Primer día

Cosas de la crisis. Una chica tiene que aceptar un trabajo en una linea erótica.

Nada era difícil, pero Rafael lo explicaba todo dos, hasta tres veces y en cada cosa, por sencilla que fuese, ella tenía la sensación de que todo iba a salir mal.

Y es que todo parecía mal montado. Cada cable de aquella oficina parecía estar mal sujeto, o mal puesto, o mal escogido. Siempre por alguna razón indecible, pero evidente. En cambio, todo parecía, al mismo tiempo, perfectamente funcional y se sorprendió por la limpieza y la luz, que caía desde un montón de fluorescentes en el techo, una abrumadoramente excesiva de fluorescentes que le daban al ambiente de la sala una desagradable consistencia eléctrica.

-Con este botón descuelgas.

-Ajá.

-Con este botón cuelgas.

-Ajá.

-Y ya está.

-Ajá.

-Tienes que grabar un mensaje en el teléfono.

-Vale.

-Algo cachondo, que los atraiga, pero tampoco te pases.

-Ya.

-¿No hablas mucho no?

En lugar de responder se puso a curiosear el teléfono, como si, de repente, hubiese descubierto en él algo irresistiblemente interesante.

-Pues aquí vas a tener que hablar -siguió Rafael sin esperar respuesta. Se trata de eso.

-Ya.

-Aunque, bueno, a muchos les gusta hablar. Vas a ver que depende de cada uno. Lo ideal es que te adaptes.

-Sí.

Rafael le dedicó una última mirada de preocupación. Antes de alejarse le pasó un papel con las instrucciones detalladas del teléfono. Era un papel pequeño, plastificado, con una letra muy legible. Después de casi una hora con él no le sorprendió comprobar que también en esto Rafael era extraordinariamente ordenado, siempre profesional.

Esperaba que el encargado de una linea de teléfonos eróticos fuese un individuo soez, rijoso, una caricatura de actor porno que babease tras las lineas escuchando las conversaciones de las mujeres. Rafael, en cambio, era frio, se movía y hablaba de forma calculada, evitando cualquier tipo de entonación.

Cuando ella llegó, por la mañana, Rafael le había extendido la mano. En todo momento se había comportado con una profesionalidad impecable, le había explicado todas las condiciones de su contrato con una neutralidad absoluta, exactamente igual que si le hubiese explicado el funcionamiento de una cadena de montaje de coches. Estaba claro que, para Rafael era un trabajo normal. Para él no había nada de inmoral, ni de extraño y casi se diría que ni siquiera percibía nada sexual en la actividad. Por otra parte, una distancia tan evidente respecto a lo que cualquiera hubiese asociado con ese trabajo sólo podía interpretarse como una estrategia defensiva por su parte. No se permitía ni el más mínimo contacto con cualquier cosa que pudiese considerarse no exclusivamente profesional, para así evitar quedar contaminado. Rafael, por tanto, consideraba que ese puesto podía resultar contaminante. Fuese como fuese, el trato con él le había resultado agradable. Por un momento le resultó incluso decepcionante comprobar que no había hecho ni el más mínimo intento de seducirla. No es que lo desease, Rafael no era un hombre particularmente atractivo. Era solo que, durante los dos últimos días, desde que sabía que empezaría a trabajar allí, había estado imaginando todo tipo de situaciones truculentas.

Se había imaginado a sí misma rechazando violentamente a un jefe despótico y huyendo despavorida de la oficina. Al minuto siguiente se había imaginado aguantando heroicamente, pese a los embites del jefe, porque necesitaba el dinero -y era verdad que lo necesitaba- y entonces se veía a sí misma, resistiendo con el teléfono en la mano, bajo la atenta mirada de un individuo que, en su imaginación, tenía el pelo grasiento y ralo y se retorcía de excitación escuchándola gemir. Después se imaginó con un jefe amable y comprensivo, que la consolaba después de llamadas especialmente desagradables. Se imaginó un apuesto depredador sexual, atractivo y viril y una escena tórrida en la que los dos follaban con violencia en su despacho, en la que el jefe la colocaba de bruces contra la mesa y se la follaba con movimientos teatrales mientras le tiraba del pelo y la obligaba a un orgasmo humillante y potente. Se imaginó practicamente cualquier escena, pero no se imaginó a un jefe más neutro que amable, totalmente ajeno a cualquier atisbo de sensualidad.

En esos dos días nunca, pese a lo mucho que lo intentó, consiguió imaginarse las llamadas.

-Me llamo Rosa.

A su lado, tenía una mujer alta, de pelo negro, recortado a la altura de la nuca. Debía tener más de cuarenta años, quizás incluso cincuenta. Era esbelta, todavía más por el hecho de ir vestida con un traje oscuro de lana -o algo parecido a la lana- que la envolvía. Se notaba que había sido extremadamente atractiva. Todavía lo era, en realidad. Tenía unos ojos profundos y duros. Intentó sonreir con amabilidad, pero fracasó porque no tenía un rostro amable. Sus rasgos, más bien, anunciaban severidad, honestidad y fuerza. A ella le pareció agradable, pero la había cogido de sorpresa. Incluso olvidó devolver la presentación.

-¿Trabajas ahí? -Le preguntó mientras señalaba la silla, al lado de la suya. Estaban separadas por un biombo verde.

-Sí. ¿Para cuánto estás?

-¿Mi contrato?

Rosa asintió.

-Seis meses.

Rosa asintió otra vez. Cogió la silla de su puesto y la hizo girar sobre las ruedas hasta su despacho.

-Rafael ya te lo habrá dicho todo, pero lo importante es esto. Cobras por tiempo, acuérdate, así que intenta alargar la llamada lo que puedas, pero si te llama muy cachondo intenta ir lo más rápido posible. Esos se corren, cuelgan y luego vuelven a llamar. Si los haces esperar se cabrean, cuelgan y no vuelven. Queremos cachondos reincidentes. A ti todo te pone cachonda. Si el que te llama es amable, eso te pone cachonda. Si se pone a insultarte, eso te pone cachonda. Si te habla de fútbol eso te pone cachonda. Si quieren que te corras te corres, pero con tranquilidad. Bueno, ya irás viendo cómo va. A los demás te los presento luego. Salimos a tomar café en dos turnos, a las doce y a la doce y media. Yo voy a las doce, si quieres puedes venir conmigo. A partir de mañana tienes que anotarte en un turno al llegar, porque no podemos salir todos juntos. Si tienes cualquier duda, hablas conmigo. Te van a insultar y te van a decir de todo. Tú ni caso. A ti todo te pone cachonda. ¿Vale?

Rosa hablaba rápido. Su voz era firme, pero no severa. Se notaba que intentaba ser agradable, pero que no hacía esfuerzos por ser simpática ni dulce. Se notaba que era la típica persona acostumbrada a gustar, incluso a intimidar y que eso iba más allá de su físico o que había partido de su físico y le había transmitido una seguridad tranquila a su trato con la gente.

Ella asintió. Rosa volvió a intentar sonreir y esta vez le salió mucho mejor. La cara se le iluminó un poco y era muy dificil no darse cuenta de lo increíblemente guapa que debía haber llegado a ser.

Se ajusó el auricular a la oreja. Las luces brillaban en el tablero delante de ella. Al teléfono, voces de hombres que buscaban una ración de sexo telefónico repetían "Estoy cachondo", "Marco, de Madrid", "Busco rubia", "Te follo como quieres". Se quitó el auricular. Su cubículo era misteriosamente silencioso. Sabía que estaba rodeada de cubículos como el suyo que hervían con conversaciones jadeantes, pero no podía escuchar más que un murmullo ininteligible.

Desde donde estaba no podía ver a Rosa. Tuvo que echarse hacia atrás y asomarse tras el biombo para verla. Rosa hablaba con una postura casi de concentración. Tenía la mano en la barbilla, pero sus ojos se paseaban aburridos por el biombo verde de su cubículo y por las foto que tenía colgadas en él. Rosa la vió. Se giró hacia ella. Le guiño un ojo y siguió hablando. No la incomodaba en absoluto que ella estuviese allí.

-Tengo veinticinco -decía-. ¿Y tú?

-(..)

-Pareces mayor.

-(..)

-Sí

-(..)

-Sí

-(..)

-mmmmmm, cabrón, como me gustaría.

-(..)

-mmmmmmmmmmmmmmmmmm

-(..)

-Dios síiii.

Rosa puso los ojos en blanco con desesperación. Se giró hacia ella.

-Joder, qué poco aguante. Con un par de estos me forro. ¿Qué, no te animas?

-Sí claro.

Rosa no respondió. Volvió a girarse hacia delante. Ella volvió a su cubículo y pulsó el botón de descolgar. Siguió la secuencia que le habían indicado para guardar su nombre y la contabilidad de sus minutos. Una voz mecánica le sugirió que dejase un mensaje de saludo. Ella dudó. Dejó pasar tres segundos desde que sonó la señal y luego dijo:

-Marga

Al escuchar el mensaje oyó un espacio de tiempo entre la señal y su voz, que le pareció forzada y artificial. Se sintió terriblemente tonta. Se trataba de decir un nombre. Volvió a marcar el botón para guardar el mensaje de saludo. Nada más sonar la señal susurró lentamente en el auricular.

-Susana.

Escuchó la grabación de su voz. No se reconoció y quizás por eso le pareció aceptable. Pulsó el botón que incluiría su mensaje entre los de las demás chicas. Nada más hacerlo la misma voz mecánica que le había sugerido dejar un mensaje de saludo le informó de que "Pablo, minero caliente" quería hablar con ella.

-Hola -dijo.

-Hola guarra.

Pablo tenía la voz ronca, de una forma lo suficientemente poco natural como para suponer que Pablo estaba fingiendo ese tono de voz porque esa era su idea de una voz sexualmente atractiva.

-¿Cómo te llamas, guapo?

-Me llamo Pablo, Zorra. ¿Quieres chuparme la polla?

Se quedó paralizada. No tanto por la sorpresa, al fin y al cabo esperaba algo así, como por algo parecido a una sensación de absurdo. Simplemente, nunca había previsto tener que responder esa frase y encontrarse en esa situación era un golpe de irrealidad.

-Emmm. Sí.

La voz metálica le anunció que la llamada al otro lado se había desconectado. Era poco probable que Pablo, el minero cachondo, hubiese alcanzado el orgasmo tan rápidamente. Era más factible suponer que Pablo era un experimentado follador telefónico, capaz de detectar una folladora telefónica novata a kilómetros.

No notó lo tensa que se había puesto hasta que sintió la mano de Rosa en su espalda.

-Tranquila, pasa mucho.

Luego dejó caer la mano por su espalda. Ella se sorprendió a sí misma al percibir una cierta excitación. No era la primera vez que sentía alguna forma de excitación con una mujer, incluso había tenido experiencias en ese sentido, pero le sorprendió sentirla en ese momento. Al fin y al cabo Rosa era mucho mayor que ella. Por supuesto, era atractiva, pero no era el tipo de mujer por el que ella se había sentido atraída antes. Supuso que se trataba de una simple reacción a la tensión de empezar en un trabajo, especialmente un trabajo como aquel. Se propuso centrarse aunque, mientras pulsaba el botón que aceptaba la nueva llamada, vigilaba por el rabillo del ojo la figura esbelta de Rosa, que se alejaba camino del baño.

-¿Hola?

Esa vez ni siquiera había escuchado el nombre de su interlocutor. La voz, en todo caso, parecía más amable que la de Pablo. Por alguna razón, eso la puso más nerviosa todavía.

-¿Hola? -insistió la voz.

Ella dudó. Dejó pasar un par de segundos que, de repente, se le antojaron preciosos. Tenía que responder, tenía que decir algo y tenía que hacerlo ya. Abrió la boca y lo que salió fue un grito de un volumen descontrolado.

-¿Quieres que te la chupe?

-Ahora no, cariño, pero gracias.

La respuesta no había venido del teléfono, sino de uno de los cubículos más alejados y la siguió un coro de risas. Así fue como descubrió que, una vez que se sobrepasaba un volumen determinado, los cubículos no solo no servían para detener el sonido, sino que parecían propagarlo con una fuerza redoblada. En el teléfono la voz metálica le anunciaba que el usuario había vuelto a colgar.

Se quitó el auricular de la oreja. Dejó que el pelo le cayese por encima de la cara. Era un gesto recurrente en ella. Su grito silencioso de desesperación. Volvió a echarse el pelo hacia atrás. Respiró profundamente. Echó mano a su bolso, buscó en él una goma para el pelo y se hizo una coleta. En su teléfono parpadeaba el botón que señalaba que alguien quería hablar con él. Apretó el botón. Cerró los ojos y, antes de escuchar nada, dijo:

-Hola

-Hola

Casi se sorprendió. De repente, aquel saludo normal, le pareció milagroso. Le pareció un triunfo.

-¿Qué tal?

-Muy bien gracias. ¿Y tú?

Volvió a dudar, pero esta vez apenas una décima. No le sorprendió escucharse a sí misma responder que bien, pero sí escuchar al otro lado del teléfono a una voz respondiendo que se alegraba e iniciando tranquilamente una conversación. Una conversación que podría haber tenido en cualquier otro lugar, en un bar, quizás, o incluso en un autobús. Resultaba evidente que la voz, al otro lado del teléfono, coqueteaba con ella, pero era un coqueteo distendido, casi alegre.

Él era simpático, era culto. Ella se fijó en el contador del tiempo de llamada en el momento que la hizo reír, que la hizo reír sinceramente. El contador marcaba dos minutos de tiempo y ella ya le había confesado su verdadera edad. No le dijo su nombre real, pero sí hizo una descripción bastante aproximada de sí misma. Mintió diciendo que era rubia. Evitaron hablar de trabajo, y a ella le pareció que él lo hacía deliberadamente para no obligarla a representar la pantomima de un trabajo que no tenía. Hablaron en cambio de fotografía, que a ella le fascinaba y sobre la cual él demostró unos conocimientos notables y unos puntos de vista perspicaces. Aunque había un juego de seducción sobre la mesa, no hablaron de sexo, ni siquiera pasaron cerca de la cuestión sexual hasta el minuto doce con quince segundos de conversación. Ella después recordó que sus ojos se clavaron de nuevo en el contador del tiempo en ese preciso momento.

Segundos antes, él había hecho un comentario divertido. Ella rió, más por coquetería que por diversión. En realidad, se encontraba a gusto, fue una risa sincera. Pero cuando él volvió a hablar ella notó que algo había cambiado en su voz. Se había vuelto baja, pero no forzada. Se había transformado en un susurro suave y lento que, después, ella juró que había sentido deslizarse, como una caricia de seda desprendiéndose del teléfono y envolviendo su oreja. Ella después recordó que, mucho antes de que hubiese terminado la frase, sintió una ola de calor, como si cada célula de su cuerpo se hubiese estremecido al escucharle susurrar:

-Me encantaría poder estar ahora rozándote el cuello con la lengua.

Era su tercera llamada y era la tercera vez que tardaba en reaccionar. Necesitó un segundo para ser consciente del cambio de registro, para darse cuenta de que, de repente, estaba inmersa en un juego distinto. Un juego que, para su sorpresa, le gustaba, pero que no había llegado a asimilar. Antes de poder reaccionar volvió a constatar un asomo de excitación en su cuerpo pero, a diferencia de lo que había sucedido con Rosa, esta vez no le extrañó. Era perfectamente consciente de la raíz de esa excitación. Sintió un ligero vértigo al reconocer que sentía una fuerte atracción por la voz que estaba al otro lado del teléfono. Una voz que se había vuelto cálida. Una voz que la había hecho bajar la guardia durante minutos y que, de repente, la había traspasado con un relámpago de sensualidad que todavía sentía resonar en su cuerpo. Abrió los labios para responder, pero su voz quedó apagada por la de él:

Empezó a describirle una minuciosa escena en la que ella estaba en un sofá, y él estaba junto a ella. Le describió la sensación que le produciría el sentir la boca de él, subiendo poco a poco por su cuello, acariciando con los labios, casi sin rozarla, cada milímetro de su nuca. Luego le prometió seguir subiendo hasta alcanzar su oreja, pasear la lengua suavemente bajo su lóbulo mientras su mano subía por su cuerpo y empezaba a acariciarle los pechos. Le habló de cómo ella se abandonaría poco a poco al placer suave de sus caricias, cómo inclinaría la cabeza para permitirle acceder a su cuello, cómo llevaría las manos a su pecho para acompañarle mientras él la acariciaba, a ratos sensual, a ratos firme, entre el masaje y la caricia antes de subir con la misma mano hasta sus labios para introducir un dedo suavemente dentro de su boca. Le describió la sensación de calor que sentiría al notar suaves mordiscos sobre su oreja y, efectivamente, esas sensaciones empezaron a girar alrededor de su cuerpo. Al principio no eran sensaciones plenas. Se parecían más bien a fantasmas, a promesas de un placer infinito haciendo círculos alrededor de su cuerpo. Luego esas promesas empezaron a acercarse. Ella sintió cómo él las invocaba con su voz suave y baja. Sintió cómo esas promesas tomaban su cuerpo e iban adoptando la forma exacta de sus palabras.

Así, cuando le escuchó decir que en ese mismo momento la estaba tumbando sobre el sofá, ella se sintió caer. Tuvo que sujetarse a la mesa para resistir el impulso de bajar de la silla al suelo. Para evitarlo, se mordió el labio. Se quitó la goma del pelo y lo dejó colgar. Ahora sólo hablaba él. Ella, callada, se dejaba arrastrar por los movimientos que describía. Por sus manos sobre su cuerpo. Por su boca resbalando por su piel. Él le informaba de cada movimiento y le instruía sobre la sensación que ese movimiento causaría en el cuerpo de ella, y ella dejaba que esa  sensación la invadiese. Él le contó cómo le abría la blusa, botón a botón. Como acariciaba su pecho con la yema de los dedos. Cómo remontaba la curva de sus senos hasta llegar a su pezón. Cómo lo encontraba duro y cálido y cómo, al inclinarse sobre su cuerpo para arañarlo con la punta de los dientes, ella se retorcería con un placer que la traspasaría desde la columna y se transformaría en un gemido suave al llegar a su garganta. Antes de que hubiese terminado la frase ella sintió que una descarga la obligaba a sujetarse al borde de la mesa con fuerza. Un impulso, quizás de protección, la empujó a cerrar las piernas y, al hacerlo,  un pequeño y suave orgasmo le sacudió el cuerpo. Como si lo hubiese sentido, él la acompañó durante el orgasmo susurrándole suavemente.

Luego prosiguió detallándole el camino de su boca sobre su cuerpo. Le explicó las sensaciones que acaricirían su columna, le habló del tacto de la blusa abierta cayendo a los lado de su cintura, le contó sobre el rastro de calor que su lengua dejaría en su vientre y sobre la sensación de calor que la invadiría al verlo enrollar el pantalón sobre sus piernas hasta librarse de él y luego ver cómo deslizaba el tanga, con dos dedos, más allá de sus pies. Después le explicó cómo pretendía volverla loca de placer antes de tocar su sexo. Cómo pretendía hacerla suya disolviendo su voluntad en una cadena de orgasmos antes incluso de hacerle el amor, de penetrarla realmente.

Su plan consistía en un sofisticado juego de acercamientos y alejamientos, en caldear su deseo hasta la crueldad. Entonces ella sintió los labios de él bajando por sus muslos, su lengua rodeando poco a poco su sexo sin llegar a tocarlo, su aliento sobre su clítoris haciéndole presentir un placer salvaje que él, le dijo entonces, pensaba negarle hasta que considerase que era merecedora de alcanzarlo, y que sólo podía llegar a merecerlo si llegaba a un nivel de excitación en el que ya no tuviese ningún control sobre su cuerpo.

Ella se encontró a sí misma corriendo hacia esa excitación, buscando desesperadamente perder el poco control que le quedaba de su cuerpo. Estaba sentada a duras penas sobre el borde de su silla, sujeta a la mesa con una mano, sintiendo cómo su cuerpo se sacudía a cada requerimiento de aquella voz que le estaba haciendo el amor de una manera que no había creído posible.  No hablaba. No podía hablar. Apenas era capaz de responder con gemidos y súplicas de que siguiese. Con su propia mano se acariciaba los muslos y los pechos, imitando lo mejor posible los movimientos que él le sugería. Sus caderas se agitaban sin que ella hiciese nada por impedirlo. Sentía la imperiosa necesidad de masturbarse, pero estaba encadenada al suplicio de excitación que él le había impuesto. Lo único que frenaba su deseo de alcanzar su sexo era el placer que le proporcionaba aquel juego delicado al que se sentía sometida.

Finalmente, la voz describió un movimiento de su lengua. Le contó cómo la colocaba casi en el borde de su ano y le explicó la mezcla de alivio y placer que sentiría al notar cómo esta  recorría, suave y profunda su sexo. En ese momento un profundo orgasmo atravesó su cuerpo. Fue una ola de calor irresistible que la sacudió desde su sexo. Intentó reprimir sus jadeos sin pensar que, en realidad, era absurdo, porque allí pasarían totalmente desapercibidos. El orgasmo se transformó en una serie de oleadas de placer. Cada una de ellas sacudía su cuerpo como una hoja de papel en el mar. Intentó echarse sobre la mesa para evitar caer al suelo. Al otro lado del teléfono, la voz la animaba a entregarse, a abandonarse, a dejarse hacer suya.

Mientras luchaba por sostenerse sobre la silla, dejó reposar la mano sobre su sexo. No esperaba la reacción de su cuerpo, que le descargó un trallazo brutal de placer. Cayó de rodillas. Un único grito le salió de la garganta. Al reprimirlo este se rompió dentro de su cuerpo. Se echó la mano a la boca para no gritar de nuevo. La sensación que la invadió en ese momento, después, ella la recordaría como miedo. Entre las descargas que le atravesaban el cuerpo, con la mitad del cuerpo sobre la mesa y el resto de rodillas, consiguió desconectar el auricular y alejar aquella voz que seguía animándola a entregarse, aquella voz que había robado totalmente la voluntad de su cuerpo.

No supo cuánto tiempo estuvo en aquella posición, agitándose cada cierto tiempo por pequeños orgasmos. Cuando recuperó el control, sintió que su cuerpo era un puro temblor. No se sentía con fuerzas para levantarse pero, al girar la cabeza, observó que la silla se había ido hacia atrás y ocupaba una parte del pasillo que había tras ella. Pensó que debía quitarla de allí antes de que alguien la viese. Se quitó el auricular de la oreja. Se apoyó sobre la mesa para ponerse en pie. Entonces vio a Rosa, apoyada contra el biombo. En la cara tenía dibujada una sonrisa burlona, pero no cruel. Casi se parecía a la sonrisa de una madre que ha sorprendido a su hijo haciendo alguna travesura, en el fondo, entrañable.

Rosa cogió la silla y se la acercó. La ayudó a sentarse.

-¿Estás bien?

Ella afirmó, con la vista baja. Todavía sentía, de vez en cuando, ecos de la intensa sesión de orgasmos que la habían derribado instantes atrás. Rosa colocó las cosas que ella había derribado de su mesa. Luego se puso frente a ella.

-Tranquila, no pasa nada.

Sintió la mano de rosa acariciándole el pelo. Levantó la cabeza. Sus ojos se enlazaron. La mano de Rosa bajó por su cara, dibujando el óvalo de su rostro hasta posarse en su barbilla. El mundo a ella le parecía entonces algo muy lejano. Apenas podía sentir su propio cuerpo. Sus ojos seguían fijos en los de Rosa. Sintió unas ganas enormes de besarla. Iba incluso a suplicarle a Rosa que la besase cuando sintió el dedo de ella subir desde su barbilla. Le acarició suavemente la boca. Ella lo apresó entre los labios. Luego comenzó a chuparlo. Rosa lo retiró con delicadeza. Le puso el dedo en la frente y la miró, como si considerase sus opciones. En ese momento ella se dió cuenta de que sus brazos le caían a ambos lados del cuerpo. Rosa le acarició por segunda vez la cara, luego sonrió, dio media vuelta y se perdió detrás de su biombo.