Prisioneras de la Organización, 1ª Parte

Una agente de policía se deja atrapar por unos tratantes de esclavas, para poder desenmascararlos; pero las cosas no salen como sus jefes y ella esperaban...

PRISIONERAS DE LA ORGANIZACIÓN, 1ª PARTE

Por Alcagrx

I

Cuando Elena recobró el conocimiento lo primero que notó fue un dolor intenso en el costado derecho; como un calambre muscular pero mucho más fuerte. Enseguida recordó dónde había sucedido, pero no exactamente qué; y menos aún, claro, por qué. Era ya oscuro, y ella estaba, como hacía cada día, corriendo por las calles de La Moraleja. De pronto, al pasar junto a un enorme árbol, sintió un intensísimo dolor en el costado, que la hizo caer al suelo; y poco después un pinchazo en el cuello. Y, a partir de ahí, ya no recordaba nada en absoluto.

Lo siguiente que hizo fue mirar a su alrededor, y al mover la cabeza se dio cuenta de que, además del dolor en el costado, tenía una fuerte migraña. No veía gran cosa, pues estaba bastante oscuro, pero tuvo la impresión de que se encontraba en una nave industrial grande y vacía, tumbada en el suelo de hormigón. Al mirarse comprobó que no tenía ninguna herida, y que seguía vestida con su equipo favorito para salir a correr: un chándal rosa de Chanel, las Sneakers a juego y su cinta para el pelo, del mismo color. Así que, como todo parecía en relativo orden, se puso en pie como pudo, venciendo el dolor de cabeza y la sensación de parálisis en su costado. Pero una vez incorporada, y antes de que pudiese dar un solo paso, una voz masculina que salía de la oscuridad que la rodeaba la interpeló:

  • Buenas noches, Malena; veo que ya estás despierta. Quieres un poco de agua? No te muevas de ahí, ahora te la acerca uno de mis ayudantes…

Al ir a hablar Elena se dio cuenta de que tenía la boca muy seca, como acartonada, ya que no logró emitir más que un inaudible gemido. Y enseguida un hombre alto y musculoso, enorme, que iba vestido como para ir a una fiesta hawaiana -chancletas, pantalón corto y una camisa de flores- se acercó a ella llevando un botellín de agua. Por la cara, que mantenía impávida, parecía ser de algún país de Europa Oriental; pero no dijo nada: se limitó a darle la botella, alargando un brazo que parecía el de un boxeador profesional, y luego regresó a la oscuridad de la que había salido.

  • Mientras recuperas la voz te voy a explicar de qué va esto, porque ya me imagino que es lo que ahora más te interesa. Bienvenida a la Organización, una enorme empresa multinacional -y por supuesto secreta- dedicada a lo que antes se llamaba “trata de blancas”, de la que a partir de ahora mismo serás una colaboradora más. Y donde tu tarea es muy sencilla de resumir: deberás hacer siempre, de inmediato y sin vacilar, todo lo que se te ordene, y no decir una sola palabra si no se te ha dado antes permiso para hablar. Si lo haces así te vas a evitar muchísimo sufrimiento; no todo, claro, pues algunos de nuestros clientes son auténticos sádicos. Pero al menos nosotros, si obedeces esas reglas al pie de la letra, no te haremos daño. Y ahora por favor desnúdate, y deja todas tus prendas en el suelo, a tu lado.

Durante aquel discurso Elena iba asustándose cada vez más, pues el hecho de que el hombre la hubiese llamado “Malena”, como siempre hacían sus parientes y amigos, demostraba que su secuestro era algo preparado; y seguramente a conciencia, tras hacer muchas averiguaciones sobre ella y su familia. Cuando oyó mencionar la trata de blancas tuvo que dejar de beber el agua de la botella, pues se atragantó; y al recibir la orden de desnudarse, dada de aquella manera tan casual, comenzó a temblar como una hoja, y notó que gruesas lágrimas asomaban a sus ojos. Se quedó inmóvil, paralizada, y solo acertó a murmurar con una voz muy queda algo que resultó incomprensible, pues seguía sin poder vocalizar; pero cuyo sentido, dado que mientras trataba de decirlo movía violentamente la cabeza de lado a lado, era obvio. Su captor entendió el mensaje, y pareció sinceramente decepcionado:

  • Ves? Esto es exactamente lo que nunca debes hacer. No me dejas otro remedio que ordenar a mis hombres que te desnuden, y te aseguro que son unos brutos de cuidado. Chicos, quitadle la ropa y magreádmela un poco, a ver si la vamos espabilando.

Antes de que aquella voz hubiese completado su mensaje el mismo hombre que le había entregado la botella de agua salió de las sombras y se acercó a ella; y otro igual de grande, o más, lo hizo también pero por el otro lado. De inmediato el primero cogió la parte baja de la chaqueta de su chándal y, sin molestarse en desabrocharla, se la sacó por la cabeza de un tirón; torciéndole un poco, al hacerlo, el brazo izquierdo, y haciéndole un rasguño en la cara. El otro, mientras tanto, le había quitado las zapatillas, sacándoselas por el método de tirar de ellas a la vez que del calcetín respectivo; hecho lo cual sujetó con ambas manos la cintura del pantalón de chándal y tiró de él con fuerza hacia abajo, haciéndola caer al suelo y sacándoselo por los pies. Elena lloraba cada vez con más intensidad, y solo repetía con voz rota algo que sonaba como “No, no, por favor…”; pero sus dos agresores no se conformaron, claro, con dejarla en ropa interior. El mismo que le había quitado la chaqueta la despojó, por el mismo sistema de tirar de él hacia arriba y sin levantarla del suelo, del sujetador deportivo que llevaba puesto, mientras el otro hombre le arrancaba, literalmente, su última prenda: una fina braguita de algodón. Con lo que Elena quedó completamente desnuda, ovillada en el sucio suelo.

De inmediato uno de los hombres la levantó tirando de su pelo, y una vez estuvo en pie el otro le esposó las manos a la espalda, dejándola indefensa e incapaz de cubrir su desnudez. Lo que ambos asaltantes aprovecharon de inmediato: el que le había traído el agua comenzó a sobarle ambos pechos con fuerza, como si los amasara, alternando su magreo con frecuentes pellizcos, en especial en los pezones. Y el otro, tras separarle las piernas con brusquedad, introdujo dos dedos en su vagina, mientras con el pulgar asaltaba su clítoris; lo que hacía usando la mano derecha, mientras que con la izquierda propinaba fuertes golpes en sus nalgas, alternándolos con constantes manoseos. Y, de cuando en cuando, con la introducción de algún dedo en su ano. El dolor, en especial en sus grandes senos pero también en la vulva, la vagina y el ano, era cada vez mayor, y finalmente Elena no pudo soportarlo más; con el hilo de voz que había ya recuperado suplicó:

  • Señor, por favor, dígales que paren! Haré lo que usted me ordene, se lo prometo, pero no me torture más…

Pero tal como lo decía se dio cuenta de que había vuelto a desobedecer las instrucciones recibidas, y en efecto así era.

  • Ay, Malena, veo que te va a costar aprender… Te acabas de ganar un segundo castigo, esta vez por hablar sin permiso. Chicos, cuando os canséis de sobarla me la folláis bien follada, por delante y por detrás; sobre todo por detrás, quiero ver sangre en su culo. Y esos pechos, Boris, castígalos mucho más; son tan grandes que merecen una atención especial, no crees?

II

Mientras se apresuraba por los pasillos de la comisaría, Yolanda iba repasando mentalmente sus servicios recientes, en un esfuerzo desesperado por descubrir qué habría hecho mal. Pues la experiencia demostraba que casi siempre, cuando el Comisario Jefe llamaba a una agente de la escala básica a su despacho, era para soltarle una buena bronca. Eso en el mejor de los casos, claro. Pero no lograba recordar nada no ya malo, sino siquiera interesante. Pues en los casi dos años de servicio que llevaba en aquella comisaría de las afueras, donde cumplía con su primer destino en el Cuerpo, “la Pedroche” -así la llamaban sus compañeros, tanto por su parecido con la famosa actriz como por ser también de Vallecas; aunque era algo más baja, e incluso más delgada, que ella- no había llevado a cabo nada de interés. Servicio de puerta, alguna patrulla en la calle -en una ocasión, hacía ya meses, había vigilado durante un rato a un detenido; esa era hasta entonces su actuación más destacable- y mucho papeleo, pero nada más. Así que, al llamar a la puerta, su estado de nervios sólo había hecho que ir creciendo; y cuando, al entrar, observó que allí dentro estaban casi todos los jefes de servicio de la comisaría, estuvo a punto de ponerse a temblar. Pero la sonrisa con la que el Comisario Jefe la recibió la tranquilizó un poco:

  • Buenos días, agente; pase y siéntese en algún sitio libre. Supongo que habrá oído hablar de las desapariciones de chicas de estos últimos días; con la del lunes, María Elena Sotillo, de veinte años, llevamos ya seis desde enero. Y todas ellas por el mismo método: pijas adolescentes que al atardecer circulan solas por los barrios de los ricos, y de las que no se vuelve a saber nada más. Ninguna petición de rescate, en particular, lo que nos hace pensar que los secuestradores se dedican a la trata de blancas; todas las víctimas son chicas muy guapas y jóvenes, el objetivo ideal de esas bandas. En fin, el caso es que la mierda está alcanzando el techo: ayer me llamó el DAO en persona, pues se ve que la tal Sotillo es hija de un amigo de un amigo de… El rollo de siempre, vamos, y nosotros sin tener ni una sola pista fiable; así que para intentar encontrar algo se nos ha ocurrido una idea: utilizar un señuelo. O, mejor dicho, varios; y uno de ellos podría ser usted. Siempre, claro está, que lo acepte; se trata de una misión extraordinariamente peligrosa, por lo que no puedo obligar a nadie a que corra tanto riesgo. Además, a lo mejor para no obtener nada.

Conforme escuchaba al jefe la preocupación de Yolanda desapareció, para ser sustituida por una sonrisa que se iba ensanchando cada vez más; por fin algo de acción, pensaba. Y además una ocasión de oro para hacer méritos; lo que, en su profesión, era muy importante. Se van a enterar mis compañeros de los ovarios que tiene “la Pedroche”, se decía a sí misma. Así que en cuanto el comisario dejó de hablar intervino ella, poniendo su cara más profesional:

  • Por supuesto, señor Comisario, estoy a su disposición para lo que sea; nada me haría más feliz que ayudar a detener a esos cabrones. Solo quisiera preguntarle una cosa: en el supuesto de que la banda mordiese el anzuelo, han previsto cómo podría escapar de sus garras tras ser secuestrada?

Todos los presentes rieron, aparentemente aliviados tanto por la buena disposición de Yolanda como por su sentido común, y el Comisario continuó con sus explicaciones:

  • Claro que sí, mujer, faltaría más. Con usted son tres las agentes a las que se lo hemos propuesto -comprenderá que, dadas las “exigencias” de los secuestradores en materia de mujeres, no nos vale cualquiera- y todas han aceptado. Las tres llevarán un chip microscópico implantado en el cuerpo, que permitirá localizarlas en cualquier momento vía GPS; por lo que me dicen los del laboratorio, es microscópico y se implanta bajo la piel del sobaco. Así que no tema, que no le dolerá nada. Y, en cuanto a su disfraz, también está todo previsto; se mudará usted, junto con otros dos agentes que harán ver que son sus padres, a un chalé de La Moraleja. Su “padre” será un alto directivo de una multinacional, recién destinado a Madrid. A partir de ahí ya es cosa suya; lo importante, y perdone que le sea tan franco, es que se exponga usted cuanto más mejor: salga a correr por la noche, a dar paseos sola… Y hágalo del modo más rutinario posible; ya sabe, eso facilita mucho las cosas a secuestradores potenciales. Una última cuestión: nada de llevarse el arma de paseo. Aunque ya supongo que no habría cometido usted un error así, que la descubriría de inmediato, mi obligación es recordárselo; pero estoy seguro de que ya lo había pensado, verdad? De hecho, lo que estoy es muy orgulloso de tener bajo mi mando a agentes como ustedes tres…

III

Los gritos de Elena, mientras el llamado Boris la violaba, amenazaban con derrumbar aquel almacén; y no eran solo por el dolor que la penetración le había causado, sino sobre todo por los mordiscos y pellizcos que, mientras la taladraba frenéticamente con su grueso miembro, el violador propinaba a los grandes senos de su víctima. Pero ella se daba cuenta de que lo peor estaba aún por venir, pues Boris no la había penetrado por detrás, como el jefe les había exigido; y el otro hombre llevaba un buen rato masturbándose mientras contemplaba la escena, con lo que había logrado una imponente erección. La cual se limitaba a mantener con una sonrisa, esperando su momento; que no tardó en llegar, pues Boris finalmente eyaculó copiosamente en la vagina de Elena, quien perdida en su dolor no dejaba de chillar, repitiendo “No, por favor!” de un modo casi mecánico.

Cuando Boris se retiró su compañero se situó entre las piernas de Elena, a quien había colocado, a manotazos, de rodillas en el suelo y con la cabeza apoyada en él, siempre con las manos esposadas a la espalda; y colocó su glande, después de untarlo con su propia saliva, justo en el ano de la chica. Elena se dio perfecta cuenta de lo que iba a suceder, y trató de retirar su trasero, pero una de las manazas de aquel hombre la agarró por delante; sujetándola por el sexo, arrancándole al hacerlo varios pelos de su pubis y obligándola así a estarse quieta. Y, acto seguido, empujó con todo el peso de su cuerpo hasta que el glande superó el esfínter de Elena, hecho lo cual la penetró hasta el fondo del recto de un único y potente empujón.

El aullido de Elena sobresaltó incluso al jefe de aquellos hombres, que seguía contemplando tranquilamente la escena; fue auténticamente inhumano, y continuó in crescendo cuando su violador, obviamente no contento con esa primera penetración, empezó a bombear enérgicamente, afuera y adentro, con su enorme pene. La escena provocó que el jefe abandonase la oscuridad en la que seguía sentado y se acercase a ellos, para constatar que el ano de Elena ya presentaba alguna rotura, y trazas de sangre; aunque su propósito no era, por supuesto, benéfico, sino todo lo contrario.

  • Bien, Vlad, sigue así; rómpele el culo, hazle todo el daño que puedas!

Lo que dijo en un tono de voz bastante alto, para que Elena pudiera oírlo bien; y acompañándolo de fuertes pellizcos en los pezones de su víctima, que parecían ser la parte de su cuerpo que a él más le interesaba. Sin embargo la propia intensidad que Vlad ponía en su asalto le obligó a hacerlo más breve, y en pocos minutos llegó al orgasmo; con un rugido de satisfacción descargó su semen en el recto de Elena, y pasados unos minutos retiró de allí su miembro, con evidentes restos de sangre, semen y heces. Algo que al jefe le dio una idea malévola, pues sin dejar que su subordinado se apartase de allí giró la cabeza de Elena hacia aquel pene y le dijo:

  • Ahora vas a limpiar bien a Vlad, con tu lengua y tragándotelo todo; ni se te ocurra morderle, o te mato aquí mismo!

Elena le miró al principio sin entenderle, perdida en su pesadilla de dolor; pero cuando logró comprender lo que se le pedía abrió la boca y, empleando la lengua y los labios, dejó limpio y brillante el miembro que la acababa de violar analmente. Aunque sin poder evitar, mientras lo hacía, que gruesas lágrimas resbalasen por las facciones perfectas de su carita de niña bien, en la que todo rastro de maquillaje había desaparecido tiempo atrás. Al acabar Vlad se retiró, satisfecho, tras darle un empujón con un pie que la hizo caer de lado, tendida en el suelo; mientras el jefe seguía explicándole en qué iba a consistir su vida a partir de entonces.

  • Supongo que ya has aprendido la primera lección; si no es así peor para ti. Y mejor para nosotros, que nos divertiremos más. El siguiente paso en, como lo diría yo, tu reclutamiento forzoso, es hacerte una serie de pruebas médicas, y de preguntas, para determinar tus capacidades y habilidades; pero eso, como es lógico, no lo vamos a hacer aquí, en este antro. Este es sólo un lugar de tránsito, donde recibimos a las chicas y las reexpedimos a la central, una vez desnudas y aseguradas. Un viaje que, en tu caso, vas a hacer en un carguero; ahora estamos en uno de los muchos almacenes del puerto, cerca del barco donde vas a viajar, así que el traslado es en principio fácil. Y además te llevaremos de un modo que te evite tentaciones de huir o delatarnos, no te preocupes. Pero he de hacerte una advertencia: mejor no intentes nada; has visto nuestras caras, y la Organización no deja nunca cabos sueltos…

Acto seguido el jefe le colocó una enorme mordaza, de esas que llevan en su interior un consolador que impide incluso mover la lengua, y el llamado Boris esposó sus tobillos, empleando entre ellos una cadena de poco más de medio metro, que le permitía andar pero no correr. Y, antes de que se pusiera en pie, el otro hombre apareció frente a Elena llevando una manguera, y durante los siguientes cinco minutos se dedicó a limpiarla con agua helada a toda presión; tomando especial cuidado en hacer desaparecer de su ano, y de su vagina, cualquier resto de suciedad, o de fluidos orgánicos, que pudiera allí haber. Elena comenzó a convulsionarse por efecto del agua fría, emitiendo un extraño sonido que era lo poco que la mordaza le permitía quejarse; cuando Vlad terminó la joven estaba empapada y tiritando de frío, pero sobre su cuerpo desnudo no había ya traza de polvo, sangre, sudor o semen. Boris le puso entonces una capucha negra, que le impedía por completo ver, y llevándola del brazo la sacó, al paso que sus pies encadenados permitían, de aquel almacén; no sin antes comprobar que el muelle estaba desierto, como era de esperar a aquellas horas.

Elena notó perfectamente cuando salieron al exterior, pues el aire del mar le erizó la piel aún más si cabía; algo que, además, se debía a que era plena noche, y estaban ya a finales de octubre. Sus captores habían tomado, lógicamente, todas las precauciones. Tras caminar otros cinco minutos sobre una superficie dura y estriada, que parecía cemento, notó como subían por una pasarela que olía a gasoil; una vez arriba una mano, claramente más pequeña que las de sus dos violadores, se coló entre sus piernas, y otra igual la agarró de un pezón, haciéndole bastante daño. Era otro de los hombres de la Organización, que de esta guisa la llevó hasta un camarote en las entrañas del barco donde la habían introducido, y allí la encerró tal como estaba; después de tumbarla sobre el catre, eso sí, pero sin quitarle las esposas, la mordaza ni la capucha que llevaba.

IV

Transcurridas ya dos semanas desde que empezó, como ella decía, a “hacer de pija”, Yolanda empezaba a sospechar que su oportunidad de hacer méritos había fallado. Lo del chip fue lo de menos, pues para colocárselo no le hicieron más daño que con el pinchazo de un análisis de sangre. Pero, a partir de que se instalaron en la urbanización, todo fue aburrimiento; y eso que ella ponía el máximo esfuerzo por su parte para convertirse en la siguiente víctima de los secuestradores de chicas. Pasaba las mañanas en la piscina, tomando el sol con un bikini diminuto o, incluso a veces, en topless; ya que se había dado cuenta de que, desde la calle y a través de algunos huecos en el seto, se la podía ver perfectamente. Es más, en ocasiones se duchaba desnuda junto a la piscina, una vez que terminaba la sesión matinal de sol y baño. Y por las tardes salía andando sola tanto como podía justificar: al supermercado, al club de tenis, al cine, al gimnasio o simplemente a pasear por la urbanización, o a correr por ella. Pero lo único destacable que le pasó, en todo ese tiempo, fue que unos obreros que trabajaban en una de las calles próximas le dijeron un montón de ordinarieces, cuando cruzó frente a ellos corriendo. Aunque no se molestó ni en dar parte a sus superiores: se limitó a tomar nota mentalmente, y a no volver a pasar por aquella calle hasta que la obra terminó.

Todo cambió, de pronto, un jueves a mediodía. La asistenta ya se había ido, tras dejar preparada la comida; su “padre”, como siempre, estaba ausente, lo normal en un ejecutivo desbordado de trabajo, y su “madre” se había ido temprano por la mañana, oficialmente al club de golf pero en realidad a su trabajo verdadero en Comisaría. Sobre las dos de la tarde Yolanda decidió que ya había tomado bastante el sol, y que quería lavarse el pelo; por lo que, en vez del espectáculo habitual, optó por subir a su baño a ducharse. Al salir de la ducha se secó, el cuerpo y el pelo, se peinó y, desnuda como el día en que vino al mundo, pasó a su habitación a vestirse. Pero al entrar allí se quedó inmóvil, como petrificada: un hombre muy bien vestido estaba sentado en el borde de su cama, mirándola muy sonriente; y a su lado estaba, de pie, el hombre más enorme que nunca había visto, vestido como si viniese de la playa y con una cara absolutamente inexpresiva. Instintivamente se cubrió con los brazos los pechos y el sexo, lo que hizo sonreír aún más al hombre sentado.

  • Buenos días, Yolanda. Perdona esta intromisión, pero has sido elegida para trabajar en la Organización; así que tenemos que llevarte con nosotros. Lo podemos hacer por las buenas o por las malas, de ti depende. Si cooperas te haremos el mínimo daño imprescindible; si te resistes… Bueno, tú verás; para nosotros será mucho más divertido, te lo aseguro.

Tan pronto como terminó de escuchar el discurso, y seguramente por meros reflejos, Yolanda se dio la vuelta y echó a correr hacia el descansillo de la escalera; pero no dio más de dos o tres pasos, pues le detuvo otro hombre tan o más grande que el que flanqueaba al que había hablado. Sin hacer el menor esfuerzo, aparentemente, la levantó del suelo usando una mano que metió entre sus piernas, agarrándola de su sexo; y mientras con la otra mano le sujetaba las dos muñecas la llevó de vuelta hasta la habitación, depositándola sentada, en el suelo, justo frente a su jefe. Ella empezó a gritar, diciendo que la dejasen en paz, pero se calló de golpe cuando el hombre sentado le dio un bofetón, seco, con el dorso de su mano derecha; y luego le hizo una señal, poniendo un dedo sobre sus propios labios, para que no hiciese ruido.

  • Así me gusta, buena chica. Estabas a punto de comprobar lo brutos que pueden llegar a ser estos dos; mucho más que yo, te lo aseguro. Y ahora ponte en pie y date la vuelta, por favor; exacto, así, enseñándome el culo…

Cuando Yolanda obedeció sucedieron varias cosas: la primera, que los dos hombres enormes le esposaron manos y pies, las primeras a la espalda y los segundos con una cadena corta, que solo le permitía andar a pasos breves. La segunda, que el jefe le colocó -con su resignada colaboración, pues abrió dócilmente la boca cuando se lo indicaron- una mordaza enorme, que parecía un consolador y no le dejaba ni mover la lengua dentro de la boca. Y la tercera que uno de los hombres le colocó una capucha negra sobre la cabeza, que le impedía ver. Los dos hombres musculosos la cogieron cada uno de un brazo, y la llevaron en volandas escaleras abajo, hasta el garaje de la casa; donde la introdujeron dentro del maletero de un vehículo que, poco después, arrancó llevándose a los cuatro.

Al cabo de bastantes horas, durante las cuales el vehículo no paró de circular por buenas carreteras -o autopistas más bien, pues Yolanda trató de fijarse cuanto pudo en los detalles del viaje- el motor se detuvo; y cuando la sacaron del maletero y le quitaron la capucha Yolanda pudo ver que estaba en una especie de almacén. Sus captores, sin quitarle las esposas de manos y pies ni la mordaza, la llevaron hasta uno de los laterales del edificio, donde la sujetaron a la pared poniéndole un collar de hierro, unido con un candado a una cadena firmemente sujeta al muro. Y una vez que su cuerpo desnudo estuvo así amarrado el jefe volvió a hablarle:

  • Tendrás que esperar aquí un poco; hemos de traer aún a las otras dos candidatas, y de eliminar cualquier vestigio de nuestro paso por vuestras vidas. Una vez estéis las tres juntas seguiremos conversando, vale?

Cuando se marcharon Yolanda tenía emociones contradictorias. Por un lado estaba contenta, pues había descubierto a los secuestradores; pero por otro no podía dejar de pensar que más bien era al revés, y que por eso estaba en grave, gravísimo peligro. Porque en el trayecto se había dado cuenta de algo que, por otro lado, ya tenía que haber pensado antes: sus compañeros de la policía no harían de momento nada por rescatarla de unos meros “cazadores de presas”; y esperarían sin duda a que llegase a su destino final para desatar una operación que apresase a todos los responsables de la red, y no solo a unos simples peones. Así que, para ella, lo esencial era ser muy obediente hasta ese esperado momento, ya que lo importante era mantener los daños personales en el mínimo; hasta entonces, aparte de mantenerla desnuda y encadenada, sólo había recibido un bofetón, y no excesivamente fuerte. No era cosa, vamos, de hacerles enfadar.

Un par de horas después se abrió la puerta cochera del almacén, y por ella entraron tres vehículos. En uno viajaban sus tres captores, y en los otros dos sendos equipos de tres hombres parecidos -dos muy grandes, y uno más normal- llevando, en sus maleteros, otras dos chicas completamente desnudas, encadenadas y encapuchadas. Una de ellas, la más bajita y pequeña, parecía resignada a su suerte; pero la otra se debatía con fuerza, como si pensara que podría liberarse de sus verdugos. Era una mujer de más de metro ochenta, con un cuerpo muy esbelto, de deportista, y unos pechos altos y pequeños con los pezones prominentes; estrechos y alargados, apuntaban con descaro al frente, y erectos -como los tenía entonces- por lo menos medirían tres centímetros. Cuando les quitaron las capuchas, la sorpresa de Yolanda fue morrocotuda: la chica alta y esbelta era María, una compañera suya tanto de promoción como de comisaría. Lógicamente ambas hicieron ver que no se conocían, aunque respecto de la tercera a Yolanda no le hizo falta disimular, pues era la primera vez que la veía; pese a que ya supuso de quien se trataría: la tercera agente-señuelo.

Aquellos hombres llevaron a las dos donde Yolanda, y las amarraron a la pared por el mismo procedimiento de collar, cadena y candado. La chica bajita fue colocada justo a su lado, y Yolanda pudo darse cuenta entonces de porqué estaba tan pasiva: tenía sus pechos, el interior de sus muslos, las posaderas y el bajo vientre llenos de morados, como si hubiese recibido en ellos un montón de golpes, y un hilo de sangre le bajaba por la entrepierna. Ya fuera desde el sexo o desde el ano, pues por su posición Yolanda no podía asegurarlo; pero estaba claro que aquellos brutos se habían ensañado con ella, dándole golpes hasta vencer su resistencia. En eso estaba pensando cuando volvió a hablar el que parecía el jefe.

  • Buenas tardes otra vez, agentes. La verdad es que ni en mis sueños más húmedos se me hubiese ocurrido que la policía me proveería de mujeres para la Organización; pero lo tiempos cambian, verdad? De todos modos no soy tan estúpido como vuestros jefes; desde que pude comprobar, con las orlas de vuestras promociones respectivas, que el soplo era cierto y efectivamente erais policías estoy dándole vueltas a la cabeza, tratando de averiguar cuál será el plan. Y al final se me ocurrió la solución más sencilla, y además muy rentable: traeros a las tres, preguntároslo en persona, y luego poneros a trabajar para nosotros. Estoy seguro de que os resistiréis a contármelo como las auténticas heroínas que sois, claro; de hecho sería más exacto decir que eso es lo que espero, porque estoy impaciente por torturaros. Y, por cierto, mejor que no os hagáis ilusiones pensando que vuestros compañeros van a encontrar ninguna pista útil en las casas donde os hacíais pasar por niñas pijas aburridas; ahora mismo están, las tres, ardiendo como teas.

V

El sol de mediodía caía a plomo sobre aquel viejo carguero, calentando las planchas metálicas de su cubierta hasta una temperatura que, para los pies descalzos de las cuatro chicas desnudas paradas allí en medio, era realmente insoportable. El barco había zarpado en la noche, justo después de que los hombres de la Organización subieran a bordo a las tres agentes de policía y las encerraran como a Elena, cada una en un camarote diferente. Allí se quedaron todas hasta que el capitán advirtió al jefe de los secuestradores que habían salido ya de aguas españolas, y estaban en las internacionales; momento en el que subieron a las cuatro a la cubierta y allí las dejaron, desnudas, esposadas, encapuchadas, amordazadas y sin poder parar de cambiar de sitio sus pies descalzos, tratando de escapar así a aquel calor infernal que les quemaba las plantas.

Cuando por fin les quitaron las capuchas las cuatro pudieron ver que se encontraban en mar abierto -no se veía tierra por ningún lado- y a bordo de un barco viejo y oxidado, que de seguro habría visto tiempos mucho mejores. A su alrededor estaban varios de aquellos hombres enormes con aspecto de venir de Europa Oriental; y, aparte de numerosos aparejos en la cubierta, y alguna grúa, no había nada que pudiese dar una idea del tipo de barco del que se trataba. Excepto, quizás, las tres grandes trampillas cerradas que había justo detrás de ellas, que hacían pensar en un barco de transporte de grano, por ejemplo. Pero sin duda uno ya obsoleto, pues los modernos graneleros eran muchísimo mayores que aquel barco, y más modernos; el que las llevaba era claramente un carguero costero, de los llamados de cabotaje.

  • Vamos a comenzar con vuestro procesamiento, chicas. A bordo hemos preparado todo lo necesario para hacerlo durante la travesía, y así cuando lleguemos a destino estaréis listas para empezar a trabajar. Ahora os iremos llevando abajo de una en una, y al acabar volveréis a vuestras habitaciones; después de comer os subiremos aquí otra vez, para que hagáis un poco de ejercicio. Cada día saldréis un par de veces a estirar las piernas y tomar el sol, durante un rato cuya duración dependerá de vosotras; si por la noche os portáis muy bien, el recreo será más largo. Ya me entendéis… Por cierto, las mordazas no, porque tenéis prohibido hablar, recordáis? Pero os quitaremos las esposas mientras estéis en cubierta, para que así podáis correr y hacer gimnasia; aunque a la primera tontería a la responsable se le ha acabado el aire libre para toda la travesía. Pero no creo que tratéis de escapar, verdad? Hay alguna que se vea capaz de nadar un centenar de kilómetros en mar abierto? Tú, María? No, claro, ni tú; así que mejor no hacéis bobadas.

Acto seguido los hombres retiraron las esposas de manos y pies a las cuatro chicas, y dos de ellos indicaron a Yolanda que les acompañara abajo; mientras a las otras tres les señalaban, por gestos, que la cubierta estaba a su disposición para lo que ellas quisieran, además de entregarle a cada una un cubo para que pudiera hacer sus necesidades. Algo que, ruborizándose como una colegiala, hizo de inmediato María, bajo el sonriente escrutinio de todos aquellos hombres; llevaba rato aguantándose, y no podía más. Así que acuclilló su desnudez sobre el cubo, tratando como pudo y sin demasiado éxito de ocultar su sexo de la vista de ellos, y se dejó ir; pero, cuando terminó de orinar, cometió el error de ponerse a buscar algo con lo que secarse. Error porque uno de los hombres, de inmediato, la llamó y la hizo plantarse frente a él con las piernas separadas; y, después de pasarle su enorme mano por el sexo varias veces, le hizo lamer la palma hasta dejarla impoluta. A la vez que, con la otra mano, no paraba de pellizcar y estirar los prominentes pezones de la chica.

Mientras, Yolanda había bajado, por una empinada escalera, hasta lo que parecía un consultorio médico, donde destacaba un sillón ginecológico. En el que, por supuesto, sus acompañantes la hicieron sentar nada más llegar, en la postura normal en dicho aparato: las piernas completamente separadas y el trasero adelantado, ofreciendo así el sexo en primerísimo plano. Allí la dejaron sentada, aunque no se marcharon de la habitación: se colocaron junto a la pared, en un lugar donde podían disfrutar de una vista privilegiada sobre su expuesta desnudez; dejándole claro, por sus gestos, que no debía moverse de la postura en que la habían colocado. Poco después llegó un hombre con bata blanca, que lo primero que hizo fue quitarle la mordaza; algo que Yolanda le agradeció, en silencio pero muchísimo, pues llevaba bastantes horas con aquel monstruo colocado. Tardó un poco en recuperar el normal uso de su boca, sin embargo, y para cuando empezaba a notarla ya normal el hombre de la bata le ofreció un botellín de agua, que la agente cogió y bebió ávidamente mientras él le hablaba.

  • Voy a hacerte un chequeo muy completo, que incluirá necesariamente bastantes preguntas sobre tus antecedentes médicos; por eso te he quitado la mordaza. Pero recuerda que solo puedes hablar para contestarme; si dices algo más daré parte de ti, y te castigarán como mereces. Entendido?

Yolanda, temerosa de ser castigada ya, se limitó a hacer que sí con la cabeza, y se aguantó las ganas de preguntarle porqué, para hacerle preguntas sobre sus antecedentes sanitarios, necesitaba mantenerla en aquella postura tan humillante. El interrogatorio duró al menos media hora, y una vez concluyó comenzó la toma de muestras y el chequeo de constantes; todo muy habitual excepto por la postura, hasta que el médico extrajo de un cajón dos espéculos vaginales de distinto tamaño y lo que parecía un consolador graduado, y se dedicó a medir con ellos la profundidad, y la abertura máxima, de su vagina y de su recto. Una vez que terminó, y que tomó nota de los datos, le dijo:

  • Ahora necesito una muestra de tus secreciones vaginales. Te voy a excitar hasta el borde del orgasmo, pero no debes correrte en ningún caso; me avisas cuando estés llegando, entonces pararé y tomaré la muestra.

Para Yolanda fue aquel, sin duda, el rato más humillante de toda su vida. Y no solo por la postura, claro. Pues aquel desconocido comenzó enseguida a masturbarla, usando el consolador graduado y un potente vibrador; pero ella no consiguió excitarse, y lo único que logró fue que asomasen lágrimas a sus ojos. El hombre, al cabo de un tiempo, se cansó de intentarlo así, y le colocó otro vibrador dentro de la vagina en vez del consolador; con lo que finalmente logró el efecto esperado, y Yolanda comenzó a notar como lubricaba, mientras sus pezones se iban poniendo tiesos como escarpias. Cuando comenzó a gemir y agitarse, y a notar como se acercaba el orgasmo, su torturador detuvo ambos vibradores, y utilizando una espátula recogió, dentro de un bote de muestras, tantas secreciones como necesitaba y más. Pues lo cierto era que Yolanda estaba empapada en ellas, después de tanto rato siendo excitada.

Acabada la toma, el hombre le puso varias inyecciones, diciéndole que eran “antibióticos y vacunas”, y se marchó de la habitación; siendo substituido por otro, este con una bata verde y de aspecto oriental, que se sentó frente a su sexo provisto de toda clase de instrumentos de depilación. El cual, durante la siguiente media hora, eliminó de su cuerpo todo resto de vello; lo que en su caso no era mucho, pues Yolanda iba siempre bien depilada. Al acabar le pasó por todas partes un láser, para asegurarse así de que el vello no volvería a crecer; y por último cogió unas pequeñas pinzas y, revisando su cuerpo desnudo centímetro a centímetro, se puso a buscar en él los pocos pelos que hubieran podido resistirse a su labor. Encontró alguno en las piernas, y en los labios de su vulva, que arrancó de inmediato; alguno más en el suelo pélvico y entre sus nalgas, que buscó y eliminó primero en aquella misma postura, con Yolanda sentada y espatarrada en la silla ginecológica. Y después haciéndola colocarse a cuatro patas sobre una mesa, con las piernas tan separadas que le dolía un poco la ingle.

Cuando la devolvió a su humillante postura en la silla buscó pelos en sus pezones, encontrando unos cuantos que arrancó, y luego se puso a revisar su sobaco derecho. De pronto Yolanda notó que, con las pequeñas pinzas, el hombre estaba tocando algo duro allí en su sobaco, y al instante el terror la invadió; sin poder evitarlo su cuerpo desnudo comenzó a temblar como una hoja, mientras aquel hombre, en una reacción lógica tras la inicial sorpresa, se iba a buscar al de la bata blanca. Quien regresó enseguida y, tras palpar unos instantes aquel pequeño bulto, cogió un escalpelo y, con muchísimo cuidado, extrajo el cuerpo extraño: el localizador GPS que el laboratorio de la policía había implantado en el sobaco de Yolanda.

VI

  • No se preocupe, señor; ha sido un golpe de suerte, sí, pero a partir de ahora iremos con mucho más cuidado. No volverá a suceder, se lo aseguro; pero tiene toda la razón en que yo tenía que haber sospechado una cosa así, tratándose de tres policías infiltradas en nuestra Organización. Asumo mi culpa, y pagaré por ello, se lo aseguro. Como pagarán ellas, vaya que sí… En cuanto cuelgue me pongo a aplicar el castigo que me indica. Si, a punto hemos estado de una catástrofe por mi culpa, lo sé. Le ruego que transmita a la dirección que estoy profundamente avergonzado, y que aceptaré de buen grado el castigo que se me imponga por mi falta.

Las tres agentes de policía escuchaban hablar por el teléfono satélite al jefe de los secuestradores mientras maldecían su suerte; pues ahora iba a ser del todo imposible que sus compañeros las rescatasen. Tan pronto como quien parecía un médico descubrió y extrajo el implante del sobaco de Yolanda, y el radiotelegrafista del barco confirmó que se trataba de un microtransmisor, María y la otra agente vieron revisados sus sobacos con todo detalle, y en ellos fueron detectados sus respectivos transmisores. Pocos minutos después, estando otra vez las tres en cubierta, amordazadas y esposadas de manos por delante, oyeron como el jefe, con una voz muy sumisa, prodigaba disculpas por teléfono a su desconocido interlocutor, mientras las miraba a ellas con auténtica rabia. Y a los pocos minutos observaron como un helicóptero se aproximaba al barco, posándose sobre una de las grandes compuertas de carga; para, después de que el jefe hablase con el piloto y le entregase algo, volver a despegar y alejarse.

  • En ese helicóptero viajan vuestros tres transmisores, zorras. En poco tiempo serán depositados en algún lugar de la costa norteafricana, donde van a estar esperando la operación de rescate de vuestros colegas. Aunque, claro, cuando los encuentren solo estarán acompañados de arena, cabras, algunas putas viejas y unos aldeanos que ni sospecharán porqué aquel miserable burdel de pueblo merece tanta atención de una fuerza armada internacional. Pero eso a vosotras ya no os concierne; lo que ahora os ha de preocupar es el castigo que se os ha impuesto por haber tratado de burlar a la Organización.

Mientras hablaba el jefe hizo una señal a sus hombres, y al tiempo que dos de ellos bajaban a por Elena, para que -concluido ya su procesamiento- presenciase el tormento de las otras tres, los demás acercaron hasta allí los ganchos de tres de las grúas de carga del barco y, tras pasarlos por el eslabón que unía las manos esposadas de cada chica, accionaron los cabrestantes respectivos, alzándolas hasta que solo las puntas de sus pies tocaban el suelo. De inmediato las tres comenzaron a gemir de dolor, pues las esposas les hacían mucho daño en las muñecas; pero aquellos hombres se limitaron a reír, y después de sobarles un rato pechos, traseros y vulvas dejaron allí colgados al sol sus cuerpos desnudos, a la espera de las instrucciones del jefe. Que enseguida llegaron.

  • Lo primero que haré será azotaros hasta hacer sangre; algo que, si mis jefes me hiciesen caso, sería lo primero que os haríamos a todas tras ser capturadas. Pues es muy importante que temáis el látigo; y os aseguro que el dolor que vais a sentir os quitará las ganas de volver a desobedecernos, o a engañarnos. Y luego el castigo principal: una de vosotras tres abandonará el barco, por así decirlo. Cuando os descolguemos vamos a hacer una pequeña competición deportiva, y la que pierda se quedará sin empleo…

Las tres agentes tuvieron poco tiempo para horrorizarse, porque a una señal del jefe tres de sus hombres, que mientras tanto habían cogido sendos látigos de cuero trenzado, largos y pesados, comenzaron a golpearlas con toda la fuerza de que sus musculosos brazos eran capaces. La cubierta se llenó de inmediato de gritos de dolor, aunque muy amortiguados por las mordazas que las chicas llevaban; y sus tres cuerpos desnudos de las marcas enrojecidas, profundas y alargadas, que los látigos iban trazando en sus anatomías. Las mujeres, por efecto de los latigazos, no dejaban de contorsionarse, mientras pataleaban en el aire como posesas; lo que los verdugos aprovechaban para colarles los látigos entre las piernas, y golpear con ellos en sus sexos, o en el interior de sus muslos. Sin descuidar en su furia, claro, otros rincones como los pechos, las nalgas o la parte posterior de los muslos, que también recibieron su generosa dosis de trallazos. El tormento duró bastante rato, pues ninguna de las tres recibió menos de cien latigazos; y para cuando el jefe dio la orden de parar colgaban de sus doloridas muñecas semiinconscientes, sumergidas en su terrible sufrimiento: jadeando agotadas, sudorosas, y cubiertas de heridas ensangrentadas por todos los rincones de sus cuerpos.

Las dejaron así unos minutos mientras el jefe inspeccionaba las heridas; al hacerlo llegó a la conclusión, en el caso de Yolanda, de que el verdugo no había castigado lo bastante sus pechos. Pues en los senos de la agente, altos, duros y no muy grandes pero perfectamente formados, no se apreciaban más que media docena de estrías, aunque anchas y profundas; así que el jefe decidió que con eso no era bastante, y ordenó de inmediato a su hombre que le diese otra docena de latigazos, concentrándola exclusivamente allí. Algo que aquel bruto hizo con malévolo placer y renovadas energías, mientras el jefe inspeccionaba a las otras dos agentes. Con cuyas marcas y heridas pareció quedar satisfecho, porque se apartó de ellas y, dirigiéndose a Elena, que había contemplado el tormento desde un rincón de cubierta desnuda, esposada y con cara de horror, le dijo:

  • Ahora vas a recibir tú una docena, simplemente para que sepas lo que duele el látigo. Si eres capaz de resistir los latigazos sin moverte de tu sitio te ahorraré el sufrimiento de tener que colgar de tus esposas; pero si te mueves o te apartas te colgaré de un gancho y volveré a empezar, aunque ya llevemos once golpes. Lo has entendido? Pues levanta las manos tanto como puedas, y quédate quieta.

Como una autómata, la chica levantó muy despacio los brazos al cielo; y luego cerró los ojos, temblando de miedo. El primer latigazo, dado por el jefe en persona, mandó a la pobre Elena a unos cinco metros de allí; donde quedó en el suelo, aullando de dolor -aunque una vez más sin hacer más ruido que el poco que le permitía la mordaza- mientras con sus manos esposadas frotaba con desesperación los lugares donde el látigo había mordido en su carne: la cadera izquierda, la grupa, el costado derecho y sus grandes pechos, donde el látigo había concluido con saña su lacerante recorrido. Mientras los demás hombres reían, dos de los verdugos cogieron del suelo a Elena y la colgaron del gancho de otra grúa; y después la levantaron del suelo como a las otras tres. Pero con mayor maldad, pues lo hicieron hasta que las puntas de sus pies dejaron, por un par de centímetros, de tocar las planchas de cubierta. Momento en que el jefe reanudó la lluvia de latigazos, que alcanzaron todos los rincones de su cuerpo desnudo; pues en la posición en que la chica se encontraba sus frenéticas contorsiones y pataleos permitían, a su torturador, golpearla allá donde quisiera. Y provocaban, junto con el hecho de que sus pies no tocasen el suelo, que las muñecas le doliesen tanto o más que los latigazos recibidos; pues las esposas las laceraban profundamente.

VII

Acabado el castigo de Elena los hombres bajaron a las cuatro chicas, cuyos cuerpos desnudos y marcados quedaron tendidos en el suelo. Pero para las tres agentes aún faltaba lo más duro; y mientras los hombres les quitaban las esposas de las manos el jefe les explicó las reglas de la que iba a ser su siguiente ordalía.

  • Como veis, mis hombres están bajando por estribor, hasta la superficie del agua, los ganchos de dos grúas. En cuanto estén os arrojaremos por la borda de babor, y las primeras dos que logren alcanzar uno de los ganchos serán sacadas del agua; la otra, allí se queda. Para facilitaros la tarea, mientras os enseñábamos a temer al látigo el barco se ha detenido; no digáis que no somos amables… Pero, para compensar tanta amabilidad, se me ha ocurrido una condición extra: mis hombres sólo accionarán el cabrestante, y rescatarán del agua a la afortunada que logre alcanzar un gancho, si se sienta en él a horcajadas, con su coño directamente sobre el metal.

El discurso del jefe provocó grandes risas de sus hombres, y heló la sangre a las tres agentes; aunque poco o nada reaccionaron, porque las tres, después de la sesión de látigo, estaban demasiado cansadas y doloridas, y la mordaza les impedía decir una palabra. Tampoco lo hicieron cuando aquellos hombres, por parejas, levantaron sus desnudos y lacerados cuerpos del suelo; con la excepción quizás de María, que se debatía un poco contra sus captores, aunque lo único que logró fue que se riesen otra vez de sus fútiles intentos de zafarse de ellos. Y, desde luego, ninguna pudo hacer nada cuando aquellos hombres, a una orden del jefe, las levantaron por encima del costado de babor y las tiraron a la vez al agua.

Las tres agentes tuvieron reacciones distintas al sumergirse en las frías aguas, aunque lo primero que todas ellas sintieron fue, lógicamente, un terrible escozor, provocado por la sal del mar entrando en sus múltiples heridas. María, la más deportista, pese al dolor y al cansancio comenzó casi de inmediato a nadar hacia la proa del barco; aunque sus tímidas brazadas demostraban, a las claras, que el látigo la había debilitado mucho. Yolanda, por su parte, al volver a la superficie se quedó chapoteando en el agua bastante rato, sin poder pensar en otra cosa que en el escozor de sus heridas, que le hacía gritar a pleno pulmón; unos gritos que, al seguir amordazada, para los hombres del barco que contemplaban la escena desde el costado no pasaron de suaves murmullos. Pero luego, muy despacio y nadando como si acabase de aprender a hacerlo -con la cabeza fuera, y moviendo muy lentamente, en arco, manos y pies- comenzó a dirigirse también hacia la proa.

La tercera agente, sin embargo, no tuvo tanta suerte. A diferencia de las otras dos la lluvia de latigazos había acabado con todas sus fuerzas; y cuando cayó al agua no hizo ningún esfuerzo para volver a la superficie, pues los únicos movimientos de su cuerpo fueron las convulsiones involuntarias que le provocaba la sal al entrar en las heridas abiertas. Por lo que, cuando por fin afloró, estaba ya medio ahogada; y allí se quedó, tendida inmóvil y boca abajo. Algo que sus dos compañeras no presenciaron, pues para cuando ella volvió a la superficie María ya había alcanzado la proa e iba a doblarla, y Yolanda comenzaba su doloroso y esforzado periplo en la misma dirección. Ambas siguieron luchando contra las olas, contra su propio agotamiento y sobre todo contra el escozor de la sal en las heridas, un buen rato; pero no desfallecieron, y cuando Yolanda logró rodear la proa del barco, en la que se sujetó unos instantes como pudo para descansar un poco, tuvo la satisfacción de ver, en la distancia, como su compañera y amiga había alcanzado ya uno de aquellos ganchos.

En el momento en que María sintió que su mano izquierda golpeaba el gancho la pesadilla de dolor en que se hallaba sumida hizo una breve pausa, al ver el esfuerzo completado. Pero su sufrimiento no había terminado, ya que el escozor de las heridas seguía, y al sentarse en el gancho se dio cuenta de lo doloroso que iba a resultar ser levantada así. Pues la superficie interior del aparato no era lisa, sino bastante rugosa y oxidada; y además curvada, por lo que el peso de su cuerpo haría, seguro, que aquellas rugosidades lacerasen su vulva, por otra parte ya bastante castigada por el látigo. No tuvo, sin embargo, mucho tiempo para pensar, pues tan pronto como sus dos manos sujetaron la cadena de la que colgaba el gancho éste comenzó a subir, izándola con él. Aunque no la llevó, de momento, de vuelta hasta la cubierta, porque se detuvo a medio camino; dejándola colgada unos cinco metros sobre el agua, y a otros cinco del barco. Lo que provocó que el terrible dolor en su entrepierna creciese cada vez más; sin que por otra parte el causado por la sal en las heridas se detuviera, pues su cuerpo desnudo seguía empapado en agua de mar.

Mientras, Yolanda seguía su progresión hacia el otro gancho, pero cada vez con menos fuerzas; hasta el punto de que, cuando se hallaba a ocho o diez metros de llegar, dejó de nadar y comenzó a tener convulsiones, tragando agua ostensiblemente. Pero entonces sucedió algo inesperado: su compañera María, que contemplaba la escena desde el otro gancho ya levantado del agua, se dejó caer desde él, simplemente venciéndose hacia un lado. Y, tras volver a la superficie, se acercó nadando a Yolanda y la llevó, casi inconsciente, hasta el gancho que aún las esperaba allí. Sobre el que, no sin esfuerzo, ella se sentó, para después colocar a Yolanda a horcajadas entre ella y la cadena, en el poco espacio que en el frío y curvado metal quedaba; lo que hizo que sus cuerpos quedasen de frente, y muy apretados uno con otro. Y luego, mirando desafiante hacia los hombres que las contemplaban desde el costado del barco, rodeó con los brazos a su compañera, sujetó con las manos la cadena del gancho, y se puso a esperar a que las subiesen; antes de que, ella también, se quedase sin fuerzas.

Cuando el jefe dio la orden de sacarlas del agua algunos de los hombres que contemplaban la escena se pusieron a aplaudir a la heroína, mientras los demás daban gritos de felicitación; y, en premio a su hazaña, tan pronto como alcanzaron la cubierta dos de ellos las regaron a ambas con agua dulce, para eliminar cuanto antes de sus cuerpos los restos de sal que tanto las estaban haciendo sufrir. Las dos estaban exhaustas, semiinconscientes; pero antes de perder por completo el conocimiento aún tuvieron otra alegría, pues otros dos  hombres les quitaron las mordazas; y luego alguien les dio de beber, con la misma manguera con la que un instante antes habían regado sus desnudos y lacerados cuerpos.

VIII

La siguiente semana la pasaron Yolanda y María en sus respectivos camarotes, recuperándose de las heridas -y del esfuerzo- mediante el uso de una pomada que, cada poco tiempo, los hombres les aplicaban; que sin duda podrían haberse puesto ellas mismas, pero era evidente que ellos disfrutaban haciéndolo, y por eso preferían ocuparse personalmente. Así, cada vez bajaba a untarlas un hombre distinto, y raro era el que empleaba menos de media hora -o incluso una hora- en aplicar la crema; pues todos aprovechaban la ocasión para sobar a su víctima tanto como podían, sobre todo el sexo, el trasero y los pechos, e incluso alguno había que exigía, antes de irse y como pago por sus “servicios”, una felación. Pero al parecer les habían prohibido violarlas, pues aquellos hombres no tenían con ellas otro trato sexual que las felaciones y los constantes magreos.

Muy distinto era el caso de Elena, a quien las “bajas” de sus compañeras habían convertido en la prostituta del barco. Después de recibir una primera fricción con la pomada, en el mismo consultorio médico donde las habían  examinado, vacunado y depilado a todas, el jefe le indicó cuál sería su tarea en los siguientes días: trabajar en el barco, en aquello que fuera necesario, y tener contentos a los hombres. Así se lo dijo literalmente, con una sonrisa cruel y provocando que la chica se ruborizase de un modo que, tras todo lo que había ya pasado, resultaba sorprendente. Pero, en realidad, Elena no había dejado de ser una niña bien de colegio de monjas, a la que toda su vida le había parecido el colmo del atrevimiento quitarse la parte de arriba del bañador en la playa; por lo que le resultaba imposible adaptarse a su nueva situación, y en cuanto estaba sola no hacía otra cosa que llorar y lamentarse.

De nada le servía, claro, pues durante aquella semana fue violada no menos de veinte veces al día; en cálculo aproximado, pues en el barco habría una docena de hombres, aunque no todos repetían sexo la misma jornada. Y, por supuesto, fue humillada incontables veces más; tanto por los trabajos que le encargaban -limpiar las letrinas era el más frecuente- como por el hecho de que lo hiciera todo estando permanentemente desnuda, y además sometida a los tocamientos casi constantes de aquellos hombres. Respecto de los que, a menudo, tenía que reprimir el impulso de soltarles una buena bofetada; pues su mentalidad de niña bien se rebelaba, inconscientemente, contra el maltrato y la humillación constantes, y cada vez que notaba una mano en su sexo seguía teniendo esa reacción instintiva. Pero los latigazos recibidos en cubierta, de los que conservaba profundas estrías en todo el cuerpo, le hacían comprender que no podía provocar a aquellos animales; aunque, cuando estaba un rato sola, se consolaba pensando en lo que la justicia les iba a hacer cuando por fin fueran detenidos. Tanto que, en alguna ocasión, se había excitado -hasta el punto de notar húmedo su sexo- imaginando a alguno de aquellos brutos en trance de ser violado en la cárcel por los demás presidiarios, como a veces había visto en las películas.

Sin que, lógicamente, las prisioneras lo supieran el barco había cruzado, durante aquella semana, todo el Mediterráneo, y se encontraba próximo a atravesar el Canal de Suez. Un trámite que obligó a sus captores a devolverlas a sus camarotes, donde las encerraron con las manos esposadas a la espalda y los pies engrilletados, amordazadas y encapuchadas, durante un día entero. A la mañana siguiente, y una vez que el barco hubo alcanzado el Mar Rojo, las llevaron así a la sala de oficiales; donde, después de quitarles las capuchas a las tres, el jefe les dijo:

  • Durante la próxima semana no habrá recreos en cubierta; es obvio que no voy a deciros dónde estamos, pero es una zona con mucho tráfico marítimo y aéreo, incluso militar, así que no voy a correr riesgos. Vuestro trabajo será el mismo que hasta ahora Malena ha tenido que hacer sola: ayudar en lo que se os diga, y atender las necesidades de mis hombres. Ya me entendéis, verdad? Pero sin salir nunca a cubierta; si pillo a una de vosotras fuera la tiro por la borda, y esta vez sin ningún gancho de rescate. Por cierto, María, tienes un castigo pendiente por tu “heroica” acción; nadie te ordenó que fueses a por tu compañera, y aquí estás sólo para cumplir órdenes. Acércate!

Cuando María, caminando lo poco que le permitían los grilletes de sus pies, llegó frente al jefe, éste sacó de su bolsillo dos grandes pinzas japonesas o de mariposa, unidas por una fina cadena, y con todo cuidado las colocó en los alargados pezones de la agente. María comenzó a gemir de inmediato, pues el dolor que le causaban, al ser de las que tienen un resorte que hace que cada vez aprieten más, era tremendo. Y acto seguido, cogiéndola de un brazo, la llevó hasta un rincón de aquella sala en el que había lo que parecía un caballete, o el esqueleto en madera de un potro; triangular, de metro y medio de altura pero mucho más estrecho que los de gimnasia, y con su parte superior metálica, en forma de canto fino y afilado apuntando al cielo. Sobre el cual, después de quitarle los grilletes de sus tobillos y con la ayuda de uno de sus hombres, el jefe sentó a María; justo sobre los labios de su sexo, con lo que todo el peso de su cuerpo desnudo reposaba sobre su vulva, que quedaba cortada en dos por aquel borde metálico. Ya que el aparato era lo bastante alto como para que María, pese a su estatura, no lograse hacer pie; y además los hombres le sujetaron los tobillos, para asegurarse y usando sendos grilletes que allí había, al lateral de las patas del aparato.

Por más que se tenía por una auténtica luchadora, María no tardó más de media hora en comenzar a llorar de dolor; y a gritar de desesperación, pues el sufrimiento que las pinzas provocaban en sus sensibles pezones era cada vez más insoportable. Lo que la mordaza le permitía, claro, por lo que más que gritos emitía tenues gemidos. Aunque lo peor, al cabo de una hora, era el dolor en su vulva, pues aquel canto metálico se clavaba cada vez más a fondo en ella, provocándole la sensación de que la estaba partiendo en dos. Pero sus verdugos no tuvieron compasión: aunque alguno se acercaba, de vez en cuando, a verla sufrir -y, de paso, a magrearla un rato-, allí la dejaron al menos tres o cuatro horas, hasta pasado el mediodía. Para cuando, entonces, el jefe se acercó el cuerpo desnudo de María estaba totalmente bañado en sudor; y cuando, muy lentamente, le quitó la pinza del pezón izquierdo, el pinchazo de dolor que le provocó el regreso de la circulación de la sangre -a la carne hasta entonces atrapada- le hizo dar un respingo que por poco no la tira del potro. Lo mismo, o más aún, sucedió cuando le retiraron la otra pinza, hasta el punto de que el chillido que dio María fue, pese a la mordaza, claramente audible; y para cuando, entre dos hombres, la bajaron del caballete y la tiraron al suelo la chica estaba al borde de la inconsciencia.

Mientras tanto, Elena y Yolanda habían dedicado la mañana a limpiar los distintos camarotes del barco; un trabajo para el que les quitaron las esposas y los grilletes de los pies, y que aquellos hombres “amenizaron” todo el tiempo requiriendo constantes servicios sexuales de las chicas. Para Elena no era la primera vez, claro, aunque seguía sintiéndose profundamente humillada cada vez que uno de aquellos brutos la penetraba con salvajismo, y no hacía otra cosa que llorar todo el tiempo. Pero Yolanda aún no había sido violada por aquellos hombres nunca; y cuando uno de ellos le ordenó que se tumbase de medio cuerpo sobre la mesa, con las piernas levantadas y separadas, a punto estuvo de salir corriendo, tirarse por la borda y poner así fin a su vida. Pero viendo la sumisión con la que actuaba Elena recapacitó, y se dio cuenta de que la única forma de poder vengarse algún día era obedeciendo ahora. Así que se tumbó, alzó y separó las piernas y soportó, estoicamente, las embestidas de aquel bruto; que, por estar ella completamente seca, al principio le hizo mucho daño en la vagina. Pero pronto empezó a lubricar, y entre sus propios jugos y el líquido preseminal de aquel hombre logró resistir, hasta que él eyaculó, sin gritar demasiado.

IX

La vida a bordo de las tres mujeres continuó igual durante casi una semana; incluida María, pues tras su tormento en aquel caballete la dejaron reposar, aunque solo veinticuatro horas. A la mañana siguiente fue sacada de su camarote, y puesta a trabajar como sus compañeras; en su caso en la cocina, donde los constantes asaltos del cocinero, vaginales y anales -aquel hombre parecía necesitar sexo cada poco tiempo-, unidos a la proximidad de muchos cuchillos, le impedían pensar en otra cosa que en matarlo. Pero logró contenerse, pues llegó a la misma conclusión que su compañera Yolanda: con seguridad hubiese podido matar a aquel hombre, el único tripulante que no era especialmente fornido ni atlético, pues estaba entrenada en artes marciales; pero era imposible que, ni siquiera entre las dos, pudieran con la docena larga de hombres a bordo. Todos ellos grandes, fuertes y seguramente armados; mientras que ellas dos solo podían emplear, en un combate contra ellos, sus cuerpos desnudos y algún cuchillo de aquella cocina.

Al sexto día desde que dejaron de subir a cubierta el barco se detuvo, y las tres pudieron ver, a través de los ojos de buey que había en los camarotes, que estaban atracados frente a lo que parecía una costa desértica. Al poco de haberse detenido los hombres subieron a cubierta a Yolanda y a María, no sin antes ponerles de nuevo las esposas con las manos detrás, los grilletes en los pies y la capucha; y por supuesto sin quitarles las mordazas, que llevaban siempre colocadas salvo por las noches, cuando estaban encerradas en sus respectivos camarotes. Mientras las subían, aprovechando como siempre para manosear a fondo sus sexos, nalgas y pechos, un bote con motor fuera borda se había acercado al costado del barco, donde esperaba su cargamento; y no tardó en recibirlo. Pues los hombres que las llevaban, tan pronto como las dos chicas llegaron a cubierta, se limitaron a tirarlas por la borda, de modo que cayeran al agua cerca de la lancha.

Ninguna de los dos sabía del bote, claro, por lo que al chocar contra el agua ambas creyeron llegado su fin; pues amarradas de aquel modo, y sin poder ver ni respirar por la boca, no podían esperar otra cosa que ahogarse. De hecho Yolanda se limitó a quedarse muy quieta, esperando que el final le llegase cuanto antes; pero no María, a quien su natural espíritu combativo llevó a tratar desesperadamente de quitarse la capucha, para poder ver así donde estaba la superficie y tratar de impulsarse hacia ella. Para cuando logró ver, sin embargo, ya había vuelto a la superficie, pues al caer había llenado de aire sus pulmones; y enseguida las manos de los ocupantes del bote la subieron a él,   quitándole la mordaza para que pudiese recobrar el resuello. Pero Yolanda no aparecía; lo que obligó a uno de aquellos hombres, entre las carcajadas de sus compañeros, a lanzarse al agua y sacarla. Afortunadamente aún consciente y con vida, aunque casi asfixiada entre la mordaza que le tapaba la boca, y el agua de mar que le había entrado por la nariz.

María, mientras su compañera -a quien habían quitado la capucha y la mordaza- se iba recuperando, entre toses y boqueadas, se dio cuenta de que aquellos hombres hablaban entre sí en lo que parecía árabe; tras pensarlo un poco, y repasando sus conocimientos de geografía -bastantes, pues su mayor afición era viajar-, imaginó la ruta que aquel barco había seguido. Pues todo concordaba: primero una semana en que pudieron estar en cubierta, desde la costa española hasta Suez; luego un día encerradas en sus camarotes, para cruzar el canal, y después cinco días de navegación, sin subir a cubierta por si acaso, para cruzar de punta a punta el mar Rojo. Si no se equivocaba -y lo cierto era que no- debían estar en algún lugar de la costa del golfo de Adén: Yemen, Somalia, Djibuti… O quizás Eritrea, Sudán o Arabia, si habían ido más despacio; y, si el barco había acelerado tras cruzar el canal, Omán. Pero no podía ser más lejos, pues aquel barco era una antigualla que navegaba a paso de tortuga; y tanto el idioma de sus captores como el paisaje desértico que veía confirmaban sus suposiciones.

Al llegar el bote a tierra les esperaban otros cinco o seis hombres, cada uno con su camello; el que parecía el jefe de la partida les indicó que no debían hablar -primero se llevó un dedo a los labios, y luego les señaló las mordazas, que guardó en una bolsa- y acto seguido dedicó un buen rato a lo que parecía la mayor afición de aquellas gentes: magrearlas a fondo a las dos, sin dejar un solo rincón de sus desnudos y mojados cuerpos por sobar. Ambas soportaron en silencio la humillación, por temor a volver a ser amordazadas; y cuando dos de aquellos hombres ataron sendas cuerdas a sus cuellos, que luego sujetaron a las sillas de dos camellos, se dejaron hacer. Eran dos cuerdas bastante largas, de por lo menos cinco metros, y cuando los hombres montaron en sus camellos, los hicieron incorporarse y se pusieron en marcha, no tuvieron otra opción que seguirlos; marchando descalzas, desnudas y engrilletadas sobre la tórrida arena de aquel desierto que parecía interminable.

Por fortuna para las dos, la marcha no duró más que algunas horas; el tiempo que la caravana necesitó para alcanzar, a través de aquel desierto, la carretera más próxima. Donde les estaba esperando, solitario en medio de aquel inmenso mar de arena, un potente todoterreno negro, en cuyo maletero las dos policías fueron introducidas poco después de llegar la caravana hasta él. No sin antes, claro, ser manoseadas a fondo por los hombres del automóvil, que de seguro no querían ser menos que sus compañeros a camello. Lo que María, siempre atenta a todo, aprovechó para mirar la matrícula del vehículo; con la que confirmó sus suposiciones, pues en ella se podía leer claramente, en alfabeto latino, “Somaliland”. Cuando se cansaron de sobarlas arrancaron del lugar a toda velocidad, llevando a sus dos prisioneras hacia el que sería su definitivo destino: un campamento minero en las montañas, cerca de Weeraar. Un lugar recóndito, ignorado por las grandes empresas mineras pero usado por la Organización; con la completa aquiescencia del gobierno de Somalilandia, pues no existía riesgo alguno de que las autoridades de la joven república descubrieran el secreto, o hiciesen pregunta alguna sobre sus actividades. Ya que, además de estar convenientemente sobornados, el embargo internacional que sufría el país, desde que proclamó su independencia de Somalia, convertía a la Organización en su principal proveedor de armas y municiones.

X

Aunque Elena no presenció la partida de las otras dos chicas, al cabo de un par de días empezó a sospechar que ya no estaban a bordo; pues antes coincidía con ellas con frecuencia mientras trabajaban. O incluso mientras las violaban aquellos animales; algo que, en ocasiones, hacían a las tres a la vez y estando juntas, para mayor escarnio de sus víctimas. Pero poco tiempo tuvo para sus dudas, pues seis días después de que las policías bajasen del barco le llegó su turno. El jefe la hizo llevar, a primera hora y directamente desde el encierro en su camarote, al botiquín del barco; donde el médico de a bordo le inyectó un narcótico que le hizo perder el conocimiento prácticamente al instante. Tras lo que su cuerpo desnudo fue envuelto en gasas, como si se tratase de un fallecido de rito islámico, pero tomando cuidado de no asfixiarla; y el “cadáver” así preparado se descargó del barco, una vez que éste atracó en una apartada terminal del puerto de Fujairah. De inmediato fue cargado en un vehículo fúnebre, que lo llevó hasta una mansión del emirato situada fuera del casco urbano; una inmensa propiedad rodeada de un alto muro, que impedía a los curiosos ver siquiera sus extensos jardines.

Al despertar de su sueño inducido, que no había durado más que unas pocas horas, Elena se encontraba perfectamente; si acaso algo mareada, pero nada importante. Enseguida pudo ver dos cosas: que estaba, como siempre, por completo desnuda, aunque sin esposas, grilletes o mordaza, y que yacía sobre una cama enorme; en una habitación inmensa decorada, lujosamente, al estilo árabe. Al poco entró un hombre alto, de mediana edad y vestido con ropas árabes, que le habló en castellano con fuerte acento; mientras ella, en una reacción absurda después de todo lo que había pasado, corría a cubrir su cuerpo con las sábanas.

  • Buenos días, Malena; bienvenida a la Organización. Tu estancia aquí será, supongo, breve, pues solo obedece a la necesidad de venderte al mejor postor; algo que haremos en unos días, cuando la subasta esté organizada. Entretanto debemos mejorar algunos aspectos de tu personalidad, para que tu precio sea el más alto posible. La principal, eliminar esta absurda modestia; eres una esclava, y por ello tu cuerpo no te pertenece: es de tu amo, que ahora es la Organización. Así que, para empezar, levanta de esa cama y colócate de pie frente a mí; voy a enseñarte algunas posturas.

Venciendo como pudo su modestia, que pese a lo sufrido desde que fue secuestrada seguía intacta, Elena se levantó del lecho; aunque colocando las manos y brazos sobre su pecho y su sexo, en un vano intento de ocultar sus partes más íntimas. Pero una mirada severa de aquel hombre, unida a la visión de la fusta que extrajo de sus ropajes, la hizo cambiar de opinión; y, aunque poniéndose colorada de vergüenza, logró separar los brazos, extendiéndolos a lo largo del cuerpo.

  • Así me gusta, que seas obediente. A partir de ahora cualquier acto de indisciplina, aunque solo sea un mero retraso en cumplir mis órdenes, será castigado con esta fusta. Y golpeando con ella en tu sexo, que me ofrecerás tumbada sobre esta cama, o en una mesa, abriendo las piernas tanto como puedas; el número de golpes dependerá de la falta, pero siempre deberás recibirlos sin perder la posición, contándolos y dando las gracias después de cada uno. Si no lo haces volveré a comenzar desde el primero…

Durante las siguientes horas aquel hombre enseñó a Elena las diversas posturas que una esclava podía adoptar, siguiendo el esquema descrito por el escritor John Norman en sus novelas sobre el mundo imaginario de Gor; hasta un total de cuarenta y una, que la chica se esforzó en adoptar y memorizar. Aunque ello no le libró de probar el castigo: cuando se encontraba en el suelo, practicando la postura llamada de Captura -tumbada boca arriba, las piernas abiertas formando la letra “M” y los brazos a lo largo del cuerpo, con las palmas de las manos hacia arriba- su instructor le dijo que no abandonara la posición, pues iba a darle un golpe para que supiera el dolor que causaba. Y, sin más advertencia, procedió a descargar la fusta con todas sus fuerzas desde detrás de la cabeza de la chica; golpeando en sentido longitudinal la vulva de Elena, desde el clítoris hasta el suelo pélvico.

El grito de dolor de la chica fue inhumano, desgarrador, y su reacción justo la contraria de la que le había sido ordenada; pues abandonó la posición en la que estaba y, llevando ambas manos a su sexo, se acurrucó formando un ovillo, mientras frotaba desesperadamente su vulva recién azotada en un vano intento de atenuar aquel terrible dolor. Lo que, como era de esperar, le valió una reprimenda de su instructor.

  • No has hecho nada de lo que te dije: te has movido de la posición, no has contado el golpe y no me lo has agradecido. Así que te daré otro; vuelve a colocarte en la posición de Captura. Y esta vez procura obedecer, o nos vamos a estar así todo el día.

Elena, entre lágrimas y gemidos, se colocó de nuevo en la posición, aunque sin poder evitar que todo su cuerpo temblara; y luego cerró los ojos, en espera del siguiente golpe y prometiéndose a sí misma no moverse. Pero de nada le sirvieron tales propósitos, nacidos más del deseo de acabar cuanto antes con aquella tortura que de la pura obediencia; tan pronto como la fusta se hundió en su sexo abierto y ofrecido volvió a saltar, como impulsada por un resorte, y a ovillarse en el suelo mientras chillaba con desesperación. Eso sí, cuando recuperó un poco la compostura dijo “Uno, gracias Amo”; pero como era de esperar con eso no le bastó. Fueron precisos cuatro fustazos más en su vulva, que para entonces ya estaba francamente amoratada, para que Elena lograse mantener algo parecido a la posición; pues, aunque convulsionándose, al menos logró mantener las piernas abiertas y la espalda en el suelo. Pero las manos, mientras contaba y agradecía el golpe recibido, se le fueron hacia el sexo de forma instintiva; aunque, para su suerte, se dio cuenta a tiempo y logró detenerlas, pues de no hacerlo su pesadilla hubiera continuado.

Su torturador se limitó a sonreírle, y a acariciar su cara bañada en sudor; para luego indicarle que podía descansar un rato, y también ducharse mientras esperaba la comida. Elena, una vez que él se fue, tardó un rato en controlar su llanto y sus temblores; pero luego hizo lo que le había ordenado, y después de ducharse untó en su vulva una crema que encontró en el baño, que parecía balsámica y le alivió un poco el intenso dolor que sentía. Mientras se curaba no podía parar de pensar en lo terrible que sería, en su estado, ser penetrada, pues sus genitales estaban terriblemente amoratados, y le dolían incluso sin tocarlos; pero nada podría hacer si decidían volver a violarla, por lo que prefirió no atormentarse con ello. Y, cuando una chica tan desnuda como ella misma le trajo la comida, la devoró con buen apetito; para después tumbarse sobre la cama a esperar el regreso de aquel hombre, y otra sesión de gimnasia con él que, al menos eso esperaba, no incluyese ningún nuevo fustazo en su sexo.

XI

Tras varias horas de circular por caminos polvorientos, el todoterreno en cuyo maletero viajaban Yolanda y María llegó a destino; y los cuatro hombres que en él viajaban, tras apearse y saludar a los guardianes del campamento, procedieron a sacar del maletero a las chicas. Las cuales, momentáneamente cegadas por la luz solar y doloridas por los golpes que se habían dado, entre ellas y contra las paredes de su oscura reclusión, permanecieron inmóviles junto al vehículo; lo que sus captores aprovecharon para quitarles las esposas y los grilletes de los pies. Una vez que las hubieron liberado tiraron al maletero unas y otros, lo cerraron y, tras despedirse de los guardias, se marcharon del lugar; dejando a las dos chicas desnudas en lo que parecía un patio cerrado por edificios bajos, rodeadas de hombres armados que las miraban con caras sonrientes. Uno de ellos comenzó a hablarles, en lo que parecía árabe, y de inmediato otro tradujo sus palabras a un castellano sin acento alguno, que hacía evidente que se trataba de alguien criado en España.

  • Bienvenidas al campamento, policías. Esto es, teóricamente, una mina de Tsavorita, una piedra preciosa parecida a la esmeralda; pero lo cierto es que hace tiempo que pocas se encuentran por aquí. La verdadera función de estas instalaciones es castigar a las chicas que se rebelan contra la Organización; o a las que, por la razón que sea, hay que dar un escarmiento. Lo que, según las instrucciones que he recibido, es el caso con vosotras; así que preparaos para sufrir, y mucho.

Cuando terminó de hablar dos hombres sujetaron a cada chica, y así las llevaron hasta un rincón del patio donde había dos potros de gimnasia; grandes y con un montón de correas, ideales para inmovilizar a alguien. Ambas fueron colocadas en aquellos aparatos boca arriba; en una postura, curvada hacia afuera, que dejaba sus vientres tensos, en el centro del aparato y algo más altos que el resto del cuerpo, en posición destacada. Y las obligaba a exhibir sus sexos del modo más obsceno, pues quedaron con las piernas separadas, y los pies a más o menos un metro uno de otro. Los guardias, a continuación, las sujetaron firmemente a los potros, usando un montón de correas, tal vez una cada quince o veinte centímetros de cuerpo; con lo que, una vez abrochadas todas, solo podían mover sus cabezas, y un poco los pies y las manos. Y luego las dejaron allí, bajo un sol inclemente y preguntándose qué era lo que iba a sucederles.

Poco tuvieron que esperar, pues enseguida llegó otro guardia, llevando lo que parecía un infiernillo de gas y un objeto alargado en la otra mano. Dejó el infiernillo entre ambos potros, lo encendió y luego mostró el objeto a las dos chicas: un hierro como los de marcar a los animales, de fundición y de unos treinta centímetros de largo; con un mango de madera y, en su parte frontal, un escudo de armas en relieve, de cinco centímetros de altura por algo menos de ancho. El hombre, mientras las dos policías imploraban clemencia a pleno pulmón, aterrorizadas al comprender qué era lo que iban a hacerles, puso el hierro al fuego, y luego se marchó; regresando al poco con el intérprete, y con dos mordazas como las que ambas habían llevado en el barco. Y, mientras se las colocaba, el intérprete les dijo, sonriendo con crueldad:

- Es importante que os estéis muy quietas, si no queréis que la marca os quede borrosa. Si no se ve bien, igual hay que repetirla en otro sitio…

Cuando el hierro se puso al rojo vivo, el guardia que lo manejaba lo sacó del fuego, sujetándolo por el mango de madera, y comprobó que brillaba con un rojo intenso; luego se acercó a María y, sin más trámite, lo aplicó sobre el lado derecho de su pubis, cinco centímetros más arriba del extremo superior de la vulva. Donde dejó que el hierro candente penetrara en la piel durante al menos cinco segundos, para retirarlo con todo cuidado pasado ese tiempo. Aunque los alaridos de dolor de la chica, mientras aquel hierro quemaba su vientre, quedaban muy apagados por efecto de la mordaza, los efectos en su cuerpo de la agonía a que estaba siendo sometida eran perfectamente visibles: todos sus nervios y músculos se pusieron en tensión, contrayéndose en un intento vano, e involuntario, de romper sus ataduras, y para cuando el hierro se apartó de su pubis María estaba completamente bañada en sudor, jadeando como si se ahogase. Algo que Yolanda presenció aterrorizada, tanto por ver el sufrimiento de su amiga como por saber que ella iba a ser la siguiente; y mientras percibía, claramente, un desagradable olor a carne chamuscada en el aire de aquel patio.

El verdugo, tras rascar -usando una piedra plana que cogió del suelo- los restos de carne quemada que se habían adherido al hierro de marcar, lo colocó de nuevo sobre el infiernillo; mientras contemplaba, con una sonrisa sádica, las contorsiones del cuerpo de María, que parecía a punto de romperse en varios pedazos. Para cuando las convulsiones de la que fue su primera víctima fueron convirtiéndose en meros temblores reflejos, el hierro ya estaba de nuevo al rojo vivo; así que lo cogió y, sin mediar palabra, lo aplicó sobre el pubis de Yolanda, en el mismo lugar -un poco a la derecha- donde ahora lucía la marca de María. Allí lo dejó un tiempo, pese a los frenéticos e inútiles esfuerzos de su víctima por apartarse de aquel monstruo que le quemaba el vientre, y escapar así a aquel tormento inimaginable; cuando juzgó la marca lo bastante profunda lo retiró, dejando a la pobre chica sumida en una pesadilla de sufrimiento como la de su compañera.

Los guardias las dejaron allí un buen rato, con la evidente intención de que tuvieran que soportar el dolor de las quemaduras tanto como fuese posible; pasada más de una hora desataron a las dos, les quitaron las mordazas y, sujetándolas por pies y manos -pues eran incapaces de andar, ni siquiera con la ayuda de sus torturadores- las llevaron hasta la enfermería del lugar. Era uno más de aquellos barracones destartalados, de una sola planta y, al menos la habitación donde las depositaron, sin ventanas; allí tumbaron los desnudos y lacerados cuerpos de las dos chicas sobre sendos camastros, y un enfermero les aplicó un tratamiento para cicatrizar, evitando infecciones, las marcas en sus vientres. Encerrándolas después, para volver cada pocas horas a repetir el tratamiento. Aunque el dolor seguía atormentándolas, y las dos quemaduras aparecían muy inflamadas, ambas pudieron ver entonces -en el pubis de la otra más que en el propio- lo que su verdugo había grabado allí para el resto de sus vidas: una letra O mayúscula sobre la que figuraban, cruzados, dos objetos que se parecían a una fusta o una vara.

XII

Durante varios días más Elena siguió preparándose para ser subastada; y no solo practicando posturas de sumisión, sino también otras habilidades propias de una buena esclava. Rachid -así se llamaba su instructor- le enseñó, por ejemplo, a hacer felaciones con la garganta; tragando entero el pene, por grande que fuera, por la vía de vencer el reflejo natural en forma de arcada. Para ello practicó muchas horas cada día, primero con dos sirvientes de la casa y luego con un jardinero; Rachid lo dispuso así por la sencilla razón de que los dos primeros tenían, respectivamente, miembros de tamaño normal y grande, mientras que el jardinero -un negro enorme, en todos los sentidos- tenía un pene que, en plena erección, alcanzaba los veinte centímetros, con un grosor de quizás cinco. No le fue nada fácil, pero al cabo de una semana de ensayos Elena había logrado tragárselo entero, sin ahogarse ni sufrir vómitos; algo para lo que la estimuló muchísimo el recuerdo de los fustazos recibidos en su sexo el primer día. Y, gracias a su evidente aplicación, pronto aprendió a succionar y masajear el pene en esa situación, con lo que su instructor nunca consideró necesario administrarle más golpes.

Otra de las “asignaturas”, que para la natural modestia de la chica era quizás la más difícil, era aprender a exhibirse impúdicamente en público; para lo que Rachid comenzó por hacerla trabajar cada día, completamente desnuda, en las tareas de la casa, junto a sirvientes, cocineros y jardineros. Quienes, además, habían sido instruidos para que exigieran a Elena las posturas más obscenas que se les antojasen; por lo que no era raro encontrarla, por ejemplo, espatarrada sobre una mesa de la cocina mientras, junto con otros hombres a quienes durante horas exhibía su sexo abiertamente ofrecido, pelaba patatas o preparaba verduras. Eso sí, roja como un tomate, y deseando poder cerrar las piernas más que nada en el mundo.

Pero lo que quizás le resultaba más difícil era hacer de recepcionista y azafata. Muy a menudo se celebraban, en un salón de la casa, reuniones de negocios, a las que asistían docenas de hombres muy bien vestidos; algunos a la usanza árabe, y otros a la occidental. En ellas, la función de Elena consistía en la usual en estos casos: primero recibirles en la puerta, proveerles de la documentación necesaria, acompañarles al salón, introducirlos a los demás asistentes y velar por que estuviesen cómodos; una vez iniciada la reunión, atenderles en la sala, y al acabar acompañarlos hasta despedirse. Pero en su caso había dos particularidades: la primera era que trabajaba completamente desnuda; o mejor dicho casi, pues debía utilizar unos zapatos de tacón negros. Y la segunda que todos aquellos hombres eran informados, por ella misma, de su derecho a exigirle las posturas más obscenas; así como de tocarla dónde, cómo, cuánto y cuándo quisieran. Con la única excepción de que, como le dijo Rachid en su peculiar castellano, “no debían aparearse con ella”.

Cuando Rachid consideró que ya tenía cierta práctica en todo lo anterior le llevó a su habitación un consolador enorme, del tamaño del pene de aquel jardinero con el que había estado practicando felaciones; un monstruo hecho en plástico duro, y con su superficie rugosa, imitando las venas de un miembro en erección. Lo hizo justo después de desayunar, y cuando Elena acababa de ducharse y arreglarse para ir a sus tareas habituales en la casa; Rachid entró, le dijo que esperase un poco y, tras entregarle el aparato, se limitó a decirle “Mastúrbate!”. La pobre Elena se puso muy colorada, pues era algo que nunca  había hecho en otro lugar que no fuese su cama, y siempre sola y a oscuras; y se quedó inmóvil, con el consolador en la mano. Hasta que Rachid, cogiéndola de un brazo, la llevó hasta el sillón de la habitación; donde la sentó con las corvas sobre los reposabrazos, para que así su sexo quedase totalmente abierto. Y luego guio la mano de la chica que sostenía el consolador con la suya propia; primero hasta la boca de Elena, donde se lo hizo lubricar con su saliva, y luego hasta su vagina, donde lo introdujo. Hecho lo cual le bastó con enseñar la fusta a su pupila para que esta, de inmediato, comenzase a meter y sacar el consolador de su sexo; hasta que logró primero excitarse y luego un breve orgasmo, bajo la atenta mirada de Rachid. Cuando acabó, su instructor le indicó que no lo sacase de su vagina, y le dijo:

  • A partir de hoy, y hasta que llegue el día de la subasta, deberás hacer esto al menos dos veces cada día, y ante cuanta más gente mejor; por ejemplo una vez en la cocina, y otra en la sala de reuniones. Pero si es más veces, mucho mejor; las mujeres podéis tener cada día muchos orgasmos. Ya te dije que no puedes tener intimidad ni vergüenza algunas, dado que tu cuerpo no te pertenece ya; y una de las habilidades más preciadas en una esclava es la de ser capaz de acariciarse en público. Así que practica mucho, y tómate el asunto con más calma; has estado a punto de probar otra vez la fusta, porque estoy seguro de que nunca te masturbas con tantas prisas…

El día señalado tardó aún casi otra semana, pero al fin llegó; y para entonces Elena ya era capaz de masturbarse ante una sala de reuniones llena de hombres de negocios, tomándose un buen cuarto de hora para alcanzar un poderoso orgasmo. Que la dejaba sudorosa, jadeante y satisfecha, aunque muy avergonzada. Aquella mañana dos de los sirvientes lavaron, maquillaron y peinaron a Elena con todo detenimiento, poco después del desayuno; tomando además la precaución de repasar con todo detalle su cuerpo desnudo, en busca de algún pelo que pudiera haber rebrotado. Alguno hallaron, pero pocos; y, después de hacerle calzar unas sandalias con unos centímetros de tacón, que realzaban sus bonitas piernas, la llevaron hasta el jardín de la mansión, donde la esperaba Rachid. Además de medio centenar de hombres, que al verla prorrumpieron en aplausos, haciéndola enrojecer como la colegiala que, en el fondo, seguía siendo. Los criados la situaron en un estrado, junto al atril del subastador y frente a toda aquella audiencia, y lo primero que vio fue que una cámara frente a ella filmaba toda la escena.

  • Algunos clientes prefieren el anonimato, y pujan por internet; por eso está aquí esta cámara. Ahora limítate a hacer lo que yo te diga, y cuando te lo diga. Pronto tendrás un nuevo amo, te lo aseguro.

Las palabras de Rachid, tanto esas como las que a continuación le fue dirigiendo -básicamente ordenándole adoptar algunas posturas de las que ya había memorizado, y acariciarse un poco- fueron lo único que Elena entendió durante la siguiente media hora. Y, cuando Rachid golpeó con un pequeño martillo el atril, supo que había sido vendida; pero no a quien, y menos aún por cuánto dinero. Tuvo que esperar un buen rato en su habitación, acabado el acto, hasta que el árabe vino a verla y le explicó lo que había sucedido.

  • Ha ido todo muy bien, tanto para mí como para ti. Por mi parte porque he superado, de largo, el precio que la Organización había presupuestado en tu caso. Y por la tuya, porque seguro que tu nuevo amo, habiendo pagado por ti tanto dinero, debe quererte para algo muy especial. Qué emocionante, verdad? Me encantaría saberlo, pero nos está prohibido saber siquiera la identidad de los compradores; mucho menos, claro, dónde piensan llevaros, o para qué…

El comentario de Rachid, aunque viniera acompañado por su mejor sonrisa, provocó que los ojos de Elena se llenaran de lágrimas; pues lo mejor que le podía pasar era convertirse en prostituta a la fuerza. Lo que no era, sin duda, la culminación de sus sueños de adolescente, centrados desde muy pequeña en la figura ideal de un marido amable y cariñoso; aunque siempre sería mejor aquello -ella misma se sorprendía de los abismos de depravación en los que, sin demasiado esfuerzo, había caído- que terminar en manos de un sádico torturador, o de un maníaco homicida. Pero Rachid o no se dio cuenta o no hizo caso alguno, porque continuó hablando con igual o mayor alegría.

  • Mañana temprano vendrán a buscarte, una vez que la transferencia se haya completado. Un cuarto de millón de dólares! La verdad es que estoy muy impresionado, pues según la Organización tú no valías más de ciento cincuenta mil. Pero alguna razón tendrá tu comprador para haber pagado tanto; ya sé que no es cosa tuya ni mía, pero te puedo decir que a partir de ciento veinte mil la cosa fue una constante lucha entre solo dos clientes. A lo mejor es un caso de simple suerte; dos egos compitiendo por ser el más hinchado… En fin, quédate aquí, en tu habitación; pronto te traerán la comida, y luego vendré para que repasemos todo lo que has aprendido estos días. Espero que te será útil en tu vida futura…

XIII

Durante un par de días Yolanda y María no salieron de su encierro más que para ir al baño; lo que siempre hicieron de una en una, y acompañadas de uno de los guardias. Quienes aprovechaban la ocasión para humillarlas, pues se quedaban a mirar, justo frente a ellas, mientras hacían sus necesidades y se limpiaban luego; algo que mortificaba a las dos chicas, hasta el punto de limitar sus viajes al cuarto de baño al mínimo indispensable e inevitable. Tres veces al día les traían comida a su celda-habitación, por lo general una especie de sopa de verduras y carne, agua y fruta; y seguían tratándoles las quemaduras, que les mantenían cubiertas solo con una ligera gasa, cada pocas horas. Usando un ungüento que consiguió que, cuarenta y ocho horas después, la inflamación hubiera ya desaparecido. Pero, para ellas, lo mejor de su estancia en la enfermería fue que, aunque siguieran desnudas, no les volvieron a poner ni las esposas, ni los grilletes en los tobillos ni las mordazas; así que, aunque en voz muy baja, pudieron conversar entre ellas todo el tiempo. Lo que les sirvió para llegar juntas a la misma conclusión que, cada una por separado, ya habían alcanzado; no podían esperar ayuda externa alguna, por lo que tendrían que buscar un modo de escapar de allí por sí solas.

A la mañana del tercer día varios hombres vinieron a buscarlas, después de que hubieron desayunado, y de que un enfermero les sustituyera las tenues gasas sobre sus quemaduras por un apósito más resistente y mejor sujeto. Lo primero que hicieron los guardias fue llevarlas, cruzando el patio de edificios, hasta otro barracón más pequeño donde había una herrería; y allí un hombre cubierto con un mandil de cuero procedió, ayudado por sus compañeros, a encadenar de nuevo sus desnudos cuerpos. Primero colocó a Yolanda unos grandes grilletes de hierro, de casi tres centímetros de anchura por medio de grosor, en cada muñeca; y luego los unió entre sí, por la parte frontal de su cuerpo, mediante una cadena del mismo metal, de algo más de medio metro de longitud. Luego hizo lo mismo en sus tobillos, usando unos grilletes algo más anchos y gruesos y una cadena un poco más larga entre ambos; cerrando los cuatro grilletes por el procedimiento de aplastar, a martillazos, el extremo de un grueso remache que sujetaba cada uno a la correspondiente extremidad, y al primer eslabón de su cadena. Lo que hacía imposible quitarlos por ningún otro modo que no fuera cortándolos, usando una sierra de metales.

Cuando le tocó su turno María, siempre atenta a todo, observó que los grilletes tenían sus cantos redondeados, para evitar que hirieran la carne de las prisioneras; lo que, junto con el sistema de cierre, le hizo sospechar que iban a llevarlos puestos bastante tiempo. Y, una vez que se los hubieron colocado, comprobó que, aunque el conjunto era bastante pesado, no dificultaban casi ningún movimiento, por la relativa longitud de aquellas cadenas; únicamente les impedirían correr, eso seguro, y pasar desapercibidas. Pues el único modo de que, al andar, la cadena entre los tobillos no se arrastrase por el suelo, haciendo bastante ruido, era sujetarla con las manos; pero eso, al menos en su caso, la obligaría a andar en una posición incómoda, algo encorvada. Postura que de momento no tuvo ocasión de ensayar, pues al acabar los guardias se las llevaron -por supuesto con las cadenas de sus tobillos arrastrando por el suelo- hasta otro de aquellos edificios; donde el mismo hombre que cuando llegaron les pareció ser el jefe, auxiliado por el intérprete, les explicó en qué iba a consistir su vida allí.

  • Ahora os llevarán al interior de la mina, donde os asignarán un trabajo a cada una: picar las paredes para extraer terrones, empujar los carros con los extraídos, limpiarlos para buscar las piedras… Ya os indicará el capataz qué os toca a cada una; solo deciros que allí dentro trabajaréis cada día entre catorce y dieciséis horas, por supuesto sin día alguno de descanso. El resto del tiempo es para comer, lavaros y descansar en vuestro recinto, excepto cuando seáis asignadas al servicio de alguno de mis hombres; los cuales, excepto mataros o mutilaros, pueden hacer con vosotras lo que quieran. O, claro, cuando se os haya impuesto algún castigo; ya veréis que en eso somos bastante creativos, por lo general las chicas prefieren estar trabajando en la mina, por duro que sea, a cualquiera de los castigos que aquí se imponen. Pero, claro, no depende de vosotras; no hace falta que hagáis nada malo para que os castiguemos, sabéis? Muchas veces basta con que algún guardia tenga ganas de divertirse un poco viéndoos sufrir…

Con un gesto indicó a sus hombres que se las llevasen, y la comitiva se encaminó hacia la entrada de la mina. Para lo que tuvieron que andar casi media hora, bajo un sol de justicia y por roquedos desérticos; hasta que al final llegaron a la bocamina, una enorme abertura en la base de uno de aquellos impresionantes farallones rocosos, vigilada por dos hombres armados con fusiles automáticos. Lo primero que ambas chicas notaron al entrar fue el cambio de temperatura, pues si fuera estarían a más de treinta y cinco grados en el interior de la mina la temperatura no superaba los doce o trece; de hecho a las dos, al poco de entrar, se les puso la piel de gallina, pues la temperatura era demasiado baja para sus cuerpos desnudos. Conforme se adentraban en las galerías vieron a varias chicas trabajando, todas en la misma situación que ellas: descalzas, desnudas y encadenadas de manos y pies; y al verlas trabajar enérgicamente María comprendió la triple utilidad de mantenerlas así, siempre desnudas. Pues no sólo resultaba algo muy humillante para ellas, y a su vez facilitaba las constantes vejaciones sexuales a que las sometían aquellos hombres; además era lo que las obligaba a trabajar con ganas, pues esforzarse a fondo era el único modo que tenían de luchar contra el frío.

Yolanda, mientras tanto, tenía el mismo frío que María, pero otra cosa la atormentaba más aun, y además desde que llegaron al campamento: lo difícil, y doloroso, que era caminar descalza por allí, dada la gran cantidad de rocas y guijarros que había en el suelo por todas partes. Algo que, dentro de la mina, era aún peor, pues estaba llena de esquirlas de las rocas que rompían las mujeres con sus picos, las cuales laceraban las plantas de sus pies al andar sobre ellas. Que además, por la escasa luz del interior, apenas se veían; por lo que eran muy difíciles de evitar. De hecho, y pese a que aguantó el dolor como pudo durante el camino hasta allí, al poco de entrar en la mina uno de aquellos pedazos de roca le hizo tanto daño que tuvo que detenerse para, inclinándose un poco, darle un masaje reparador a la planta de su pie izquierdo. Pero el tremendo fustazo que de inmediato recibió en sus nalgas, totalmente expuestas por la postura que había adoptado al inclinarse, no solo la tiró al suelo entre gritos de dolor, y le dejó una profunda marca de lado a lado de su trasero; sobre todo la disuadió de volver a detenerse sin el permiso de los guardias, pasara lo que pasara.

Caminaron bastante rato, y siempre por un mismo nivel, como si la mina no tuviese más que uno solo; aunque ambas notaban, por la inclinación del suelo, que cada vez estaban a más profundidad. Y de vez en cuando veían que, hacia ambos lados, partían otras galerías excavadas en la roca. Pero al final llegaron a una especie de cobertizo, de donde salió un hombre de aspecto occidental, vestido de camuflaje como todos los guardias; el cual las miró de abajo arriba, las manoseó muy a fondo -sobre todo a María, a quien palpó con detenimiento la musculatura- y luego se limitó a decir en inglés:

  • La grande me la ponéis a picar paredes; y la enclenque de momento a empujar las vagonetas; si ni espabilándola vale os la lleváis a lavar mineral…

Lo que sucedió a continuación sorprendió por completo a María, pues no esperaba una reacción así de su compañera; ya que, después de todo lo que llevaban soportado, era absurdo que por ser llamadas así pudiesen enfadarse. Pero Yolanda, al oír a aquel hombre llamarla “puny”, perdió el control de sí misma; enrojeció -no de vergüenza, sino de indignación- y comenzó a decirle en inglés “Oiga, no le tolero que…”. No le dio tiempo a más, claro, porque todos los guardias comenzaron a descargar sus fustas sobre ella con auténtica rabia; y siguieron dándole, mientras ella aullaba de dolor ovillada en el suelo, hasta que el capataz les mandó detenerse. Allí se quedó la chica, llorando y cubierta de marcas de fustazos por todo su cuerpo -sobre todo en su espalda y en sus nalgas- durante un buen rato, hasta que el capataz ordenó llevárselas. Lo que hicieron poniendo primero a Yolanda de pie, tirando de sus brazos y de sus pelos, y luego sacándolas a las dos a empujones de allí; mientras se alejaban del cobertizo María pudo oír como su compañera, entre sollozos e hipidos, le decía muy bajito “Lo siento, de veras que lo siento; no sé qué me ha pasado, pero me he portado como una tonta. Nunca más; tienes tú razón, si queremos escapar deberán primero creer que nos han sometido por completo”.

XIV

Elena estaba profundamente dormida cuando una mano, sacudiéndola con insistencia, la despertó. Al abrir los ojos vio que Rachid era quien la había despertado, y que le decía que se levantase ya, que su transporte ya había llegado. Obedeció entre las brumas del sueño, y tan pronto como se puso en pie el hombre le sujetó las muñecas y, tras llevárselas a la espalda, se las esposó; Elena oyó por dos veces el sonido metálico que hacían las manillas al cerrarse, y al ir a mover los brazos notó que ya no podía separarlos. Así amarrada la llevó hasta el inodoro, donde la sentó en la taza para que orinase; ella lo hizo de inmediato, pues llevaba horas sin ir al baño, y cuando Rachid la levantó y comenzó, usando un trozo de papel, a limpiarle la vulva tuvo un ataque de vergüenza que a ella misma, después de lo que allí había pasado, le sorprendió. Pero el caso fue que se puso colorada hasta la raíz del cabello; y así seguía cuando el que hasta entonces había sido su instructor la sacó al jardín de la mansión, donde pudo ver que aún era oscuro, y que les esperaba un helicóptero con el rotor en marcha. Hacía algo menos de calor que durante el día, pero la temperatura de seguro no bajaba de los veinticinco grados; así que el hecho de ir desnuda y descalza no le supuso mayor problema. Aunque los dos pilotos, al verla llegar con la cara colorada, supusieron que era por su desnudez, y se pusieron a reír mientras uno de ellos le colocaba una capucha de tela negra sobre la cabeza, cerrada alrededor de su cuello y que no le permitía ver nada; y luego, sujetándola de un pecho mientras la empujaba por las nalgas, la subió al asiento trasero, donde le puso el cinturón de seguridad.

El aparato despegó poco después, algo que Elena notó tanto porque el ruido del motor se incrementó como por la sensación de elevarse que sintió, y voló por espacio de una media hora. Cuando volvieron a descender también lo notó claramente, y sobre todo cuando tocaron tierra, pues el helicóptero lo hizo con cierta brusquedad. Al poco, y mientras oía el ruido del motor a escaso régimen, igual que cuando se había subido, unas manos le soltaron el cinturón y la bajaron del aparato, esta vez sujetándola de un pecho y de su sexo. Luego la llevaron, caminando sobre lo que parecía ser cemento o asfalto, hasta que tuvo que volver a subir unas breves escaleras; al final de las cuales una mano se posó sobre su cabeza, haciéndola agacharse un poco. Y luego siguieron guiándola, sobre un suelo enmoquetado, hasta otro asiento muchísimo más confortable que la banqueta trasera del helicóptero, donde la sentaron con las piernas bien abiertas; mientras una voz masculina le decía que no se moviera, y que siguiera en silencio absoluto. Lo que ella obedeció, para poco después comprender dónde estaba; pues escuchó el inconfundible sonido del reactor de un avión arrancando, y poco después unas manos le colocaron otro cinturón de seguridad. Oyó enseguida como arrancaba otro reactor, y como aceleraban los dos, haciendo vibrar su asiento; luego el avión se movió y, minutos más tarde, notó como despegaban.

Mientras Elena adivinaba todo eso su nuevo dueño, sentado frente a ella y vestido con un elegante traje azul marino, la contemplaba con lujuria; pues desde que Malena era una niña a la que le empezaban a crecer los pechos que había soñado esperando este momento, y finalmente había llegado. A su mente vinieron tantos recuerdos… Pero sobre todo uno: aquella vez que, pretextando un error, había entrado en la habitación de ella mientras se ponía el bañador, y la había pillado desnuda, contemplando en el espejo como había cambiado su cuerpo de adolescente. Ahora, estaba claro, era una mujer hecha y derecha, de pechos grandes y llenos; con una vulva muy hermosa, de labios rectos y bien formados. Y aunque estuviera sentada, era evidente que su cuerpo era muy esbelto y estaba perfectamente proporcionado, seguramente gracias a muchas horas en el gimnasio y mucho deporte. Pero lo mejor viene ahora, pensó; con una sonrisa de oreja a oreja, Javier se levantó, desató la capucha de la chica y, de un tirón, se la quitó.

Cuando Elena recuperó la visión se dio cuenta de que su suposición era correcta, pues se encontraba dentro de un reactor particular, de negocios; pero lo que más la sorprendió fue ver, justo frente a ella, al socio de su padre, Javier Medina, flanqueado por otros dos hombres enormes. Socio y amigo íntimo, de toda la vida, pues desde que ella tenía memoria Javier y su mujer Ana eran visitantes asiduos de su casa, y sin duda los mejores amigos de sus padres; y precisamente con su padre Javier había fundado el bufete Sotillo & Medina, que con el tiempo había llegado a ser uno de los más influyentes del país. Así que su primera reacción fue de sorpresa, pero enseguida cambió a una de alegría; cerrando las piernas para ocultar su sexo, y alzándolas hasta el pecho para tratar de tapar también la visión de sus senos, sonrió y dijo:

  • Javier! Por Dios, qué alegría verte! Te ha mandado mi padre, verdad? Ahora lo entiendo; ha sido él quien me ha comprado, para rescatarme, no? Claro, por eso mi comprador pujó hasta el final, y estaba dispuesto a pagar por mí lo que fuera… Gracias, mil gracias! Pero por favor, ahora desátame y dame algo de ropa, que ya debemos estar fuera del alcance de esos animales.

La reacción de Javier, ahora sí, le sorprendió como nada lo había hecho en su vida hasta entonces. Pues sin decir palabra, pero con la misma sonrisa que exhibía desde que le quitó la capucha, se inclinó hacia ella y, agarrando entre el pulgar y el índice derechos su pezón izquierdo, comenzó a apretarlo cada vez con más fuerza, hasta arrancarle un gemido de dolor.

  • Malena, por favor, empieza por devolver las piernas a la posición en la que te habíamos colocado; me encanta disfrutar de la visión de tu coño, sobre todo estando tan bien depilado. Y recuerda que has de guardar silencio. No me obligues a hacerte más daño del que no me quedará más remedio que hacerte, te lo suplico.

La sonrisa ya se había borrado de la cara de Elena desde que Javier comenzó a apretarle el pezón, pero al oír aquellas palabras su alegría terminó de esfumarse. Poco a poco, y enrojeciendo otra vez como una colegiala, bajó los pies al suelo, y una vez allí separó las piernas hasta volver a la misma posición en que la habían sentado en la butaca: tanto las rodillas como los pies apoyados en los laterales, y el trasero un poco adelantado, para así ofrecer la mejor visión posible de su sexo. Conforme iba adoptando la postura la presión de los dedos de Javier fue disminuyendo, y finalmente soltó su pezón y se fue a sentar en la butaca justo frente a ella.

  • Tienes razón, o casi, en una cosa: te he comprado yo. Pero no ha sido para rescatarte, ni mucho menos; de hecho, mi intención cuando termine con lo que voy a hacer es revenderte, de nuevo a través de la Organización. De la que soy miembro hace tiempo, sabes? Si, ya se que en la reventa perderé dinero, pero te necesitaba a ti al precio que fuera. No te voy a aburrir con los detalles, pero el caso es que necesito que tu padre haga algo que a mí me hará ganar muchos millones. Pero que él, sin un poquito de presión, jamás haría ni me dejaría hacer; es demasiado íntegro. Así que, pensé, qué mejor presión que mandarle cada poco vídeos de su linda hijita siendo torturada, o violada? Y ha sido un verdadero golpe de suerte, porque yo no te mandé secuestrar, créeme; los hombres que la Organización tiene en Madrid te escogieron a ti por casualidad, pero cuando se te llevaron lo primero que hice fue preguntarles si te tenían en el catálogo. Y, bingo! Resultó que sí. Ahí nació mi plan… Pero en fin, lo único de él que a ti te interesa es que este avión nos llevará a un destino que nunca conocerás, en el que unos hombres se dedicarán a hacerte sufrir tanto como quieran y puedan. Y que, cuando hayan acabado, tú volverás a tu destino inicial: ser la puta de algún ricachón como el que, durante la subasta, parecía tan interesado en comprarte. Por cierto, espero que dentro de algún tiempo siga estándolo; igual así recupero mi cuarto de millón.

Para cuando Javier acabó su discurso Elena estaba llorando a moco tendido, mientras gemía y le suplicaba piedad, apelando a sus muchos años de amistad; pero eso no hizo la menor mella en él. Por el contrario, Javier empezó a notar una excitación creciente, como hacía años no experimentaba; para su sorpresa estaba bastante erecto, algo que hacía bastante que no lograba sin, como él decía, “ayuda química”. Así que esperó un poco, hasta que Elena se calmó y sus lloros se redujeron a sollozos, y entonces le dijo aquello que había soñado tanto tiempo con poder decir algún día.

  • Nos queda bastante rato de vuelo, así que voy a aprovecharlo para hacer lo que no he dejado de desear desde que eras una adolescente: follarte. Ahora te soltarán mis hombres, y puedes elegir de qué modo lo haremos: por las buenas, o por las malas. Si es por las buenas te penetraré solo yo, y por delante nada más; pero si he de pedir a mis hombres que te sujeten, cuando yo acabe te follarán ellos, por delante, por detrás y en la boca. Tú me dirás qué prefieres, pero te advierto de que esos dos son unos auténticos animales…

XV

Mientras, ayudada por otra mujer igual de desnuda y encadenada que ella, empujaba una vagoneta cargada de rocas hacia la entrada de la mina, Yolanda no podía dejar de pensar en aquel absurdo incidente. Además, claro, de en lo mucho que le dolían los golpes recibidos, repartidos desde su espalda hasta las corvas. Era como si su subconsciente hubiese reaccionado, ante la mención a su supuesta debilidad, como lo hacía de adolescente. Pues, aunque ella se consideraba muy proporcionada, lo cierto era que de más joven había sido objeto de muchas burlas por su delgadez; incluso, se confesó a sí misma, esa fue la razón principal por la que se convirtió en policía. Pero eso ya había quedado atrás: a sus veinticinco años, midiendo un metro sesenta y cinco y pesando algo más de cincuenta kilos, se consideraba bien proporcionada; delgada, eso sí, pero con las curvas en su sitio. Pues estaba muy orgullosa de sus pechos en forma de pera, no excesivamente grandes pero perfectamente colocados, y duros como rocas; y lo mismo de sus nalgas, del tamaño justo y tentadoramente redondeadas.

Tan absorta estaba en sus pensamientos que se llevó un latigazo. La vagoneta que empujaban había llegado a una bifurcación, y el guardia que las acompañaba les indicó que parasen, para cambiar las agujas de la vía; lo que su compañera de fatigas hizo al instante, pero ella no. Hasta, claro, que recibió el impacto: el látigo, no excesivamente largo, golpeó de lleno en el centro de su espalda, la cruzó de izquierda a derecha y fue a terminar su recorrido justo sobre sus dos pechos, haciéndolos saltar en todas direcciones. Yolanda soltó un aullido de dolor y, al levantar la vista, vio que su compañera había quedado unos pasos atrás; por lo que dejó de empujar y detuvo la vagoneta. Pero, para su desgracia, no antes de que el guardia hubiera vuelto a soltar el brazo; esta vez el latigazo cruzó las nalgas de la chica, y terminó pegando en su vientre, cerca de la quemadura protegida por el apósito pero para su suerte sin tocarla. Ya no le hizo falta más: con otro grito desesperado apartó su cuerpo desnudo y dolorido de la vagoneta, y se colocó junto a la otra mujer.

  • Qué esperáis, estúpidas? Retroceded la vagoneta unos metros, luego modificáis el cambio de agujas, y seguís empujando por la vía correcta. Tengo que seguir pegándoos? O queréis que dé parte, y esta noche os castiguen?

Su compañera le miró con cara de horror, y Yolanda comprendió que lo mejor era callar, obedecer y seguir empujando. Así lo hicieron de inmediato, y una vez completada la maniobra de las vías siguieron sudando detrás de aquel trasto, lleno hasta los topes, en dirección a la bocamina. Se daba cuenta de que, desde los golpes que le dieron en el cobertizo y a diferencia de lo que sintió al entrar en la mina, ya no tenía frio; al contrario, estaba cubierta de sudor desde hacía rato, y eso que solo llevaba algunas horas empujando aquellas pesadas vagonetas. Y agotada, claro; tenía sed, todos los músculos le dolían y no podía dejar de pensar que no sería capaz de aguantar, trabajando así doce o catorce horas, muchos días. Pero el aspecto de su compañera de esfuerzo la animaba un poco; pues era una mujer de casi cuarenta años, con unos pechos enormes y algo caídos, que no parecía estar en su mejor forma física. Y sin embargo allí estaba, empujando el trasto desde primera hora de la mañana; por lo menos llevaría ocho o diez horas haciendo aquello, y a saber cuántos días. Pero aguantaba; aunque sus gemidos y suspiros dejaban claro que tampoco le quedaban demasiadas fuerzas.

María, por su parte, estaba bastante más fastidiada que Yolanda; y eso que era una verdadera atleta, tanto por su larguísimo cuerpo sin un solo gramo de grasa superflua, como porque cuidaba como pocas su preparación física: gimnasia, natación, atletismo, lo que fuera. Incluso judo y kárate. Pero nunca había hecho algo como lo que, desde hacía varias horas, realizaba: con un pico muy pesado golpeaba en las paredes de roca que los guardias le indicaban; arrancando de ellas grandes terrones, y pesados pedazos de roca, que luego metía en una de aquellas vagonetas. Trabajaba junto con otras dos mujeres también desnudas, encadenadas y con iguales picos, y pronto se dio cuenta de que se enfrentaba a tres problemas, a cual peor. El primero el cansancio, sobre todo en los brazos y en la espalda, que mover aquel pesado pico le provocaba. El segundo, casi mayor, el dolor en sus pies, y las heridas que constantemente se hacía en las plantas; debido a que el suelo que pisaba, como consecuencia del esfuerzo de las tres, estaba lleno de esquirlas de roca.

Con ser muy graves, el más duro para ella era el tercero: los guardias. Pues al parecer aquellos animales, demasiado acostumbrados a ver chicas desnudas, se aburrían vigilándolas, y entretenían su tedio a base de azotarlas. Lo hacían, sin embargo, no con látigos sino con fustas de doma, como las que algo antes habían usado con Yolanda; de aquellas que tienen un mango rígido, de algo menos de un metro, y luego un cordel recio de igual longitud, que es con el que el verdugo golpea a su víctima. Pero precisamente por ser un instrumento menos pesado que el látigo era, para María, realmente temible; pues, dado que su golpe sólo dejaba en la piel una marca roja, fina y alargada, que desaparecía a las pocas horas, los guardias se permitían usarlas con mucha frecuencia. Y el escozor en la piel que provocaba su impacto era, sin duda, extremadamente doloroso; sobre todo si, como era el caso con las tres chicas, no solían pasar más de unos minutos entre un azote y el siguiente. Pero es que, además y por las posturas a que les obligaba el empleo del pico, todo su cuerpo quedaba a merced de las fustas de los dos guardias asignados a ellas; así que, para cuando sonó una fuerte sirena y sus compañeras dejaron los picos, María tenía todo el cuerpo cubierto de aquellas estrías finas y rojas, muchas de las cuales habían marcado el interior de sus muslos, e incluso alguna los labios de su sexo.

Cuando salió por fin de la mina, y después de habituar sus ojos a la mayor luz del exterior, observó que en aquella explanada estaban reunidas medio centenar de mujeres; todas por supuesto desnudas, encadenadas y cubiertas de polvo, sudor y sobre todo de golpes, propinados por las fustas de doma. La mayoría de sus compañeras tendría entre los veinte y los treinta y algo años de edad, aunque había excepciones: cuando logró localizar con la mirada a Yolanda se dio cuenta de que, a su lado, tenía a una mujer de unos cuarenta años, no demasiado esbelta. Y ella misma había estado picando las paredes con una chica que, por el aspecto, tendría como mucho los dieciocho; alta, rubia, muy delgada y con unos pechos que aún no habían terminado de formarse. En eso pensaba cuando los guardias encendieron varias mangueras, y comenzaron a regar a las congregadas; las cuales no solo se dejaban mojar para así quitarse el polvo y el sudor, sino sobre todo por aprovechar la ocasión para beber agua. Algo que María, por supuesto, hizo también, agradeciendo en su fuero interno la ducha; y además aprovechó el tumulto de cuerpos desnudos para ir hasta donde estaba Yolanda. Las dos policías, cuando se encontraron y aunque las cadenas que unían sus muñecas se lo dificultaban, se dieron un fuerte abrazo; y, mientras el agua caía sobre sus cuerpos entrelazados, ambas dejaron escapar unas gruesas lágrimas de desesperación.