Primera vez con Carlos

Esta es una historia verídica. Puedes creerlo o no. Las cosas que pasan, pasan, a pesar de nosotros. Su miembro giró como las aspas de un molino. A los que les gusta, se les para el culo.

Primera vez con Carlos

Esta es una historia verídica. Puedes creerlo o no. Las cosas que pasan, pasan, a pesar de nosotros.

I

Amanecía cuando salimos de excursión, Carlos y yo, con la carpa a cuestas y las vituallas para el fin de semana.

Abordamos el autobús hasta la ribera del río, donde bajamos, y, luego de buscar un lugar adecuado y solitario, armamos la tienda y dispusimos el campamento.

El verde tropical nos apabullaba con su calor sabor a humedad.

Teníamos el día por delante.

Con Carlos éramos compinches. Compañeros de estudios, matizábamos las horas "de hacer los deberes" hablando de mujeres, elogiando culos, encegueciéndonos con las fotos de las revistas de cogidas y, cuando se podía, desgranando películas pornos, además de las suculentas pajas con que nos deleitábamos en los rincones más secretos de nuestras casas y en los parques.

Si aquellos ampulosos culos de la gráfica color nos deleitaban, también vale reconocer que los gigantescos vergajos que se exhibían no eran menos excitantes. Las poses y actos retratados de esas parejas o tríos eran fuente de enseñanza explícita que avivaba nuestra pasión adolescente.

Cuando terminamos los preparativos del campamento era media mañana. Adentro de la frágil carpa nos despojamos de las ropas y nos enfundamos las mallas.

Ya le había desnudo en las duchas del colegio, pero ahora lo miraba con ojos diferentes, como si fuera la primera vez. Su cuerpo joven, esbelto, de piel clara, con fuertes y bien formadas piernas, un sexo largo y adormilado rematado por dos huevos y un culo duro y respingón, eclipsaron mi mente y me produjeron una incontrolable reacción emocional.

Pensando que nada me delataría, no pude sustraerme de clavar mis ojos en su colgajo que se meneaba de un lado a otro conforme los movimientos de su dueño.

Mientras me enfundaba mi short, tomó su pene y, dirigiéndomelo lo movió, insinuante, como las aspas de un molino. Inconscientemente mi ano se dilató y se contrajo.

  • Mírala, me dijo, exponiéndome descaradamente su sexo. Sin disimulo mi vista se posó en ese aparato que comenzaba a cobrar vida propia.

  • A los que les gusta, se les para el culo, agregó.

Mis sensaciones eran irreproducibles y confusas.

  • Tranquilo, quédate tranquilo, dijo Carlos.

Ambos terminamos de ponernos nuestros trajes de baño y, toallas en ristre, enfilamos al río.

El frío del agua no pudo con nosotros y, a los inocentes juegos habituales, le sumamos otros: ora abríamos las piernas y el otro pasaba entre ellas; ora nos quedábamos quietos como estatuas y el otro se acercaba por detrás haciendo sentir toda su virilidad en la raja, ora hacía uno de chica y el otro de chico y a la inversa, entre toqueteos indisimuladamente torpes.

Presentí que aquel día iba a ser algo especial.

Sus manos en mi piel y su paquete en mi trasero habían sensibilizado mis nalgas y excitado su penacho.

Su proximidad me excitaba.

Le miraba como si fuera una revelación, pero era mi compañero de clases y mi mejor amigo, con quien había compartido largas horas de confidencias y varias masturbaciones a dúo pero cada uno con la suya.

  • Vamos a la carpa que ya no me aguanto, dijo.

Salió del agua y lo seguí con mi vista clavada en su bien armado culo, respingado, meneándose en cada tranco, excitante.

En la puerta de la carpa se despojó del short, exhibiéndome desnudo su trasero blanco, casi lampiño, sus nalgas casi perfectas rematadas en forma abrupta en una profunda hondonada.

Abrigado en medio de aquel cañón su negruzco agujero apareció en todo su esplendor al agacharse.

Sin darse vueltas, sin mirarme: ven , ordenó.

Desnudo, igual que el, ingresé a la tienda y nos secamos ayudándonos el uno al otro.

El calor de sus manos se transmitía a través de la tela del toallón provocándome una desconocida sensación de placer que se trasladaba a mi sexo, hace rato ya hinchado.

Sécame la espalda, pidió y mis movimientos se transformaron en una larga caricia que fue bajando hasta abarcar sus redondos glúteos a los que sequé con especial esmero.

Nos acostamos boca arriba y con los penes erectos, reeditando escenas de solitarios en conjunto.

"Mira de caliente que estoy" dijo mostrándome su verga enhiesta como obelisco. "Ahora nos podemos pajear el uno al otro por que veo que a tu también estás que no te aguantas" , agregó. Tomó mi mano y la su puso sobre su dura espada y, con la suya, cogió mi sexo que acusó el agradable impacto de su piel en la ardiente carne.

"Mastúrbame", susurró, y no pude dejar de oír esa orden.

Por primera vez mi mano estaba en el cilindro ardiente de Carlos. Sentí el calor animal y afrodisíaco del macho excitado, su piel suave, la dureza de su miembro y, sobre todo, la energía resurgente que trasvasaba su pasión. Al apreciar su exaltación no pude evitar que mi mano se deslice, en obvia caricia, del tronco hacia las bolas, al interior de sus piernas.

Su gemido placentero se sumó al intenso aroma a macho en expansión que rezumaba el ambiente.

Me incliné montándome sobre mi brazo izquierdo para aprehender mejor sus líneas, los suaves pectorales, la piel adolescente, su pelambre incipiente y suave en la base de su estaca.

Pasó su brazo izquierdo sobre mi espalda produciéndome una eléctrica descarga y me atrajo hacia sí hasta echar mi cabeza sobre una de sus tetillas, a la que mamé por instinto.

  • Tengo miedo, le dije.

  • No temas, me respondió.

Su mano me apretó más contra sí y dirigió mi cabeza, adecuando la posición de mi cuerpo y el suyo, hasta que su miembro enorme, erecto, robusto, varonil, estuvo ante a mis labios. Lo acercó robándome una tímida besada. Mis labios captaron el calor de su carne encendida y se abrieron para alojar ese mástil, imitando las mamadas que tantas veces habíamos visto en las revistas.

Si sus gemidos de placer me excitaron, el bajar de su brazo por mi espalda hasta apoyarse en mi trasero, me hicieron volar, alcanzando el cielo cuando sus dedos encontraron mi quebrada y el anular, encremado, me perforó el agujero.

Carlos sintió cómo mi recto se dilataba y acogía su apéndice sin resistencia, aprovechando para meterme un segundo y un tercero, mientras mi boca se deleitaba (y lo embelesaba a él) con una primera —y seguramente torpe— mamada.

Previendo la eclosión de mi apasionada verga, con calculado movimiento, me privó del calor de su espada, me acostó de espaldas y comenzó a besarme, despacio y lentamente, desde la cara hasta alcanzar mi vientre, no sin antes detenerse en mis aureolas, arrancándome vahídos pasión. Todo ello mientras continuaba con su masaje anal dilatándome el esfínter.

II

Yo no era yo, o tal vez sí, era aquella máquina cargada de energía que había puesto en funcionamiento Carlos y así llegó a izar mis piernas abiertas sobre sus hombros y dejar —el que comenzaría a ser mi segundo sexo— para complacencia de su mástil.

Sin miramientos apoyó la punta de su daga —también embadurnada con crema solar— en el orificio de mi entrada y, despacio pero sin descanso, fue penetrándome con toda la vastedad de su ariete enardecido.

Sentí el desgarro de la invasión pero también el calor del falo vehemente que me tomaba por derecho propio abriendo una caverna en mis entrañas.

El dolor y la profunda penetración, facilitada por el ungüento, hicieron que mi pene perdiera su erección y el centro del placer se desplazara hacia mi recto.

Me sentí suyo aprisionándolo entre mis piernas y apretando su culo con mis manos para que su aparato se incruste en lo más profundo de mi ser.

El dolor de la laceración poco a poco fue cediendo. Aparecía el placer de sentirme hechizado por su inmensidad masculina en mi caverna.

Entró poseyéndome, de una vez y para siempre, abriéndome y adaptándome a su dimensión de macho.

Sus bolas ajustadas a mis nalgas y su bombeo vehemente hizo que mi sexo explote escurriendo líquidos a pesar de su flacidez en una primera sensación espasmódica que abarcó la totalidad de mi vientre e ingle.

No por ese orgasmo anal dejé de sentir el placer de la invasión, de saberme entregado, de encontrarme necesitado y usado por aquel que me poseía. Y su mete y saca y sus clamores fueron tan profundos y ardientes que, de pronto, mi recto sitió como su verga se hinchaba y se contraía explotando en sucesivas lechadas hirvientes que me inundaron al calor de su pasión viril.

Las olas de su eyaculación poco a poco fueron cediendo pero mis piernas lo apresaron para mantener su poste en mi interior todo el tiempo que se extendiera su dureza.

Con placer soportaba el paso de su cuerpo sobre el mío mientras sentía cómo el guerrero perdía su lozanía hasta que renunció y, flácido, salió de mis entrañas.

Un vacío quedó en mis profundidades.

III

Unas ganas tremendas de defecar me irrumpieron haciendo que saliera corriendo, desnudo, a los matorrales. Chorreaba por mis muslos un líquido sanguinolento y en mi esfínter la sensación era de vacío.

Luego de vanos esfuerzos me metí en el río.

Mis manos palparon los sensibilizados glúteos y mis dedos supieron del diámetro de mi orificio.

Presioné, abriéndole, y el agua se coló a mi interior lavando y refrescando la zona desgarrada y lacerada.

Me lavé íntegro y, por primera vez, me supe distinto al que conocía.

Era el despertar de la adolescencia y un calor me copó la entrepierna endureciéndome la espina.

El agua del río, cristalina y fresca, no pudo evitar que mi mano se posara sobre mi pene, acariciándole en lo que sería el inicio de una lenta paja.

Ahora mis imágenes mentales no eran las chicas de las fotos sino el cuerpo, la piel, el calor de él y los momentos aún frescos.

Sentado en la arena, cubierto por el agua transparente hasta el cuello, sentía el olor de su piel y, en la boca, el sabor salitre y el calor de su llameante daga, mientras el recto, inflamado y molido, deploraba en carne viva los estragos de su verga.

Tenía los ojos cerrados para evitar el sol del mediodía y, tal vez por aquella ausencia en mi esfínter, llevé mi mano libre a mi agujero y el anular se incrustó en mi ano no sin resentir aún más la maltratada zona.

Una reacción eléctrica se desató en mi bajo vientre, la verga se erizó como un mástil y, al mover el dedo en el culo combinado con el sube y baja de la masturbación, eyaculé como una tromba, lanzando sucesivos chorros de lava en repetidas contracciones.

Calmo, salí del río, y, después de secarme, ingresé a la carpa donde Carlos dormía a pata suelta.

Estaba desnudo, era hermoso y mío.

Me acosté a su lado.