Primerizo
Una húmeda ciudad, sus noches tormentosas tintos y olorosos vapores, deseos reprimidos... ese es el marco que le lleva a encontrarse con su primera experiencia...una primera vez demasiado caliente.
Primerizo
Por: Promethea
Las aguas no terminan de derramarse sobre la ciudad, y es duro salir a la calle sin acabar empapado.
Esta tarde, después de salir de clases, he deambulado de nuevo por la lejana colonia donde habita Efrén. No entiendo por qué cuando hago esto me siento más aliviado.
Es curioso. Un día de éstos, al doblar el vértice del callejón, me he encontrado de repente con él. No he podido ocultar mi vergüenza; estoy tan colorado que las mejillas me arden. Él sólo me sonríe. Se avecina una tormenta y me invita a que pasemos a su vivienda.
El juego de damas está sobre una silla con las piezas acomodadas. Efrén me hace la plática y me cuenta chistes mientras aguardamos a que escampe. Es un hombre singular y es además muy simpático. Me ha contado que trabaja en una imprenta como operario. A veces hace encuadernaciones y en ocasiones arregla las máquinas que emiten ese chaca chaca tan anticuado y ruidoso. Ahora entiendo por qué despide ese raro tufo a tinta que se funde con los pastosos vapores del interior del cuartucho.
Todo lo que venteo por aquí me trae recuerdos groseros. Evoco a un amiguito de la escuela postrado sobre la cama; puedo ver su espalda blanca batida por el sudor y su cuerpo regordete adhiriéndose a mis muslos, medio doblado en la penumbra de una noche borrascosa.
Efrén me saca de la abstracción. El aguacero amainó.
Antes de dejar su cuarto me ha dicho en un susurro que procure ir más seguido.
Mi madre me ha reñido en estos días porque no quiero ir a dormir por las noches a la casa de la abuela. Al final, no obstante, tengo que obedecerla. Ella vive con mi tío, pero mi tío ha vuelto a sus cursos en la lejana ciudad, y yo, a mis noches de aburrimiento.
Antes me excitaba ir porque podía encerrarme en el baño para rasurarme las axilas con la navaja de mi tío sin que nadie lo supiera. Era algo que me corroía. Me alborozaba mucho porque nunca podía hacerlo en casa, sólo cuando iba a dormir con la abuela. El ardor que el asunto me despertaba me conducía a una serie de manipulaciones entre las piernas que culminaban en desfogues salvajes que casi siempre pugnaba por repetir.
Pero ahora que he crecido un poco más ya no quiero depilarme. Me gusta cómo me luce la rudimentaria pelambrera debajo de los sobacos. Es apenas como un cintillo oscuro, pero ya veo las cosas diferentes.
Es una lástima que en estos días no pueda espiar a Antonieta por la ventana, o por lo menos echar un vistazo por afuera del baño de su casa. Esto es algo que me pone a mil, que me hace sentir fuera de la ley pero que me imprime en la sangre un sello de paroxismo increíble.
Hay fango por todas partes y una peste se levanta con el aire. Esta cuidad me corrompe.
Estoy furioso.
La abuela me ha dicho que tendré que irme a dormir con ella por lo menos dos semanas seguidas. La noticia ya me tiene sin cuidado.
No hay una sola noche en que no llueva a cántaros. Llevo semanas enteras esperando hacer algo de lo que más me gusta (espiar a Antonieta), pero me ha sido imposible.
A eso de las diez dejo mi casa para irme con la abuela.
Hay noches en que voy a dar allá totalmente empapado. Lo bueno que ella siempre me pone a secar la ropa, y a veces hasta me da café antes de acostarme.
Aquí no puedo ver televisión ni distraerme con nada. Ella se va a la cama temprano y yo sólo doy vueltas en la esterilla para poderme dormir.
Aunque casi siempre me masturbo, no encuentro ningún otro aliciente ahí encerrado en la casona.
Hoy quise hacer rondín por el barrio de Efrén para ver si puedo verlo. Tal vez pueda platicar con él o distraerme con una mano de damas. Me gusta mucho su plática, siempre me cuenta cosas interesantes. Es un tipo muy corrido este Efrén, cuyo cuerpo huele a tinta, a imprenta, a letras.
Es una lástima que después de un par de horas de deambular por su barrio no lo vea por ningún lado.
He regresado a mi casa decepcionado.
Pasa otro día, y después dos. De nuevo he deambulado por la calle con la intención de interceptar a Efrén. Esta vez tengo suerte y me lo encuentro en el cuartucho. Al parecer acaba de regresar del trabajo. Me ha recibido con una amplia sonrisa en los labios.
Conversamos animadamente; luego me invita a jugar a las damas. Los olores del cuarto me transportan y me despiertan un morbo insólito: todo lo que huelo me excita; todo me evoca esos momentos subrepticios con aquel compañerito de la escuela.
Para desahogarme, le he hablado de mis obligaciones y de mis tedios nocturnos. Él solamente se ríe de mis ocurrencias.
Jugamos hasta las once y media. Antes de irme, Efrén me ha insistido en que le visite cuando me sienta aburrido. ¿Cómo no lo pensé antes?
A la siguiente noche, otra noche de fastidiosa soledad, no dudo en escaparme de la casona. Advierto que a pesar de la hora, Efrén aún me espera. Es como si tuviera la certeza de que llegaría a la cita.
Nuestra celebración es ruidosa y no podemos parar de reírnos. Por horas, conversamos de todo. Jugamos mucho, y entre juego y juego no dejamos de mirarnos, de contemplarnos una y otra vez.
Abandono su cuarto de madrugada, entre relámpagos y truenos que amenazan más tormenta. El mal tiempo me choca, pero también me incita y me despierta extraños sentimientos que no entiendo.
Pasan los días grises y penumbrosos, pero mis escapadas son diarias y me siento feliz.
Las continuas descargas de adrenalina me incitan a escabullirme cada noche sin ningún remordimiento. Me gusta retar las órdenes, quebrantar la autoridad de mi madre y de la abuela, y hasta me siento bien arriesgándome a que puedan descubrirme.
Hace una semana que no duermo bien, pero eso no me importa. Aparte de buen jugador, Efrén es un buen amigo y se porta de maravilla.
Le he dicho que mi fastidio se ha ido desde que lo estoy frecuentando, tanto que hasta he rogado porque mi tío no vuelva en meses.
Soltamos la carcajada por mi ocurrencia.
Con el paso de los días veo que las cosas marchan muy bien y me siento muy animado. Esta semana Efrén cobró su sueldo y me ha invitado a que comamos galletas con queso manchego. Yo he llevado escondido en la bolsa de mi pantalón un frasco de mermelada que le birlé a la abuela. Seguro diluviará. Hay relámpagos y truenos que desbaratan el cielo, pero a nosotros no nos importa.
Efrén me ha prometido enseñarme a jugar ajedrez y ya estoy ansioso por iniciar el cursillo. Sentados ante el tablero devoramos los bocadillos. Afuera, mientras tanto, se ha desatado el vendaval.
Las horas pasan y el aguacero no para. A las dos de la mañana comprendemos que la tormenta no cesará. Le expreso a Efrén mi temor de que la abuela me busque y descubra que no estoy. Él se solidariza conmigo y me da algunos consejos, pero también me dice que no podré salir hasta que el aguacero se calme.
A las tres, he perdido la esperanza y me resigno. Efrén me ha convencido diciéndome que a pesar de los riesgos, es mejor que me quede.
Dejamos el tablero y decidimos dormir un poco luego de quitarnos la ropa. Él me ha dado una frazada. Poco después nos tendemos en la cama. La noche es fría y la humedad del interior es vaporosa. Sólo se oyen las sacudidas del viento y la violencia del agua que golpetea las paredes.
El hedor de las sábanas me recuerda el desnudo cuerpo de mi amigo de la escuela, húmedo y sofocado moviéndose sobre el lecho. De repente, Efrén se acerca más a mí y me susurra algo al oído. No he entendido bien lo que me dice pero su voz me despierta sensaciones dormidas. Siento sus manos tibias sobre mis hombros desnudos y uno de sus dedos discurrir por el lóbulo de mi oreja. Yo tirito.
Mi excitación crece, pero permanezco inmóvil. Efrén ha apartado de pronto sus palmas y ahora se ha quedado quieto. Los minutos pasan lentos y ya no puedo pegar el ojo. El continuo fragor de los rayos descerrajándose sobre la tierra es impresionante.
Apenas si he dormitado un poco cuando vuelvo a sentir el débil roce de su cuerpo tocando mi costado. No quiero moverme, ni siquiera respirar; no quiero hacer nada, sólo quedarme quieto y esperar.
El tiempo pasa, pero Efrén se ha quedado inmóvil. Sin saber por qué, un sentimiento como de decepción me invade por completo, desanimándome.
A las cinco, la lluvia se ha calmado, aunque los ventarrones persisten. Mi amigo me ha despertado; me dice que me acompañará. Nos arreglamos lo más rápido que podemos y dejamos juntos el cuarto.
Nos separamos a unas cuantas calles de la casona.
Con el paso de los días voy avanzando. El ajedrez no se me dificulta y pronto me vuelvo un fanático del tablero. Efrén se muestra paciente para revelarme jugadas y también para mostrarme algunos trucos que me asombran.
A veces, cuando tomo alguna pieza, él me aprieta la mano y me mira con dulzura, aunque casi enseguida la retira. No puedo evitar sonrojarme cuando hace eso.
Aún cuando me ha mostrado el omnímodo poder de la reina y las siniestras celadas que se urden con alfiles, le he dicho que prefiero los caballos. Eso de invadir escaques saltando a placer entre las piezas me despierta un morbo inédito.
Esta vez jugamos hasta después de media noche. Efrén mismo me hace ver que es hora de parar. Afuera ya no llueve, sólo cae un ligero rocío. Él me ha susurrado que si me quedo otro rato me acompañará después hasta la casa. En seguida le respondo con un gesto afirmativo.
Con toda naturalidad, él ha puesto a modo la cama mientras se deshace de la ropa. Yo me saco la camisa para tenderme después a su lado. Ha encendido un cigarrillo: el acre aroma del humo me excita. Me pregunta en voz muy baja si antes he fumado. Niego con un gesto mientras lo miro con complicidad.
Con dos rápidas caladas me he sentido muy mareado. Él me quita el pitillo de la boca y lo restriega contra la pared. Luego me abraza. Nos mantenemos así, sin decirnos una frase. Nuestras respiraciones se han vuelto más pujantes.
Puedo sentir sus manos recorriéndome el pecho, los brazos y el cuello. Son un poco ásperas, pero las noto muy tibias. Su cabeza se ha juntado con la mía y ahora su lengua serpentea dentro del hueco de mi oído. Con los ojos cerrados, espero pasivamente.
Su lengua es ya una banda caliente y salivosa que nunca se detiene. Está humidificada y lechosa. Me la pasa por el cuello, la nuca y las mejillas; luego se pasea con avidez por mis hombros y me mordisquea los pechos, me los lengüetea... me levanta los brazos para aplastar su cara contra la húmeda piel de mis axilas. Me chupa el sudor, la carne, los vellos; luego me los larga despacio con los dientes. Mi excitación va más allá de lo que puedo resistir.
De repente se detiene y se baja de la cama. Le miro caminar hasta el apagador. Ahora el cuarto se ha quedado en penumbras.
Efrén vuelve junto a mí y me agarra por la cintura. Antes de que pueda preguntarle nada, me murmura casi en silencio algunas frases al oído: son frases tiernas que encierran entre murmullos peticiones ávidas y codiciosas. Excitado, no siento deseos de negarme; sólo muevo la cabeza para asentir.
Entonces, con una lentitud que me exacerba le siento maniobrar en el broche de mi cinturón. Pronto me deja solo en calzones, pero Efrén no se detiene ahí. Sus manoseos bajo la tela me sacuden; ahora me mete los dedos entre las ingles y me remueve el prepucio lentamente. La prenda va a parar muy pronto al suelo.
Con gesto suave ha tomado mi mano para conducirla hacia su vientre. Siento su pelambre enmarañada entre mis dedos y recorro esa región con tiento, con la mirada apagada, aunque con cierto temor.
Mis dedos tropiezan con la dureza de sus muslos y me estremezco. Hay algo ahí que me detiene, que me quema, que me despierta sensaciones inéditas. Es su nervio pétreo que se interpone todo enhiesto, pero no me atrevo a palparlo. Él se encarga de prestarme ayuda poniendo mi palma sobre su rígido falo. Mis suspiros se intensifican y me animan a oprimir la inflamada carne tibia varias veces. Lo advierto largo, más largo de lo que había imaginado. Me detengo. En mi cabeza se ha desatado una especie de lucha, una lucha moral que se niega a obedecer a mis instintos excitados.
Él se ha quedado esta vez quieto, como esperando calificar mi reacción. Los minutos pasan en silencio y mi mano no avanza ni un milímetro. Hay algo que me detiene, que me dice que no siga. La lengua de Efrén vuelve a recluirse en mi oído, me llena el hueco de saliva, me sacude y me hace trepidar. Todos mis miembros tiemblan. Mis dedos ya no pueden detenerse más y se deslizan palpitantes por esa región desconocida.
Efrén se queja ahogadamente mientras le froto los dedos desde el tronco hasta la punta. De repente suelta un grito que me aturde; intempestivamente sus tibios líquidos me pringan el dorso y yo reacciono apartando la mano. Él me jalonea para que torne a masajearle de nuevo. Esta vez le estrujo el miembro con violencia, como cuando me masturbando viendo a Antonieta por la ventana del baño. Lo siento palpitar tan fuerte que mis dedos se comban en un arco mientras sus fluidos me embarran los dedos y toda la mano.
Efrén se proyecta sobre mí para tentar desesperado entre mis muslos. Coge mi pene y lo comienza a acariciar pausadamente; mis suspiros se transforman en sollozos sofocados. Sus labios se deslizan ahora por mis carnes y me lamen el torso, la cara, los sobacos, mientras no deja de manosearme la entrepierna con vehemencia.
El furor que me provocan sus caricias va más allá de mi capacidad de contención y me derramo con fuerza entre suspiros y grititos de placer. Efrén no desaprovecha el momento y se inclina totalmente para sorber mi secreción con la boca hasta deglutirla toda.
Pronto yacemos sobre el lecho como dos desamparadas sombras precisadas de cobijo. No proferimos palabras, sólo se nota el brillo de nuestras miradas taladrando la penumbra. Esos reflejos nocturnos dan cuenta silenciosa de las ansias que nos engullen.
Son casi las cinco de la madrugada cuando Efrén, dos calles antes de la casa de la abuela, se ha despedido de mí.
Mientras avanzo dando brincos para sortear los charcos, siento en mi pecho una satisfacción extraña.
Siguiendo el sabio consejo de mi amigo, dejo pasar unos días para que la abuela no recele acerca de mis escapadas.
Durante estas últimas noches he soñado con caballos que retozan sobre tableros redondos, con alfiles de larga punta que me miran gravemente antes de abalanzarse sobre mí. Son puntales muy largos, de sedoso perfil, duros, enhiestos, cabezones. La cara de la reina se transmuta de repente en los rasgos de Efrén y un morboso olor a tinta me hiende las narices.
Despierto con un agrio sabor a leche que me quema la lengua.
Las tormentas son el pan de cada día y mis salidas nocturnas al baño de Antonieta no han podido reanudarse.
Mis deseos por volver al cuartucho de mi amigo son muy intensos, y sólo aguardo la fecha que fijamos para encontrarnos otra vez.
Hoy es el día.
En medio de una lluvia torrencial llego al cuartucho a la hora prevista. Ha pasado una semana desde la última vez y ardo en deseos de estar junto a Efrén. Retozar con él en su cuarto solitario es como vivir un juego grosero que me llena de ansiedades, de lascivia, de desesperada incontinencia.
Nos saludamos con júbilo y después nos abrazamos. Tal como yo esperaba, en esta ocasión no habrá juegos de mesa; nuestro silencio es el mejor mensajero para expresar lo que deseamos.
Efrén se apresura a desvestirme para acercar mi ropa mojada a la estufilla encendida. Después coge una toalla y me seca todo el cuerpo mientras me susurra sus consabidas frases al oído. Todo lo que me dice es dulce, muy dulce, y su voz me aguijonea las sienes. Mi amigo es empeñoso, porfiado y obsequioso. Vuelve a transmitirme sus anhelos en voz baja, los mismos anhelos de la última vez, entre ecos de murmullos tiernos que susurran peticiones, que me solicitan cosas. Sé muy bien que los suyos son requerimientos que demandan una respuesta. A todo le he respondido que sí.
Este entremés tan delicado me enciende, y no dudo en abrazarlo con ternura. Va hasta el apagador y tira de él. Tomándome de la mano, me conduce hasta la cama.
Dócilmente me dejo llevar por él, y él se solaza recostándome con suavidad en el lecho. Se despoja del pantalón y se tiende junto a mí. Siento su aliento surcándome la piel y su abrazo firme que me pesca por el talle. Sus dedos se apresuran a apretar los botoncitos de mis tetas, y su lengua me recorre la nuca, el cuello y los hombros.
Cuando baja un poco más para sorberme las axilas, un aire caliente ya me abrasa las mejillas. La tensión que sentí hace unos días, toda esa lucha moral conmigo mismo desaparece para dar paso a una suerte de pasividad permisiva.
Efrén está de plácemes teniéndome a su merced, y mi actitud sumisa se corresponde con sus dotes de maestro: a mí también me absorbe la locura de sus ansias. Mientras su lengua viaja por mi cuerpo sus manos trabajan en mis partes bajas. Todo esto es como una fantasía que quisiera prolongar para que nunca acabe.
Esta vez nos ocupamos de lo nuestro con calma, sabiendo que tenemos tiempo de sobra. Afuera, la tormenta gime como gemimos nosotros, sólo que nuestros murmullos no se disipan en el aire sino que son absorbidos por el fuego de nuestros cuerpos.
Sin ceder en su iniciativa me coloca boca arriba y se estira junto a mí. Las fosas nasales se me dilatan y un temblor recalcitrante se apodera de mi cuerpo. Sentir el toque suave de la punta de su miembro junto a mis muslos me despierta sensaciones fantásticas. Efrén palpa mi pubis y se detiene a lisonjear con mi montecito lampiño. Tentalea mi lanceta y frota sus dedos en mi glande desnudo. Estoy casi a punto de eyacular.
Efrén se detiene y después se levanta. Va hasta la mesa a traer un pitillo. Lo enciende, le jala un poco y me lo ofrece. Esta vez lo calo varias veces. El mareo es casi instantáneo. Mi amigo fuma también hasta que termina de consumirlo.
Nos instalamos de nuevo en el tren de los deseos. Efrén me ha puesto ahora de espaldas y se allega a acariciarme con toda suavidad las nalgas. Sus dedos son como puntas de hisopos de algodón que deambulan sin destino y me hacen trepidar. Él capta mis vibraciones y se aplica con ardor, trasteando mis posaderas.
Los míos ya no son suspiros, son como gritos apagados surgiendo ansiosamente de mi boca. Su dedo mayor se desliza como sierpe, me regala las más altas sensaciones de lascivia. Estoy a punto de pedirle que se contenga, o de suplicarle allí mismo que me toque más allá. Pero mi amigo no para, sino que se recrea en el delicioso tormento sin dejar de susurrarme cosas al oído mientras su lengua trabaja en mi oquedad.
Ahora me da la vuelta para volver a ponerme boca arriba. En una reacción refleja, yo mismo abro las piernas como esperando algo más. Él intuye bien mis ansiedades por cuanto sus dedos viajan hacia mi esfínter y se dedican a frotarme suavemente la rugosa piel del orificio. Lo que siento es un furor incontenible que me obliga a replegar mis caderas contra su mano.
Mis nalgas estremecidas, abiertas por la gestión de sus dedos, casi gritan por una acción de otra índole. Pero Efrén no se inmuta, sólo trabaja en la entrada masajeando circularmente esa nerviosa parte que ya arde.
Mis jadeos no se interrumpen y la sonoridad de mis quejas se confunde con el fragor de los truenos. Con los ojos cerrados recibo sus delicados mimos deseando en lo más íntimo, como loca paradoja, que muy pronto se me encime pero sin que renuncie a seguir acariciándome la puerta.
Todo aquello es demasiado para mi temperamento ardiente y me derramo con violencia ante la oficiosa mirada de Efrén, que se apresura a recoger la riada con una gula digna de un sediento. Su lengua se abate sobre mi miembro para lamer la abundante efusión, que muy pronto desaparece, casi toda, en su boca.
Apenas ha acabado de drenarme y ya torna a sus manoseos en la médula de mis nalgas. Los espasmos me relajan; siento que poco a poco un dedo se me inserta en el ano. En un acto que pretende ser aprobatorio, abro las piernas lo más que puedo y recargo mi grupa contra él. Efrén, que ha advertido mi anuencia, se vuelca contra mi culo y me arremete con firmeza.
No experimento dolor sino placer; un placer inconfesable y morboso. El dedo intruso se remueve en mi interior y yo sólo deseo que nunca termine de batirlo. Mi amigo, sin embargo, tiene otros planes. Luego de procurarme una intensísima sesión de dedo, ha retirado de repente su mano para susurrarme palabras lisonjeras. Yo sólo puedo asentir entre gestos y jadeos.
Anhelante, se acomoda entre mis piernas y se ocupa en abrírmelas al máximo. Percibo en la penumbra la difusa silueta de su verga curva que se levanta en el aire como si fuese un fantasma. Muy dentro de mí, lo sé, una oculta aspiración está a punto de cumplirse.
El roce de su cabeza en mi ojal es como un toque de tambor llamando a guerra, una guerra de antemano ya prevista, pero también perdida. Efrén sabe lo que quiero y está dispuesto a regalármelo, y dicho sea de paso, a recibir por igual el dulce premio a sus esfuerzos seductores.
Socorrido por torrentes de saliva, me levanta las piernas y empuja su cuerpo sobre mí, muy suave, pero sujetándome con firmeza. Su miembro está tan rígido como un hueso; puedo sentir cómo me abre lentamente y horada poco a poco mis carnes. Un solo grito es el testigo del hundimiento, de la ansiada penetración, pero Efrén sabe muy bien que no es momento para concesiones.
Montado en el salvaje potro del deseo se vuelve a volcar sobre mis nalgas para taladrarme el culo con un furor desmedido. Hago el intento de separarme pero sólo contribuyo a que me acometa con más brío. Su verga es un leño implacable que sólo tiene vida para perderse entre mis nalgas, hundiéndose con vigor.
Cierro los ojos y aprieto los dientes soportando la incómoda intrusión, que muy pronto se transforma en desbocada danza. Efrén me embiste sin parar un solo instante mientras profiere gemidos de lujuria. Ansioso por compartir sus sentimientos, lo abrazo por el trasero y lo empujo contra mí hasta que nos volvemos un solo cuerpo, un solo esbozo de músculos voluptuosos.
El poderoso ímpetu de la lujuriosa cópula no puede durar tanto, y Efrén, bufando como un desesperado, se descarga entre una suerte de llanto contenido y de murmullos agitados, resoplando el producto de su esfuerzo entre rezongos de agradecimiento y de lascivia que nunca antes oí a nadie balbucir.
Tener conciencia de que se está derramando en mi interior es suficiente para que yo, aprisionando con mis brazos su vibrante cuerpo, me apriete contra su pubis y me descargue igual que él, en eyección abundante.
Ahora sólo queda el silencio. Nos hemos quedado quietos disfrutando de los estertores, de las sensaciones que desaparecen lentas, de la laxitud de nuestros miembros sudorosos.
Efrén respira agitado frente a mi cara como si estuviese agonizando, y yo, sorbiendo su copiosa transpiración, aspiro el aire caliente que desechan sus pulmones.
Horas después, cuando casi raya el alba, he arribado a la casona con una sonrisa en los labios.
Es curioso.
Después de haber supuesto que sentiría malestar por lo de ayer, en realidad no ha sido así. Me siento bien, no siento remordimientos, me siento satisfecho. Aquella culpa moral que me asaltaba por las noches cuando me hallaba desnudo con Efrén, ha desaparecido por completo.
Hasta ahora he podido discernir en carne propia las motivaciones que inducen a mi amiguito de la escuela a buscar con tanto ardor el contacto conmigo.
Aún cuando Efrén ya es un hombre que raya en los cincuenta, sé que en el fondo no hay ninguna diferencia.
Hoy, la abuela me ha preguntado si estoy durmiendo bien. Me ha dicho que me ve muy demacrado, que parece como si estuviera enfermo.
Yo sólo niego con la cabeza.
Las lluvias por fin dan trazas de querer parar luego de haber hecho estragos en la fangosa ciudad. Durante tres días el sol ha brillado y las negras nubes no han vuelto a aparecer.
Hago una exploración visual por el patio de Antonieta, pero el suelo todavía está cenagoso. Tendré que esperar por lo menos otra semana más para volver a espiarla.
Efrén y yo nos hemos citado para hoy, y de camino al cuartucho he sentido esa misma turbación que me enardece.
Efrén, mi ayo en la intimidad, mi desaforado instructor de cómplices deseos ya espera por mí en la puerta y me recibe con un abrazo tan fuerte que he sentido que me eleva por los aires. Ambos sabemos que la noche es nuestra alcahueta, que la promiscua oscuridad que nos encubre saciará nuestros anhelos desbocados.
Él se apresura a poner el cuarto a media luz hasta que sólo se distinguen nuestras siluetas difusas. Siempre es así. Ninguno de los dos ha pronunciado palabra: son nuestros cuerpos los que hablan el silente lenguaje de la codicia.
El ritual del cigarrillo se ha hecho una rutina, pero esta vez ya no me siento tan cargado. Pronto nadamos en un océano de sudores que Efrén se encarga de recolectar ansiosamente con la lengua. Al cabo de unos minutos, y ensamblados en agitado accionar, nuestros gemidos atiborran el cuarto. Es la lujuria que producen nuestras bocas, esos dos agujeros candentes que nunca se sacian de hocicar. Está claro que mi entendimiento en las artes del deseo poco a poco se va haciendo más prolijo.
Esta vez mi amigo y mentor decide dejar atrás las tensiones actuando con mayor soltura, tanto que hasta se atreve a expresarme frente a frente, casi en un mudo murmullo, el rosario de cosas que ambiciona, que codicia, que hoy espera de mi, de mi cuerpo, de mis entresijos corpóreos. Yo sólo tengo aliento para asentir una y otra vez entre siseos.
Me hace descender de la cama para que torne a postrarme frente a él. Jala mis manos para posarlas sobre su miembro. Su nervio palpitante está tirante; puedo verlo perfilarse firmemente hacia arriba como si fuese un cuerno de carnero. Lo tomo entre mis dedos y lo acaricio, lo acaricio con un deseo tan lúbrico que he sentido vergüenza al agarrarlo. Él mismo, al darse cuenta de mi retraimiento, se apresura a apaciguarme susurrándome al oído palabras animosas.
Decidido a procurarme ayuda mi amigo se solaza en frotármelo en la cara, en los labios, en el cuello, y al final, me lo empotra bajo el brazo. Siento que su caliente instrumento se desliza entre la maraña de mis pelos axilares, se baña con mis sudores, pero él nunca deja de frotarlo.
Se detiene justo en mi boca, y sacudiéndolo, me insta a que me lo meta entre los labios. Con una torpeza sofocante le paso la lengua por el tallo, pero Efrén vuelve a calmarme pidiéndome que no me aparte. Ya la cabeza ha ingresado en mi oquedad y mi lengua es ahora como un fleje que se pliega sobre su prepucio. Pronto, mi hueco es una bomba que succiona, que asimila, que lame, sorbiendo su rígido nervio con vigor.
Efrén no oculta sus apremios y exhala de improviso un gritito extravagante. Inopinadamente su verga ha hecho explosión, y las riadas de semen brotan como ríos impetuosos por la punta. Mi inexperiencia no impide que me trague un poco de su semen deglutiéndolo con recelo, mas Efrén, resuelto a instruirme en este nuevo lance, me agarra por la nuca y me empuja la cabeza hacia el manantial candente. El bouquet de sabor raro, de momento me es extraño, pero no lo suficiente como para desairarlo. En mis noches de lujurias solitarias, en ocasiones, me ha dado por olfatear con curiosidad mi propio esperma en medio de indecisos y angustiantes pensamientos.
Al terminar de limpiarlo estoy tan fuera de mí que yo mismo le demando en voz baja que me toque, que me acaricie, que me penetre como la última vez. Mi amigo, desde luego, se apresta a satisfacer mi petición no sin antes haberme tumbado en el lecho con la cara hacia abajo.
He sentido la humedad de su sudor confundiéndose con el mío y el peso de su cuerpo que se arrastra sobre mí. Su erecto pene ya resbala por el dorso de mis piernas y he procurado abrirme un poco más para hacerle espacio suficiente. Su lengua, mientras tanto, trabaja con enjundia en el hoyo de mis orejas y en la base de mi nuca, y su aliento es como un vapor candente que me incendia. En vista de mi cercana efusión, es natural que le pida que se detenga. Efrén no está dispuesto a permitir que me derrame y se aparta prestamente susurrándome cosas que me llenan de furor.
En un par de minutos volvemos a estar listos y nuestros cuerpos vuelven a trenzarse con renovados bríos. Mi amigo sabe bien que es el momento de ir al punto, y lo hace. Para ello, me pide que me ponga de espaldas, con las extremidades separadas.
Animado por mi insólita soltura y no deseando esperar un solo instante, se acomoda entre mis piernas para manosearme el ano. No es mucho el tiempo que se ocupa en acariciarme ahí, sino que aprovecha el lance para embadurnármelo de saliva.
Desesperado por sentirlo dentro, me incorporo para jalarlo por las caderas. Más consciente que nunca de su predominio, él toma mi mano y la lleva hasta sus muslos. Lo que siento es su escalpelo vibrante que cabecea endurecido en espera del toque de mis dedos. Yo mismo, en un trance de locura, lo he conducido hasta la entradilla de mi culo, ahora palpitante y ansioso.
Efrén jadea, jadea como un perro con la boca abierta y la lengua de fuera. Se deja caer sobre mis nalgas con decisión, en tanto sostiene el tallo de su miembro con una mano. La presión que el invasor ejerce en mi apretado conducto es tan fuerte que pronto lo siento encajarse en mi interior, en medio de un bullicio de clamores y desesperados balbuceos.
Es tal su laboriosidad que en cosa de segundos me penetra. El coro quejumbroso que se eleva entre las sombras acredita la monstruosidad de la pasión que nos devora. En ese momento para nosotros no existe nada ni nadie, sólo fulguran nuestros ojos destilando un brillo opaco, tan opaco que se confunde con las sombras.
El golpetear de sus piernas contra mis posaderas es frenético, pero decido esperar lo necesario como él siempre me lo pide. Muy pronto, sin embargo, oigo el siseo que me anuncia su descarga. Francamente no requiero de otra cosa más que saber que su savia ya me inunda por dentro mientras se desborda en formidables torrentes.
El cuadro que procuran nuestros cuerpos es brutal, vehemente por un lado y salvaje por el otro. Mi amigo me ha tomado por la espalda y me estruja con violencia mientras me inyecta sus tibios líquidos en el recto. Yo, con la mirada en órbita, sólo tengo aliento para repegarme más y más a sus muslos en un trance de entrega absoluta.
La cogida se ha consumado en medio del delirio, con esa pasión delirante que sólo él sabe despertar en mí.
Ya disminuidos los ardores, nos dedicamos a fumar tranquilamente mirándonos el uno al otro con graciosa complacencia. Los dos sabemos al dedillo que en la enjundiosa contienda nos hemos entregado las reservas, y todo lo demás.
Luego de haber dormido unas horas, Efrén me ha despertado con un beso en la mejilla.
Poco después, bajo la fría ventisca de la madrugada nos decimos adiós como dos viejos amigos.
Apenas si estamos a unas cuantas cuadras de la casa de la abuela, pero a pesar de la hora, puedo decir que ya no siento tanto frío.