Princesa (1)

Nunca había cruzado una palabra con ella... Pero el día que ella la cruzó conmigo, mi vida cambió.

Creo que nunca había cruzado una sola palabra con ella. La había visto infinidad de veces, la había admirado todas ellas, la había deseado cada segundo que había compartido espacio, aula, edificio con ella. Pero nunca había hecho nada, dado ningún paso, para lograr algo más cercano que un lejano sentimiento platónico. No era la única chica en que me fijaba, claro, pues la mitad de mis compañeras de curso, de escuela, me parecían guapísimas y la otra mitad, sin serlo, también me atraían. Es lo que tiene ser un chico tímido, retraído y poco agraciado. Solitario también podría definirme, pero Jaime y Jandro conformaban el núcleo duro de mi entorno, mi única y asexual conexión con el mundo. El trío JaJaJa nos llamaban despectivamente en el colegio pues los tres nombres comenzábamos por la misma sílaba.

-¿Qué has sacado en el examen de Lengua? –me giré sorprendido pues era una voz femenina la que se me había acercado. No tuve tiempo de responder. Porque balbuceé, porque la chica se adelantó. –Otro 10, seguro. ¡Puto friki !

Si era un cumplido, era el más bonito que nunca me había dedicado una chica. Lucía me miraba altiva, esperando alguna respuesta, la aparición de vida inteligente en mi privilegiado cerebro, pero los millares de neuronas que lo poblaban, tengo bastantes más de dos, no parecían hacer contacto. Así que asumió el control de las operaciones yendo al grano.

-Necesito que me hagas repaso. Si suspendo este curso y no puedo entrar en la universidad en otoño, mis padres me matan. Bueno, -hizo una pausa –no tienen huevos para ello pero sí para obligarme a dejar los estudios y ponerme a trabajar en la tienda de mi madre y eso, te lo juro, sería peor que morirme.

Los intensos ojos negros de la chica más guapa del universo me taladraban, escrutando mi rostro, buscando alguna reacción en aquella estatua de sal que la contemplaba embelesado. Logré responder, sí, claro, lo que quieras, pero aún tardé una eternidad de segundos y necesité que la joven me apremiara con un ¿qué, puedes o no?

-A las 6 en mi casa –ordenó. Sacándose el móvil del bolsillo posterior del ceñido pantalón tejano que la ornamentaba, exigió: -Dame tú número de móvil para mandarte por whats la dirección.

No os penséis que fue tan sencillo. Recitar los nueve números, me refiero, pues me equivoqué dos veces, pero el sonido del terminal avisándome de la entrada de un mensaje de texto gratuito me confirmó que no estaba soñando.

Semana 1.

A las 6 menos cuarto estaba en la puerta de su casa, un bloque de obra vista con solamente cuatro alturas en uno de los barrios más tranquilos de la ciudad. Su piso era el ático, pero no me atreví a llamar al timbre aún. Primero debía lograr que las manos dejaran de sudarme. Abrí la mochila gris para confirmar que llevaba todos los apuntes, sí, aquí están, me sequé las palmas con el forro de la propia bolsa de sólido nylon y pulsé el botón del video portero.

Tardó en responder. Mejor dicho, no respondió, pues el inconfundible sonido de la puerta abriéndose me confirmó el paso franco a la escalera que me llevaría, ascensor mediante, a la vivienda de la diosa.

-Son menos diez –me recibió irritada apoyada en la puerta a modo de saludo. –Es igual, pasa, tampoco estaba haciendo nada tan importante –me invitó dándose la vuelta para que la siguiera al interior de su casa.

Pero no me fijé en ella. En la vivienda, me refiero. El elegante, cadencioso, movimiento de sus caderas me tenía embelesado. Sé que cruzamos un amplio recibidor, un inmenso comedor, un corredor de al menos 20 pasos hasta que se adentró en la última puerta a la derecha.

Me detuve un instante en el quicio de la entrada, como pidiendo permiso para pasar, pero la mirada de la chica me apremió, ¿qué coño haces ahí plantado?, así que continué moviendo un pie detrás del otro hasta llegar al escritorio en el que había dispuesto dos sillas. Sobre la mesa, el libro de Lengua y sus apuntes.

Tardé más de media hora en tener el control de la situación. En perfilar qué debíamos hacer y cómo debíamos hacerlo. Lucía era inteligente, lista creo que se ajusta más a la realidad, pero odiaba estudiar y no tenía el más mínimo espíritu de sacrificio ni un ápice de disciplina. Allí estaba la razón por la que había repetido dos cursos.

Después de constatar su insuficiente nivel académico, ahora me tocaba trazar el plan que corrigiera las catastróficas notas de los parciales de enero. Me había pedido ayuda para Lengua, pero era obvio que también la iba a necesitar en Filosofía, Literatura, Historia y Geografía… curiosamente solamente parecía ir sobradada en Economía, pero tenía su lógica pues no era necesario estudiar mucho si atendías un poco en clase y comprendías los conceptos.

Más allá de fijar las normas, acordamos, mejor dicho, ofreció y yo acepté, 10€ la hora como remuneración, y de exponerle el plan que creía que debíamos seguir para remontar el vuelo, no ocurrió nada destacable aquella primera hora de convivencia académica de un martes de enero.

Salí de la guarida con la promesa de entregarle un esquema que le facilitara el estudio, acompañado de la categórica advertencia de mantener en secreto nuestro acuerdo y no dirigirle la palabra en clase. Nos hablamos por whats , fue su despedida.

Cumplí mi parte, aunque supusiera mentir a mis dos inseparables amigos, que me preguntaron ¿cómo había ido? nada más llegar al colegio la mañana siguiente. Le resolví cuatro dudas y a correr, inventé. Su cara mostraba la decepción ante la pérdida de chismorreos futuros, aunque les confirmaba que aquella chica, no sólo era inalcanzable, vivía en otro planeta.

Sin embargo el jueves fue distinto. Inesperado, desconcertante, espléndido, delicioso, pero sobre todo, ilusionante.

Lucía vestía un pantalón ceñido, como solía, complementado con una blusa clara entallada. Le quedaba sensacionalmente bien, como cualquier prenda que se ponía, pero cometió un desliz que provocó que el jueves 24 de enero se convirtiera en el primer día del resto de mi vida.

Un botón desbrochado. Esa fue su ofensa, esa fue mi perdición. A través de la apertura, pude contemplar casi completamente el contorno de la copa de un sujetador blanco liso. Contemplar es quedarme corto. Observar, admirar, fisgar, escudriñar… regodearme en la belleza de aquella forma perfecta. Tanto lo contemplé que se acabó dando cuenta.

-¿Qué coño miras?

Su enérgica voz resonó en la amplia habitación con la potencia de una bofetada con la mano abierta. Mis ojos subieron, buscando los suyos, dos llamaradas oscuras, agresivos proyectiles dispuestos a convertirme en rana, si no en gusano. Balbuceé un nada o algo parecido pero la chica no varió la posición de su cuerpo, ligeramente ladeada hacia mí, ambos sentados ante el escritorio, hombro con hombro, pecho con pecho, sin abrocharse el botón, retándome a que mirara de nuevo si me atrevía.

-¿Te gustan mis pechos? –Los 6 litros de sangre que poblaban mi cuerpo se agolparon en mi garganta, impidiéndome responder. -¿Quieres que te los enseñe? –Mi cara ardía, señal de que el líquido que nos da la vida seguía ascendiendo. Pero no llegaba a regar mi cerebro, algo que me hubiera ido de perlas.

Ya en mi habitación, tumbado en mi cama rememoré cada milímetro de la visión que había tenido, desde su cuello hasta el contorno inferior de su protegida mama… hasta que eyaculé, sin haberme desabrochado el pantalón ni apartado el slip. Dos horas más tarde me masturbé de nuevo y volví a hacerlo antes de dormirme. Y el viernes, y el sábado, y el domingo y el lunes. Esta era mi patética y solitaria sexualidad.

Tenía prohibido dirigirle la palabra en clase o en el colegio, pero mi vergüenza era tal que no me atreví ni a mirarla. Aún no era consciente de ello, pero aquella imagen que no se me borró de la cabeza desencadenaría un cambio drástico en mi vida.

Semana 2.

El martes entré en su piso compungido, aterrado. Había tenido retortijones toda la tarde, así que lo primero que hice fue disculparme. Lo había hecho el jueves, pero afortunadamente me había pillado acabando la clase, así que pude huir con cierta celeridad. Ahora debía enfrentarme a ella durante una hora.

-O sea que te sabe mal lo que viste. ¿No te gustó? –respondió sorpresivamente a mis disculpas, sentada en su asiento, yo de pie a su lado, sin atreverme a usar mi silla. Claro que me gustó, eres muy guapa, arranqué pero no supe continuar. Menos aún, cuando se levantó ligeramente la falda del vestido estampado que llevaba mostrándome un poco más de muslo. Miré temblando, esperando otro grito, pero su voz sonó distinta. -¿Te gusto? ¿Te parezco guapa? –Mucho. Sonrió ladina, confirmando una respuesta ya conocida, acostumbrada a oírla, sin duda. -¿Quieres ver más?

Un temblor recorrió mis piernas. De los tobillos a mis caderas, para continuar convertido en un escalofrío que me erizó la columna. No sabía qué decir, qué contestar, qué hacer. Claro que quería ver más, pero era obvio que aquella chica estaba jugando conmigo. Riéndose a mi costa.

Subió un poco más el bajo del vestido. Ahora ya asomaba más de la mitad de los muslos. Me miraba sonriente, seductora, juguetona.

El cuello del vestido era redondo, con tres botones centrales del abdomen hasta el límite superior de la tela. Se desabrochó el superior para abrirlo mostrándome casi completo el canalillo, sin permitirme atisbar las copas. ¿Quieres ver más? repitió. Logré asentir con un movimiento de cabeza.

La carcajada resonó en mi cabeza como si de una traca de San Juan se tratara, confirmándome que me había estado usando de bufón, de monigote, aprovechándose de mis urgencias.

-Venga ya está bien por hoy, que no te pago para que me mires las tetas –ordenó girando el cuerpo hacia el escritorio mientras sentía que me acababa de pegar una patada en la entrepierna.

La clase fue relativamente normal, hasta que Lucía prendió la mecha de nuevo. Acabábamos la hora y le estaba poniendo deberes para repasar, cuando, en vez de atenderme, preguntó:

-¿Te la cascaste pensando en mí? –El ardiente tono carmesí de mi rostro respondió por mí. Otra hiriente carcajada, cortada por la segunda pregunta indiscreta. -¿Cuántas veces? –Alguna, logré responder tragando saliva, varias, amplié cuando me apremió a numerarlas. –Me parece que eres tú el que debería pagarme a mí. Vienes, me miras, fotográficamente, y vuelves a casa más contento que un enano para acabar la faena.

-Te juro que no…

-Hoy no te pagaré. Va por lo del otro día. –Me miraba orgullosa, aparentemente indecisa. –Aunque hoy también me has mirado las piernas, así que eres tú el que está en deuda conmigo. –Otra pausa para cavilar cómo cobrarse la afrenta hasta que lo soltó. –Ya sé. Pensarás que soy demasiado buena contigo, pero he encontrado una manera de compensarme que creo que nos hará felices a los dos.

Me dirigí a la cocina, la segunda puerta a la izquierda al llegar al comedor, abrí la nevera, tomé una lata de Coca-Cola, la vacié en un vaso ancho aderezada con un gajo de limón y dos cubitos de hielo y retorné a la habitación dónde Lucía me esperaba sentada apuntando aquellos maravillosos muslos semidesnudos hacia la puerta. Al tenderle la bebida me preguntó si quería ver más, señalando con los ojos hacia su falda. No llegué a responder.

-Tienes una manera muy sencilla y placentera para lograrlo. –Dio un sonoro sorbo al refresco antes de continuar. –Agáchate y dame un masaje en los gemelos. Sencilla para ti, placentera para mí.

Allí estaban, ambas piernas, de piel tersa, suave, casi aceitosa, mientras mis manos recorrían un gemelo, cariñosas, el otro, amorosas, mientras mis ojos se clavaban en la parte baja de las extremidades, casi en sus tobillos, pues me aterraba levantarlos. Así estuve un rato, trabajando mientras oía los suaves suspiros de mi compañera de estudios, hasta que su voz me avisó que me estaba perdiendo el espectáculo. ¿Espectáculo? llegó a preguntarse mi cerebro. Mis ojos también se lo preguntaron a ella cuando fui capaz de levantarlos para mirarla. Los suyos señalaron hacia sus muslos, guiándome.

La posición de Lucía, sentada en la silla ergonómica violeta con las nalgas casi al límite del asiento y el cuello apoyado en el reposacabezas, me permitía ver mucho más allá de los muslos pues tenía las piernas ligeramente abiertas. Cómodamente más que obscenamente. Arrodillado en el suelo a sus pies, me bastaba con mirar entre ellas para llegar a lo más hondo de su ser.

Más impelido por ella que por mi propia decisión, acabé haciéndolo. Sus suaves piernas tenían una perfecta continuación en unos satinados muslos, espectaculares hasta donde la vista me permitía degustarlos, pues se perdían en el interior de la oscura tela para ser coronados por la feminidad de aquella diosa de la belleza. Como no podía ser de otro modo, el pubis de la chica quedaba escondido tras un tejido oscuro de algodón o lycra, no tenía ni idea ni sabía diferenciarlo, pero la visión de aquel triángulo invertido multiplicó por más de diez el tamaño de mi pene.

Debí dedicar más de media hora al masaje, hasta que Lucía me despachó con un mañana más, que no comprendí pues hasta el jueves no debía volver. No se me bajó la inflamación hasta que pude aliviarme en mi habitación, recordando el sedoso tacto de su piel, rememorando la belleza de su triángulo púbico.

Hoy también te espero a las 6, leí en la pantalla del móvil. Había quedado con Jaime para acompañarle a cambiar unos juegos de la Play pero tuve que cancelarlo. Prefería más estar con mi diosa que con él, evidentemente.

Cuando entré en su habitación, señaló los deberes de Francés abiertos sobre el escritorio para que se los corrigiera. Están bien, la felicité. Eso espero, respondió con desdén, se los he copiado a Danisa, una de sus amigas, otra diosa del claustro, aunque menor. Durante cuarenta minutos estuvo tumbada en la cama chateando con el móvil mientras su profesor pasaba a limpio sus apuntes de Historia y le preparaba un esquema para repasar.

-He acabado –me giré hacia ella.

Un sonido de aceptación salió de entre sus labios cerrados, como dos emes sin vocales, pero aún tardó en dirigirme una frase inteligible. Sin levantar la vista de la pantalla me ordenó ir a la cocina a por su refresco.

Se lo tendí al volver, por lo que por fin soltó el juguete. Le pegó el primer sorbo, mirándome de un modo que no comprendí, hasta que se explicó. ¿A qué esperas? Hazme el masaje.

Lucía estaba tumbada en la cama, a lo ancho, con el cuello apoyado en la pared, amortiguado por dos cojines de dibujos animados, Arale y la Srta Yamabuki. Vestía una camiseta de manga larga, que como no podía ser de otro modo le quedaba como un guante, y una falda estampada en flores más corta que el vestido del día anterior. De pie le llegaba hasta medio muslo, así que ahora, tumbada, se le había subido un poco más permitiéndome admirar casi completamente aquel par de maravillosas esculturas.

Me arrodillé en el suelo, tomé la izquierda pues soy diestro y comencé con la labor encomendada. Las piernas apenas se abrían a la altura de los muslos y a mí me daba corte mirar, así que no vi que las bragas eran azules hasta que la chica me ordenó cambiar de pierna. Fue al levantarla para acercármela. Miré fugazmente, casi involuntariamente, temeroso de su reacción, pero ésta me sorprendió.

-A ver friki , ¿no te dije que el acuerdo era que si me dabas el masaje podías mirar? –Asentí con la cabeza pues las palabras no me salían, ni aunque tuvieran dos letras. –Mírame, –ordenó tajante, abriendo las rodillas para que la visión fuera completa –pero no pares el masaje.

Dicen que los hombres no pueden hacer dos cosas a la vez. Yo estaba haciendo más de dos, pues miraba aquella cueva oscura en la que casi podía discernir las ondulaciones de sus labios vaginales, le estaba masajeando los gemelos como si tuviera orfebrería en las manos, tragaba saliva como un descosido y tenía serios problemas para ocultar la descomunal erección que padecía.

Por si esto fuera poco, Lucía pinchó:

-Se te ha puesto muy dura, ¿eh? –Bajé la cabeza mientras mis mejillas se convertían en granadas. –Tranquilo, es normal que se te ponga tiesa, os pasa a todos cuando os acercáis a una tía como yo. ¿Te harás una paja al llegar a casa? –No respondí, aunque era obvio. -¿Quieres hacértela aquí? –Temblé, lo que me ayudó a negar con la cabeza. Una carcajada suave surgió de su garganta. –Pobre de ti que lo hagas, te la corto.

Volvió al móvil, a darle sorbos a la Coca-Cola que tenía posada sobre un libro, el de Historia, para que el movimiento del colchón no la derramara, sin hacerme caso aunque suspiraba aliviada de tanto en tanto.

-¿Te hiciste una paja ayer al llegar a casa? -Por enésima vez no respondí. Sonrió divertida –Creo que te hiciste más de una. ¿Cuántas te hiciste? –Seguía mudo- ¿Qué pasa, no sabes contar? –levantó la voz incorporándose, alejando las piernas de mi alcance.

Cuatro, respondí, reaccionando ella con una sonora carcajada.

-Ya está bien por hoy, ya te puedes ir. No te acompaño a la puerta que ya conoces el camino.

Aquel jueves no llevaba falda. Un pantalón corto gris, deportivo de borde redondo, hacía juego con una camiseta rosa pálido de manga corta, atuendo que me hizo pensar que tal vez había hecho un poco de gimnasia.

De nuevo pasé a limpio los apuntes del día, de nuevo redacté el esquema, de nuevo preparé el refresco, de nuevo me arrodillé al borde de la cama, de nuevo masajeé aquellas piernas perfectas, hasta que cayó en la cuenta que el pantalón violaba una parte de nuestro acuerdo. Dejó el móvil al lado del vaso, tomó la cinturilla del pantalón para bajarlo y, levantando las piernas, se lo sacó quedando solamente en bragas ante mí. Miento, eran tanga lo que me permitió ver casi completamente las nalgas de la chica al levantarlas del colchón para deslizar la prenda. ¡Madre de Dios! resoplé para mí.

Semana 3.

Me citó de nuevo para el lunes, pero canceló el encuentro pocos minutos antes de las 6. Casi me pilla llamando al timbre, así que hasta el martes no pude disfrutar de sus encantos.

-Lámeme el pie.

Había dedicado la hora contratada en labores académicas, y unos diez minutos en servirle el refresco y masajearle las pantorrillas hasta que su voz me dejó aturdido de nuevo. Levanté la vista por encima de su cintura hasta encontrarme con sus ojos, inquiriendo. Repitió la orden levantando el pie derecho, desnudo, pues solía moverse descalza por su casa.

Aunque dudé, acabé acercando mis labios a los perfectos dedos de la chica. Los besé, lamí, ascendí por el empeine, mientras la chica cerraba los ojos suspirando suavemente. Aproveché para admirarla de nuevo. Sus pechos se mecían orgullosos, fruto de la relajada respiración, bajo una prenda rosa lisa, suficientemente corta para que el ombligo asomara, ¿podía ser más bonito un ombligo?, coronando la estampa un triángulo negro, única tela que cubría su sexualidad.

Cambié de pie ante una nueva orden, dedicándole también mis mejores intenciones, hasta que una llamada rompió el hechizo, obligándola a abrir los ojos para mirar la pantalla del terminal, ordenándome, antes de descolgar, ya puedes irte. Mañana a la misma hora.

El miércoles mi lengua ascendió hasta las rodillas, recorriendo ambos gemelos interna y externamente, saboreando sus dedos, acariciando los empeines. Pero fue el jueves cuando probé sus muslos, dejándome muy cerca de sus ingles, de su pubis, de la sexualidad de aquella diosa que pude oler intensamente.

Cuando mi nariz quedó a un par de milímetros del tesoro me detuvo agarrándome del cabello. Nuestros ojos se encontraron, temerosos los míos, imperativos los suyos.

-¿Te gusta lamerme como un perrito? –Asentí. –A mí también me gusta que lo hagas. Eres un friki pero me satisfaces, tanto estudiando como acariciándome, así que el lunes te dejaré llegar un poco más lejos.

Si ya estaba excitado, esa frase provocó que gotas de líquido preseminal escaparan de mi durísimo pene, manchándome el slip. Me apartó con la mano obligándome a incorporarme, aunque me mantuve arrodillado entre sus piernas abiertas. Mirando mi pronunciado bulto, preguntó:

-¿Te estás masturbando cada día pensando en mí, verdad? –Seguía poniéndome rojo como un tomate cada vez que sacaba el tema por más obvia que fuera la respuesta. –Pues eso se acaba hoy. No quiero que te la casques al llegar a casa. Ni esta noche, ni mañana, ni el fin de semana. Hazlo por mí y el lunes tendrás tu premio.

Aún no sé cómo, pero logré evitar correrme en ese preciso instante. Como única respuesta, asentí. Me levanté con la montaña parada, recogí mis bártulos y salí de aquella estancia más contento que si mi diosa me hubiera besado.

Semana 4.

-¿Has cumplido tu parte?

Asentí, nervioso, colorado, excitado como no había estado en mi vida. Había dejado la puerta del piso abierta, como solía, así que me esperaba en su habitación sentada en su silla vestida únicamente con una camiseta de tirantes ceñida a su estructural cuerpo y un tanga también blanco. Me miró de arriba abajo, deteniéndose en mi entrepierna, abultada, estado en el que había permanecido los últimos cuatro días.

-¿Seguro que no te la has tocado? –Seguro, afirmé. –Bien, así me gusta, que seas obediente. Venga, ¿a qué esperas?

Me agaché raudo, pero me detuvo. Faltaba algo. Comprendí, insisto en que tengo más de dos neuronas, me dirigí rápidamente a la cocina, preparé el refresco y volví a la habitación casi a la carrera. Se lo tendí y me agaché para comenzar mi labor.

Tardé más de quince minutos en llegar a las rodillas. Sabía que le gustaba un trabajo oral lento, así que quería ganarme el pan. Cuando las superé, Lucía abrió un poco más las piernas, permitiéndome ver su flor marcada en la tela que aún la cubría. Pero de nuevo me detuvo cuando estaba a punto de llegar a la meta.

-¿Qué soy para ti?

Tragué saliva, pues presentí que la respuesta que saliera de mis labios tendría consecuencias positivas o negativas en el devenir futuro. Así que fui sincero. Una diosa, pronuncié con enamorada devoción. Una carcajada resonó entre aquellas paredes.

-No llego a tanto. Me basta con que me consideres una princesa. Así que a partir de ahora seremos el perrito y la princesa. ¿Eres mi perrito? –Asentí, dócil. Creo que solamente me faltó sacar la lengua para demostrar mi sometimiento. –Bien, ¿quieres continuar con tu trabajo? –Sí. -¿Sí qué? –Sí, mi princesa.

Entonces ocurrió. Levantando ligeramente las nalgas, deslizó el tanga hasta que traspasó sus pies. Se me paró la respiración cuando abrió las piernas de nuevo mostrándome el espectáculo más bello que nunca habían visto mis ojos. Tomándome del cabello de nuevo preguntó: ¿A qué esperas? Pero no me permitió atacar directamente. Aún no perrito, sigue desde dónde estabas.

Ahora el olor era intensísimo. El flujo emanaba de su sexo, brillante, provocando que mi glande diera leves cabezadas. Mi respiración se había acelerado, mi lengua estaba cada vez más seca.

Recorrí el muslo izquierdo completamente, poro a poro, hasta que llegué a su ingle. Mi nariz rozó el labio vaginal, pero movió mi cabeza para que repitiera el lento ascenso por la pierna derecha. Hasta que llegué a puerto. La lengua del perrito se empapó de los líquidos de aquel manjar, una intensa sopa llena de penetrantes y desconocidos sabores, recorriéndolo, ascendiendo, descendiendo, mientras los suspiros de mi diosa se intensificaban, mientras sus manos agarraban mi cabello con mayor ímpetu.

No tardaron en llegar las convulsiones a aquel epicentro, primero lentas, rítmicas, para descontrolarse súbitamente, acompañadas por los profundos jadeos de Lucía. Hasta que me empujó, apartándome del caramelo, que seguí saboreando pues mis labios estaban rebozados.

-Mañana me lo harás en la cama, es más cómoda que la silla. –Fue su único comentario. Para despedirme a continuación con una orden. –Recuerda perrito que no puedes tocarte.

Cuando llegué a casa apenas podía caminar. Tenía un trayecto de más de diez minutos a pie, pero no me demoré más de cuatro pues corrí como alma que persigue el Diablo. Así, pensaba, mitigaré la hinchazón, el roce, la necesidad. Me desnudé a toda prisa y, por primera vez en mi vida, me torturé intensamente con agua helada. Grité agitado bajo el chorro agresor, pero salí de la ducha feliz, sonriente como un imberbe enamorado. Lo que era.

Por primera vez en mi vida tenía que recurrir a la ducha fría, porque era la primera vez en mi vida que una chica se fijaba en mí, porque era la primera vez en mi vida que veía a una chica desnuda, que la tocaba, que la hacía sentir… No sé qué le hice sentir, pero yo me sentía ligero, flotando en una nube.

El martes no cometí el error del día precedente. Cuando crucé el umbral de nuestro nido de amor, entré en la cocina, preparé el refresco y me dirigí donde mi amada. Aun flotando. Extrañamente, estaba completamente vestida, jersey fino de manga larga y pantalones tejanos. Solamente los pies estaban desnudos.

Tomó el vaso con una mano mientras me tendía unos ejercicios de Economía con la otra. Corrígemelos. Obedecí al instante, no quería hacerla esperar, no quería perder tiempo en temas secundarios. Había un error, pero no le dio más importancia cuando se lo comenté. Pasé la siguiente hora larga explicándole un par de cuestiones más de la asignatura y otras dudas de Lengua e Inglés. Pasada la hora contratada, ¿quién había contratado a quién?, me despidió seca.

Quise preguntarle si no necesitaba nada más, si no podía hacer algo por ella antes de irme, pero me miró altiva, ¿qué haces ahí parado aún?, por lo que me di la vuelta. Antes de cruzar el umbral de la habitación oí: No olvides nuestro acuerdo.

Aguanté las ganas de llorar durante el trayecto y no estallé al llegar a casa porque mi madre me cortó el paso en el recibidor preguntándome no recuerdo qué. Pero en la intimidad de mi habitación me interrogué, repasando cada segundo a su lado durante los últimos dos días, qué había hecho mal, en qué la había cagado.

Estuve todo el miércoles esperando su mensaje pero no llegó. La seguí con la mirada durante todo el día, casi acosándola, pero ni me vio ni me miró.

El jueves tampoco existí para mi diosa. ¿Había dejado de ser mi princesa? Hasta que a las 6 en punto me entró el whatsapp : ¿Dónde coño estás? Un escalofrío recorrió mi cuerpo, un pinchazo de excitación me levantó de la cama, empujándome veloz hacia la puerta. Llegando, respondí. 3 minutos y 14 segundos después llamaba al timbre.

-Esta ha sido la primera y última vez que me haces esperar. Si quieres darme clases, será con mis normas. Si no eres capaz de aceptarlas, de cumplirlas, lárgate y me busco a otro.

Me arrodillé ante su trono, lo siento, lo siento, no volverá a ocurrir. Cuando recobré la compostura, traté de explicarle que al no recibir ninguna comunicación por su parte, pensé que no… -busqué la palabra adecuada, pues querer era un verbo muy doloroso –podía verme.

-Te recuerdo que nuestro acuerdo de repaso es para martes y jueves. Ayer era miércoles, hoy es jueves, así que a las 6 debías estar conmigo ayudándome. Si otros días me interesa verte, te lo haré saber, pero no voy a darte explicaciones de qué hago ni por qué lo hago. ¿Te va bien? –Asentí. –Pues venga, que estás perdiendo el tiempo y haciéndomelo perder a mí. Acaba esto –zanjó señalando los deberes de Francés. Se tumbó en la cama con el móvil en las manos mientras yo redactaba un diálogo entre una turista y un gendarme que debía indicarle como llegar a Notre Dame. Antes de sentarme ante el escritorio, no olvidé pasar por la cocina.

Acabado el trabajo se lo tendí para que lo leyera en voz alta. He dejado un par de faltas de ortografía, se las señalé, para que Mme. Troll, así la llamábamos, no se dé cuenta que no lo has redactado tú. Sonrió satisfecha. Buen trabajo perrito, acércate.

Un pinchazo que creía haber perdido recorrió mi miembro de la base al glande. Me tendió un pie descalzo, el derecho, que degusté como si de un pastel de frambuesa se tratara. Llevaba un pantalón corto, estilo bermuda en tono pistacho, así que ascendí hasta la rodilla. Cambié de pierna, mientras mi diosa seguía chateando, indiferente a mí. Pero no me importó, menos cuando me preguntó si quería continuar. Claro. ¿Claro qué? Claro, mi Princesa.

Sonriendo satisfecha, se desabrochó el pantalón para bajárselo un poco más abajo de medio muslo, permitiéndome acabar de desnudarla. Mi pene había despertado con todo el vigor que un miembro adolescente puede mostrar. Al darse cuenta, preguntó si estaba empalmado. Asentí. ¿Te has tocado? Negué. ¿Ningún día? Negué de nuevo. Satisfecha me ordenó continuar.

Ascendí por sus muslos sin quitar la vista del tesoro cubierto por una fina tela rosa que pronto sorbería. Ahora sí tenía toda la sangre concentrada en mi musculatura pélvica, lo que me obligaba a mover la cintura constantemente evitando que los roces de mi pantalón me llevaran a un fatal desenlace.

Tomó el tanga por los laterales pero se detuvo. ¿Quieres quitármelo tú? Sí, logré pronunciar. ¿Sí qué? Sí, mi Princesa. Me miró severa. Es la última vez que te permito insultarme. Lo siento, mi Princesa.

Tuve que cerrar los ojos con fuerza tratando de concentrar toda mi energía en evitar la apertura de las compuertas cuando mis manos tomaron los laterales de la prenda y ésta comenzó a bajar. Me detuve, temblando. Abrí los párpados para encontrar la felina mirada de Lucía amenazándome. No me tranquilizó, pero logró evitar lo inevitable. Respiré hondo, varias veces, hasta que pude continuar despojando aquella maravilla de la tela que lo escondía.

Me zambullí en el océano, de aguas cálidas, densas, profundamente aromáticas, llevando a mi princesa a puerto. Cuando me apartó de su intimidad, me sentí feliz, dichoso de haber realizado mi trabajo sin derramarme, sin decepcionarla.

No me atreví a moverme mientras se recuperaba, lenta y pausadamente. Cuando abrió los ojos, me sonrió satisfecha, lo has hecho muy bien perrito, para fijar la vista en mi bulto.

-¿Quieres tocarte? –No supe qué responder. Claro que quería o, mejor, ojalá me lo hiciera ella, pensé, pero no me atreví a verbalizarlo. Entonces lo dijo: -Sácatela.

Todo mi cuerpo tembló, pero mis manos se sacudían como si estuvieran recibiendo calambrazos. Tardé una eternidad en desabrocharme el pantalón, malditos seis botones, lo bajé suficientemente para poder deslizar el slip y presentarla debidamente. Orgullosa, llena, dura. La miró detenidamente, interminables segundos, mientras mi glande daba cabezadas y gotas de líquido asomaban impacientes.

-No está mal, en la media –sentenció implacable. –Ya puedes guardar el pajarito en su jaula y pobre de ti que la saques para algo distinto a mear de aquí al martes.

Mi gozo en un pozo.

No pegué ojo en toda la noche. Me costó llegar a casa, sentarme a cenar, desnudarme, ponerme el pijama. Pero me sentí feliz. La relación continuaba, no se había roto. Tenía una relación con una chica, no una chica cualquiera, la diosa del colegio. Yo, el pobre friki del trío JaJaJa tenía una relación amorosa con una chica dos años mayor que yo, objeto de deseo de todo el alumnado del centro. El problema era aguantar hasta el martes.

El viernes a media tarde me entró un mensaje de Lucía. Lo abrí impaciente, pero solamente me preguntaba si había cumplido. Sí, mi Princesa, respondí. Leyó el mío, pero no contestó. Una leve decepción se apoderó de mí, rápidamente mitigada con una luminosa idea: piensa en mí.

Semana 5.

Aparecí ansioso el martes a mi ineludible cita después de que no me hubiera dirigido una triste mirada ni el lunes ni aquella mañana en clase. Trabajamos la hora completa, ella también, hasta que me ordenó traerle un segundo refresco pues un culo de hielo derretido con un gajo de limón flotando era todo lo que quedaba en su vaso.

Cuando entré de nuevo en la estancia, Lucía atendía una llamada telefónica. Hice ademán de darme la vuelta para preservar su intimidad, pero me ordenó quedarme con un gesto con la mano, de pie, esperando sosteniendo la bebida cual mayordomo. Era Danisa, sin duda.

Cuando colgó el teléfono, alargó el brazo para tomar el primer sorbo sin dejar de mirarme. Posó el vaso sobre el escritorio y me dejó estupefacto.

-Desnúdate.

-¿Cómo? –logré balbucear.

-¿Tengo que repetirlo? –Negué con la cabeza, aterrado, a la vez que ansioso.

Mil ideas se sucedían en mi mente, a cuál más excitante. Me despojé de la camiseta de manga larga, me quité las zapatillas con los pies, empujando por los talones, me desabroché el pantalón, lo dejé caer, me bajé el slip, y me presenté ante mi diosa como mi madre me trajo al mundo.

-Quítate también los calcetines, es patético ver a un tío en pelotas con los calcetines puestos. -Obedecí tan rápido como pude, a riesgo de caer de culo.

Me analizó detenidamente un buen rato, clínicamente, sentada en su trono violeta. ¿Qué era yo para ella? Un mono de feria, una rara avis, un experimento. Así me sentí pues creo que no dejó sin analizar ninguna parte de mi anatomía frontal.

-Tienes que hacer deporte. Eres de complexión delgada, pero tienes pecho de niño y esa barriguita que se te insinúa acabará por hincharse si no le pones remedio pronto. Además, me gusta ver las abdominales marcadas en un tío y las tuyas no sé dónde deben estar. –Me pinchó en el estómago con un dedo, tacto que evidenció mi nula predisposición por el deporte. –Tienes una polla bonita, me gusta, de las más bonitas que he visto, la verdad –me henchí de orgullo –aunque sería perfecta con algún centímetro más, sobre todo de circunferencia. Los tíos siempre fardáis de pollas largas cuando una mujer lo que necesita es que sea gorda. –Definitivamente me sentí como Copito de Nieve en el zoo. –Ah, una última cosa, pero muy importante. No quiero ver un solo pelo en tu cuerpo, así que mañana dedicas la tarde a depilarte completamente. Así de asqueroso no voy a tocarte. -¿Tocarme? Aún no sé cómo lo hice para no eyacular en ese preciso instante, pues un gemido surgió de mis entrañas. –Venga, lárgate. El jueves te quiero aseado y bien cargado.

Afortunadamente soy un chico de poco pelo, pero el suplicio en el centro de estética al que me dirigí, a varios kilómetros de mi casa para que nadie me reconociera, fue un trago duro de bajar. Pero me repetí como un mantra la frase voy a tocarte, sonando en mi cerebro con la melódica pero imperativa voz de mi princesa. La única zona de mi anatomía que la esteticienne no me depiló fueron los testículos, eso es mejor que te lo hagas con maquinilla, rasurado, me aconsejó. Mejor, pensé, pues a la humillación de mostrarme completamente desnudo con el palo enhiesto, sólo le faltaba que ante el más pequeño roce, mi simiente se derramara.

-A ver –ordenó más que preguntó Lucía aquel jueves.

Me desnudé completamente ante la atenta mirada de la chica, escrutadora, quedando gratamente satisfecha. Me ordenó darme la vuelta, nada por aquí, nada por allá, parecía el juego en el que estábamos inmersos, hasta que abrió un cajón, sacó un pequeños estuche de dibujos infantiles que rápidamente comprendí que era un neceser, coló la mano y extrajo unas pinzas de las cejas, con las que me arrancó dos pelos sueltos, uno en la ingle derecha, el segundo, doloroso, del testículo izquierdo.

-Ahora está bien –afirmó satisfecha. Guardó la herramienta, para mirarme fijamente a los ojos y preguntar. -¿Cuánto hace que no te corres?

-Dos semanas exactas, mi Princesa –respondí ansioso para que acabara con aquella tortura.

Cuando vi sus manos avanzar, la derecha sobre todo, respiré hondo. Me va a tocar, me va a tocar, me dije. Lo hizo. Pero no como yo esperaba. Posó la mano bajo mi bolsa escrotal, lo que me obligó a abrir ligeramente las piernas, como el futbolista que no era en plena alineación, sopesando mi depósito de millones de mini yos, para afirmar están bastante llenos. Noté su mano suave en mi anatomía, sosteniéndola, tanteándola, cálida. Fue definitivo.

Un leve gruñido surgió de mi garganta anunciando el final del juego. Mis piernas temblaron, mi estómago se contrajo, mi pene disparó salva tras salva saludando a la Generala.

-¡Hijo de puta, serás cerdo! Mira cómo me has puesto.

Dicen que el primer orgasmo proporcionado por una chica es espléndido, delicioso, placentero. El mío fue espectacular, cuantitativamente al menos, pero no fue lo satisfactorio que había soñado. Temblaba como una hoja, acojonado, pues Lucía me miraba ardiendo que no ardiente.

-Ya puedes ir limpiando esta guarrada, cabronazo, ¿qué coño te has creído?

Aunque alguna gota había caído en su cabello, los disparos habían impactado de lleno en su vestido, sobre el pecho y el hombro derecho principalmente. Balbuceé excusas, justificando el accidente por los días aguantando, la sobre carga, el…

Se irguió orgullosa, desabrochándose el vestido para quedar ante mí en un conjunto de ropa interior negro, liso, mostrándose como lo que realmente era, una diosa, la diosa de la belleza. Me lo tendió indignada, mirando en derredor confirmando que no había manchado el suelo ni la mesa, no me atreví a avisarla del diminuto impacto que había profanado su melena, para avisarme que como hubiera una sola gota en el suelo la iba a limpiar con la lengua y ordenarme, mañana me lo traes limpio y planchado, si no, no hace falta que vuelvas.

-Sí, sí, lo que tú quieras Princesa –logré asentir tomando mi ropa para vestirme.

-¿Quién te ha dicho que puedas vestirte? –me detuve ipso facto. -¿Es que ya has acabado tu trabajo hoy?

La miré sorprendido, pero pronto comprendí. Me dio la espalda para dirigirse a la cama, se tumbó mirándome fijamente a los ojos, parece que mi entrepierna había dejado de interesarle, y esperó acontecimientos. Solté sobre la silla el montón de ropa que sostenía, me arrodillé ante mi diosa, tiré del tanga deseando quitarle también el sujetador, acto al que no me atreví, y cumplí con mi deber.