Princesa Nazaret (4 de 4)

Nazaret regresa a casa y se reencuentra a solas con su hermano. Ella le hace una proposición inesperada.

Nazaret volvió a tirar el palo de madera por el jardín y Arty rápidamente fue a buscarlo.

—Qué perro tan bueno —le susurró con cariño—. Mi mamá se ha ido al cielo pero antes de morir me ha dado el mejor regalo del mundo: tú. —Le dio un beso. Arty ocupaba tres veces el tamaño de la niña.

Tras una esquina, Jorge apareció montado en su bicicleta.

—¿Qué haces, ‘Enana cara de rana’? —dijo.

—No me llames así —respondió indignada.

—Si es lo que eres —se burló—. ¿Cómo te gustaría que te llamase entonces?

Nazaret miró hacia arriba, pensativa.

—Algo más bonito. Princesa, por ejemplo.

—¿Princesa? —Jorge soltó una carcajada—. Jamás te llamaré así. Te llamaré ‘hermanastra’.

Nazaret se tapó lo oídos.

—¡No! Es una palabra muy fea.

—¡Soy tu hermanastro!, ¡hermanastro!, ¡hermanastro! —repitió divertido Jorge para hacerla rabiar. Nazaret hizo un amago de sollozo.

A continuación Jorge cogió el palo con el que Nazaret había estado jugando con Arty.

—¿Quieres jugar con Arty? Tírasela. Ya verás como te trae el palo rápido —dijo Nazaret encantada de poder hacer las paces con el chico. Le había aparecido una tímida sonrisa.

Jorge miró avieso al perro de Nazaret y luego lanzó el palo por encima del tejado de la casa.

—Qué perro más perezoso y miedica. No va a buscarlo… —soltó con sorna. Luego volvió a montarse en la bici—. Adiós, hermanastra. Voy a dar otra vuelta por ahí.

—¡Eres malo! ¡Te odio! ¡Ojalá fueses como Arty! —le gritó mientras se alejaba.

Nazaret empezó a llorar desconsoladamente. Su mascota se le acercó y comenzó a lamerle el rostro.


Jorge llevaba un buen rato a oscuras. Nada más escuchar el sonido de unas llaves, miró instintivamente el reloj digital contiguo a la cama; eran casi las tres de la madrugada. Luego tragó saliva, respiró hondo y esperó su momento. Cuando Nazaret traspasó el umbral de la habitación, el chico corrió hacía ella y empezó a besar sus zapatillas con fervor. Las observó detalladamente mientras lo hacía: sus suelas eran de caucho y el tejido azul marino. Sus cordones, trazados con simetría, eras poseedores de un blanco impoluto. A su hermana le quedaban perfectos.

—Ya basta, Arty.

Nazaret salió de la habitación y se dirigió al comedor. Jorge le siguió a la zaga. Cuando la joven se sentó en el sofá, él permaneció de pie.

—Quítame las zapatillas.

—Sí, princesa Nazaret.

Jorge dobló su cuerpo y se inclinó hacía su hermana. Seguidamente deshizo los cordones de sendas zapatillas y sujetó con sus manos el talón y la punta de una de ellas. Luego hizo fuerza y la extrajo con meticulosidad del pie. Después hizo lo propio con la otra zapatilla. Un delicado efluvio hizo acto de presencia. A Jorge le pareció exquisito.

El chico examinó los pies de su hermana y al momento quedó prendado de ellos. Al igual que las uñas de las manos, las de los pies también estaban pintadas de un vivo turquesa.

Nazaret alcanzó una de sus zapatillas y la colocó justo delante de su hermano.

—Huele su interior —mandó.

—Sí, princesa Nazaret.

Acto seguido, Jorge se inclinó todavía más e introdujo su nariz por el orificio del calzado de su hermana. Rápidamente, sintió cómo esta apoyaba uno de sus pies sobre su cabeza, presionándola hacía la zapatilla. Lo mantuvo así durante un largo minuto, suficiente para que su hermano pudiese responder sin problemas a la pregunta que le tenía preparada.

—¿A qué huele? —inquirió.

—Huele a rosas, princesa Nazaret.

—¿A rosas? ¿En serio?  —respondió la joven. Luego asió la misma zapatilla y la olfateó durante un par de segundos—. Yo creo que huele más a queso que a otra cosa —dictaminó divertida. Ven, acompáñame.

El móvil de Nazaret sonó. La chica se irguió del sofá y se paseó descalza por la casa mientras hablaba a través del aparato. Era evidente que su interlocutor no podía ser otro que Álvaro. Se veía a la legua que ambos estaban muy enamorados. Al finalizar, la chica se dirigió a su habitación seguido por su hermano. Al llegar a la altura de la cama, le ordenó que no superase el umbral.

—Ahora cierra los ojos y no los abras hasta que yo te lo diga, ¿entendido?

—Entendido, Princesa Nazaret.

Hubo un silencio. Luego Nazaret volvió a dirigirse a su hermano.

—No te preocupes por lo de esta tarde, Arty. Allí nadie nos conocía y la mayoría de gente que nos ha visto eran turistas extranjeros que en un mes estarán a miles de kilómetros de aquí. No tenemos intención de volver a pasarnos por el local del salido ese —dijo refiriéndose a Jim.

Jorge se sintió aliviado.

—Hoy te has portado muy bien. Como siempre. Estoy muy orgullosa de ti.

—Gracias.

—Te quiero mucho, Arty, nunca lo dudes;  pero a mi manera. No puedo quererte de otra forma; es lo que te mereces. Ha pasado tanto entre nosotros… Ahora abre los ojos.

Jorge los abrió y contempló a Nazaret. Se había deshecho de sus pantalones y su camiseta. Permanecía de pie en ropa interior junto a la cama. La chica le lanzó una hermosa moneda agujereada de plata que él alcanzó con reflejos.

—Lánzala al aire. Si sale ‘cara’ olvídate de tus tres últimas semanas de vacaciones: no te daré permiso para ir a la playa, echarás una mano a los padres de una amiga mía con la mudanza de su enorme chalet y ayudarás a Álvaro a aprobar las asignaturas que le han quedado para septiembre hasta que empieces a trabajar; si sale ‘cruz’, te librarás de todo lo anterior y me quitaré una de las dos piezas de mi ropa interior, la que tú elijas.

Jorge tragó saliva y lanzó la moneda hacia arriba. Luego cerró los ojos, entrelazó los dedos y rezó con todas sus fuerzas. Al chocar la moneda con el suelo, entreabrió los ojos y observó el veredicto.

—Las bragas o el sujetador. —Oyó decir a Nazaret.


Jorge empezó a rumiar la respuesta. Jamás había visto a su hermana desnuda, y esa era una oportunidad de oro para descubrir buena parte de los misterios de su cuerpo.

—Arty, ¿te decides o nos vamos a dormir? —le conminó Nazaret bostezando, simulando impaciencia.

Jorge inspiró enérgicamente para contener fuerzas antes de responder.

—Me gustaría que te quitarás el sujetador.

Nazaret le miró fijamente.

—¿El ‘suje’? —dijo sorprendida—. ¿Estás seguro?

—Sí, princesa Nazaret —respondió tímidamente el chico—. Creo que es lo que a ti te hubiese gustado que hubiera elegido: que me quedase con las ganas de ver lo que más deseo en este mundo.

—Pues sí que me conoces bien —soltó Nazaret sonriendo a la vez que empezaba a manipular con los dedos la parte trasera de su sujetador.

Jorge aprovechó para observar con más detenimiento la ropa interior de su hermana. Las dos piezas eran negras, y poseían un exquisito borde de encaje granate. El coqueto sujetador realzaba sus ya de por sí sinuosos pechos. Jorge jamás los había visto, pero intuía de sobras sus generosas proporciones. Las braguitas, de cintura baja, estaban adornadas con un pequeño lacito rosa. El chico observó con nerviosismo el  ombligo virgen de su hermana. Esta le confesó días atrás que, para el cumpleaños de Álvaro, en un par de semanas, tenía pensado hacerse un piercing. Su pene empezó a desbocarse.

Nazaret fue quitándose el sujetador antes la mirada ensanchada de su hermano. Cuando por fin se libró de la pieza, observó con detenimiento a su hermano, que la contemplaba con los ojos bien abiertos.

—Son preciosos —atinó a decir su hermano—. A veces tengo el convencimiento de que jamás podría estar a tu altura; ni en sueños. De que eres superior a mí. Infinitamente… —balbuceó.

—Qué exagerado. ¿De verdad piensas que soy superior a ti? —preguntó Nazaret asombrada.

—A veces sí lo pienso.

Nazaret se sintió halagada.

—¿Sabes qué pienso? Que Álvaro, yo y tú formamos un triángulo perfecto.

Nazaret lo observó fijamente. Cuando Jorge lo descubrió agachó la cabeza de inmediato. La chica prosiguió.

—Me encanta ponerte a prueba, descubrir qué estarías dispuesto a hacer por mí. Cada vez que saltas una barrera que te pongo delante, más orgullosa estoy de ti y más te quiero. Dime, Arty, ¿tienes límites para mí?

Jorge no dijo nada. Si aquellos límites existían, todavía no los había descubierto. El chico no podía dejar de observar los pechos de su hermana. No había ni rastro de flacidez en ellos. Eran exquisitamente tersos, sinuosos, y generosos. Sus pezones, bien definidos, tenían una tonalidad rosada que los hacía extremadamente irresistibles.

—Quiero que acaricies mis tetas. Que pasen los meses y sigas añorando desesperadamente su tacto —dijo Nazaret.

A su hermano se le erizó la piel. No podía creer que esto le estuviese pasando a él. Su inquietud era evidente.

—Ven, dame las manos.

Jorge obedeció a su hermana y le ofreció las manos. Ella las agarró. Eran más pequeñas que las de él, pero mucho más suaves y bonitas. El turquesa de sus uñas le quedaba de miedo. Su calidez provocó en su hermano un escalofrío. Nazaret las aproximó a su pecho. El pene de Jorge persistía indómito.

—A Álvaro le gusta agarrarlas y hundir sus dedos en ellas. Es muy ardiente e impulsivo —se sinceró la joven—. Eso me excita muchísimo, pero a ti no permitiré hacer eso. Tú las debes tocar con el máximo cuidado y delicadeza sobre la superficie, sin presionarlas. Como si fuese lo más frágil del mundo y pudieran dañarse fácilmente al tacto.

Finalmente, Nazaret posó las yemas de los dedos del chico sobre sus pechos. Jorge empezó a respirar hondo. Tras varios temblores y convulsiones al fin se relajó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Nazaret sin entender nada.

—Lo siento, princesa Nazaret —atinó a decir Jorge completamente derrotado.

Miró a Jorge. Se había ruborizado muchísimo. Luego miró su entrepierna y lo comprendió todo.

—¡Pero si ni siquiera has llegado a tocarme los pezones!  —manifestó perpleja—. Creo que me he pasado con todo esto. Era demasiado para ti —concluyó decepcionada—. Arty, ve al baño y límpiate, anda—. Luego apoyó un pie sobre uno de sus muslos, examinó su planta y añadió—: Cuando vuelvas tráete una palangana que vas a lavarme los pies.


Mientras Jorge enjabonaba los pies de Nazaret, esta no paraba de reírse con ganas. Sin duda rememoraba el embarazoso —y cómico a la vez— episodio que le había sucedido minutos antes a su hermano. Este acabó por sonreír también. Cuando secó sus pies los besó y se dispuso a salir de la habitación con la palangana llena de agua a cuestas. Nazaret se lo impidió.

—Voy a darte otra oportunidad. No quiero que te vayas así a la cama. —Nazaret volvió a lanzarle la moneda agujereada. Esta vez cayó en el interior del recipiente que el chico sujetaba. La recogió del agua enjabonada—. Si sale cara me besarás el trasero hasta que me quede dormida. Si sale cruz te irás a la cama y mañana será otro día.

Jorge volvió a lanzar la moneda; esta vez cayó sobre la cama de Nazaret. Jorge se aproximó para comprobar el resultado. Al verlo se desilusionó.

—Otra vez será, Arty. Buenas noches.

—Buenas noches, princesa Nazaret. Te quiero mucho. Te adoro.

Cuando Jorge regresó a su habitación, se imaginó lo excitante que hubiese sido besar el culo de su hermana a través del algodón elástico de aquellas braguitas negras. Salvo aquel día, su hermana jamás le había permitido tocar ni ver ninguna zona de su cuerpo que ocultase su ropa interior. Posiblemente pasarían meses antes de que volviese a surgirle una oportunidad similar; era terrible.

Se tumbó sobre su lecho y hundió su cara en la almohada; inspiró profundamente y obtuvo una maravillosa recompensa: la esencia de Nazaret. “La siesta”, recordó. Luego olfateó toda la cama hasta que fue vencido por el sueño.

FIN