Preciosa y el aire

Intento de adaptación libérrima del poema de Federico García Lorca. Que me perdonen los entendidos por la profanación de la obra.

Como una luna de pergamino, la tira de piel de la pandereta de la niña brilla a la luz de las farolas. Los diminutos platillos de metal del instrumento tintinean alegres cuando Preciosa los agita en el silencio frío de la noche del veintinueve de julio. El suelo anochecía cubierto de botellas de cerveza rotas que los pies descalzos de la gitana luchan por esquivar. Preciosa mira al cielo y ve que sigue siendo un manto negro. Ninguna estrella osa asomarse entre la capa de grises humos de la ciudad. A su derecha, los edificios se levantan cada vez más altos; a su izquierda, la mar en calma canta en su noche llena de peces. Más allá del horizonte de chiringuitos malolientes que se extiende ante ella, los guardias civiles navegan la costa de Cádiz ante el reciente chivatazo de que una patera se atrevería a tocar a la puerta del primer mundo con dedos negros y hambrientos. Un par de chiquillos gitanos juegan en la arena a levantar castillos y estatuas adornadas con las caracolas que traían las olas. Preciosa los mira con una sonrisa de nostalgia. Hace cinco años, cuando tenía sólo diez, ella podría haber sido uno de esos niñitos. Niños que para ser felices tenían cientos de mundos que construir con arena, miles de princesas que salvar y proteger y millones de sueños que podrán, o no, cumplirse algún día.

Preciosa canta y toca su pandereta, con golpecitos que sacan de la tensión del cuero unos acordes con un ardiente aroma calé. Poquitas personas oyen a la joven gitana. Menos aún se paran para oírla, pero los que lo hacen, no quedan decepcionados con el arte y la gracia que le pone la chiquilla al retumbar del pandero. Sin embargo, entre los ojos admiradores que rodean a la gitana, unos brillan con un destello maquiavélico. El pequeño grupo de gente que se había parado a escuchar las canciones de la mujercita calé se va dispersando, la mayoría incluso dejándole unas poquitas monedas en el suelo que Preciosa se afana en recoger con una sonrisa y palabras agradecidas. Ajenos a los pensamientos de la muchacha, los ojos más lascivos del grupo salen de la sombra.

Preciosa se ha quedado a solas con él sin darse cuenta de nada. Aún sigue recogiendo algunas monedas traviesas que se habían escapado de sus manos y han ido a rodar hacia el muro que separa asfalto y arena, ciudad y playa. Se agacha de espaldas a su agresor para recoger los últimos céntimos juguetones que saltaron de su manita. Es ese un momento de soledad y debilidad posicional que el violador no quiere dejar de escapar. Se coloca detrás de ella, pegando su miembro a las nalgas prietas de la gitana, que se sobresalta por ese contacto inesperado. El hombre abraza el cuerpecito delgado de la gitana con un brazo, mientras su otra mano se dirige hacia el interior de la faldilla descolorida de la joven.

  • Niña, deja que levante tu vestido para verte.

Los dedos viejos del violador se dirigen hacia la intimidad de la niña que escapa de la confusión en la que había caído su mente y trata de escabullirse de los poderosos brazos que la retienen. La mano del hombre que abrazaba sus morenos senos abandona la zona y tapa la boca de la gitana, apagando un grito en su superficie. La otra mano sigue intentando meterse por las bragas, ya superada la barrera de la falda, para llegar a la rosa azul del vientre de Preciosa. La gitana lanza al suelo la pandereta, que truena al golpe con las baldosas del paseo marítimo. El instrumento suena fuerte, sustituyendo como llamada de auxilio al grito de Preciosa que no llegó a hacerse notar a través de la manaza del violador. El poderoso sonido de cuero y metal sobresalta al hombre haciendo que inconscientemente suelte a la jovencita. Preciosa ve su oportunidad y se escapa del abrazo caliente del violador. Comienza a correr en dirección al grupo de bares y chiringuitos que se esparcen por el paseo como los edificios de una aldea medieval.

El hombre lanza una mirada furibunda a la pandereta que le ha facilitado la huida a su rehén, justo antes de salir corriendo detrás de Preciosa. La joven corre con rapidez sobre el sendero de cemento del paseo marítimo. Sus pies descalzos devoran los metros que la separan del grupo de restaurantes que parecen apretarse ante el viento caliente aunque cortante de la bahía de Cádiz. Su agresor la persigue corriendo como el viento con una dura espada caliente entre sus piernas. A menos de doscientos metros de las primeras luces titilantes del reclamo del chiringuito, el mundo se vuelve rojo para la pequeña. Preciosa pisa uno de los fragmentos de cristal y su filo cortante se hunde en la piel morena del pie de la chiquilla. Su grito en la noche, mientras la gitana cae al suelo, suena a dolor y a impotencia. Sabe que su huida ha sido en vano y que su agresor terminará alcanzándola en el suelo.

En un solo instante, pasa por su cabeza inocente aunque no ingenua toda la galería de obscenas imágenes que posiblemente tendrá que sufrir a manos del hombrón que mira con una sonrisa satisfecha cómo cae al suelo. Lo imagina abalanzándose hacia ella, cogiéndole las manos con su poderosa mano izquierda mientras la derecha baja hasta arrancarle sus pulcras braguitas. Lo ve deshacerse de la tela de sus pantalones dejando al aire su instrumento agresor. Lo imagina violándola, arrancando de su cuerpo sus gritos y su virginidad. Lo imagina jadeando en su oreja, embistiendo sobre su cuerpecillo delgado hasta acabar llenando su rincón más oscuro de una puñalada de blanco y calor. Lo imagina amenazándola de muerte con duras palabras y peores augurios si se le ocurre decir alguna vez lo que ha sufrido a manos de su inseguridad machista. Las lágrimas que brotan en su imaginación comienzan a brotar también en la realidad, marcando dos senderos de dolorosa humedad en la carita infantil de Preciosa. Cuando su agresor está a punto de agarrarla, de tirarse sobre ella, otro cuerpo sale de la oscuridad y se lanza con un movimiento de tintes felinos hacia el agresor que ya creía su victoria carnal en su mano.

  • ¡Preciosa, corre, Preciosa!- grita su salvador, mientras los dos hombres forcejean en el suelo.

La gitana, aún con la punzada de dolor en la planta del pie, se levanta y continúa su carrera hacia la seguridad de las luces de neón apagadas del chiringuito. Su sangre mancha quedamente el suelo del paseo a cada paso de la gitana, mientras los dos hombres aún batallan en el suelo en una guerra que el valiente y oportuno salvador de Preciosa sabe perdida de antemano por la corpulencia de su adversario. La gitana echa una mirada atrás y ve la diferencia de estatura y tamaño de los dos hombres. Su agresor pasa con mucho del metro ochenta y cinco, mientras el otro hombre a duras penas llega al metro setenta. Es un David contra Goliath, llamado a ser la revancha del bíblico duelo. Siente deseos de ayudar a su salvador, pero sus palabras renacen en su mente como un viejo fénix: "¡Preciosa, corre, Preciosa!". La gitana observa como su agresor se quita de encima con gestos poderosos a su adversario y golpea su cabeza en el duro suelo. El hombre queda atontado y el violador aprovecha para reanudar su carrera hacia el despavorido cuerpo de la gitana que aúna fuerzas para reanudar la desesperada huida. Con lágrimas aterrorizadas, la joven llega al primero de los edificios, pero se lo encuentra cerrado con rejas que parecen cercenar sus esperanzas. Afortunadamente para la chiquilla, la luna se libra de su vestido de nubes e ilumina con su desnudez brillante la terraza del segundo de los chiringuitos.

Dos hombres charlan animosamente entre ellos sentados alrededor de una mesa. Preciosa les grita, mientras se acerca a ellos corriendo, implorando piedad y ayuda, consuelo y auxilio. Las caras pálidas de los dos hombres se giran hacia ella. En Preciosa nace la esperanza y en su agresor muere la lujuria, sepultada por el miedo de volver a la cárcel. Detiene su carrera cuando ve que los dos extranjeros se levantan y salen al encuentro con la joven, da media vuelta y se pierde por la tibia noche veraniega de Cádiz. Preciosa se lanza en brazos de los turistas y echa una furtiva mirada al hombre que huye hacia las negras calles de la ciudad andaluza. Preciosa abraza, ríe y besa llevada por la euforia y la felicidad. Cuando vuelve a mirar hacia atrás, contempla como su salvador, un antiguo amigo de la familia, se acerca andando, con una mano en la cabeza, aunque esbozando una sonrisa complacida al ver el final feliz de la huida de la pequeña.

Los cuatro se sientan en la mesa del chiringuito, orgullosos y contentos de que el cuerpo flamenco de la gitana siga manteniendo su pureza. Un vaso de leche tibia tiembla en las manos nerviosas de la joven, y una copa de ginebra que displicentemente ha rechazado, humedece la garganta del hombre que plantó cara al impío mastodonte que atacó a la muchacha. Preciosa, aún con la cara manchada de lágrimas de alegría que sepultan a las de miedo y dolor que había proferido antes, cuenta su aventura a aquella gente que la mira con unos ojos llenos de compasión, mientras el dueño del bar utiliza el contenido de su botiquín para curar la herida del grácil pie de Preciosa.

Y mientras sus palabras describen lo duro de los momentos sufridos, en algún bar mugriento de las cercanías del puerto de Cádiz, un hombre furioso golpea con su puño la superficie maltratada de una mesa. Un hombre de raza gitana, socio de turbios negocios con ese hombre, se sienta a su lado con sus dedos encallecidos deslizándose alrededor de una navaja en el interior de su bolsillo, a la vez que en su mente unas antiguas cuentas impagadas del violador le dan vueltas y más vueltas.