Princesa (4)
Llega la Semana Santa y mi Princesa tiene planes...
Semana 12.
El fin de semana de encierro fue durísimo.
Por la molestia que supone tener tu sexualidad cohibida, asfixiada dentro de un traje de neopreno varias tallas más pequeñas de lo que tu cuerpo necesita. Así me sentía. Estrangulado. Además de preocupado por las consecuencias higiénicas colaterales. Leí en el prospecto que el material era resistente al agua y a cualquier líquido o fluido, obvio teniendo en cuenta donde realizaba su función, pero no las tenía todas conmigo. Así que me esmeré en la limpieza de mi miembro y su abrigo tanto como pude, compulsivamente. Incluso traté de mear menos reduciendo la ingesta de líquidos, una tontería pues los riñones trabajan igualmente y la vejiga debe expulsar sus excedentes con regularidad.
Físicamente, además, llevar una prótesis rígida adherida a tu cuerpo supone una molestia supina, más aun, apresando la zona más delicada de tu ser. Los pinchazos y tensiones musculares cada vez que movía el escroto o la sangre se agolpaba en mi zona genital eran constantes, a la par que dolorosos. Bastaban, además, los mensajes de mi diosa, nunca me había mandado tantos en tan pocas horas, para que mi pene reaccionara mostrando toda su virilidad, algo físicamente imposible pues la cárcel de silicona se lo impedía, con la consiguiente molestia en toda la zona.
Pero el dolor insoportable no lo sentía en mi cuerpo. El sábado por la mañana partía con Danisa y aquellos dos tíos al apartamento de la Costa Brava a disfrutar de unas merecidas vacaciones, palabras textuales de mi diosa, de las que me fue relatando los episodios que consideró más interesantes.
Ya estamos en el coche. ¿Cómo te va con tu regalito?
¡El apartamento es una pasada! Estamos a 200m de la playa y tenemos una vistas espléndidas de toda la cala.
Me he puesto el bikini azul marino. Y me mandaba una foto de cuerpo entero para que la admirara. ¿Te gusto perrito? Eres única, Princesa.
Pero fue peor al atardecer, cuando me avisó que salían a cenar y a tomar una copa.
No pegué ojo en toda la noche. Completamente despierto atento a cualquier mensaje de mi diosa, mensaje que no se produjo hasta media mañana.
¿Cómo estás perrito? Me lo pasé bien ayer. Además, no folla mal Rubén.
La estaca se me clavó en lo más profundo de mi estómago. ¿Qué era yo para ella? ¿Por qué me trataba así? ¿Tan poco me tenía en consideración? Lloré como un crío destetado. Incapaz de comprender las más elementales normas del juego.
Los mensajes del domingo y del lunes fueron muy parecidos, cavando aún más profundo el foso en que me había sumido.
Fue el martes, después de dos días en que no pasé de ser un ovillo entumecido, cuando un rayo de esperanza me iluminó.
Me estoy hartando ya de Rubén y el puto apartamento. Creo que me largaré antes de hora.
Pero la cosa quedó ahí. No supe nada más de mi diosa en todo el día. Tampoco me llegó ningún mensaje el miércoles, lo que me preocupaba pues era impropio de ella. Yo sí le mandé alguno, pero ni obtuve respuesta ni apareció el doble check confirmando la lectura.
La preocupación me permitió relajar el pene, esa era la única buena noticia, pero al dolor por las puñaladas en el estómago se unía el nudo por la inquietud ante el desconocimiento. ¿Qué le había pasado? ¿Estaría bien? Porque si de algo estaba seguro, es que mi diosa me necesitaba.
A las 10:35 llega el autobús a la estación. Ven a recogerme, perrito.
Casi toco el techo del brinco que pegué al leer el mensaje de Lucía la mañana del jueves. ¿Recogerla? No tengo coche, así que debía ir en metro. Me quedaba media hora, me vestí rápido y salí hacia allí.
Ocho minutos después del horario previsto, el autobús hacía su parada en la cochera de autobuses colindante a la estación de trenes más importante de la ciudad.
Mi diosa fue de las últimas en bajar. Estaba preciosa, como siempre, con un vestido de una sola pieza floreado que no le había visto y una fina chaqueta tejana encima. No pude evitar fijarme en sus pies, perfectamente arropados en unas sandalias metalizadas de plataforma que la hacían aún más elegante si eso era posible.
-Coge mi maleta, perrito, es la violeta -me indicó. Obedecí raudo para no perder tiempo y poder disfrutar de cada segundo a su lado. Tomamos un taxi. -¿Llevas dinero? -Asentí.
No me atreví a dirigirle la palabra a pesar de las ganas locas que tenía por saber cómo le había ido y, sobre todo, la razón de su vuelta apresurada. Fue ella la que abrió el fuego poco después de leer un par de mensajes en el móvil.
-¿Me has echado de menos, perrito? -Mucho, Princesa. -Yo también a ti. Tenía ganas de verte y de estar contigo. He acabado muy harta, la verdad.
Euforia. Eso sentí en ese momento. Recorriéndome de los pies a la cabeza, hinchándome como un globo. Hinchando también mi pene, tortura a la que me había ido acostumbrando pero que me provocó una leve mueca de disgusto, además de un movimiento pélvico tratando de acomodarme mejor en el asiento trasero del vehículo, que no pasó desapercibido a los atentos ojos almendrados de mi diosa.
-¿Qué tal te va con tu regalito? -preguntó sonriendo. Bien, Princesa. -Enséñamelo.
Abrí los ojos aterrado, preguntándole ¿aquí? Su implacable mirada acompañada de aquella sonrisa sarcástica que tan bien conocía no me dejó lugar a dudas. Por suerte yo estaba sentado detrás del taxista, así que su asiento me tapaba bastante, pero me desabroché los pantalones temblando. Ser delgado provoca que incluso un tejano te quede holgado, así que me fue relativamente fácil abrírmelo y apartar el slip para que mi diosa viera el espectáculo. Alargó la mano y asió mi pene encerrado, pasando un dedo por el agujero calibrando la humedad de éste. Yo respiraba entrecortadamente. ¿Cómo podía sentirme tan excitado?
-Suerte que te tengo a ti, perrito, porque Danisa es tonta y sus amigos unos hijos de puta -arrancó sin soltarme el miembro. -¿Te puedes creer que me escondieron el cargador del móvil para que no pudiera irme? Encima ella los defendía. Bueno, a su novio. Rubén se la sudaba, pero claro, no quería que me fuera para no joderle el plan. Esta me la paga. -Un gemido mío la detuvo. -¿No irás a correrte aquí en medio, verdad perrito? Este hombre se puede cabrear bastante.
-No, mi princesa -pude responder a duras penas pues mi respiración ya era muy ajetreada. Afortunadamente me soltó, limpiándose la mano en mi pantalón.
-Ya casi hemos llegado. Guárdate eso, no sea que el taxista te tome por lo que eres. Un perro enjaulado -ordenó sarcástica.
Me estuvo sobando el paquete por encima del pantalón cuando entramos en su portal y nos dirigimos al ascensor, llamándome perrito y preguntándome si la había echado mucho de menos. Cuando entramos en el elevador me ordenó bajarme el pantalón y mostrarle mis atributos, palabras textuales, para sopesarlos los 4 pisos de trayecto.
Al llegar a su planta, aun tardamos algún minuto en salir al rellano, pues estaba disfrutando como una posesa acariciándome el aparato mientras me susurraba al oído lo cachonda que la ponía verme enjaulado.
Abrió la puerta del ascensor sin soltarme, tirando de mí como si de una cuerda se tratara, mientras me veía obligado a caminar con las piernas bien abiertas para evitar que el pantalón bajara más allá de mis rodillas. Tuve que usar la mano izquierda igualmente para sostenerlos. Con la derecha tiraba del trolley violeta.
Ni siquiera me soltó para buscar las llaves en su bolso. Me arrastró hasta su habitación, donde me ordenó desnudarme y postrarme ente mi diosa mientras ella se ponía cómoda. Adjetivo que no significó otra cosa que ver como se quitaba el vestido, el sujetador blanco y las bragas a juego y se sentaba en su cama completamente desnuda, abierta de piernas, desafiante.
-Ven aquí, perrito, me tienes ardiendo -ordenó tirando de la correa del collar.
Me acerqué gateando hasta que mis labios quedaron a escasos centímetros de sus rodillas, impúdicamente abiertas. Sus pechos hinchados, imponentes, bellos, me miraban desafiantes mientras la respiración los elevaba rítmicamente. ¿Te gustan? Preguntó melosa. Mucho, Princesa. Sonrió abriendo más las piernas. Podía ver claramente la humedad de su sexo, podía olerla incluso.
Sin duda me hallaba ante el momento más excitante de mi vida, algo que me preocupaba pues mi pene goteaba como un grifo mal cerrado y sus compuertas podían no tener fuerza suficiente para sostener el caudal que se avecinaba.
-¿A qué esperas, perrito? -me urgió metiéndome el pie izquierdo en la boca.
Di buena cuenta de él, dedo a dedo, recorriendo la planta, el empeine, atravesando el tobillo, ascendiendo, acompañado de intensos jadeos de Lucía. Estaba encendida, lo que me ilusionó doblemente. Yo era capaz de darle más placer que el chulo con el que se había ido de vacaciones. Y como recompensa, esperaba poder tomarla como un hombre toma a una mujer con la ilusión de que fuera solamente mía.
Cuando llegué a su muslo, el olor a sexo era exagerado. Lo recorrí entero hasta la ingle donde me agarró del pelo para guiarme según su antojo. Cuando esperaba que mi diosa me dirigiera al pie derecho como solía, tiró de mí para que siguiera ascendiendo.
Lamí su barriga, sudorosa, su ombligo, continué por su torso hasta que noté en mi nariz la suavidad de su seno. Un espasmo me recorrió cuando lo lamí. Pero logré evitar el orgasmo. Cuando mi lengua saboreó su pezón, cuando mis labios lo succionaron, Lucía gemía desatada agarrándome del cabello, aprisionándome en una nueva y placentera cárcel que me estaba volviendo loco. Tanto, que notaba mi propio líquido preseminal descender por mi escroto.
Cambié de pecho famélico. A la mierda la Nutella, las patatas bravas, la salsa romesco. Ningún manjar era comparable al atracón que me estaba dando. Cuando muriera, quería hacerlo así. Ahogado en la majestuosidad de mi Princesa.
Pero todo lo que empieza tiene un final y mi diosa decidió que ya era hora de cambiar de menesteres. Me dirigió hacia su sexo, pero su paciencia era infinita, así que me obligó a recorrer su pierna derecha completamente hasta la planta del pie, para ascender de nuevo hasta que me clavó en sus entrañas.
Nunca había bebido tanto flujo. Nunca había olido tanta feminidad. Nunca había saboreado una carne tan hinchada. Nunca había oído gemidos de tal volumen. Pero mi diosa quería más. Me apartaba cuando el orgasmo se le hacía molesto, sin soltarme la cabellera en ningún momento, resoplando, recuperándose, para volver a sumergirme.
La segunda vez que me apartó intuí que ya habíamos acabado, pero tiró de mi pelo para que le lamiera los pezones. Volví a su sexo. Y a separarme. Y a sus pechos.
Lucía se corrió seis veces en menos de una hora. Hasta que quedó derrengada en la cama, en posición fetal, respirando cada vez más suavemente.
-No sabes cómo te necesitaba, perrito.
Y fui el humano más feliz sobre la faz de la Tierra.
Debieron pasar más de treinta minutos hasta que Lucía decidió dirigirme la palabra de nuevo, incorporándose ligeramente. Tráeme mi refresco, perrito. Estoy seca. Corrí por el pasillo, a pesar de hacerlo arrodillado.
Bebió de la fría bebida sin apartar sus ojos de mi cuerpo, de mi entrepierna, de mis ojos, que yo bajaba sumiso. Me tendió el vaso medio vacío para que lo dejara en la mesa para analizarme de nuevo clínicamente. Como a la rara avis descubierta por un grupo de exploradores.
-Estás mejorando ese cuerpecito -alabó pinchándome con un dedo en el estómago y acariciándome las nalgas, que recibieron un severo azote que me sorprendió provocando un quejido por mi parte. -Al final haré de ti al novio perfecto -sentenció.
Mis ojos se abrieron como platos. ¿Novio? ¡Había dicho novio!
Me tomó de los testículos de nuevo sopesándolos, midiendo mi calentura, que era mucha. Con aquella sonrisa ladina que tan bien conocía.
-Qué llenos están. Pero lo estás haciendo muy bien. Me has llevado a los mejores orgasmos de mi vida y has aguantado como un campeón. Sin correrte. -Aumentó la presión. -No esperaba que lo lograras. Realmente, no esperaba que lográramos nada. Pero lo hemos conseguido. Darle una bofetada a Madame Troll y a todos los vejestorios que nos dan clase. Lo que en parte es una lástima, porque esperaba usar esto… -sacó el vibrador del cajón -contigo.
Su mano derecha seguía en mi bolsa escrotal mientras blandía la amenaza con la izquierda, acariciándome el cuerpo con ella. Pecho, estómago, costado, nalga. Hasta que lo apoyó entre éstas. Sin hacer presión, recorriendo la separación entre ambas hasta que con la punta pinchó en la parte posterior de mis testículos.
Arrodillado, con las piernas estiradas y semiabiertas para permitirle un fácil acceso, temblaba de nervios y de excitación. O de excitación y nervios, no sabría anteponer una a la otra. Anhelante ante los deseos de mi diosa, acojonado antes sus malas ideas. Pero me sentía feliz, sus palabras habían supuesto la mayor inyección de autoestima de mi vida. Novio, me repetía incesantemente en mi cabeza.
-Abre la boca, perrito. -El vibrador entró en ella. -Sostenlo mientras te ayudo con tus necesidades.
Cambió la mano que presionaba mis testículos para utilizar la derecha para masturbarme. Apenas lograba llegar a acariciar mi piel, pero mi excitación era tal que me iba a correr enseguida.
-¿Quieres correrte, perrito? -me picaba.
-Solo si tú quieres, Princesa -tartamudeaba.
Sonreía, más con los ojos que con los labios. Incluso me hubiera parecido coqueta si no conociera tan bien esa expresión traviesa.
-Ni se te ocurra. Eres mi Perro enjaulado y yo decidiré cuando te saco a pasear.
La avisé para evitar lo inevitable amordazado por el vibrador. Detuvo una mano, pero aumentó la presión con la otra. Gemí dolorosamente. Reanudó la masturbación. Mi pene no dejaba de gotear. La presión en mi bolsa escrotal era cada vez más intensa. Notaba mi cuello y espalda completamente tensos.
No sé los minutos que duró el juego, pero cuando se detuvo, yo temblaba como una hoja. Tanto que me costaba sostenerme en pie. O verticalmente arrodillado, no sé describirlo mejor. Entonces me mostró su mano. Brillante, mojada por la ingente cantidad de líquido preseminal que había soltado.
-Todo esto es tuyo, perrito -me acusó. -Límpialo.
Lamí como un condenado hasta que su mano relucía. Me había retirado el vibrador para que pudiera cumplir con su orden. Entonces señaló el suelo. Una mancha de casi un palmo brillaba sobre el terrazo gris.
-Esto también lo quiero limpio, perro. -¿Cómo? Traté de peguntar. -Que limpies con la lengua tus guarradas he dicho -aumentando el tono de voz.
Lentamente bajé la cabeza hasta llegar a la meta. Iba a apoyar las manos en el suelo, pero me lo prohibió. ¡A la espalda! Prefirió agarrarme del cabello para evitar que me diera de bruces contra la dura superficie. Lamí entregado mientras mi diosa me felicitaba por lo obediente que era, lo contenta que estaba de haberme encontrado y la cantidad de cosas que haríamos juntos. Como por ejemplo, esto, advirtió al tiempo que me clavaba el vibrador entre las piernas.
Me paralicé. No me había penetrado. Ni siquiera lo había intentado. Solamente había apuntado el juguete en mi ano, pero la amenaza se mantenía acojonándome. No era ese el acuerdo, pensé, pero no me atreví a protestar.
Tiró de mi cabello, para mostrarme de nuevo el vibrador, sonriendo. Tranquilo, perrito. Aún no estás preparado. Ni para sentirlo ni para darme placer con él.
-Préparame algo de comer que estoy muerta de hambre.
Aquel jueves de Pascua fue, sin duda, el mejor día de mi vida. Hasta ese momento, pues mi relación con Lucía debía seguir avanzando hasta la compenetración plena. Hasta convertirnos en pareja.
No la vi el Viernes Santo. Tenía lío familiar. Yo también comía con mis abuelos maternos y mi tía, una cotilla de primera que me interrogó sobre todo lo interrogable, pero la despaché con mi desidia habitual.
-¡Joder hermanita! ¿Nunca dejará de ser un bicho raro? –oí que le preguntaba a mi madre. A lo que ésta siempre respondía lo mismo. Es tímido pero muy inteligente.
El viernes había recibido algún mensaje suyo, mantenía el juego de los vestidos para calentarme, pero el sábado llegaron acompañados de alguna orden.
Desnúdate y mándame una foto en la que se vea bien tu regalito. Ese fue el primero. Pero le tuve que mandar nueve fotos distintas. De pie, de costado, arrodillado, a cuatro patas.
El domingo quiso ver un vídeo. Me masturbé hasta detener el orgasmo procurando mojar el suelo con mi líquido preseminal. Al quinto orgasmo parado, me ordenó lamer la mancha como había hecho en su casa.
Me encanta, perrito, respondió cuando le llegó mi actuación, seis minutos grabados de un tirón. Te espero en mi casa a las ocho. Me apetece verte.
Me sorprendió mucho que tuviera la casa vacía el domingo de Pascua. Yo tuve que dar un montón de explicaciones en la mía, por lo que acabé inventando una historia surrealista con Jaime y unos apuntes perdidos. Pero a la hora convenida estaba yo llamando a su timbre.
-No sabes lo cachonda que me pones –arrancó cuando ya me tenía desnudo, arrodillado y con el collar puesto. –Quiero que sepas que eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, así que he decidido que mereces un premio. Uno gordo.
Lo que había empezado como la peor Semana Santa de mi vida iba a acabar como la mejor. Estaba exultante, feliz, crecido. Con la palabra novio tatuada en algún confín de mi cerebro.
-Desnúdame, perrito –ordenó sentada en su cama agarrando mí correa. Me acerqué gateando para llegar a su vera y acometer la misión. Sorprendentemente iba completamente vestida, así que lo primero que desabroché fue la hebilla de unos zapatos negros con un poco de tacón. Después los calcetines de media. A continuación un pantalón ceñido que le quedaba como un guante. La blusa entallada, botón a botón. El sujetador, para lo que se me acercó hasta que nuestros labios prácticamente se tocaban para que yo pudiera acceder a su espalda rodeando su cuerpo con mis brazos. Cuando lo logré y las copas descubrieron aquellos senos perfectos no pude evitar gemir, de excitación pero también de júbilo. Lucía se mantenía fija en mis ojos, su respiración absorbiendo la mía. Bajé los brazos para asir los laterales del tanga a juego con el sostén. Levantó ligeramente las caderas para que éste pudiera deslizarse hasta el suelo.
Y la admiré. Admiré la perfección por enésima vez. ¡Qué afortunado me sentía!
Entonces ocurrió. Un preservativo. Abrí los ojos como platos cuando vi lo que su mano había cogido el cajón. Mi respiración se agitó, ansioso pero preocupado pues mi pene cabeceaba desesperado, como el perro famélico al que le muestras el trozo de carne pero no le dejas llegar a él, y temí correrme como un idiota segundos antes de degustar el pastel que me tendía mi diosa.
También asomó el vibrador. Amenazante. Pero no le di ninguna importancia. La sombra del preservativo era muy alargada.
-Cómeme, perrito.
Obedecí diligente, seguro del camino que debía tomar y de la conducción que llevaba a buen puerto a mi princesa. Pero no llegó. Justo cuando comenzaban los ya conocidos gemidos que marcaban la antesala de su orgasmo, me detuvo, apartando mis fauces de su feminidad.
Lucía respiraba entrecortadamente. Renunciar a su orgasmo había sido un sacrificio, pero lo compensaría con creces.
-Ponte el condón, perrito.
¡Qué difícil es rasgar un envoltorio de plástico! Sobre todo cuando las manos te tiemblan, tu piel arde y todo tu sistema reproductor chilla eufórico ante una mujer que te observa anhelante, abierta, ofrecida.
Cuando por fin lo logré, Lucía me ordenó sentarme en la cama. Se movió lateralmente para sentarse a horcajadas sobre mí, con una rodilla a cada lado. Posó su sexo sobre el mío, encajándolo, pero sin completar la penetración.
Yo bufaba como un toro, incapaz de detener lo inevitable. Sus labios vaginales cubrían mi glande. Pero solamente la punta. No sentía gran cosa por la doble barrera que nos separaba pero en cualquier momento mi diosa bajaría su cuerpo y nos uniríamos en un solo ser. En amantes plenos. En novios completos.
-No te corras –fue lo último que dijo antes de bajar su mano a su sexo para masturbarse como una posesa mientras yo la sujetaba de la cintura.
Estalló gritando endemoniada, en un orgasmo largo y sostenido que la llevó lejos, muy lejos, a pesar de que nos tocáramos, de que estuviéramos conectados.
¿Fui capaz de obedecer su orden?
Obviamente no. Mientras mi princesa se convulsionaba perdiendo el control de sus caderas, de su garganta, de su mente, los pinchazos en mis testículos se tornaron en clavos, que ascendieron por mi pene hasta llegar a la cabeza donde interminables llamaradas fueron liberadas de su encierro.
El orgasmo más intenso de mi vida coincidió con el de mi diosa, pero no fue tan placentero como hubiera sido si mi sexualidad no hubiera estado maniatada.
Me ardían los testículos. Mi pene parecía cal viva. Mi glande seguía en llamas.
Pero nada de eso importaba porque mi princesa me abrazaba, con su cabeza apoyada en mi hombro, ida, recuperándose en algún planeta lejano en el que solamente existíamos ella y yo, sin que nuestros sexos hubieran estado desconectados en ningún momento.
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