Primeros contactos con su nueva Ama (fragmento)

Traducción de un fragmento del primer capítulo de "Como adorar a una mujer madura" ("How To Adore An Older Woman" de M J Rennie) ofrecido gratuitamente por PF.

Como adorar a una mujer madura (fragmento  parte inicial)


Título original: How To Adore An Older Woman

Autora: M J Rennie (c) 2001

Traducido por GGG, marzo de 2005

Capítulo Uno. Se necesita una mano firme

Después de cuatro años de enseñanza en casa, Myrna White decidió apuntar a su hijo Kenneth en una facultad pública de grado medio. Myrna quería para Ken una educación más avanzada en contabilidad de negocios.

"Kenneth, sé que tu ambición es llegar a ser escritor," dijo la señora White.

"Sin embargo, desarrollando tus habilidades en contabilidad aprenderás a manejar mi cartera de inversiones. Manejar dinero es un gran responsabilidad, ya lo sabes."

"Sí, Madre," contestó Ken. Hacía tiempo que había aprendido que el respeto a la autoridad severa pero amorosa de su madre no solo era lo adecuado sino que también le ayudaría a evitar una sesión de látigo.

Además, Ken buscaba con ansia escapar del ojo vigilante de su madre. Estaba hambriento de cierta libertad.

La mañana que iba a empezar en la facultad, Ken seleccionó cuidadosamente el atuendo que pensaba llevar. Colocó la ropa sobre la colcha de hilo, color azul pastel, que cubría su estrecha cama individual.

Después de mucho pensar, Ken eligió unos pantalones color canela cuidadosamente planchados, una camisa blanca de algodón de manga larga, bufanda gris, jersey de cuello en V, y calcetines oscuros de dibujo escocés para meter dentro de un par de mocasines color burdeos. El aspecto típico de un estudiante.

En el baño Ken se duchó, se afeitó y se cepilló los dientes. Se roció la cara con una colonia perfumada con lavanda, de nombre HARDWOOD, y se aplicó generosas cantidades de gel desodorante entre las piernas, en el pecho, y en las axilas.

Desnudo de pie ante el espejo del baño, Ken vio a un hombre joven, serio, de cabello rubio, guapo, rostro bien conformado, y ojos azules de mirada profunda. Con una estatura un poco por encima de los seis pies (1,80 m), Ken era esbelto y con buena figura, fuerte, pero no en exceso. Solo un mechón escaso de vello pálido adornaba su pecho desnudo, una serie de rizos suaves anidados entre sus minúsculos y rosados pezones.

Las piernas de Ken eran largas, su trasero bien redondeado, y sus partes viriles firmes, bien formadas, y de un tamaño excepcional. A diferencia de la mayoría de los machos jóvenes americanos, el pene de Ken permanecía sin circuncidar, la elegante máquina seguía exactamente como la diosa madre la había diseñado.

Tras su nacimiento, la madre de Ken, Myrna, rechazó la circuncisión, declarando que no permitiría que la corrupta institución médica mutilara a su precioso hijo.

"Pero es necesario para una buena higiene," le aseguraban los doctores y enfermeras.

"Además los otros chicos de la escuela le putearán en los lavabos si no la tiene hecha," dijeron.

"Tal vez sea así," contestó Myrna, "pero no me importa. ¡Dejen en paz el pene de mi chico!"

El intervalo de 18 años, transcurrido desde el nacimiento de Ken hasta el presente había dado como resultado un órgano viril de belleza superior. En cuanto a las características críticas de tamaño y simetría, el pene de Ken era un espécimen singular. En verdad el estado natural de su equipamiento reforzaba tremendamente el atractivo del conjunto de su paquete genital. La delicada caperuza de carne que cubría parcialmente la polla de Ken adornaba la bien proporcionada cabeza como un collar de rubíes.

Tomando en la mano su pene, Ken echó hacia atrás la piel de la colgante columna de carne. Disfrutaba jugando consigo mismo mientras terminaba su aseo. Agarrando un cepillo del cajón del armario en la mano derecha, Ken atacó su pelo rubio, pasándose el peine desde delante hacia atrás. Con la mano izquierda, Ken pellizcó descuidadamente la cabeza de su enorme polla.

Sonó un golpe en la puerta del baño.

"Kenneth, soy yo. Voy a entrar," dijo una voz severa, femenina. La voz pertenecía a la compañera de Myrna White, una mujer a la que Ken había conocido como 'Tía Margery' desde la niñez. Abrió la puerta y entró bruscamente en el baño.

Ken se apresuró a recoger una toalla para cubrirse, pero Margery alzó la mano para detenerle.

"No te molestes en cubrirte, Kenneth," dijo Margery. "Estoy aquí para examinar tu cuerpo. Deja la toalla en la percha."

Ken dejó la toalla en el perchero y se volvió hacia ella. La boca se le quedó abierta cuando comprobó que Margery no llevaba nada más que lencería blanca de encaje y zapatos de tacón alto.

A sus 32 años, Margery tenía 14 más que Ken, era una mujer realmente notable, en la cima de su plenitud física.

Le miró directamente, una belleza rubia, escultural solo ligeramente más baja que Ken con sus casi seis pies (1,80 m) de altura. De siempre, desde que Margery había entrado en sus vidas, Ken había adorado secretamente a la amante lesbiana de su madre. Ken tenía muchas razones para adorarla. El deslumbrante cuerpo de Margery era una maravilla esculpida según los cánones clásicos de curvas deliciosas y hendiduras suaves e invitadoras. Su magnífico pelo estaba cortado en franjas por encima de la frente, a media longitud por los lados y ligeramente más largo por detrás. Su piel, limpia y uniforme, rebosaba salud y pulcritud femenina más que ninguna otra cosa.

Ken no lo sabía, pero había otra mujer a la que Margery se parecía mucho, la modelo de las revistas de los años 50, Betty Lake. El parecido físico entre la rubia Betty Lake y Tía Margaret Ann DeGrange era misteriosamente innegable.

"Kenneth, ¿qué estabas haciendo aquí?" preguntó Margery.

"Em, me estaba peinando," dijo Ken mostrando a Margery el cepillo. "¿Ves?"

A Ken se le trababa la lengua habitualmente en presencia de Margery. Nunca sabía que decirle o como decírselo, farfullando generalmente banalidades para esconder su excitación nerviosa. "Tus abluciones de esta mañana parecen estar por encima de la media. Se te ve recién duchado, desodorizado y perfumado adecuadamente."

Ken siguió mirando fijamente a Margery, con la boca abierta. Llevaba unas bragas de raso de cintura alta adornadas con franjas de encaje, un sostén a juego, un par de medias blancas sin ligas y tacones altos, que anulaban con facilidad la ligera ventaja de estatura de Ken.

Estando tan cerca de él, Margery parecía una visión de un sueño, un hada pura, angelical, planeando a su alrededor con su ropa interior embelesadora. Dado que Ken muy raramente había visto a Margery en un estado de desnudez, la atracción de su ropa íntima le excitaba más de lo que pudiera decirse con palabras.

A Ken se le quedó la boca seca mientras la miraba. Necesitó casi la totalidad de su fuerza para evitar que le temblaran las rodillas. Como si tuviera una mente propia el enorme pene de Ken empezó a levantarse y a endurecerse. Avergonzado Ken se sonrojó adquiriendo un color rojo escarlata.

Para un joven sin experiencia como Ken, Margery constituía una presencia abrumadora. Bajándola hacia él tomó el pene en su fuerte mano derecha, acariciándolo lentamente de arriba abajo.

A Ken se le cortó la respiración y dejó que su mirada cayera al suelo. No podía conseguir mirarla; estaba tan cortado. En cambio su órgano endurecido respondía con entusiasmo.

"Mírame, Kenneth," dijo Margery, con voz baja e irresistible. "¡Quiero que me mires!"

Los ojos de Kenneth se elevaron, haciendo una pausa en las copas de raso marcadamente apuntadas que recogían los pechos de Margery. Luego, en un supremo esfuerzo, Ken llevó los ojos al nivel de los de Margery.

El embriagador aroma del generoso pecho de Margery llenó las ventanas nasales de Ken en los cercanos confines del baño. Los registros sensoriales invadieron los complejos contornos del cerebro de Ken, animando rápidamente la disponibilidad reproductora. En pocos segundos su hinchado pene estuvo a máxima presión.

Ken siempre se había sentido fascinado por Margery. Una noche después de que su madre tomara a Margery como amante, un Ken  irrumpió trastabillado en el dormitorio de su madre. Los truenos de una tormenta habían espantado al tímido chaval de su camastro.

Impresionado pero intrigado Ken las vio haciendo el amor, a Margery y a su madre, Myrna, en silencio pero con gran intensidad. Las mujeres estaban enganchadas en la posición conocida popularmente como el '69', con Margery abajo.

Una lámpara de mesita de noche reveló todo al impresionable muchacho. Restregándose los ojos Ken las observó durante varios minutos, fascinado por lo que estaban haciendo. Su madre no podía ver a Ken, porque su cabeza plateada estaba mirando muy lejos de él, su lengua ocupada en la profunda herida arreglada y rubia de Margery.

Ken recordó con placer la breve visión del triángulo de pelo dorado que rodeaba la estrecha raja del centro de Margery. Se recordó deseando ser él y no su madre, Myrna, aquel cuya lengua estaba saboreando el apetecible brote de Margery.

Mientras miraba, Margery volvió la cabeza y le vio. Durante un instante fugaz sus ojos se encontraron. Margery sonrió y le guiñó un ojo casi imperceptiblemente. Sintiéndose repentinamente avergonzado Ken se precipitó de vuelta a su cuarto. Allí en la oscuridad, mientras la tormenta descargaba su rabia en el exterior, un Ken enfebrecido se restregaba su juvenil pene hasta que cayó en un sopor discontinuo.

Siempre, desde aquella noche memorable, Margery había hechizado a Ken con su belleza y carisma personal. A menudo fantaseaba con casarse con Margery cuando fuera mayor. Tras la pubertad, Ken suponía que su sueño era imposible, pero todavía seguía adorándola.

¡Y ahora la mujer de sus sueños, Tía Margery, estaba delante de él, acariciándole la polla con su mano desnuda!

"Dime, Kenneth," dijo Margery, "¿te has masturbado ya esta mañana?"

La boca de Kenneth se abrió de la sorpresa.

"No," mintió.

Margery levantó una ceja rubia perfilada, dudando obviamente de su veracidad.

Se colocó la mano izquierda en la cadera.

"Tu madre me ha pedido que te supervise esta mañana y me asegure de que te alivias adecuadamente antes de salir para la escuela."

"¿Que me alivie?" dijo Ken. "¿Qué quieres con eso, Tía Margery?"

Margery se rió. "Necesitarás, sin duda, alivio sexual regular, porque vas a estar rodeado de chicas jóvenes en la escuela, Kenneth. Las chicas jóvenes pueden ser extremadamente promiscuas."

"Ah, entiendo, no me preocupan mucho las jovencitas," dijo Ken con valentía.

Margery suspiró. "Kenneth, una cosa es estar en casa con nosotras, tu madre y yo, donde podemos controlarte. Es completamente distinto para ti salir al mundo, expuesto a dios sabe qué. Tu madre está preocupada de que puedas terminar en las garras de alguna putilla, compañera de clase de dudosa moral y baja higiene personal. Es sabido que les ocurre a los tipos jóvenes protegidos como tú."

"Pero Tía Margery," dijo Ken, "¿tengo que masturbarme justo ahora, delante de ti?"

"Pues sí, Kenneth," dijo Margery con impaciencia, "¿por qué crees que estoy vestida de esta forma? Estoy aquí para ayudarte. Ahora date la vuelta y ponte de cara al lavabo."

Ken hizo lo que Margery decía porque estaba acostumbrado a hacer lo que se le pedía que hiciera, especialmente si era una mujer. Mientras se colocaba de cara al lavabo, Margery se colocó detrás de él, sujetándole todavía la polla. Su mano izquierda pasó entre sus piernas, copando y apretando con suavidad sus huevos.

"No es correcto moralmente para la madre de un muchacho manejarlo de esta forma," dijo Margery, mientras le acariciaba los genitales. "Tienes suerte de tener una mujer en casa que pueda ocuparse con habilidad de tus crecientes deseos sexuales."

Margery le agarró con fuerza el pene, llevándolo encima del lavabo. Lentamente pasó sus uñas afiladas y rojas arriba y abajo por toda su enorme longitud, una caricia que envió a los  sensores de placer de la sumergida cabeza a la zona roja.

"¡Oh, Tiíta Margery!" dijo Ken. "¡Ooooooouuuuuu!"

Margery echó hacia atrás el pellejo, dejando al descubierto la cabeza, la corona y el frenillo. La polla de Ken se encabritó como un caballo salvaje, ostentando una protuberancia tan grande y brillante como una ciruela del valle de Yakima (N. del T.: valle del estado de Washington en los EE.UU, recorrido por el río Yakima, famoso por sus vinos y otros productos agrícolas, entre ellos las ciruelas).

"Tu gran morcilla es adorable, Kenneth," dijo Margery, liberándole momentáneamente. Se untó un pegote de loción lubrificante en las manos antes de sujetársela de nuevo. "Algún día serás un excelente marido para alguna afortunada mujer."

El movimiento de la loción sobre su polla era apasionante. Ken intentó decir algo pero no le salían las palabras. Margery terminó rápidamente de cubrirle el pene con una capa de gel lubrificante y empezó a bombearlo con su poderosa mano derecha.

"En el lavabo, Kenneth," dijo Margery. "Siéntete libre para eyacular. Déjame ver como echas esos ricos jugos masculinos que has almacenado dentro."

Ken avanzó la pelvis con un ritmo acompasado al movimiento de la mano derecha de Margery, fuerte y de largos dedos. Sus uñas rojas, brillantes, se deslizaban de arriba abajo, arriba y abajo, mientras la boca de Ken se aflojaba y sus ojos se cerraban en absoluto éxtasis.

"¡OOOOOUUUUU!" dijo Ken, dejando escapar un gruñido largo y maravilloso.

Cuando se acercaba su clímax, Margery hurgó entre las largas piernas de Ken, dirigiendo el dedo medio bien lubrificado de su mano izquierda a su recto. Todo el cuerpo de Ken se agitó cuando el dedo medio se abrió camino en su interior, presionando su glándula prostática. Una oleada electroquímica, similar a un rayo de luz, se abrió camino entre las sendas neuronales de Ken. Su cerebro se inflamó súbitamente con un estallido de energía tan cegador que disipó toda existencia a excepción de la mano de Margery y su propia polla tiesa.

"¡AAAAGGGGGHHHH!" gritó Ken. "¡UUUUUUAAAAAAHHH!"

El pene de Ken escupió semen con fuerza explosiva, disparándolo por encima del lavabo para estrellarse en el centro del espejo del baño, a unas buenas 18 pulgadas (unos 45 cm). Un segundo chorro voluminoso fue seguido por otros más pequeños. Ken se quejaba inconscientemente mientras Margery empujaba y tiraba, ordeñando todo rastro de semen de sus glándulas excepcionalmente viriles.

Cuando acabó, Margery dejó ir el pene menguante de Ken y retiró el dedo de su trasero. Le dio unas palmaditas en el culo y le besó ligeramente la frente, diciendo:

"Has sido un buen chico, Kenneth. Haremos esto todas las mañanas antes de que vayas a clase. ¿Te resultará agradable?"

Ken no podía creer lo que oía. ¡Era un sueño hecho realidad!

"Oh, sí, Tía Margery," contestó. "Oh sí, sí, sí."

Margery se bajó las copas de su magnífico sostén de raso para dejar al descubierto sus cremosos pezones.

"Tu madre dijo que podía dejarte chuparme los pezones alguna vez, si lo deseas. ¿Te gustaría eso?"

Ken tembló ante la vista de sus suculentas puntas. En seis años de contacto diario nunca antes las había visto.

"Oh, sí, Tía Margery," tomó aliento. "Me encantaría."

Margery permitió a Ken unos cuantos besos indecisos y un pequeño intento de chupeteo exploratorio antes de cerrar la tienda bruscamente.

"Es suficiente. Ahora limpia esto y prepárate para ir a clase. Tu madre ha preparado un estupendo desayuno con cereales, leche, albaricoques frescos y yogur de limón para ti."

Aturdido, Ken completó lo que faltaba de su aseo. Durante el desayuno no hubo, sin embargo, comentarios respecto al nuevo acuerdo matinal. El único comentario significativo se hizo cuando Ken ya había salido para la escuela. Myrna le dijo a Margery que los hijos generalmente siguen los pasos de sus padres en los aspectos más importantes.