tendríamos que ir con mucho cuidado; es muy posible que, en esta oscuridad, algún guardia haya visto el resplandor de las luces de la mina. O, peor aún, como volvían a encenderse. Así que puede ser que los dos que cierran el grupo regresen, pensando que han olvidado apagarlas o que existe un falso contacto. Pero, por otro lado, si ahora las volvemos a apagar sería aún más sospechoso, no te parece? Por lo tanto voy a dejarlas encendidas; luego nos escondemos bien y esperamos a que ellos vuelvan a apagarlas, vale? No vaya a ser que, cuando volvamos hacia el campamento, nos los encontremos de cara…

María asintió con la cabeza, y ambas ocultaron sus cuerpos desnudos y encadenados tras unas rocas próximas. Donde no tuvieron que esperar por mucho tiempo, pues como Yolanda suponía dos guardias, discutiendo entre sí con mucha virulencia en un idioma que no entendieron, se acercaron hasta la bocamina; al llegar abrieron la caja eléctrica, la revisaron un buen rato y luego, tras encender sus linternas, apagaron las luces. Mientras regresaban por donde habían venido, pudieron oír como uno de ellos hablaba por un teléfono; y les pareció entender que decía a su interlocutor que todo estaba “ok”. En realidad así era, pues cuando ya estaban cerca del campamento alguien había advertido que el testigo de las luces de la mina seguía encendido, y el jefe les había llamado para que las revisaran; así que habían regresado de inmediato, mientras se acusaban mutuamente del error cometido. De hecho, uno de ellos venía diciendo que estaba seguro de haberlas apagado, y que debía ser un cortocircuito; pero cuando abrieron la caja y vieron el conmutador en la posición “On” se calló, y regresó en silencio detrás de su sonriente compañero. Sin pensar ni un momento, para fortuna de las chicas, que alguien más hubiera podido volver a encenderlas.

XXIV

El camino de vuelta hasta el campamento fue relativamente sencillo para las dos agentes, tanto por las muchas veces que lo habían recorrido como porque había algo de luz de luna. De hecho, la única dificultad importante fue lograr que sus cadenas no hiciesen ruido; en particular, una vez que estuvieron cerca de los edificios. Pero lo lograron razonablemente bien sujetándolas con las manos: tanto las que unían sus tobillos como las que iban entre sus muñecas, éstas últimas acortándolas tanto como les fue posible y sujetándolas haciendo un paquete con la de los pies. Al llegar como a cien metros del patio central, sin embargo, tuvieron que quedarse ocultas tras unas rocas; pues no solo estaba bastante concurrido, sino sobre todo bien iluminado. Enseguida entendieron por qué: de uno de los edificios sacaron a una chica alta y delgada, desnuda y encadenada como ellas, y la llevaron hasta los postes donde las dos agentes habían sido azotadas días atrás. Allá la sujetaron, con los brazos en alto y las piernas separadas, y al hacerlo María pudo verle la cara: era la chica joven que había trabajado con ella un tiempo, y que desapareció tras empujar a un guardia. Pero ahora tenía mucho peor aspecto, pues todo su cuerpo se veía surcado de estrías profundas, algunas frescas y otras más antiguas, violáceas o casi negras; parecía, pensó María, como si la hubieran estado azotando cada día desde que empujó a aquel guardia, pues no eran menos de dos centenares las marcas que cubrían por doquier su piel clara, casi transparente. De pronto oyó la voz del jefe del campo, que hablaba en inglés:

  • Te dije que te azotaríamos todos, y así será. Pues si atacas a uno de nosotros, nos atacas a todos; y todos te castigamos por ello. Muy justo, no? Y has tenido suerte de que Carlos no esté; si no fuera así hoy te pegaríamos dos. Pero no te preocupes, que cuando vuelva ya te dará su parte. Y la mía te va a parecer peor que todo lo que llevas recibido: vas a conocer el sjambok, el látigo más perverso que se ha inventado; está hecho con piel de rinoceronte, una de las más duras que existen. Espero que te guste…

De inmediato aquel hombre cogió de un ayudante lo que, desde su escondite, a las agentes les pareció una vara negra de como un metro y medio de largo; aunque, cuando comenzó a dar golpes de prueba al aire, vieron que era mucho más flexible. Y cuando descargó el primer golpe sobre la chica rubia, cruzando con aquel instrumento las nalgas de su víctima, comprendieron sobre todo lo terribles que eran sus efectos; pues la azotada, entre alaridos de dolor, salió disparada hacia delante, como si el látigo más que golpearla la hubiese empujado. Y de inmediato se formó, cruzando sus nalgas, un surco profundo, de la anchura de un pulgar y de un vivo color rojo. El jefe esperó a que se quedase otra vez algo quieta y la golpeó de nuevo, esta vez en la parte posterior de sus muslos; logrando el mismo efecto, al igual que hizo con los siguientes diez golpes que le dio, repartidos entre allí y su espalda. Pero lo más duro estaba aún por venir: cuando las policías creían que la pesadilla había terminado el jefe se mudó a la parte frontal de la chica, y comenzó a descargar el látigo sobre los pechos, el vientre y los muslos de su víctima; así hasta doce veces más, tras lo cual se marchó con su ayudante hacia el bar. Dejando a la pobre allí colgada, llorando y gimiendo de dolor.

Poco a poco los guardias se fueron retirando, y al final la chica quedó sola en mitad del patio; lo que las policías aprovecharon para, caminando por la parte trasera de aquellos edificios, llegar hasta el de enfermería. María había convencido a Yolanda de que debían recoger a Elena, y llevarla consigo; algo que suponía una dificultad importante, pues la ventana de la habitación donde la chica estaba esposada a su lecho daba al patio central. Aunque no quedaba a mucho más de metro y medio del suelo, y no tenía barrotes o cierre alguno; por lo que, una vez soltaran las esposas, sería relativamente fácil sacarla por ella. Lo primero que hizo María fue buscar, bajo el zócalo del edificio, la llave que había ocultado allí días atrás: para su alegría seguía en el mismo sitio, y llevándola en la mano se dirigió, agazapada pero bajo aquella luz, a la ventana. Estaba cubierta solo por una cortina enrollable, y al apartar uno de sus lados pudo ver a Elena tumbada en la cama, dormida; tenía mejor aspecto, aunque en la oscuridad eso no se podía decir con certeza. La llamó, y al cabo de un poco logró despertarla; la chica le miró con sorpresa pero, cuando María le tiró la llave, la cogió y con ella soltó la manilla que aprisionaba su muñeca. Para luego incorporarse y acercarse a la ventana, sujetándose sus grandes senos con ambos brazos.

  • Estoy bastante mejor, así que vengo con vosotras; muchas gracias por acordaros de mí. Me duelen aún bastante los pechos, sobre todo al moverme, pero al menos ya no tengo fiebre; será la cantidad de medicinas que me han inyectado. Y, además, puede que os sea útil; aunque esté igual de desnuda y descalza, al menos no llevo cadenas…

María le hizo darse prisa, pues en su posición en cualquier momento podían ser descubiertas; habría bastado con que un guardia saliera entonces de algún barracón para que las hubiera visto, bien iluminadas por los focos del patio, mientras Elena saltaba por la ventana con la ayuda de la agente. Algo que a aquella le hizo dar gemidos de dolor, pues provocó un fuerte bamboleo de sus pechos que, al tener las manos ocupadas en el salto, no pudo mitigar en forma alguna. Y permitió a María ver que, aunque ya cicatrizadas, docenas de profundas marcas de golpes recorrían los muslos y la ingle de su compañera. Finalmente Elena alcanzó el suelo, y enseguida ambas se retiraron hacia la relativa oscuridad de la parte de atrás de aquel barracón, donde las esperaba Yolanda; y donde las tres, inmóviles y en total silencio, se pusieron a esperar una oportunidad, en forma de algún vehículo que llegase al campamento. Pero iban pasando las horas y ninguno venía; lo único que, en todo aquel tiempo, pudieron ver fue como en varias ocasiones distintos guardias salían del edificio del bar, se acercaban a la chica rubia que colgaba de los postes y la violaban repetidamente, en su vagina o en su ano. Lo que a ella le arrancaba tremendos gritos de dolor; y encogía el corazón de las tres mujeres ocultas, incapaces de hacer nada por aliviar el sufrimiento de su compañera.

Finalmente su espera se vio recompensada, pues un gran camión se acercó al campamento y se detuvo justo frente al edificio de las cocinas. Las tres chicas, desplazándose sigilosamente por la parte trasera de los edificios, se acercaron tanto como pudieron a él; y al hacerlo comprobaron que usarlo para huir presentaba una dificultad añadida: era un camión frigorífico, lleno de corderos desollados que colgaban de unos ganchos en su techo. Por un lado iba a ser posible ocultarse en él, pues detrás de aquellos animales se veían, apiladas, unas grandes cajas de cartón; y además los dos hombres que lo llevaban se habían ido a la cocina, dejando la puerta de carga entornada. Lo que hacía suponer que eran bastante negligentes, pensó Yolanda. Pero por el otro había un gran riesgo: permanecer allí dentro mucho tiempo, estando las tres completamente desnudas, suponía la posibilidad cierta de morirse de frío. Poco tuvieron que discutir, pues María, muy decidida, resolvió la cuestión por la vía de hecho: se levantó, caminó hasta el camión sujetando con cuidado sus cadenas, se subió a él y se ocultó tras las cajas. Por lo que fue seguida poco después por las otras dos chicas, que se ocultaron a su lado tras subirse; de inmediato constataron todas que estar allí dentro iba a ser muy duro, pues la temperatura no superaba los cinco grados. Pero la cosa ya no tenía remedio, porque uno de los camioneros subió al poco tiempo y empezó a descargar corderos; sacó como media docena, y luego cogió un par de las grandes cajas que ocultaban a las chicas, haciendo que éstas se llevasen un buen susto. No las descubrió, sin embargo, y al poco se cerró la puerta y el camión arrancó; llevando a sus tres pasajeras desnudas, ateridas de frío, en dirección a un destino que -eso esperaban- supondría alcanzar la ansiada libertad.

XXV

El camión circuló durante algunas horas, y no precisamente por buenas carreteras; pues cada dos por tres las chicas iban de lado a lado, como las cajas allí apiladas, y los corderos no paraban de balancearse en sus ganchos. Pero eso era algo que a sus desnudas ocupantes les venía muy bien, pues al menos las hacía moverse un poco, y así combatir el frío; con todo, cuando por fin el vehículo se detuvo las tres estaban apretujadas entre sí, frotándose unas a otras los cuerpos mientras tiritaban intensamente, casi convulsionándose. Sin poder ellas saberlo el vehículo había recorrido, en poco más de cuatro horas, la distancia que separaba el campamento de la capital del país, Hargeysa; y se había detenido para descargar carne en una gran mansión a las afueras de la ciudad. Cuando uno de los conductores abrió la puerta de carga del camión las tres chicas estuvieron a punto de salir corriendo, sin preocuparse de lo que pudiera pasarles; pero lograron contenerse un poco, al menos hasta que aquel hombre, cargando sobre sus espaldas un cordero, se volvió a apear. Aunque diez segundos después de que bajase las tres se precipitaron afuera, donde las recibió el aire fresco de la madrugada; a ellas, sin embargo, les pareció una temperatura ideal, hasta algo cálida, después de las muchas horas que habían pasado dentro de aquel frigorífico.

Pasada la inicial alegría por haber dejado el camión, comprobaron que estaban en la parte trasera de un enorme edificio, que imitaba las mansiones neoclásicas de Europa y América; de hecho, como comentó Elena, tenía cierto parecido con la Casa Blanca de Washington. Estaba rodeado de un enorme jardín, hasta donde a ellas les alcanzaba la vista; algo que también resultaba muy sorprendente, pues por el tiempo que habían circulado en aquel camión estaban seguras de que, como máximo, estarían a doscientos kilómetros del campamento. Y, por tanto, que habían de seguir en zona desértica. Lo primero que hicieron las tres, sin embargo, fue correr a ocultarse detrás de un seto, a pocos metros del camión y de una puerta entreabierta de la mansión; por la que, con toda  seguridad, los conductores habrían entrado con el cordero, pues no se veía otro acceso. Y era lógico suponer, por la carga que portaban, que la puerta llevaría a la cocina, o al menos a la despensa. Al cabo de unos diez minutos los dos hombres reaparecieron, cerrando al salir -de un tirón- la puerta que daba al interior de la casa; y, tras comprobar el estado de su carga, ambos se subieron al camión, lo arrancaron y se marcharon de allí.

María, siempre la más osada, fue la primera en salir de su escondite y acercarse a la puerta; cuando comprobó que no estaba cerrada con llave la abrió, e hizo seña a sus compañeras para que se acercasen. Y, una vez juntas, entraron las tres a la mansión: la puerta daba a un largo y estrecho pasillo, que una vez más las dos policías recorrieron sujetando sus cadenas con las manos, para no hacer ruido. Con Elena tras ellas, sujetando con los brazos su pechos. Al final del pasillo encontraron dos puertas, una de ellas cerrada pero la otra no, pues se abrió al accionar la manecilla; tras la cual encontraron una escalera de caracol metálica que descendía hacia el sótano del edificio, estrecha e iluminada solo por una pequeña luz de emergencia sobre el dintel de la misma puerta. Bajaron en silencio, con cuidado de no hacer mucho ruido y mientras acomodaban la vista a la oscuridad del lugar; y al llegar abajo se dieron cuenta de que estaban en una habitación cuadrada, de unos cuatro metros de lado y sin puertas ni ventanas. Por lo que decidieron retroceder; pero antes de que comenzasen el regreso la luz de la habitación se encendió, y un hombre se asomó al principio de aquella escalera. Tenía aspecto árabe, complexión delgada y unos cuarenta años de edad, y llevaba colgado del hombro un fusil ametrallador; sin decir palabra se limitó a mirarlas desde lo alto y a abrir una pequeña caja en la pared, junto a la puerta, en la que por la oscuridad no habían reparado al entrar. Donde tocó un botón que hizo que la escalera se replegase hacia arriba con un gran chirrido metálico; hasta que quedó plegada sobre sí misma, a unos tres metros del suelo. Luego volvió a mirar a las tres chicas, apagó la luz y se marchó, dejándolas encerradas a oscuras.

No pasó demasiado tiempo, sin embargo, antes de que la luz volviera a encenderse; pero en esta ocasión se asomaron al principio de la escalera tres hombres, de igual aspecto que el primero e igualmente armados. Después de contemplarlas un buen rato uno de ellos accionó el botón que hacía bajar la escalera de caracol, y cuando esta llegó hasta el suelo les habló en un inglés con fuerte acento árabe.

  • Bienvenidas a la propiedad del jeque Abdellah, señoritas. Enseguida tendrán el privilegio de conocerle, pues las está esperando desde que han aparecido en las cámaras de seguridad. Me ha pedido que las suba de una en una, así que empezaremos por la canija. Sí, tú; no me mires así, y sube por la escalera. Por cierto, espero que no intentarán ninguna tontería; está claro por sus cadenas que vienen del campamento de Weeraar, así que dispararemos sin contemplaciones si no nos obedecen. Comprenderán que no nos vendrá de tres criminales más o menos; incluso sin ustedes, por aquí no nos iban a faltar putas occidentales…

Mientras Yolanda subía por la escalera iba calculando sus posibilidades en un enfrentamiento con aquellos tres hombres; pero antes de llegar arriba concluyó que eran nulas: pues era ella sola, desnuda y encadenada, contra tres hombres con metralletas. Así que se dejó conducir por ellos a lo largo de un dédalo de pasillos, soportando en silencio los magreos a que la sometieron por el camino; y no solo entonces: cuando, por fin, se detuvieron ante una puerta, antes de llamar uno de los guardias se entretuvo un buen rato sobando sus pechos, mientras los otros dos exploraban con sus dedos su sexo y su ano, introduciéndolos repetidamente en ambos orificios. Pero al final tuvieron que dejarlo, seguramente porque no podían hacer esperar más al jefe, y llamaron a la puerta ante la que se habían detenido; al otro lado se oyó algo en árabe, y tras abrirla empujaron a su prisionera dentro, hicieron varias reverencias y se fueron por el mismo lugar por el que habían llegado. Dejando a Yolanda de pie frente a una elegante mesa de escritorio, tras la cual se sentaba un hombre de mediana edad, vestido a la usanza tradicional árabe pero con ropas que, por su calidad, hicieron que la chica supusiera de quién se trataba. Él se lo confirmó de inmediato con sus primeras palabras, dichas en un inglés impecablemente pronunciado.

  • Buenos días, señorita, bienvenida a mi humilde casa; soy el jeque Abdellah, un modesto hombre de negocios somalí. No se preocupe, no pienso ofender su inteligencia -y la mía- preguntándole de dónde vienen; su desnudez, sus cadenas y las marcas en sus vientres lo explican con meridiana claridad. Mi pregunta es otra: se le ocurre a usted algún motivo lo bastante poderoso como para que, desafiando a la Organización, no las devuelva de inmediato al campamento? Por favor, hable libremente; como le digo soy un hombre de negocios, y siempre estoy a la búsqueda de oportunidades para ganarme la vida. Por ejemplo con su devolución a la mina; seguro que habrá algún premio por ello, y congraciarse con gente tan poderosa ya es un beneficio en sí mismo. Pero por favor siéntese aquí, frente a mí; aunque le ruego que no junte las piernas, ni cubra sus pechos: la visión de su cuerpo desnudo es tan hermosa que, Allah me perdone, ya supone por si sola un excelente argumento para no devolverla…

Al oírle Yolanda enrojeció como una colegiala, pero hizo lo que se le indicaba; no sin dejar de pensar en lo absurdo que era que, después de todo lo que ya había pasado, se ruborizase por el mero hecho de exhibir su cuerpo desnudo ante aquel hombre. Seguramente, pensó, era porque se trataba de un hombre cultivado, de modales exquisitos, cuya trato educado la hacía sentir doblemente desnuda y vulnerable; pero, refrenando su natural pudor, logró separar las piernas una vez sentada, apartar los brazos de sus pechos y, sobre todo, explicarle en tal posición toda su historia. Lo que le llevó bastante tiempo, y permitió a su oyente contemplarla a su satisfacción. En su relato no dejó de enfatizar la condición de policía que compartía con María, ante la sorpresa de su interlocutor; y sobre todo el hecho de que Elena era hija de un hombre muy rico, que seguramente pagaría lo que fuese por recuperarla. Al acabar Abdellah se quedó pensativo, aunque sin apartar ni un momento sus ojos del cuerpo de Yolanda; poco después se levantó y, tras acercarse a ella, comenzó a acariciar suavemente sus pechos, y a pasear un dedo arriba y abajo por su vulva. Al tiempo que la hacía partícipe de sus pensamientos.

  • Lo cierto es que no me esperaba que ustedes fueran dos agentes de policía. Comprenderá que eso complica la cosa, pues si las dejo marchar los días del campamento están contados; y la Organización no perdona a quienes la perjudican… Pero, por otro lado, la devolución de su amiga Elena puede ser un excelente negocio, y ya comprendo que devolverla a ella sola tendría, a la práctica, el mismo efecto que mandarlas a las tres a España; pues lo primero que Elena haría sería hablar con los jefes de ustedes. Déjeme que lo piense un poco, y que haga algunas averiguaciones; mientras tanto son ustedes mis invitadas. Ahora mismo ordenaré que les quiten las cadenas, y podrán moverse libremente por mi propiedad; solo les pido un par de cosas: una, que no salgan bajo ningún concepto de ella, para evitar que la Organización, que ya las estará buscando, las descubra aquí. Y tome represalias, contra ustedes y contra mí. La otra es más personal: les ruego que, mientras estén en mi casa, pongan a la disposición de mi personal sus cuerpos desnudos; cubrir tanta belleza, o negarles a los hombres su disfrute, debería ser un gran pecado para cualquier religión. No les importa, verdad? Seguro que ya están acostumbradas a cosas mucho peores…

XXVI

Abdellah cumplió con su palabra, pues lo primero que sus hombres hicieron aquella misma mañana fue llevar a Yolanda y María a las caballerizas; y allí, con las herramientas oportunas y después de hacerles un montón de fotografías, algunas en posturas francamente obscenas, quitarles las cadenas que tantos días habían soportado. Claro que se cobraron el precio, pues las dos chicas tuvieron que satisfacer, con sus desnudos cuerpos ya libres, no solo a los dos guardias que las habían acompañado, sino también a los mozos de las caballerizas y a cuantos hombres, enterados de lo que allí sucedía, se acercaron por el edificio. Así que durante algunas horas no hicieron otra cosa que ser penetradas por cualquiera de sus tres orificios, algo a lo que ambas ya empezaban a estar muy acostumbradas; como dijo Yolanda, feliz por haberse librado del peso de las cadenas, “al menos estos no nos pegan”. Pero algún daño sí que les hicieron, pues aquellos hombres parecían tener una especial predilección por violarlas analmente; aunque al cabo de un buen rato quedaron saciados, y les indicaron por gestos que se fueran. Lo que ellas hicieron de buen grado, pues además de cubiertas de semen estaban bastante cansadas; uno de los hombres les indicó la dirección de la piscina, y allí pudieron lavarse en la ducha, bañarse y descansar tumbadas al sol.

Mientras las dos agentes “agradecían” a algunos hombres de Abdellah el haberles quitado las cadenas, Elena fue llevada a hablar con él por otros dos. El jeque la recibió en su despacho, y lo primero que hizo fue comprobar el estado de sus senos, manoseándolos largo rato; en apariencia estaban mejor, pero cada vez que los apretaba un poco, o incluso si se los movía con cierta energía, la chica dejaba escapar gemidos de dolor. Y otro tanto sucedía si apretaba los labios de su vulva, aunque esta presentaba mejor aspecto. Así que le prometió que su médico particular la visitaría, para ver qué se podía hacer; y luego le hizo, en su perfecto inglés, la pregunta principal.

  • Señorita, me dicen sus compañeras que su padre es muy rico, y que va a pagar un suculento rescate por usted. De eso depende que puedan ustedes marchar libres de aquí, así que necesito que me haga un favor: grabar un vídeo para enviárselo. No, no se mueva, así de pie está perfecta; únicamente separe las piernas un poco más, para que se vean las cicatrices en su entrepierna. Exacto, así está bien…

Mientras la grababa con una cámara de vídeo portátil, con la que hizo primero un plano general de la chica y luego se fue deteniendo en las partes de su cuerpo donde era más evidente el tormento que había sufrido, Elena leía de una pizarra que Abdellah colocó frente a ella un mensaje a su padre, escrito en español, en el que le decía que seguía con vida, aunque la habían torturado salvajemente; que sus senos necesitaban atención médica especializada cuanto antes, y que si no pagaba pronto el dinero que le pedirían no aguantaría viva mucho tiempo más. Cuando acabó, con un primer plano de su cara y otro sujetando un periódico del día -The Times, para no dar pistas de su paradero-, el hombre le indicó que se sentase frente a él en un sillón, y le hizo separar las piernas para así mostrar su sexo al máximo; Elena obedeció mansamente, sobre todo porque había algo muy importante de lo que tenía que advertirle. Una vez que la atención del jeque se concentró en su vulva obscenamente expuesta pidió hablar y, cuando él le dio permiso, le explicó la traición de Javier y sus tratos con la Organización; advirtiéndole del peligro que corrían todos si, una vez que sus emisarios se pusieran en contacto con su padre para el pago del rescate, éste se lo explicaba todo a su socio. Algo que, por otro lado, hacía por sistema, pues confiaba plenamente en él. Abdellah le agradeció el aviso, y le prometió que por su propio interés procuraría evitar que eso pasara; y a continuación se levantó de su butaca, se colocó delante de Elena y le dijo:

  • Me apetece hacer el amor con usted, me encantan las mujeres con grandes pechos. Así que levántese, túmbese de bruces sobre el escritorio y separe bien las piernas.

Elena obedeció, aunque con cara de fastidio, pues se temió que aquella postura resultaría terrible para sus doloridos pechos. Y así fue: primero porque, al tumbarse sobre ellos, los aplastaba con su cuerpo; pero sobre todo, una vez que Abdellah la penetró y comenzó a cabalgarla, porque los movimientos de él incrementaron la presión sobre sus senos, al hacer que se movieran sobre la mesa hacia atrás y hacia delante, al compás de los vaivenes de su cuerpo. Y aquel hombre parecía inagotable, además de tener un pene de considerables dimensiones; lo menos la tuvo un cuarto de hora restregando sus pechos sobre el cuero de aquella mesa antes de que, con un gruñido, eyaculase dentro de su vagina. Algo que Elena, en su fuero interno, le agradeció muchísimo, pues no paró de temer todo el rato que la penetrase por el ano.

No lo hizo, y al terminar llamó a un guardia y le dijo que la llevase junto con las otras; el hombre la acompañó de inmediato, depositándola en la piscina junto con las otras dos. Con el tiempo justo para lavarse sus partes en la ducha y darse un chapuzón en la piscina, pues enseguida vinieron unos criados a buscarlas para llevarlas a comer. Lo que hicieron en un porche próximo a la piscina, donde en una gran mesa habían colocado toda clase de manjares; la cara de felicidad de las tres chicas, al ver aquel despliegue de exquisita comida, hizo incluso sonreír a los tres camareros que las servían. Los cuales, claro está, se aprovecharon de la desnudez de las tres mujeres, y de su buena disposición, para manosearlas tanto como les vino en gana mientras ellas se comían lo que les habían servido.

Durante algo más de una semana la vida transcurrió, para las tres, del mismo modo: sol, piscina, excelente comida, camas confortables y, sobre todo, sexo, mucho sexo. El mero hecho de que estuviesen siempre completamente desnudas, y disponibles, parecía incrementar la líbido de aquellos hombres; y raro era que pasase más de una hora sin que, como mínimo, alguno de ellos se dedicase a manosearlas un rato: camareros, jardineros, soldados, obreros, chóferes, … Todo el personal de Abdellah parecía no tener otra cosa que hacer que molestarlas sexualmente; y, en cuanto disponían de algo más de tiempo, lo aprovechaban para penetrarlas por alguno de sus tres orificios. De uno en uno o incluso, en ocasiones, tres hombres a la vez, y por los tres sitios. Tantos eran los candidatos que, a veces, tenían que gastar su tiempo haciendo cola para poder usarlas; porque en eso había “horas punta”, que solían coincidir con los cambios de turno de los distintos trabajadores.

Así que, cuando Abdellah se acercó días después a verlas en la piscina, hacía tiempo que habían perdido la cuenta de los hombres con los que habían copulado; Yolanda sostenía que ningún día bajaban de la treintena, y habría días en los que se acercaban a cincuenta. Lo único seguro era que, por culpa de tantas relaciones, las tres tenían irritados tanto el sexo como el ano; por lo que aprovechaban los ratos en la piscina para untar en ellos toda clase de cremas suavizantes, además de emplear mucha vaselina en sus encuentros sexuales.

  • Señoritas, les traigo buenas noticias. Mis emisarios se han puesto en contacto con el señor Sotillo, y él acepta pagar la cantidad solicitada. Y no se preocupe, señorita Elena; le hemos advertido expresamente que no hable una palabra con su socio, diciéndole que usted ya le explicará porqué, pero que sería aún más peligroso para su vida que un aviso a la policía. Ahora mismo mis abogados ultiman los detalles; en pocos días el dinero estará en mi poder, y ustedes volverán a España. Un poco de paciencia, pues no es fácil mover estas cifras tan grandes sin dejar rastro. Por cierto, señorita; sepa que su padre va a pagar cinco millones de dólares por usted; bueno, por las tres, pero lo cierto es que no creo que por las dos policías hubiese dado tanto…

Como era de esperar, aquella noche las tres chicas se fueron a dormir mucho más alegres; cansadas y doloridas por tanto sexo, como siempre, pero mucho más esperanzadas. Compartían un gran dormitorio en la mansión, en el que una vez las recluían quedaban fuera del alcance de los hombres; y tan pronto como, una vez cenadas, pudieron acostarse -después de lavarse a fondo, y de untarse sus cremas- se quedaron profundamente dormidas. Pero, de madrugada, se despertaron asustadas: las tres habían oído disparos, y además bastante cerca. Como estaban allí encerradas, lo único que pudieron hacer fue mirar por la ventana, que daba al jardín; pero allí no se veía a nadie, así que se quedaron esperando a ver qué era lo que sucedía. Los disparos seguían sonando; parecían venir de dentro de la casa, y pronto se les sumaron gritos, y ruidos de gente corriendo. Hasta que, de pronto, todo sonido cesó, dejándolas aún más espantadas. Aquel silencio, sin embargo, duró muy poco tiempo, pues unos pasos se acercaron hasta su puerta, donde alguien accionó la cerradura y la abrió: ante la sorpresa, y sobre todo el horror, de las tres chicas, quien entró a continuación en la estancia fue Carlos, el guardia español del campamento. Iba acompañado por tres hombres, todos ellos armados hasta los dientes, y al verlas allí sonrió y les dijo:

  • El jefe tenía toda la razón, solo podíais haber escapado en el camión de la carne. Anda que no pasaríais frio, por cierto; me hubiese gustado veros ahí. Pero lo importante es que os hemos recuperado; os aseguro que pagaréis cara vuestra traición. Ni os imagináis lo que os espera. Como lo va a pagar Abdullah en cuanto lo encontremos; hacía tiempo que sospechábamos que ese cabrón no era trigo limpio.

A un gesto de Carlos cada uno de los tres hombres que le acompañaban se abalanzó sobre una de las chicas, y en pocos minutos todas estaban esposadas con las manos detrás, amordazadas y con sus tobillos engrilletados, unidos por una cadena de no más de medio metro. Una vez sujetas las sacaron de allí a empujones, por entre los cuerpos tiroteados de los criados de Abdellah y rodeadas de la sangre que manchaba suelos y paredes. Las tres chicas estaban aterrorizadas, tanto por lo que veían como por pensar en lo que les esperaba; pero descalzas, desnudas y encadenadas no podían hacer otra cosa que obedecer a sus captores. Quienes, una vez llegados a la entrada de la mansión, las tiraron dentro de uno de los camiones que allí les esperaban; para luego subirse ellos, no sin antes incendiar la casa de Abdullah. Y acto seguido la comitiva, formada por varios vehículos, emprendió el camino de vuelta hacia el campamento minero.

XXVII

Abdellah recibió casi a la vez, a dos mil kilómetros de allí, la noticia del sangriento asalto a su casa de Hargeysa y la de la llegada de los cinco millones de dólares de Sotillo a su cuenta de Panamá. De inmediato se dio cuenta de que estaba vivo de milagro, pues si los hombres de la Organización le hubiesen encontrado en su casa le habrían matado también. Y a la vez de que, si no hacía algo, eso iba a acabar sucediendo. Pero, además, si algo no soportaba el jeque era la gente que incumplía los tratos comerciales; como él decía, quién se fiaría de un comerciante que no hace honor a su palabra? Así que no tardó mucho en darse cuenta de que, si quería seguir vivo -y, de paso, conservar sus cinco millones de dólares, para lo que debía devolver a España a las chicas- no tenía más remedio que contraatacar; en definitiva mostrar a la Organización que, aunque ellos fueran mucho más poderosos, el daño que les podía causar hacía que no les saliera a cuenta meterse con él. Como hombre de negocios que era se puso a organizar su siguiente movimiento en aquel mismo instante: sacando su teléfono móvil hizo una llamada de larga distancia, y cuando una voz femenina respondió en inglés “Respuesta Armada, buenos días!” contestó, en el mismo idioma, “Soy Abdellah Jazrawi; necesito hablar urgentemente con el señor Hoekstra. Estoy en Ryadh, hotel Ritz-Carlton” y luego colgó.

Aquella misma noche, mientras se fumaba un habano en la terraza del hotel, se le acercó un joven vestido a la usanza árabe, quien le preguntó solo si era el sheikh Jazrawi; al responder Abdellah que sí le alargó un teléfono móvil, diciéndole que el señor Hoekstra le llamaría en breve desde una línea segura. Y que, por favor, al acabar de hablar con él se deshiciera del aparato. Una vez que el joven se marchó no tuvo que esperar mucho: antes de que terminara de fumarse su cigarro el aparato sonó.

  • Cornelis, viejo amigo! Cómo te va? Ah, ya lo viste en la televisión; yo me libré por muy poco, había volado a Ryadh la tarde anterior. Pero mi gente lo pagó con sus vidas… Escucha, voy a necesitar de tus servicios, y enseguida. El objetivo está en Weeraar, Somaliland; se trata de un campamento minero de la Organización, y necesito que me saques a tres chicas de allí. Sí, ya supongo que será muy caro; comprendo que contra un enemigo de esa talla lo sea… Allí habrá unos veinte o treinta guardias, calculo yo; los quiero a todos igual de muertos que mis empleados de Hargeysa. No, lo que hagas con las demás prisioneras me da igual; solo necesito a esas tres… Ahora mismo te paso sus datos, y las fotos que tengo de ellas. Pero sobre todo has de moverte deprisa; es posible que planeen matarlas, para así dar ejemplo a las otras mujeres. Ya sabes que la Organización es muy estricta con eso.

Después de charlar un rato más, y sobre todo de convenir un precio, el mercenario -pues no otra cosa era Cornelis Hoekstra, un viejo bóer curtido en mil batallas por toda África- le indicó un número de cuenta en un banco de las Islas Cayman, y le aseguró que en cuanto le ingresase el dinero se pondría manos a la obra. Ya que, como le indicó riendo, “Ahora tengo un nuevo avión, un C-130 jubilado de Bloemspruit que es una maravilla; aunque sea de hélice en unas ocho o nueve horas podemos ir de Johannesburgo hasta allí, sin hacer escalas. Y, por lo que puedo ver en mi ordenador mientras hablamos, en otras cuatro horas más por tierra estaremos en el objetivo. En una sola si me llevo el helicóptero dentro del avión; en el C-130 me cabe, sabes?”. Así que Abdellah, tan pronto como colgó, terminó su habano, se deshizo de aquel teléfono, subió a su suite y, usando el ordenador portátil, hizo la transferencia que Hoekstra le había pedido. A continuación obtuvo varias capturas del vídeo que había grabado con Elena; y, junto con algunas de las fotografías de Yolanda y María que sus hombres habían tomado en la herrería, las mandó al correo electrónico de Respuesta Armada. Para luego, tras rezar las últimas oraciones del día a Allah, tumbarse a dormir con una gran sonrisa de satisfacción.

XXVIII

Abdellah ya dormía profundamente cuando los camiones del grupo de asalto liderado por Carlos llegaron al campamento. Despuntaba la madrugada, y la temperatura era baja; los guardias bajaron a las tres chicas del camión en el que habían viajado y, a empujones, llevaron sus cuerpos desnudos, ateridos de frío, hasta tres agujeros cuadrados que habían excavado justo frente a la empalizada de las mujeres, de como un metro de lado por metro y medio de profundidad, cuya parte superior estaba cerrada por una reja. Sin molestarse en quitarles esposas o grilletes, pero sí las mordazas, metieron a cada una de ellas en uno de aquellos hoyos, y cerraron con un candado las tres rejas que los cubrían. Pero antes de dejarlas allí e irse a dormir Carlos decidió castigarlas un poco más: primero reunió a todos sus hombres alrededor de los tres pozos, y les dijo que orinasen sobre las chicas; lo que, entre risas, la docena larga de hombres que le había acompañado se puso de inmediato a hacer. Y cuando acabaron mandó traer una manguera y, con la irónica excusa de limpiar a las prisioneras, llenó los tres pozos de agua hasta su borde superior; de forma que las chicas, para poder respirar, debían sacar como podían sus bocas por entre los barrotes de la reja superior.

Allí pasaron las tres todo el día siguiente, mientras sus compañeras iban a trabajar a la mina; sin que dos guardias, que las vigilaban constantemente, dejasen nunca que el calor hiciese bajar, por evaporación, el nivel de agua en aquellos pozos. Para lo que, cada cierto tiempo, rellenaban los agujeros con la misma manguera que la noche anterior allí habían dejado. A partir de mediodía su sufrimiento fue aún mayor, pero no por razones físicas; sino porque varios guardias acercaron unos maderos a los pozos y, para horror de las tres prisioneras, construyeron allí al lado tres cruces, que no podían tener otro destino que crucificarlas a ellas. Eran un poco distintas de las que se usaban en tiempo de los romanos, pero solo por un detalle: en los dos extremos de cada madero horizontal había un grillete, cuya argolla estaba firmemente clavada. Destinado a sujetar las muñecas de las condenadas, y a causarles el máximo dolor cuando el agotamiento las hiciese perder pie; con lo que dejaran de sostenerse sobre el pequeño saliente de madera que había, a un metro del suelo, en cada uno de los tres maderos verticales.

Cuando muchas horas después las mujeres regresaron de la mina, al caer la tarde, el jefe del campamento les habló, de pie frente a los pozos donde las tres aguardaban su destino.

  • Ahora vais a ver lo que sucede a quienes desafían a la Organización. Estas tres desgraciadas han tratado de escapar, y eso se castiga con la muerte en la cruz. Pero, antes, habrán de recibir otro castigo por haber desobedecido a los guardias, y no haberse reintegrado a la empalizada el día que huyeron. Así que, antes de ser crucificadas, recibirán una tras otra cien latigazos. Si no fuera porque van a morir, se los daríamos con algún látigo más ligero, pero Carlos me ha pedido que las azotemos con el sjambok; y me parece una buena idea. Por un lado sufrirán mucho más; pero por el otro, al subir a ella ya agotadas,  acabarán antes su agonía en la cruz. No diréis que no somos bondadosos…

Las tres chicas, al tener sus cabezas bajo el agua, no habían oído bien nada de lo que el jefe decía, pero sí habían visto las caras de horror de sus compañeras tras la alambrada; así que, cuando los guardias abrieron la reja de María y la sacaron -tirando primero de sus cabellos y luego de sus antebrazos- ninguna de las tres sabía lo que les esperaba. Los hombres llevaron el cuerpo desnudo y empapado de su primera víctima hasta otros dos maderos que, a semejanza de los del patio central, habían clavado junto a las cruces; y en los que había también sendos grilletes, en sus bases y sus extremos superiores. Tras soltar las ataduras de la policía, la sujetaron en los cuatro grilletes de los postes, de forma que quedó con sus piernas extendidas y los brazos en alto, también extendidos. Una vez preparada, el jefe y Carlos se acercaron a María llevando sendos sjamboks, colocándose uno delante y el otro detrás de ella. Y, a una señal del jefe, los dos comenzaron a descargar sus látigos sobre la chica con toda la fuerza de que eran capaces.

Durante la siguiente media hora ambos hombres se dedicaron a llenar el cuerpo desnudo de María de terribles marcas rojas, profundas y anchas como un dedo, que cruzaban su cuerpo de lado a lado y en distintos ángulos. Los alaridos de la chica, mientras los dos la azotaban, eran desgarradores, y los tirones que daba de sus grilletes parecían capaces de arrancarlos; pero no lo hicieron, y al cabo de un rato resultaba ya difícil distinguir un centímetro de piel en su cuerpo que no estuviera brutalmente marcado. Además los verdugos alternaban sus golpes, para que la víctima pudiera sentir más plenamente el dolor que le causaba cada uno; aunque estaba claro que los más dolorosos eran los que daba Carlos, pues impactaban en la parte frontal: en los pechos, en el sexo y en el interior de sus muslos, fáciles de alcanzar al tener María las piernas abiertas por completo. Mientras tanto el jefe concentraba su esfuerzo en marcar a latigazos las nalgas de su víctima, y la parte posterior de sus muslos; aunque tampoco olvidaba lanzar el látigo, al menos una de cada tres o cuatro veces, contra la espalda desnuda de la chica. Para cuando acabaron los cien azotes María había dejado de gritar, y ya solo gemía; aunque cada golpe hacía que su cuerpo se convulsionase, de un modo más reflejo que consciente.

Mientras dos hombres sacaban de su pozo a Yolanda y le quitaban las esposas y los grilletes, otros dos desataron a María de los postes y la llevaron hasta una plataforma móvil que habían situado frente a la primera cruz; una vez que subieron allí la colocaron con la espalda contra el madero vertical -lo que arrancó más gemidos a la chica, por el roce de la madera contra su lacerada piel- y sujetaron sus muñecas con los grilletes colocados en los extremos del horizontal. Tras lo que apoyaron los dos pies de la chica sobre un pequeño saliente que, en la base del madero vertical, les hacía de reposadero, y tras bajarse de ella apartaron la plataforma; con lo que María quedó allí de pie, pero en una situación muy peligrosa, pues si sacaba los pies de aquella pequeña protuberancia se quedaría colgando de los grilletes de sus muñecas, con los brazos abiertos. Lo que de seguro los dislocaría, le dolería horriblemente y provocaría al final su muerte por asfixia; es decir, justo el resultado pretendido por sus verdugos, quienes sabían que solo había que esperar hasta que el agotamiento de la crucificada la llevase a ese final.

Una vez María en la cruz le llegó el turno a Yolanda. Esta vez los dos verdugos se intercambiaron los lugares, pero el resultado fue, para la chica, el mismo: inhumanos gritos de dolor, contorsiones desesperadas tratando de soltarse de sus ligaduras, y un cuerpo surcado, por todas partes, de gruesas marcas de latigazos. La única diferencia fue, quizás, que Yolanda soportó más golpes en la espalda que no María, pues Carlos parecía más interesado en golpear aquella que en castigar sus nalgas o sus corvas. Pero al final acabó como su compañera: gimiendo semiinconsciente, con su desnudez marcada por los latigazos -incluso parecían más que los de María, seguramente por ser ella de constitución más pequeña- que dibujaban, por todo su cuerpo, anchas y profundas estrías de un horrible aspecto inflamado. En particular en sus senos, sobre los que el jefe del campamento había descargado sus golpes más fuertes; al menos media docena habían alcanzado los pezones de Yolanda, que se veían tumefactos y muy lacerados. Al igual que su colega se dejó llevar sin resistencia hasta la cruz, y en pocos minutos quedó colocada en ella; sosteniéndose de milagro sobre sus pequeños pies, pues daba la impresión de que se iba a desvanecer en cualquier momento.

Con Elena aquellos hombres fueron, si eso era posible, aún más crueles; pues no desconocían que sus grandes pechos seguían estando muy sensibles, y desde luego lejos de haberse recuperado. Pero eso, en vez de hacer que no la golpeasen en ellos, les provocó una mayor ansia de castigarlos; hasta el punto de que esta vez cambiaron de posición a mitad del tormento, para poder ambos disfrutar con los aullidos de dolor que Elena profería cada vez que el pesado látigo alcanzaba sus senos. Lo que sucedió al menos cincuenta veces; a sus alaridos, los verdugos sumaban el placer del espectáculo que sus grandes pechos, cada vez que recibían un impacto, daban bamboleándose en todas direcciones. Aunque no se conformaron con castigarla ahí, claro, pues los otros cincuenta latigazos fueron debidamente repartidos por el resto de su desnuda anatomía, hasta dejarla tan marcada como sus dos compañeras de sufrimiento. Para cuando la desataron de los postes, y la sujetaron en su cruz, ya había anochecido por completo; allí quedó junto a las dos policías ya crucificadas, gimiendo de dolor mientras gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Y tratando desesperadamente, como las otras dos, de no apartar sus pies de la única cosa que las separaba de la muerte: el pequeño saliente de madera donde se apoyaban.

XXIX

El asalto de los mercenarios, aquella misma madrugada, no duró más allá de cinco o diez minutos. Primero degollaron, sin hacer el menor ruido, a los tres centinelas del campamento; luego, cavando también en absoluto silencio, colocaron sendas bombas debajo de los dos edificios principales, y las hicieron detonar. Y cuando, medio dormidos y muy asustados, los pocos guardias que no habían sido eliminados por las explosiones salieron al patio, los hombres de Cornelis Hoekstra los eliminaron con breves ráfagas de ametralladora. Como era lógico, el ruido despertó a todas las mujeres de la empalizada, y llamó la atención de las tres crucificadas; las cuales llevaban horas tratando de vencer como podían el agotamiento, pues sabían muy bien que si se dormían -o más exactamente si perdían el conocimiento- eso sería su fin. Primero lo hicieron hablando entre ellas, pero pronto vieron que se fatigaban más; y al cabo de un rato concentrando su pensamiento en el terrible dolor que los latigazos recibidos les causaban, que por su intensidad era un excelente antídoto contra el sueño. Así que, cuando aquellos hombres armados acercaron la plataforma, soltaron sus manos de los grilletes y las bajaron de allí, se limitaron a sonreír con gratitud; y siguieron haciéndolo hasta que, tras recibir cada una un fuerte sedante, se quedaron profundamente dormidas.

La primera en despertar fue María; al abrir los ojos pudo darse cuenta de que tenía el cuerpo cubierto de vendajes, y sobre todo de que le dolían un  horror las muñecas y aquellos lugares de su cuerpo -casi todos- donde la había golpeado el látigo. La habitación en la que estaba parecía ser de la enfermería del campamento, y enseguida vio en otras dos literas a Yolanda y a Elena; las dos estaban, como ella, tumbadas boca arriba y cubiertas de vendajes, con un suero gota a gota -al moverse para mirarlas se dio cuenta de que ella también- y profundamente dormidas. Mientras contemplaba como dormían entró en la habitación un hombre de mediana edad, alto, fuerte y vestido como para ir a un safari; llevaba un enorme mostacho tan rubio como su pelo, y una metralleta al hombro. Al verla despierta le sonrió, y le habló en inglés.

  • Buenos días, señorita. Me llamo Cornelis Hoekstra, y estoy aquí para rescatarlas. No tema, ahora están a salvo con nosotros. Estamos esperando el helicóptero que las llevará al aeropuerto de Hargeysa, desde donde iremos hasta Johannesburgo; y de allí un avión medicalizado las llevará a España. Es cosa de diez o quince minutos…

María trató de hablar, tanto para darle las gracias como para preguntar por las demás mujeres del campamento; pero aquel hombre se llevó un dedo a los labios, haciéndole gestos de que callara y descansara, y además comprobó que casi no le salía la voz. Por lo que se quedó quieta y callada, y así seguía cuando seis de aquellos hombres, llevando entre cada dos una camilla ligera, vinieron a buscarlas; con ellas las transportaron hasta el helicóptero, sin que sus compañeras recobrasen el conocimiento ni siquiera una vez que el ruido del rotor de aquel aparato lo invadió todo. Pero María sí que se mantuvo despierta durante el traslado y el despegue; y eso le permitió ver algo que la sorprendió: aquellos mercenarios estaban cargando a todas las mujeres de la empalizada en unos camiones de aspecto militar. Lo que, dicho así, parecía muy lógico, pero ya no lo era tanto como las subían en ellos: completamente desnudas, y sin haberles quitado antes sus cadenas.