Princesa Nazaret (1 de 4)

Nazaret tiene totalmente sometido a su hermano Jorge (hermanastro, pero ella odia esa palabra). La madre del chico no tiene más remedio que aceptar las humillaciones que la chica infringe a su hijo en su propia casa.

Jorge golpeó la puerta de la habitación educadamente antes de entrar. Al hacerlo, vio a su hermana sentada de espaldas a él en el escritorio. Estaba pegando en una carpeta fotografías de sus cantantes favoritos.

—Me voy, princesa Nazaret.

—¿Adónde? —preguntó la muchacha ásperamente, sin girarse siquiera hacia él, y continuando con su tarea.

—He quedado con ‘el Trompeta’ y ‘el Rambo’ para tomar una copas.

Nazaret frunció el ceño.

—¿Y quién va a cepillarme el pelo esta noche? No, no vas a ninguna parte. No te doy permiso.

Jorge torció el gesto.

—¿Por qué no?

—Porque no y punto. No quiero que salgas nunca más con esos idiotas. No te convienen.

—Es el cumpleaños de la novia del ‘Trompeta’—insistió—. Por favor. Ya les he dicho que iría, princesa.

—Pues les llamas y les dices que no puedes.

—Sí, claro. ¿Y qué excusa les pongo?

—Muy sencillo: les dices que no te va bien quedar porque esta noche tienes que cepillarle el pelo a tu hermana pequeña.

—Pero cómo les voy a decir eso. ¡Pensarían que soy un pusilánime! Va, entra en razón, princesa —dijo Jorge con desesperación.

—Esta noche te quedas en casa. Eres mi hermano y no voy a permitir que te eches a perder por ir con esa panda de chulos.

—No eres mi hermana. Eres mi hermanastra

Nazaret se irguió como un resorte, se giró y abofeteó a su hermano.

—¡Jamás, vuelvas a pronunciar esa palabra! —bramó la muchacha—. ¡Es horrible!

—Lo siento, yo no quería

—Ahora llama a esos memos y diles que no vas.

—Sí, princesa —susurró Jorge apesadumbrado.

Una vez colgó el teléfono, Nazaret volvió a dirigirse a su hermano.

—Saca el cepillo. Está en el último cajón del armario —dijo mientras se levantaba para coger el espejo que descansaba sobre la mesita y se sentaba sobre un taburete, volviéndose a poner de espaldas a su hermano.

Jorge se inclinó resignado para abrir el cajón. Luego agarró el cepillo con el mango. Era rosa excepto las púas, que eran negras.

—Ahora asegúrate de que todo mi pelo está fuera.

Jorge, apenas podía hablar. Estaba a punto de llorar. Agrupó suavemente el cabello de su hermana a la altura del cuello, rodeándolo con una de sus manos y separándolo del camisón. Nazaret le vigilaba a través del espejo.

—Bien. Comienza a cepillarme —ordenó.

Jorge comenzó a cepillar el pelo de su hermana. Era claro y largo, muy largo. El chico empezó a sollozar.

Su hermana le observaba desde el espejo. Jorge tenía un enorme temperamento y mucho carácter. Era casi imposible de domar. Pero con ella se contenía. A pesar de que casi nunca lo hacía, en aquellos momentos lloraba como un niño. Jorge tenía un respeto por Nazaret casi reverencial.

—Pero qué bruto eres —le espetó su hermana—. Para ti mi pelo es seda, ¡¿entendido?! Más suave. Un niño de parvulario lo sabría hacer mejor que tú. Y lloraría menos.

Nazaret cerró los ojos y notó como a partir de ese momento su melena fue tratada con más suavidad.

Jorge honró el pelo de su hermana hasta que esta empezó a bostezar por el sueño. Hacía tiempo que había dejado de llorar. Cepillar el cabello de Nazaret le había relajado por completo. Su hermana le pidió que volviese a dejar el cepillo en el armario y le trajese un vaso de leche fresca. Cuando apuró la última gota, se limpió los labios con la camiseta de su hermano la cual había estrenado hoy.

—Mañana tírala a la basura. Esa camiseta solo la llevan los macarras.

—Sí, princesa Nazaret.

Cuando su hermano estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta su hermana ya estaba tumbada en la cama.

—¿Sabes que lo hago por tu bien, no?

—Claro, princesa Nazaret. Te quiero. Buenas noches. Qué sueñes con cosas buenas.

—Yo también te quiero —susurró una vez hubo salido su hermano.

Aquella misma noche“el Trompeta” y “el Rambo” murieron en un accidente de tráfico. Iban hasta arriba de cocaína.


—¡Ya estoy en casa!

Nada más entrar, un delicioso olor proveniente de la cocina la embriagó. Estaba hambrienta y no era para menos: eran casi las dos de la tarde y no había probado bocado desde la pausa del almuerzo de su trabajo. Se dirigió a la cocina y encontró a su madrastra en su interior. Nada más verla se acercó para darle un beso.

—Hola Carmen. Qué bien huele lo que estás cocinando. ¿Son macarrones?

—Hola, guapa. Son ‘spaghetti alla carbonara’ —respondió cómicamente poniendo acento italiano y  devolviéndole el beso—. ¿Te gustan?

—¿Que si me gustan? ¡Me encantan! Además, ya sabes que para mí todo lo que cocinas está riquísimo. Además, hoy vengo con un hambre terrible. Me comería una ballena entera —dijo abriendo la nevera y extrayendo una botella de agua.

—Qué exagerada eres, Nazaret. Y también qué amable. Así da gusto. —Carmen sonrió—. Bueno, cuéntame, ¿qué tal tu cuarto día como monitora? ¿Cómo se han portado los críos?

—Bien, son muy buenos. Lo que ocurre es que no paran quietos y desde las nueve yo tampoco he parado de acompañarles en las actividades. Y con el calor que hace… —La joven se secó el sudor de la frente con el antebrazo.

—Normal. Estamos a mediados de julio.

—Menos mal que ya es viernes y hasta el lunes no tengo que trabajar.

Nazaret asintió y bebió un largo trago de la botella.

—¿Dónde está Arty?

Carmen torció el gesto.

—Por el amor de Dios, hija. No le llames así —le reprendió—. Desde que te fuiste, solo ha salido dos veces de tu habitación. Lleva encerrado allí  toda la mañana.

—Tal como le mandé —soltó con normalidad—. Tu hijo es muy obediente. Estoy muy orgullosa de él.

Carmen la miró con el ceño fruncido sin decir nada. Nazaret esperaba su típica  reprimenda.

—¿No me vas a regañar?

—¿Para qué? No he parado de hacerlo estos últimos años y no ha servido de nada. Haced lo que queráis —decidió derrotada—. Además, él ya es mayorcito para saber lo que hace. Mucho más que tú.

—Pues sí. Mucho más —dijo Nazaret con una sonrisa triunfal.

La mujer advirtió de inmediato el semblante victorioso de su hijastra.

—Pero no te equivoques conmigo, jovencita. Lo acepto pero no estoy nada de acuerdo con vuestra forma de relacionaros.

—Carmen, soy una buena influencia para él: gracias a mí ya no fuma ni bebe alcohol, ha dejado de lado al grupo de macarras estúpidos con el que solía relacionarse, colabora muchísimo más en las  tareas domésticas y es más cariñoso contigo.

Carmen asintió, pero no quiso dar su brazo a torcer.

—Es verdad que en algunos aspectos le has ayudado a ser mejor, pero no olvides que es tu hermano, no tu criado.

—Sí, Carmen. Además, ya sabes que lo adoro. Solo que me gusta ponerlo a prueba para comprobar lo mucho que me quiere —respondió Nazaret con cara de ángel. Acto seguido, y sin tiempo para que su madrastra pudiese reñirla, añadió—: con tu permiso por a saludarle.

Nazaret cruzó el pasillo contiguo y se dirigió como una flecha a su habitación. La pareja de su padre la siguió a tientas con la mirada. Cuando la joven abrió la puerta, Carmen observó a su hijo arrodillado y sin despegar la mirada del suelo. Acto seguido se acercó a los pies de su hermana. Nazaret cerró la puerta tras de sí.


Carmen llevaba varios minutos hablando a través del teléfono inalámbrico de la casa.

— (…) . ¿Así que este lunes? Me alegra escuchar eso (…) . Sí, estamos todos bien (…) . Los chicos bien. Aunque tu hija hace lo que quiere con su hermano, ya la conoces (…) . Para nada. Nazaret es una especie de Cleopatra para Jorge (…) . Te hace mucha gracia, ¿no? Pues a mí ni pizca. Le tiene totalmente dominado (…) . Exagerada dice (…) . Sí, ahora están los dos en la habitación de la niña (…) . Vale, ahora te la paso, así le cuentas la noticia. Seguro que le hará mucha ilusión (…). Sí, pero oye,  no la entretengas mucho que estará cansada y estamos a punto de comer (…) . Sí, yo también (…) . Besos. Te quiero.

Carmen dirigió sus pasos hacía la habitación de Nazaret. Estaba muy feliz. Había tenido mucha suerte al encontrarse con Pablo, su pareja, un empresario al que únicamente podría reprocharle que viajara demasiado, siempre por asuntos de negocios. Al llegar a la puerta la golpeó suavemente con los nudillos de la mano.

—Nazaret, ¿se puede?

—Claro, Carmen. Pasa.

Al entrar, se quedó boquiabierta. Allí estaba su hijastra, sentada descalza en un lado de la cama, con su pantalón deportivo que le llegaba a las rodillas y su camiseta de tirantes sin mangas. Tenía erguido uno de sus brazos. Jorge, entretanto, le lengüeteaba la axila inclinado.

—¡Oh, cielo santo! —susurró Carmen con un hilo de voz, poniendo cara de repulsión.

Nazaret se dirigió a ella tras ver su reacción:

—Llevo toda la mañana sin parar de correr y jugar con los niños. Esto me relaja y refresca. Además, fíjate en tu hijo. Lo está pasando mejor que yo.

Carmen observó a su hijo. Mirándole daba la sensación que en la axila de Nazaret hubiese untado un dulce y delicioso pastel de vainilla que su lengua no paraba de atacar desesperada. La cara de Jorge más que un poema relataba el final de una historia feliz.

Al ver que su madrastra seguía sin responder, Nazaret carraspeó.

—¿Querías algo? —dijo.

—Ah, sí —dijo la mujer logrando salir de su estupor—. Tu padre está al teléfono. —Le alargó el inalámbrico—. No te entretengas mucho. A las dos y media quiero veros a los dos a la mesa.

—Sí, Carmen.

A continuación, la mujer volvió sobre sus pasos y cerró la puerta de la habitación desconcertada.


— (…). ¡Qué bien, papá! Tú el lunes y los tíos y la prima la otra semana (…). ¡Qué ganastengo de volver a verles! Ha pasado tanto tiempo (…). Sí, pues seguro que la prima Idaira estará hecha toda una mujercita. Qué mala era, ¿recuerdas? (…) . —Nazaret miró las agujas de su diminuto reloj de pulsera—. Oye papá, te tengo que dejar que en nada vamos a empezar a comer (…) . Estoy deseando ver esos regalos. Seguro que nos encantarán (…) . Yo más a ti papi (…) .  De tu parte (…) . Besos, adiós.

Nazaret, colgó confusa.

—Saludos de parte de mi padre. Viene el lunes, y mis tíos y mi prima de las islas la semana siguiente.

Jorge asintió y siguió a lo suyo.

—Arty, ¿puedes creerte que mi padre me haya llamado Cleopatra al despedirse de mí? Qué raro… como si nos pereciésemos en algo… —Nazaret alzó su otro brazo y aproximó su rostro a la axila. Al hacerlo arrugó la nariz y torció al gesto—. Puag —susurró. A continuación se volvió a Jorge—.  Ahora la otra, que falta le hace.


Carmen lavaba los platos. Los chicos, que la habían ayudado a recoger la mesa, estaban ahora en el comedor. Tenían la costumbre de tomar el postre mientras veían la tele. En la cocina únicamente escuchaban la radio. Jorge accedió a la cocina con dos platos de plástico: cada uno de ellos contenía la cáscara de varios trozos de sandía. Jorge tiró las cáscaras y las pocas pipas que había a la basura. Luego depositó los platos en el fregadero.

—¿Habéis quedado bien?

—Yo sí, mamá. ¿Quedan cerezas?

—¿Cerezas? Creo que no. Anoche me comí las que quedaban.

—Es que a la princesa Nazaret le apetecen. Voy a vestirme y bajar un momento al supermercado.

Carmen dejó el plato que estaba lavando y miró a los ojos a su hijo.

—Oye, hijo, está bien que quieras tanto a tu hermana, pero a veces tengo la sensación de que se está aprovechando de ti. ¿Por qué no va ella? ¿Acaso no tiene piernas como tú? Con el calor que hace ahora en la calle

—A ella le da pereza. A mí no. Además me encanta ayudarla.

—Ya lo veo —dijo indignada—. Incluso la llamas princesa, como si fuese Grace Kelly.

—¿Quién?

—Nadie. Ya se lo comenté a tu hermana nada más llegar a casa: haced lo que os de la gana. Ya sois mayorcitos, sobre todo tú. Si eres feliz siendo su esclavo allá tú… —Jorge frunció el ceño—. Anda hijo, corre a comprarle las cerezas a tu hermana, no vaya a ser que se agobie por haberla hecho esperar.

El chico obvió la ironía y dirigió sus pasos hacia su habitación.


Carmen irrumpió en el comedor y observó cómo su hijastra holgazaneaba  viendo la tele mientras cogía cerezas de un bol de plástico. Estaba sentada en el sofá, apoyando las piernas sobre la espalda de su hijo, el cual se hallaba a cuatro patas en el suelo. De sus orejas colgaban las dos chanclas de su hermana, dándole un aspecto verdaderamente ridículo y degradante. Uno de los pies de la joven no paraba de acariciar el pelo de Jorge. Desde su posición, Carmen pudo apreciar una ligera capa negra en la planta de sus pies. Era comprensible dado que una de las debilidades estivales de Nazaret era pasearse descalza por toda la casa. Cuando era oportuno, simplemente le pedía a su hijo que se los lavara.

—Chicos, me voy a trabajar —dijo la mujer procurando ignorar lo máximo posible lo que estaba presenciando—. Ya sabéis que no volveré hasta el lunes. Portaros bien, ¿vale?

—Sí, Carmen —le contestó  Nazaret—. Nos vemos el lunes.

—Lo mismo digo, mamá.

Nazaret frunció el ceño.

—No vas a ver a tu madre, la persona que te trajo al mundo, hasta el lunes. Despídete de ella como Dios manda. No seas maleducado.

Jorge se sintió algo avergonzado.

—Con tu permiso, princesa Nazaret —respondió tímidamente.

Seguidamente, retiró las chanclas que pendían de su cabeza, se irguió lo más sutilmente posible, de tal forma que no turbara demasiado el reposo de su hermana, y acompañó a su madre hasta la entrada. Luego le abrió la puerta y le dio un beso.

—Mamá, que no se te hagan muy largos los próximos días. Te quiero mucho. No volvemos a ver el lunes.

Carmen se emocionó. Un aspecto que había mejorado sobremanera gracias en gran parte a Nazaret era la relación con su hijo.

—Yo también hijo. Yo también —le susurró besándole con dulzura.

Cuando Carmen accedió al ascensor, Jorge cerró la puerta de la casa tras de sí, volvió sobre sus pasos hacía el comedor, colocó de nuevo las chanclas de su hermana en sus orejas, y una vez más sintió el peso de las piernas de esta sobre su espalda. En unos minutos las caricias en su pelo cesaron. Giró su cuello para poder mirar a la chica: se había quedado dormida.


Cuando Jorge notó sobre su espalda un leve movimiento que, lejos de cesar, iba incrementando, se despabiló. Escuchó un bostezo y seguidamente sintió un pie de nuevo sobre su cabeza.

—¿Qué hora es?

Jorge inclinó un poco la muñeca a aguzó la vista.

—Son las cuatro menos cuarto, princesa Nazaret. Te has quedado dormida.

—¿Y por qué no me has avisado? En la cama dormiría mejor.

—No quería despertarte.

—Está bien. Tráeme un vaso de agua —exigió la chica bostezando—. Y que esté bien fresquita.

—Como desees, princesa Nazaret.

Jorge se levantó y se dirigió hacia el frigorífico. Cuando Nazaret apuró la última gota devolvió el vaso a su hermano.

—Déjalo sobre la mesa grande de la cocina. Luego vuelve, que me llevarás al baño a hombros —susurró resuelta la joven, como si fuese lo más normal del mundo pedir algo así a su hermano.

—¿Al baño a hombros? —inquirió el chico sorprendido.

—Eso he dicho. Voy a lavarme los dientes. Además, me estoy haciendo pis. No sabes la pereza que me da caminar hasta allí. Todavía estoy medio dormida, ¿sabes?

Cuando Jorge regresó, Nazaret le hizo ponerse de espaldas  y de rodillas delante de ella. Luego montó a horcajadas sobre los hombros de su hermano, flanqueando el cuello del chico con sus dos muslos.

—En pie, Arty.

Jorge obedeció y la llevó hasta la puerta de baño. Allí la esperó de rodillas, tal como ella le había pedido, esperando ser montado de nuevo. Se sintió como pudo sentirse un caballo  amarrado a la puerta de un ‘saloon’ del Lejano Oeste, esperando a que su amo apurase en el interior su copa con toda la placidez del mundo.

Pasados diez minutos, Nazaret salió de baño y volvió a subirse sobre su hermano.

—¿Te llevo a tu habitación para que puedas dormir mejor, princesa Nazaret?

—¿A mí habitación? No es buena idea. —Negó con la cabeza la chica—. Esta mañana he sudado mucho y no quiero manchar las sábanas. Mejor dormiré en tu cama.

Jorge asintió.

—¿Entonces, te llevo a mí habitación?

—Sí, pero antes quiero que me des un paseo por toda la casa. —Nazaret golpeó suavemente las mejillas de su hermano—. Es divertido utilizarte como un caballo, Arty. Es genial.

Los minutos posteriores se sucedieron más rápidamente para Nazaret que para su hermano.

—¿Crees que sería una buena amazona? —preguntó Nazaret tras recorrer varias veces cada rincón de la casa, montada sobre su hermano.

—La mejor, princesa Nazaret —respondió Jorge completamente empalmado—. La mejor.


Jorge atesoró dos ventiladores dispersados por la casa y los colocó en los extremos de la cama. Hacía un calor asfixiante en su habitación y no quería que su hermosa hermana se agobiase. Esta le observaba fijamente faenar tumbada sobre el lecho.

—Que descanses, princesa Nazaret —susurró servilmente Jorge mientras se dirigía a la puerta.

—No, Arty. Quédate.

Jorge se volvió y la miró desconcertado.

—Quiero que me huelas mientras duermo —exigió Nazaret risueña mientras observaba la cara que le se había quedado a su hermano.

—¿Olerte?

—Sí. Quiero que olfatees cada rincón de mi cuerpo pero sin llegar a tocarlo. —Nazaret husmeó su camiseta poniendo cara de asco—.  Después haber estado toda la mañana moviéndome y jugando con niños bajo el sol —añadió perversa.

Jorge marchó sobre su cuerpo una y otra vez, impregnándose de su particular fragancia. Recorrió con su nariz el pelo, el cuello, cada rincón de su camiseta y sus pantalones,  pasando por sus apetitosos pechos, su misteriosa entrepierna, y el celestial valle que formaban sus dos firmes glúteos. También sus axilas y sus pies fueron explorados, así como sus largas piernas y sus brazos desnudos. Pronto aquel olor a sudor, mordiente en su mayoría, le hechizó hasta encadenarlo. Durante unos instantes acercó su nariz a la de ella respirando sus calientes, pausadas y largas exhalaciones. Y las cadenas se fueron haciendo más pesadas para él.

Nazaret, por su parte, ajena al cautiverio al que tenía sometido a Jorge en aquellos momentos, dormía su siesta cual niña buena y despreocupada.


Nazaret seguía rastreando, concentrada. Jorge, a pocos centímetros de su rostro, la observaba expectante y callado. También excitado. Su hermana era tan bella...

Pasados unos instantes, sus ojos azules e intensos, como un cielo despejado en pleno mes de agosto, se clavaron en los de su hermano. Aquella mirada viva, profunda y felina, acompañada de esa mueca reveladora le hizo comprender. El chico sacó la lengua por quinta vez. El mismo número de veces el dedo de su nariz su hermana. Esta lo restregó por el órgano húmedo de Jorge hasta que hubo suficiente. Jorge saboreó la materia y luego se la tragó. Nazaret mostró su satisfacción con una espléndida sonrisa, dejando al descubierto unos dientes blancos y perfectos.

Cuando el ciclo estaba a punto de volver a repetirse, el móvil de la joven empezó a agitarse, aullando una canción que en aquel verano no paraba de sonar en las discotecas. Nazaret hizo un gesto con la mano y Jorge se irguió rumbo a la mesita de noche. Alcanzó el móvil.

—Es Álvaro, princesa Nazaret —dijo mirando la pantalla del aparato.

A Nazaret se le iluminó la cara.

—Hola nene, ¿qué haces? (…). Pues yo aquí. Estaba dando de merendar a mi hermanito (…)

Mientras seguía hablando, Nazaret chasqueó lo dedos, lo que motivó que Jorge se acercase a ella, le diese un beso en la nariz y abandonase la habitación. A Nazaret le gustaba pasarse las horas muertas hablando por teléfono con su novio.

Tuvo que pasar una hora para que Nazaret irrumpiese sin avisar en la habitación de su hermano, el cual estaba releyendo una revista femenina de psicología para matar el tiempo. Desde que su hermana le había vetado los diarios deportivos —ella opinaba que hacían perder inútilmente el tiempo—, Jorge leía únicamente las revistas que de vez en cuando compraba a su hermana.

—Arty, hemos quedado a las seis y media con Álvaro. Voy a ducharme. —Luego se atusó el pelo y añadió pícara—. Me ha dicho que te pongas ropa cómoda. Va a hacerte correr. Y mucho