Prejuicios de clase
Nadie debe consentir que le miren por encima del hombro, aunque a veces la venganza tome caminos extraños.
Para Santi, que es más majo de lo que parece.
A Laura no le resultaba nuevo ganarse un dinero cuidando hijos de gente rica. La llamaron de la agencia, en la que llevaba ya dos años, para que trabajara como canguro un viernes por la noche, haciéndose cargo de los pequeños de una pareja muy adinerada. Nunca había sido objeto de queja o reclamación, era responsable y cumplidora, y se llevaba bien con los niños. Normalmente, la gente con pasta la trataba con condescendiente corrección, como tratando de demostrar que además de rico se puede ser educado. Pero el modo en que la señora de Villegas la trató aquel viernes le resultó desagradablemente nuevo.
Se llamaba Ascensión, pero odiaba su nombre, así que hacía que todo el mundo la llamara, o bien Puchi (los afortunados de contar con su más íntima amistad), o bien señora de Villegas (casi la totalidad de los seres mortales, el servicio, por supuesto, el primero de la lista). Puchi, acuciada por la crisis de su entrada cuarentena, se hacía una liposucción al año, se inyectaba colágeno mensualmente hasta en las neuronas, iba a un gimnasio muy exclusivo (sólo se ejercitaba hasta que caía la primera gota de sudor) y su pasatiempo favorito consistía en separar a las personas según tuvieran más o menos clase. Puchi era una snob en el más puro sentido de la palabra, e hizo un comentario antes de salir que le sentó a Laura como una bomba. Estaba en la puerta de la mansión, anotando los móviles de la pareja y despidiéndolas, cuando Puchi, quizás queriendo ser simpática, dijo:
-Bueno, te confiamos a nuestros niños. Normalmente no dejamos que alguien de la periferia se quede con ellos, pero tú eres tan distinta y tan... tan... tan confiable para ser de barrio, que no podemos tener dudas.
Laura albergó deseos sinceros de estrangularla, o como mínimo hacer que se tragara la pluma que asomaba de su pamela. Pero aquella idiota y su marido pagaban (y pagaban bien) sus servicios como niñera de Marcos (dos años) y Héctor (cinco años), así que se limitó a sonreír con la intensidad de un autómata y cerró la puerta en cuanto les vio doblar la salida del garaje.
Laura odiaba los prejuicios que los ricos sentían hacia los pobres, muchas veces sin ser consciente de que ella alojaba esos mismos prejuicios pero en sentido inverso. Detestaba que la gente con dinero diera por hecho que los pobres irían en tropel a arrebatárselo, como si fueran una jauría en busca de sangre; ser de barrio, tener un origen obrero y humilde no lo hace a uno más proclive a la delincuencia ni a la vagancia para vivir de los subsidios del Estado.
Y eso lo sabía Laura mejor que nadie. Su madre, doña Remedios, se lo había enseñado cada día de su vida con el ejemplo. Doña Remedios tenía las rodillas peladas de fregar escaleras para poder darle a Laura una educación que la permitiera llevar una vida digna sin tener que recurrir a métodos deshonestos. Para la madre de Laura, sacar a sus dos hijos adelante sola (la renuncia del padre alcohólico a tal responsabilidad se dio por hecha cuando salió de casa una mañana y no volvió jamás) y enseñarles que la honradez da sus frutos, fue una tarea titánica. No sólo hubo de luchar contra la soledad y la precariedad de unos trabajos demoledores (causantes de su actual artritis galopante), sino también contra el ejemplo de otros chicos del barrio que encontraron en la droga, en la prostitución o en el latrocinio, una salida rápida y lucrativa para su miseria. Laura prefirió estudiar. Su madre había trabajado mucho para ella, y ella iba a devolvérselo con una licenciatura, un buen empleo y un buen retiro para doña Remedios. Si había que completar ingresos haciendo de niñera, se hacía y santas pascuas. Terminar Arquitectura (estaba en el penúltimo año) bien valía la pena.
Intentó olvidarse de lo que había dicho aquella imbécil de la alta sociedad. Se concentró en dar de cenar y acostar a los pequeños, hecho lo cual se sentó en el sofá a intentar estudiar un poco. Pero el eco de lo que le había dicho y sus connotaciones crecía furioso en el fondo de su cabeza y se negaba a ser relegado a la categoría de comentario banal. Poco a poco se fue poniendo de peor humor. No soportaba que la juzgaran, y menos aún por su origen social. Laura empezaba a sentirse más y más soliviantada por el hecho de que una niña rica que no había dado un golpe en su vida creyera saberlo todo sobre ella sólo atendiendo al barrio del que venía. Ella, que nunca había tomado siquiera un vaso de agua de las casas en las que había cuidado niños. Ella, que no quería ni un céntimo más de lo que su trabajo pudiera darle. ¿Quién era aquella pija para opinar sobre ella? ¿Quién era aquella descerebrada esclava de Dior para emitir un juicio de ese calibre?
Tuvo el impulso de ir a cualquier armario y emprenderla a tijeretazos con el primer chanel que encontrara. Pero cuando se vio caminando hacia la habitación del matrimonio recapacitó, y se dijo que eso era impropio de ella. "No hay mejor desprecio que no hacer aprecio", recordó Laura de repente. Dio la vuelta y regresó al sofá, sintiendo que el enfado iba aplacándose en sus venas. Vio el libro de arquitectura que había estado leyendo y se dio cuenta de que el esfuerzo y el trabajo que le estaba costando convertirse en arquitecta la autorizaba para sentirse superior a todas las Puchis del universo. Volvió a sumergirse en la lectura.
Apenas una hora después, poco antes de las once, oyó abrirse la puerta y entró en el salón el marido de Puchi, en puridad el señor Villegas, aunque su carácter era bastante más llano que el de su señora y prefería que le llamaran sólo Ernesto. El hecho de que viniera sin su señora bastaba para darse cuenta de que algo no había ido bien.
-¿Va todo bien, Ernesto? ¿Le ha pasado algo a su señora?
-Que es una zorra. Que mi señora es una zorra. Eso es lo que le ha pasado.
En su atrevida locuacidad percibió Laura que Ernesto venía ligeramente achispado. No encontró nada adecuado que replicarle, de modo que se quedó en silencio a la espera de que Ernesto hiciera o dijera algo con lo que echar a rodar aquella situación tan tensa y tan extraña. El hombre se dio cuenta del improperio cuando hacía un minuto que lo había soltado, lo que confirmaba la leve pérdida de algunas de sus facultades.
-Perdona, Laura. Lo siento, ha sido una grosería. Es que vengo de muy mal humor. La señora y yo hemos discutido y ella se ha ido a casa de su hermana. Otra bruja.
-Vaya, lo siento muchísimo, Ernesto- dijo, con cuanta hipocresía cabe en un cuerpo de 57 kilos, ya que la idea de que aquella idiota estuviera llorando desconsolada la reconfortaba bastante-. Quizás sea mejor que me vaya ahora. Imagino que querrá estar solo.
Ernesto ya se estaba sirviendo un whisky, y le ofreció otro a Laura, pidiéndole que se quedara con él un rato. No le apetecía estar solo. Laura se dio cuenta en ese momento de que el hombre andaba necesitado de que alguien le escuchara, y dudó de que su mujer alguna vez hubiera ejercido tal función. La joven rechazó el whisky pero se sentó en el sofá, presta a oír las penas del señor de la casa y considerando que aquello, de modo excepcional, entraba en su sueldo de la noche.
-Es que lo que me ha hecho hoy no termino de creérmelo. Llevaba meses dando el coñazo con la misma idea, y cuando accedo, va y me deja tirado- Ernesto miró a Laura, y en su estado de incipiente melopea le pareció que lo más correcto era explicarle de qué estaba hablando-. Verás, es que a Puchi le pareció que sería muy divertido ir a un club de intercambio de parejas. No sé qué coño pensaba ella que era eso, pero se empeñó, e insistió e insistió hasta que me volvió loco y le dije que sí. Y cuando llegamos allí y trabamos amistad con la pareja con la que íbamos a intercambiarnos, va y me dice que le da corte, que nos vayamos, que no quiere hacerlo. Y entonces empezamos a pelearnos y ella se fue a casa de su hermana. Otra bruja. Y me deja allí tirado con cara de bobo.
Laura estaba pasmada. No se imaginaba que a la señora de Villegas le fuera la marcha de aquella manera, aunque su espantada antes de consumar el intercambio revelaba hasta qué punto eran volubles e inconstantes su caprichos. Ernesto seguía hablando.
-Y así me ha dejado. Con un dolor de huevos espectacular. La tía que me iba a tirar estaba muy buena. La verdad es que tenía ganas de hincársela. Oh, perdona mi vocabulario. Siempre me pongo grosero cuando estoy enfadado.
-No se preocupe- replicó Laura-, después de lo que ha vivido es normal que se sienta así.
Ernesto abrió mucho los ojos. Nada como encontrar apoyo para los argumentos que uno sostiene, y más si está entrando en los dominios de Baco.
-¿Verdad? A mí ya me hacía hasta ilusión, ¿sabes? Por variar un poco la rutina. Últimamente mi señora y yo no estamos muy fogosos. Bueno, ella siempre ha sido un poco... rara. Como nunca sabe lo que quiere, tan pronto se vuelve una estrecha como le da por locuras tipo "intercambio de parejas". Nunca sé a qué atenerme con ella. Es una manera odiosa de vivir. ¿Te puedes creer que hace más de tres años que no me la chupa? Dice que le cogió asco.
-Me cuesta entender que aún haya mujeres con esa mentalidad, si le soy sincera.
El mecanismo que activó esa frase llevaba engrasándose dentro de Laura desde que Ernesto empezó a hablar de la vida sexual que llevaba con su mujer. El pequeño diablito le había dado cloroformo al angelito, anulándolo por entero para poder campar a sus anchas por el subconsciente de Laura susurrando: "esa guarra te dijo que eras confiable para sus hijos, pero no dijo nada de su marido; puedes tirártelo sin problemas. Imagínate que llega aquí dispuesta a hacer las paces y se encuentra a su maridito follando con la niñera".
Ernesto la miró con lascivia y Laura le devolvió la mirada acompañada con una sonrisa picarona. Era la forma más dulce de venganza, y había que reconocer que Ernesto no estaba mal. Encajaba sin problemas en la definición que Laura tenía de "madurito interesante". Para Ernesto, por su parte, Laura era una apetecible oportunidad de obtener lo que se le había negado esa noche, y movido por esa idea se aproximó hasta ella, dejando el vaso de whisky a un lado, y le acarició el rostro mientras le apartaba su melena negra de la mejilla. La besó lentamente, con un poco de timidez, pero ésta se borró inmediatamente en cuanto Laura animó a su lengua a investigar dentro de la boca de él. La joven echó sus brazos alrededor de su cuello, y cuando más entrelazados estaban Ernesto tuvo un acceso de conciencia y la apartó de sí, llevándose las manos a la cara en gesto de arrepentimiento.
-Esto no está bien, esto no está bien. Yo estoy casado.
Hay dos cosas a las que ciertos hombres no se resisten, por muy casados que estén. Laura se quitó la camisa y el sujetador para enseñárselas.
-¿Le parece que ahora esto está mejor?- le preguntó Laura, inasequible a la derrota, ansiosa de lanzarse a Ernesto tanto por vengarse de Puchi como por catar y dejarse catar por aquel hombre que le resultaba tan irremediablemente atractivo.
Ernesto debió considerar que sí, que las cosas habían mejorado, a juzgar por el modo en que se aprestó a atrapar los pechos de Laura (turgentes por sí mismos, naturales, sin el rastro de artificialidad que tenían los de su esposa) y masajearlos como si necesitara retenerlos para que no se le escaparan. Laura empezaba a disfrutar del apartado meramente sexual, segura de que, si Puchi no existiera, gozaría igual con Ernesto. Se sentó encima de él, con las piernas abiertas para que el bulto que asomaba en los pantalones de Ernesto tomara contacto con la entrepierna de ella, cada vez más húmeda; así también, el hombre disponía de un acceso franqueado a los adictivos pechos de Laura. Ella buscaba su boca de vez en cuando, le dirigía la cabeza arriba y abajo; le hacía creer que tenía el control de una situación que en realidad le pertenecía a ella por completo.
Ernesto le estaba palpando las nalgas con fruición por debajo de la falda cuando Laura se apartó unos centímetros de él, lo suficiente como para llevar su mano hasta la entrepierna al borde del estallido de Ernesto. Fue descabalgando poco a poco mientras le abría la bragueta y liberaba una polla de lo más tentadora.
-Creo que ya es hora de darle una alegría, ¿no? ¿Cuánto dices que lleva esperando? ¿Tres años? Eso es demasiado.
Se puso de rodillas sobre el sofá, a un lado de Ernesto, con el culo en pompa para que él pudiera seguir manoseándola sin restricciones. Acercó su boca al glande, se humedeció los labios y la punta de su lengua asomó por entre ellos. Ernesto entonces la detuvo. Laura se desconcertó y le miró alarmada. No podía ser que se echara atrás en aquel punto. El hombre parecía azorado, pero finalmente habló.
-¿No te importa hacerlo de rodillas, delante de mí? Cuando mi señora me la chupaba [allá por el Pleistoceno, pensó] nunca lo hacía de rodillas, y a mí me encanta.
Laura obedeció en silencio. Bajó del sofá sin soltar la polla de Ernesto y se colocó de rodillas delante de él. Comenzó a mamar suave y despacio, apenas la punta, para ir metiéndose lentamente aquella verga en la boca, haciendo que Ernesto sintiera cada milímetro de su carne bañado por la lengua inquieta e inagotable de Laura. Él apenas podía contenerse; dejaba caer la cabeza hacia atrás, como si el cuello se le hubiera vuelto plastilina incapaz de sujetarle. Pero no quería perdérselo. Una veinteañera le estaba devolviendo el placer del sexo oral, y le sostenía fija la mirada. Ernesto, que por principios había renunciado a encontrar esta clase de deleite por medio del dinero, había dado por perdida la batalla con Puchi, y había asumido que no volvería a alojar su polla en la boca de una mujer nunca más. Tenía tan dormido el recuerdo de lo que se sentía, y Laura se manejaba con una soltura tan envidiable (pasados dos minutos ya había dejado de ayudarse con las manos, que tenía más entretenidas en tocarse los pechos o masturbarse) que no pudo, por más que quiso, retrasar su eyaculación, y se derramó sin previo aviso dentro de la garganta de Laura.
A Laura la corrida la cogió por sorpresa, y en el último segundo, sin saber cómo, pudo evitar atragantarse y romper el erotismo de la situación con un ataque de tos. En un rápido vistazo se dio cuenta de que Ernesto estaba avergonzado por haberse corrido de aquella forma, sin avisar y tan relativamente pronto; Laura albergaba sinceros deseos de follar con él, de modo que resolvió actuar con despreocupación, como si hubiese esperado lo que había ocurrido, y lamió y relamió la verga de Ernesto hasta dejarla tan impecable como la había encontrado. Después se levantó y se sentó a su lado, pasando las piernas por encima de su regazo.
-¿Hay algo más que tu señora no te deje hacer? ¿O hacerle?- le preguntó, mientras le acariciaba los labios, mimosona.
Ernesto la contemplaba como si fuera un regalo, una especie de compensación por los últimos meses de su matrimonio, que se había vuelto un teatro encaminado al cierre. El sexo con Puchi era cada vez peor, y lo que tenía entre los brazos se mostraba dispuesto a resarcirle.
-Algo se me ocurrirá- contestó él-. Pero de momento, si te tumbas, puedo enseñarte algunas cosas que sí le hago. Bueno, hacía.
Laura se excitó aún más al comprender que ahora venía su parte favorita ( y en el fondo la de cualquier mujer). Se tumbó y se abrió tanto como pudo, e incluso se adelantó a Ernesto quitándose las bragas ella misma. Él sonrió, y se lanzó a la entrepierna de ella sin más preámbulos y sin reparar siquiera que no estaba tan perfectamente depilado como los solían tener las mujeres de sus fantasías. Desprendía una calidez tan intensa, un sabor tan embriagador, que Ernesto no tardó en notar cómo su propia entrepierna recuperaba el brío poco a poco. Pero mientras eso sucedía, se concentró en ser caballeroso con la señorita que tenía delante y hacerla partícipe del enorme placer que estaba viviendo esa noche. Saboreó aquel coño con el ansia con que se saborea el primero pero también con la sabiduría que da la el recuerdo de la experiencia, aunque sea vago y lejano; es como montar en bicicleta: no se te olvida aunque pasen años sin pedalear. Desde el primer pliegue hasta el último, Ernesto dejó que su lengua le guiase, recorrió los labios en perpendicular y en paralelo, buscó agujeros, dobleces y frunces; finalmente se asió a su clítoris (con lo que le produjo a Laura una especie de latigazo eléctrico que la obligó a arquear la espalda en un ángulo acrobático) como si soltarse hubiera supuesto caer en por un precipicio.
El orgasmo de Laura fue sonado y sonoro, en algunos puntos tanto que ella se alegró de que los niños durmieran en el piso de arriba. Ernesto sintió que su polla, endurecida otra vez como en sus mejores tiempos, imploraba un lugar calentito donde pasar el rato. Laura no se había movido de su posición, daba por hecho que iba a ser penetrada de aquella manera. Le extendió un condón a Ernesto, y cuando éste estuvo preparado le dijo:
-Levántate, ponte de cualquier forma pero no del misionero. Puestos a pedir me apetece algo más variado.
Laura supuso que probablemente Ernesto llevaba años malfollando en aquella postura, y se le ocurrió probar algo que había visto en el porno. Le sentó en el sofá y, dándole la espalda, condujo su pene poco a poco hacia su interior, con los pies en las rodillas de él. Él no sabía por dónde sujetarla, de manera que Laura también le guió las manos: una hacia sus pechos, la otra hacia su clítoris. Apenas hubo sentido que toda la polla de Ernesto la estaba empalando, Laura empezó a moverse, con la intención de coger ritmo poco a poco. El hombre empezó a hablar, entre jadeos:
-Hay otra cosa... Quiero que hables... que pidas... que me digas... que te gusta.
A Laura aquella petición no le suponía ningún problema. Al tiempo que iba acelerando su cabalgada, y poseída también por el placer que la invadía con los manoseos de Ernesto, fue hablando más y más alto, y más y más grueso, hasta dominar un repertorio de improperios sexuales que a Puchi le hubiera parecido muy pertinente para una chica de la periferia. Le pedía que la desgarrara, le decía que nunca se la habían follado así, le rogaba que le diera más caña... Cambiaron de postura y él la colocó a cuatro patas (la forma de hacer el amor que más odiaba su mujer), para poder disfrutar del sonido de sus huevos chocando contra las nalgas de ella. Ernesto sudaba, se sentía mareado en su excitación. No follaba de aquella manera salvaje desde hacía miles de años. Laura gritaba abiertamente, concentrado todo su ser en el agujero por el que estaba recibiendo a Ernesto. A él casi le dio pena correrse, pero no hizo nada por retrasarlo; dio unos cuantos caderazos finales, acompañados de unos sonidos guturales que nacían, no de su garganta, sino de sus ganas reprimidas durante años. Salió de ella exhausto, de la misma forma en que Laura se dejó desplomar sobre el sofá.
Cuando su respiración se recuperó, Laura se acordó de repente de Puchi y cayó en la cuenta de que vengarse de ella había caído a un segundo plano. Lo primero que había tenido en mente desde que Ernesto empezó a tocarla había sido pegar un buen polvo, y eso lo había conseguido. Pero aquella pija no los había pillado in fraganti como ella había supuesto, y ahora se preguntaba qué iba a hacer. La venganza que la había animado reclamaba una compensación y pataleaba furiosa al comprender que no iba a tenerla.
Ernesto, que para algo estaba en su casa, sólo se puso los calzoncillos. Laura comenzó a vestirse para marcharse a casa. Él le preguntó cuándo volvería a quedarse con los críos y Laura estuvo tentada de arrearle una bofetada. No quería convertirse en la amante de Ernesto, por más satisfacciones que éste pudiera proporcionarle. De repente, eso, que tanto daño podría haberle causado a Puchi, no fue lo prioritario, y Laura nunca supo explicar realmente por qué.
-No quiero seguir enrollándome contigo, Ernesto. Si se sabe, me traerá miles de problemas y pondrá en riesgo mi trabajo de canguro. Y necesito ese trabajo- le dijo.
-Si es por eso, yo puedo darte ese dinero.
Laura sintió que iba a explotar.
-¿Es que todos los ricos sois iguales? ¿Quieres darme dinero para que venga a enrollarme contigo? Ése no es mi trabajo, capullo. Para eso están las putas.
-No me has entendido... no quería decir...
-¡Te he entendido perfectamente!- Laura tuvo el juicio de respirar hondo antes de seguir hablando-. No quiero tu dinero, no quiero nada ni de ti ni de tu mujer. Lo único que quiero es no volver aquí.
Y se fue de la casa, llorando sin aspavientos por ser víctima de los prejuicios de los demás y de sus propios prejuicios. Se fue con la frustración de una venganza no consumada, pero con la satisfacción de un polvo (objetivamente hablando) bien echado.
Laura tuvo que volver a la casa. Lo hizo tres años más tarde, ya como arquitecta. Los nuevos dueños de la casa querían tumbarla y levantarla de nuevo con una nueva distribución. Cuando preguntó por sus antiguos dueños, le dijeron que se habían arruinado en una mala operación inmobiliaria y que ahora estaban viviendo en un barrio de la periferia. Las ansias de venganza que habían quedado frustradas aquella noche la impulsaron a investigar por su cuenta. Y sonrió al enterarse de que Puchi ahora vivía a dos calles de donde ella se había criado. A dos calles de la casa que acababa de abandonar para irse a vivir con su madre a un barrio un poco más tranquilo.