Priscilla, la inocente
Un extraño ha llegado al oculto Mundo Pintado de Ariamis. Priscilla le pide que se marche, no sin antes saciar la curiosidad de ambos.
El Mundo Pintado de Ariamis. Un mundo en el interior de un cuadro. Un paraje bañado por una eterna nieve. El hogar de todo ser que suponga una amenaza para los Dioses. Una prisión.
En aquellos momentos, un extraño había logrado entrar al cuadro, y ahora vagaba por su interior buscando la forma de regresar, mientras se defendía de todos los peligros que salían a su encuentro. Huecos, seres vacíos, carente de todo salvo un instinto asesino inagotable. Antaño fueron hombres, amenazados por la Marca Oscura, una maldición que exigía a su portador alimentarse de las almas de otras personas, o corrían el riesgo de perder la cordura y volverse salvajes. Ese destino aguardaría al extraño si cedía ante los peligros y moría, una, y otra, y otra, y otra vez…
Sus pasos le llevaron a lo que parecía ser el final del cuadro, una inmensa torre cilíndrica en ruinas, cubierta de nieve, y en el centro de la torre, aquella que todos los Huecos del cuadro veneraban como su señora, que al entrar el extraño en la torre, se alzó amenazante, blandiendo una enorme guadaña, y se dirigió al extraño.
— ¿Quién sois vos? Uno de nosotros no sois. Si habéis llegado a este mundo por error, lanzaos por el precipicio y regresad a casa. Si me buscabais a mí, no os concederé vuestros deseos.
La mujer habló clara, clavando su mirada en el extraño, esperando una respuesta que no llegaba.
— Debéis regresar por donde vinisteis. Este lugar es pacífico, de gentes amables. Os lo ruego, lanzaos por el precipicio y regresad a casa.
Pero el extraño no respondía. Estaba atónito ante la impresionante figura que se mostraba ante él. La mujer era alta, de piel pálida y pelo largo y blanco como la nieve del lugar. Sus ojos verdes, rodeados por unas pequeñas escamas de dragón. Su cuerpo estaba cubierto de un elegante vestido de pelo blanco, y algo que llamó bastante la atención al extraño, la mujer estaba descalza, sus pies descubiertos pisaban con delicadeza la fría nieve, y ahí el extraño detuvo su mirada durante un largo momento.
— ¿Qu… qué miráis? — Digo la mujer, poniéndose ligeramente nerviosa.
— ¿No tienes frío? — Preguntó el extraño, señalando sus pies descalzos.
— Si esto es un truco vuestro para distraerme y atacarme, sabed que es inútil. Estaréis muerto antes de tocarme. — Amenazó la medio dragona, sosteniendo con más fuerza su guadaña ante ella.
— ¡No vengo a matarte! — El extraño lanzó su espada a la nieve, esperando que ese gesto calmase a la mujer — He llegado a este lugar por error, estaba buscando la forma de salir, y mis pasos me han llevado hasta aquí.
Priscilla se relajó y también bajó su arma. Entonces dio la espalda al extraño y señaló un pequeño puente roto situado tras ella.
— Por ahí podréis salir. No os preocupéis, no hay peligro de muerte, lanzaos al vacío sin temor y llegaréis a casa.
Entonces el extraño se percató de algo que hasta entonces había estado oculto, pues sólo había podido ver a la mujer de frente.
— ¡Ti… tienes cola! — Exclamó sorprendido.
— ¿Qué decís? ¿Es la primera vez que veis una cola? — Preguntó Priscilla, volviéndose de nuevo para observar al extraño.
— Bueno… de donde vengo no son precisamente las mujeres las que tienen cola…
— Hmm… — Priscilla caminó rodeando la torre para poder ver la espalda del extraño, sus pies se movían por la nieve con una elegancia casi fantasmal — ¿Insinuáis pues que los hombres sí tenéis? No puedo ver la vuestra.
— Sí, tenemos, pero… no en la espalda.
— Mostradla.
Ante esas palabras, el extraño se puso todavía más nervioso. Lentamente dirigió sus manos hasta la cintura de su armadura y procedió a desatarla, pudiendo así quitarse los pantalones y mostrar a la dragona su “cola”, que estaba ya medio erecta.
Priscilla caminó sorprendida hacia el extraño, y se agachó para poder verla más de cerca.
— Qué extraña… — Dijo, mientras la tocaba con las puntas de sus dedos. — Es muy cálida, y esto que tenéis debajo…
Entonces Priscilla se percató de algo y retiró la mano asustada.
— ¡Está creciendo! ¡Y sobresale algo de la punta!
— Sí, suele pasar cuando alguien me toca como lo acabas de hacer tú… — Dijo el extraño, riéndose. — Y si lo sigues haciendo, al final acaba ocurriendo algo más cálido.
Priscilla se sentó frente al extraño, poniendo sus pies frente a él, y rodeando sus rodillas con los brazos, y miró atentamente el pene del extraño, que seguía creciendo.
— Mostradme qué ocurre — Dijo ella, embriagada de curiosidad.
El extraño entonces rodeó su pene con la mano y se dispuso a masturbarse, bajo la atenta mirada de la dragona. El simple hecho de tener una mujer mirando cómo lo hace ya le excitaba, pero lo que estaba causando que su pene estuviese más duro de lo normal era la visión de sus pies descalzos, blancos y delicados, sobre la blanca nieve.
El extraño siguió masturbándose, aumentando cada vez más el ritmo, mientras Priscilla sonreía y movía los dedos de sus pies, divertida. Por algún motivo estaba disfrutando del espectáculo.
Entonces llegó lo inevitable. El ritmo de la mano aumentó todavía más, y el extraño comenzó a respirar de forma brusca y entrecortada. Priscilla se preocupó, pero no tardo mucho en volver a dirigir su mirada al pene, porque este empezó a eyacular.
El semen del extraño salió despedido con fuerza, y manchó la nieve del lugar, así como los pies y las manos de Priscilla, que reaccionó asombrada al notar el calor de aquel líquido que no paraba de salir de la cola del extraño. No mentía, de verdad era cálido.
— ¡In… increíble! — Exclamó Priscilla, jugando con el semen con sus dedos. — ¡Y vuestra cola está volviendo a su forma! Sois un ser extraño, en verdad.
Unos instantes después, con los pantalones de nuevo abrochados y la espada en su mano, el extraño se encontraba de pie ante el precipicio que Priscilla aseguraba que era la salida, pero antes de saltar oyó la voz de la dragona, sentada de nuevo en el centro de su torre.
— Decidme… ¿Cómo os llamáis?
— No tengo nombre… no recuerdo mi pasado. Tan solo soy un portador de la maldición más.
Priscilla miró apenada a la nieve. Ella también sabía lo que era no tener pasado, puesto que nunca ha abandonado su torre, ni sabe de dónde viene.
— Si volvéis a visitarme… podría concederos un nombre…
El extraño se giró para observarla, sentada en el suelo, tan blanca como la nieve, con las manos posadas sobre sus pies, dirigiéndole una cálida mirada desde sus ojos de dragón verdes.
— Lo prometo. — Dijo el extraño, sonriendo, antes de lanzarse al oscuro vacío.