Por una tormenta.

Diana lleva tiempo peleada con su hermano. Pero una noche de tormenta veraniega, los volverá a reunir de una manera como nunca imaginaron.

Nota: Vuelvo a subir este relato que publiqué hace un año. Apenas viene con muchos cambios, mas allá de correcciones ortográficas y de puntuación. Espero que lo disfrutéis. Mas vienen en camino.

Era un día como otro cualquiera en la casa de los Peláez. El verano estaba en su pleno apogeo y las altas temperaturas ya se hacían notar. A las 12 del mediodía, era una locura andar por la calle, pues el ardiente Sol te podía abrasar con sus letales rayos. Ni ha cubierto está uno a salvo. El bochorno poco a poco se va acumulando y eso hace que ni estando bajo la sombra se pueda uno librar del molesto calor, pegajoso, como las moscas que, para ese entonces, ya revolotean dispuestas a molestar al personal.

Andrés entró en su casa sudando a mares después del partido de futbol. Aquel chico alto y delgado avanzó por el comedor y llegó a la cocina donde no tardó ni un suspiro en abrir el frigorífico, coger la jarra de cristal transparente repleta de agua y echarse un buen trago. Pese a lo helada que estaba, recibió el líquido con mucho agrado. Después de beber varias veces, dejando la jarra medio vacía, la volvió a meter en el frigorífico y  cerró la puerta.

—¿Es que no puedes coger un vaso como hacen todos? —preguntó alguien con desagrado a sus espaldas.

Al volverse, se encontró con su hermana Diana, sentada mientras comía un poco de ensalada.

—Buf, con el bochorno que hace, estaba desesperado por un poco de agua —comentó Andrés con voz afónica.

Diana se mostró un poco molesta. A sus dieocho años, la muchacha tenía que soportar las bromitas poco graciosas que Andrés solía hacer. No es que su hermano fuera un niñato sin conciencia, pero a veces, parecía actuar más como un infante que como un hombre que ya se encontraba en la veintena.

—Bueno, creo que voy a darme un buen baño —dijo a continuación el chico mientras se olisqueaba un poco—. ¡Creo que huelo más de la cuenta!

—Sí, se nota el pestazo a joto desde aquí —contestó jocosa Diana.

Aquella frase pilló desprevenido al chaval. Se la quedó mirando con cara impresionada. A veces, la chica también le sorprendía con su mala leche, dejándolo desarmado. Sin saber que decir, se marchó al baño.

Diana se quedó allí, mirando el plato lleno de lechuga y tomate bañado en aceite. Jugueteó con la comida, meneando varios trozos con el tenedor. Hacía esto mientras se preguntaba porque seguía siendo tan dura con su hermano. Desde algunos años, la relación entre ambos se había resentido bastante, hasta el punto de ser tan fría y distante que sus padres se preocuparon seriamente. Y eso que Andrés siempre trató de arreglar las cosas entre ellos. Pero de nada servía. Entre ambos hermanos se había abierto un gran abismo que los separaba y no había modo de cruzarlo. O más bien, fue ella quien lo abrió.

Siguió con su mirada fija en el plato mientras que escuchaba el ruido del agua cayendo en la ducha. Pensaba continuamente en la relación con su hermano y un par de lágrimas se derramaron por sus ojos, recorriendo sus mejillas hasta rozar sus finos labios. Los recuerdos volvían a ella siempre de la misma forma. Tan nítidos como dolorosos.

Todo sucedió cuatro años atrás. Diana tenía catorce y su hermano Andrés, diecisiete. Eran dos jóvenes adolescentes que empezaban el camino de la vida, con sus problemas y dificultades, además de sus descubrimientos y buenos momentos. Andrés ya había comenzado a salir con algunas chicas, teniendo con ellas sus primeros escarceos. Su hermana era testigo de todo esto, una silenciosa espectadora que veía como su hermano, pese a las alegrías que estas chicas le brindaban en el plano sexual, en el sentimental, no eran más que fuente de frustración y tristeza. Ella, en cambio, aún no había tenido ninguna experiencia, pues era algo tímida y encima, su cuerpo aún no se había desarrollado por completo. Para los chavales de su edad no era más que una aburrida niña que no les excitaba. Tampoco es que eso hiciera sufrir a Diana, pues ella solo tenía ojos para una sola persona: su hermano.

Una tarde, ella estaba en su cuarto leyendo una novela tranquila cuando, de repente, escuchó un fuerte portazo. Sintió fuertes pisotones que llegaron a la habitación de su hermano, situado al lado del suyo, pared con pared. Otro fuerte portazo la hizo dar un pequeño salto de la cama. Se preguntó que le podría estar pasando a Andrés para hacer tanto ruido. De hecho, al notar tanto alboroto, no pudo concentrarse de nuevo en la lectura. Toda su atención estaba ahora sobre él.

Dejó el libro sobre la cama, se levantó y, tras ponerse sus zapatillas, puso rumbo a la habitación. Quería saber que estaba ocurriendo. Ya en el pasillo, se acercó a la puerta. Estaba cerrada. Reticente a abrirla, por si su hermano estaba enfadado, decidió llamar.

—¿Quién es? —preguntó Andrés desde el otro lado.

—Soy yo, Diana —respondió la chica un poco nerviosa—. ¿Puedo pasar?

Un incómodo silencio inundó el ambiente. Era evidente que el chico no quería hablar con nadie y eso, desanimó a Diana. Pero entonces, su hermano volvió a hablar.

—Claro —fue lo único que dijo.

Reconfortada, la adolescente abrió la puerta y entró.

Andrés estaba sentado sobre la cama. Sus manos se hallaban encima de sus piernas y tenía la cabeza gacha, mirando hacia el suelo. Ella se sorprendió de verlo en esa postura. Parecía desanimado. Se sentó a su lado y acarició su hombro con delicadeza, no queriendo alterarlo.

—Ey, ¿estás bien? —preguntó a su hermano preocupada.

Él levantó su cabeza para mirarla. Pese a que no lloraba, Diana podía notar en sus ojos una enorme pena. Volvió su vista de nuevo al frente y emitió un leve suspiro, como si se estuviera lamentando por algo. Algo que le dolía mucho.

—Oye, si tienes algún problema, puedes contármelo —le aconsejó su hermana—. Lo mejor que puedes hacer es hablarlo con alguien. Así te sentirás mejor.

Diana le sonrió con complicidad. Él volvió a mirarla con enorme duda pero finalmente, decidió hacerlo. Hablar con ella.

—¿Te acuerdas de la chica con la que estaba saliendo? —preguntó Andrés.

—Ah, sí. Marisa creo que se llamaba —rememoró Diana.

—Así es —afirmó su hermano. Ella asintió de forma afirmativa—. Pues me ha dejado.

No quedó muy sorprendida ante esta revelación. Sabía que todo aquel enfado era por un tema amoroso, pues a su edad, ¿qué otra cosa podría ser?

—Vamos, no te preocupes —dijo con voz animada—. ¡Ella se lo pierde! ¡Es poca chica para alguien como tú!

Trataba de que su hermano se mostrara más contento y para ello, intentaba parecer optimista. Pero por la expresión de su rostro, era evidente que Andrés estaba destrozado.

—Me gustaba —dijo consternado el muchacho—. Era perfecta. Creía que podríamos estar juntos. Que por fin, había encontrado a la adecuada.

Notaba la tristeza en su voz. Eso la angustiaba más. Lo último que deseaba era verlo tan infeliz.

—No te comas la cabeza, seguro que encontraras alguna mejor —le dijo, tratando de darle ánimos lo mejor que podía.

—¿Tú crees? —Los ojos se su hermano se posaron sobre ella, haciéndola estremecer.

—Por supuesto. —Diana dibujó una curvada sonrisa en su boca, mostrando su radiante alegría— Incluso, puede estar más cerca de lo que crees.

Andrés sonrió ante lo que su hermana decía. El ambiente se relajó y ambos se miraban fijamente, sin apartar sus miradas. Para Diana, era el momento perfecto.

Se acercó muy lentamente y posó sus labios sobre los de su hermano. Fue algo fugaz, ella todavía no había besado a nadie pero, sentir la suave boca de su hermano, le encantó mucho. Cuando se apartó, el chico la miraba estupefacto.

—¿Que acabas de hacer?

La tensión se palpaba con facilidad. Diana notaba a Andrés poco menos que impactado ante lo que había hecho. Comenzó a ponerse nerviosa. Temía que su hermano fuera a enfadarse por lo que había ocurrido. Lamentablemente, así fue.

—Yo…solo intentaba animarte —trató de explicarse la chica aunque se notaba que no lo estaba consiguiendo.

—¿¡Pero tú estás mal de la cabeza?! —gritó con fuerza Andrés. Esto la alteró— ¡Soy tu hermano!

Sentía que todo aquello se le iba de las manos. Deseaba explicarse, hacerle ver que no había nada malo en lo que estaba haciendo, pero Andrés cada vez estaba más furioso. Eso, entristeció aún más a la muchacha.

—Quiero que seas feliz —le explicó mientras intentaba no llorar—. Quiero demostrarte que yo también puedo darte todo eso que buscas en otras chicas. Créeme, soy capaz.

—¿Pero de qué coño hablas? —preguntó él, incapaz de creer lo que oía.

Diana miró a su hermano a los ojos. De los suyos, no paraban de derramarse copiosas lágrimas. Su corazón no cesaba de latir con fuerza. Era el momento. Lo había atesorado en su interior como algo propio y personal pero había llegado la hora de confesarle su profundo amor.

—Andrés, yo te amo. —Su voz estaba a punto de quebrarse—. No sé cómo pudo pasar, solo sé que estoy perdidamente enamorada de ti. Y quiero estar contigo.

El rostro de su hermano mostraba increíble asombro ante aquella revelación. Al principio, no sabía que decir. Pero finalmente, habló. Y no de la mejor forma.

—Diana, no sé qué coño te pasa —dijo nervioso—, pero eso que dices, ¡es estúpido! De nuevo te lo repito, ¡somos hermanos! ¡No puedes enamorarte de mí!

—¿Por qué no? —le confrontó ella— ¿Que nos impide estar juntos?

Andrés se quedó sin habla. No sabía ya que hacer. Si la ruptura con su novia le había dejado tocado, esto ya lo estaba llevando al fondo. Mientras, su hermana seguía llorando.

—Diana, eres mi hermana —le dijo a la chica con frialdad—. ¿No entiendes que eso que sientes está mal?

—¿Es que no soy guapa? —preguntó desesperada— ¿Soy demasiado joven para ti? Dime Andrés, ¿¡cuál es el problema?!

Él la miró desconcertado, incapaz de seguir hablando. Diana seguía expectante, deseando ver alguna reacción en su hermano. Finalmente, lo único que hizo el muchacho fue llevarse la mano hacia su rostro para taparlo, frustrado ante lo que veía.

—Por última vez, somos hermanos —le repitió con vehemencia—. Eso que sientes, eso de que estas enamorada de mí, es absurdo, estúpido. Meras fantasías de adolescente. Deberías quitarte esas cosas absurdas de la cabeza por tu bien y el los demás.

Diana se le quedó mirando con horror. No se creía lo que estaba oyendo. No solo esas dolorosas palabras, sino el desprecio con el que las decía. Dolorida, golpeada en lo más profundo de su ser, prorrumpió en gritos.

—¡Eres un imbécil! —Su voz se notaba agónica y desgarrada —Te confieso mis más profundos sentimientos por ti, te abro mi corazón y así me lo pagas. —Andrés se la quedó mirando sin saber cómo actuar— ¡Vete a la mierda! ¡No quiero saber nada de ti!

Acto seguido, la chica se marchó entre sollozos ante la atónita mirada de su hermano. Se encerró en su cuarto, tirándose sobre la cama, llorando desconsolada mientras hundía su húmedo rostro en la almohada.

Recordaba aquel momento con mucha dureza. Siguió observando el plato de comida mientras escuchó como el agua dejaba de correr por la ducha. Andrés había terminado de lavarse. Un nudo se formó en la garganta de la chica, al tiempo que temblaba levemente sobre su asiento, incapaz de resistir la agonía que la envolvía.

Pudieron pasar tres años desde aquel incidente, pero Diana aun guardaba todo aquel dolor dentro de ella. Ya no era esa pequeña niña cabreada, había dado paso a una joven chica de gran belleza. Mucha belleza, para que engañarse. Aunque algo baja, Diana tenía una bonita figura de sensuales curvas. Sus pechos eran redondos y medianos y su culo, respingón. Su pelo marrón claro caía en una preciosa melena sobre su espalda y sus ojos azules oscuros le daban una mirada penetrante y atrayente. Podía engatusar a cualquiera chico solo con pasar a su lado. Pero ella no quería a cualquiera. Ella quería a su hermano.

A pesar de los años pasados y del muro que ella misma había levantado, movida por el odio y la frustración, aun sentía algo muy fuerte por él. No podía obviarlo, por más que lo intentase, y  debido a esto, se propuso que si no era de Andrés, no sería de nadie. Era una idea absurda, pero parecía ser lo único que la mantenía calmada.

Una vez se duchó, Andrés volvió a la cocina. Diana se secó las lágrimas que había derramado y continuó tomando de la ensalada que había hecho. Mientras, su hermano inspeccionó el frigorífico para ver que se hacia él.

—¿Qué hay de comer? —preguntó.

—Yo me he hecho la ensalada —contestó secamente ella—. Tú hazte lo que quieras.

El chico la miró algo dudoso.

—Pensé que podríamos hacer algo juntos —comentó—. Ya que no están papá y mamá, poder hacer la comida entre los dos. —Sonrió, buscando algo de complicidad con ella—. ¿Qué me dices?

—Haz lo que te de la gana, yo ya no tengo hambre —dijo de forma cortante la chica mientras se levantaba.

Dejó el plato, aun con algo de ensalada, en el fregadero y se marchó a su cuarto. No miró a Andrés, quien parecía tener cara de no saber qué hacer o decir ante semejante actitud.

Una vez en su habitación, no pudo evitar volver a llorar. Era evidente lo mucho que le dolía ser así con su hermano y deseaba más que nunca decirle que lo sentía, pero algo en su interior se lo impedía. El miedo a ser de nuevo rechazada y de que él se mostrase de nuevo enfadado la había enclaustrado en esa posición.

Para colmo, ahora no estaban sus padres. Se habían marchado de vacaciones a la casa que tenían en la costa. Andrés se tuvo que quedar para estudiar, pues tenía los exámenes de recuperación en septiembre y ella simplemente, no deseaba pasar otro aburrido verano en ese sitio. Aunque pensándolo mejor, quizás debió de ir.

Permaneció el resto de la tarde en su cuarto, leyendo una novela. Ese era el único modo que tenía de evadirse del turbulento mundo y de las cosas que en el moraban. Lo hacía desde que tenía ocho años, un hábito que no solo ya le parecía algo normal, sino que le gustaba. Cuando llegó la hora de la cena, se fue a la cocina y se preparó un poco de pasta que sobraba de otro día. No se encontró con Andrés. Él se hallaba en el salón viendo la televisión y aunque sabía que su hermana estaba allí, no le hizo caso. Diana tampoco. Pero por mucho que la chica lo intentase evitar, a veces, las cosas ocurrían sin poder evitarse.

Ya había cenado y decidió irse a la cama. Se puso su pijama, consistente en una holgada camiseta y un pantalón corto. Una vez lista, se metió en la cama, tapándose hasta medio cuerpo. En verano no hace tanto frio, así que no tenía por qué taparse por completo. Intentó dormirse, olvidando a su hermano y el amor que sentía por él. Por una noche más, solo quería olvidar. Al menos, hasta que despertarse.

Un trueno rompió la súbita calma en la que se hallaba sumida. Luego, un fuerte rayo parpadeó en toda la habitación. Una habitual tormenta veraniega acababa de empezar. Diana, acurrucada bajo las sabanas, se revolvió nerviosa. Si había algo que odiase eran las tormentas. Les tenía un miedo atroz. Más pequeña, ante este panorama, solía correr al cuarto de su hermano y meterse en su cama para dormir. Era la única forma de que se le pasara el miedo, abrazada a Andrés mientras sentía su protector calor. Pero claro, eso fue antes de que se pelearan. Desde ese entonces, jamás volvió a atreverse. Y no pensaba hacerlo. Pero cuando un segundo trueno rugió en mitad de la oscuridad, haciéndola temblar mucho más, Diana se replanteó todo.

Andrés dormía plácidamente en su cama. A él, la tormenta no le molestaba en absoluto. Pero aun así, era de sueño ligero, y cuando escuchó como la puerta empezaba a abrirse, se giró extrañado. Esta se abrió y pudo ver a su hermana entrando temblorosa. El muchacho quedó sorprendido ante tan inusual escena.

—Diana, ¿qué haces aquí? —preguntó.

—¿Puedo dormir contigo? —La desesperación se notaba en su voz.

Comprendió enseguida de que se trataba todo. Diana y su terror crónico hacia las tormentas. Se sorprendió, sin embargo. Hacía tiempo que su hermana no acudía a él para dormir en estas circunstancias. De pequeña, era rara la noche que no la tuviera en la puerta pidiéndole dormir a su lado, pero tras lo ocurrido hace 3 años, ya no volvió a pasar. Le reconfortaba que hubiera acudido esta noche. Apartó las sabanas y le hizo una seña para que se acostara. La chica se tumbó y se volvieron a tapar.

Pudo notar su tembloroso cuerpo y su agitada respiración. Estaba muy asustada.

—Eh, tranquila —susurró mientras la abrazaba, atrayendo el cuerpo de su hermana al suyo—. Ya estás conmigo.

A Diana le reconfortaron las palabras de Andrés pero no se quedó más tranquila. Ahora su cuerpo estaba pegado al de su hermano. Sus pechos se rozaban con su torso. Sus piernas se acariciaban con las de él. Incluso su entrepierna chocaba contra la suya. Eso la alteró un poco.

—Lo ves —dijo con suave voz Andrés—. Ya está todo mejor.

La lluvia caía con fuerza y se podía escuchar el repetido golpeteo de las gotas de agua contra el cristal de la ventana. Los truenos rugían con fuerza y los relámpagos reflejaban sus centelleantes luces en las paredes de la habitación. La tormenta estaba lejos de terminar. Más bien, parecía aumentar su fuerza. La chica se abrazó a su hermano, deseando que todo pasara. Él sonrió ante esto y le dio un suave beso en la frente.

—¿Estás mejor? —preguntó.

En la oscuridad, pudo ver los resplandecientes ojos azules de Diana. Estos titilaban al tiempo que la chica respiraba con profundidad. Poco a poco, parecía ir tranquilizándose, pero aún se notaba el miedo en su tembloroso cuerpo. Así, con el paso del tiempo, la chica se fue relajando, hasta quedar calmada.

—Dime, ¿te sientes mejor? —volvió a preguntar Andrés.

—Si —contestó su hermana con un fino hilo de voz.

Él la besó de nuevo en la frente. Sentir los labios de su hermano sobre su piel la encendió mucho más. Pero no solo eso. Le hizo pensar en todo por lo que habían pasado. Tantas peleas, tantos enojos. Ese distanciamiento, esa frialdad que ella le mostró. Y Andrés, siempre tan tierno y cariñoso. Diana no pudo aguantar más y empezó a llorar.

—Oye, ¿qué te pasa? —El chico se halló desconcertado ante la inesperada reacción de su hermana.

—¡Soy una estúpida! —exclamó entre lamentos Diana—. Tú eres tan bueno conmigo y yo te he tratado todo este tiempo tan mal. No he sido justa contigo.

Andrés la atrajo de nuevo, hasta que sus rostros quedaron muy cerca. Con los dedos de su mano derecha, recogió las lágrimas que caían de sus ojos. Vio como ella respiraba intranquila y deslizó su otra mano por detrás, acariciando su suave pelo. Sus dedos se perdían entre las finas hebras de aquella melena, notando la suavidad de estas. Le gustaba. Y a Diana también, pese a que seguía muy triste.

—No debí apartarte de mí. ¡No debí hacerlo! —La voz de la chica sonaba severa y culpable.

—Mira, creo que en todo esto, soy yo quien tiene la culpa —manifestó él, sintiendo su respiración muy cerca.

—¿Por qué? —preguntó ella confusa.

—Reaccioné de muy mala manera ante lo que me confesaste —respondió claro—. Yo te respondí con palabras muy feas y rompí tu corazón. Hice algo terrible y jamás me lo he perdonado.

—¡Eso no es verdad! —habló con voz ahogada Diana—. Yo te aparté de mi lado. No debí hacerlo.

—Fue una consecuencia de mi comportamiento. Al final, es responsabilidad mía. —Un tenue silencio se formó de nuevo— Un hermano mayor no se comporta de esa manera. Al menos, yo no.

Aquellas palabras sorprendieron a Diana. Seguía abrazada a Andrés y notaba la respiración del joven. Sentía su calor y esas suaves caricias en su rostro y pelo. Le gustaba tanto que fuera tan cariñoso y protector.

—Tú ya sabes lo que te conté aquel día. Y lo que hice.

Quedaron de nuevo en silencio. Diana se pegó más a su hermano. Ya no le importaba que sintiera sus pechos. Quería tenerlo lo más cerca posible. Sentirlo. Y Andrés, por supuesto, estaba encantado con ello. Su hermana ya no era una niña. Había crecido y, aunque con catorce años era preciosa, ahora estaba increíble. Y cada roce, cada caricia, lo excitaban mucho.

—Una cosa —comentó de forma inesperada el muchacho-, ¿aun sigues sintiendo eso por mí?

Ella sabía perfectamente a que se refería. Lo miró con determinación. Estaba dispuesta a confesárselo de nuevo.

—Sí, siempre te he amado —respondió decidida—. Eres lo más importante en mi vida y nunca podría apartarte. Por mucho que lo intentase.

Se retrajo un poco, pero su hermano la atrajo hacia él. Ambos quedaron a escasos centímetros el uno del otro. Sus narices se rozaban. Ella exhaló un poco de aire, nerviosa ante lo que pudiera pasar. Andrés tan solo la miraba como si fuera la única mujer que hubiera en este mundo. Y entonces, la besó.

Cuando notó sus labios contra los suyos, Diana sintió como si su cuerpo fuera a derretirse. Andrés se apretó más a ella, atrayéndola con sus manos. Sus brazos se cerraron en torno a su cintura, aferrándola con fuerza. La chica, lejos de sentirse intimidada por esto, no dudó en acariciar el rostro de su amante. Le gustaba, era lo que quería.

Se besaron con suavidad, juntando sus labios y dejando que sus lenguas jugasen entre ellas. La de Andrés se adentró en la boca de su hermana, sorprendiéndole aquella húmeda viscosidad que avanzaba por su interior, paladeando cada centímetro. Ambos respiraban desacompasados, gimiendo uno en la boca del otro. A esas alturas, sus lenguas se retorcían envolviéndose ambas en un húmedo abrazo, dejando pasar saliva entre ellas.

Estuvieron besándose un poco más hasta que Andrés se separó. Colocó a su hermana boca arriba y él se puso encima. Acto seguido, se irguió, quitándose la camiseta que llevaba puesta. Diana acarició con sus manos su torso desnudo, jugueteando con el poco vello que tenía y recreándose en su forma. Luego, su hermano descendió de nuevo, besándola con aun mayor deseo.

Ni en sus más ardientes sueños, Diana podía creer lo que estaba pasando. Aun no podía explicarse porque Andrés decidió empezar a besarla, pero ya no le importaba. Era lo que deseaba desde mucho tiempo. Se sentía arder por dentro como nunca antes imaginó. Notaba el fuerte cuerpo de su amado sobre ella y como este la besaba con toda la dulzura y pasión existente. También, notó como él comenzaba a acariciarle sus pechos.

—¡Agh! —gimió mientras sentía aquellas manos apresando sus senos por encima de la camiseta que llevaba.

—Me encantan tus tetas —le susurró Andrés mientras le besaba su cuello—. ¿Me las enseñas?

No tenía ni que haber preguntado. Encantada, la chica alzó sus brazos para que su hermano pudiera quitarle la camiseta y sus pechos quedaron al aire. Sin dudarlo, llevó sus manos a aquellas preciosidades y las acarició con suavidad. Diana gimió aún más al sentir aquellos dedos recorriendo su fina y blanca piel y al notar la correosa lengua de Andrés lamiendo su cuello de arriba abajo. Se miraron fijamente a los ojos, repletos de todo el deseo y la lujuria que podía dar cabida a ambos.

—Eres tan bonita —expresó con mucha ansia el chico.

La recostó de nuevo en la cama y a continuación, comenzó a besar sus tetas. La chica gemía con fuerza mientras notaba la lengua recorriendo sus carnosas redondeces y gozando de la succión y leves mordidas que recibía en sus pezones. Estos, rosados y tiesos, eran las zonas más sensibles de Diana y cuando su hermano decidió pellizcárselos con delicadeza usando sus dedos, ella emitió un fuerte grito.

—Vaya, estás excitada —dijo el muchacho mientras seguía acariciando aquellos firmes senos.

No podía más que cerrar los ojos y disfrutar del intenso placer. Llevó un dedo a su boca y lo chupó, buscando así aplacar sus gemidos. Mientras, Andrés continuó besando sus pechos y acariciándolos con mesura.

Un repentino escalofrío recorrió su cuerpo cuando una de las manos de su hermano fue descendiendo hasta llegar a su entrepierna. Cuando tocó por encima del pantalocito, ella comenzó a estremecerse. Él recorrió con sus dedos la tela de la prenda, notando la incipiente humedad. Sin pensarlo, decidió introducir su mano por dentro.

—¡Argh! —gritó Diana, incapaz ya de contenerse.

Con sus dedos, su hermano recorrió la vagina húmeda de Diana, entreabriendo sus semicerrados labios, deleitándose con la cantidad de flujos que salían de dentro.

—Mi niña, estás mojadísima —dijo maravillado a su hermana.

—¡Es por ti! —exclamó ella muy excitada—. Siempre he estado así por ti. Te quiero tanto.

—Y yo a ti —le respondió Andrés para luego darle otro apasionado beso.

Sin pensarlo dos veces, tiró del pantalón corto que ella llevaba y lo deslizó por sus finas piernas, sacándoselo por completo. Ahora Diana estaba desnuda ante su hermano, una situación que nunca creyó posible.

Andrés la admiró, tan hermosa y perfecta. Su rostro crispado por la excitación, su largo pelo marrón claro revuelto, los pechos erguidos y redondos, el vientre plano, el vello púbico que recubría su entrepierna, las torneadas y hermosas piernas. No cabía en su gozo de tener a semejante chica en sus manos. Y se dijo que la iba a hacer feliz.

Descendió de nuevo para besarla y su mano se internó en su entrepierna. Acarició el fino vello y no tardó en dar de nuevo con la vagina de la chica. Ella, al sentir esos dedos juguetones, ya no pudo aguantar más. Se corrió sin previo aviso, sintiendo todo su cuerpo estremecerse, temblando ante la súbita detonación causada por el orgasmo. Cerró sus ojos mientras su boca se abría dejando escapar aire junto con un largo suspiro. Al abrir sus parpados, se encontró con su hermano, quien la miraba sonriente. Sin dudarlo más tiempo, lo besó con fuerza.

Envueltos por una desenfrenada pasión que aumentaba a cada momento, Andrés se esmeró por hacer gozar a su hermanita. Con su dedo índice y corazón juntos, atrapó el abultado clítoris de la chica, el cual acarició con suavidad. Diana gozaba de aquellas suaves caricias revolviéndose, correspondiendo los besos que su hermano le daba y las caricias que recibía en todo su cuerpo, pero sobre todo en sus pechos. Aquellas sensaciones eran algo indescriptible para la muchacha y no paraban ni un solo segundo.

—¿Te has masturbado mucho? —le preguntó el chico.

—¡Sí! —contestó ella jadeante—. ¡Tantas veces!

—¿Y lo hacías pensando en mí?

—¡Todas y cada una de ellaaaaaassss!

Arqueó su espalda al tiempo que sentía de nuevo el aire escapársele por la boca. El placer que notaba era impresionante. Cuando el orgasmo comenzó a desvanecerse, se relajó, buscando ansiosa la boca de su hermano.

Andrés siguió masturbándola de forma suave. Describía círculos alrededor del clítoris y luego subía y bajaba sus dedos por toda la raja. Era maravilloso. De repente, notó que uno de sus dedos se fue internando dentro de su coño. Poco a poco, se abrió paso por su interior. Diana solo podía contener la respiración mientras cerraba sus ojos. Su hermano le dio suaves besos mientras describía círculos dentro de su vagina.

—¡Eres virgen! —exclamó con sorpresa Andrés, muy pegado a ella—. ¡Qué estrechita estás!

—Me dije que si no era tuya no sería de nadie —le susurró Diana mientras rozaba con sus labios los de él.

Ambos se enlazaron en un intenso beso del cual no se separaron hasta que finalmente ella alcanzó el orgasmo.

Se miraron con deleite. Con amplias sonrisas en sus rostros, se besaron y acariciaron con mucho amor y deseo. Diana estaba incrédula ante lo ocurrido. Su hermano, su querido Andrés, había dado el paso por fin. Pasaron tanto tiempo separados, sufriendo por el daño hecho, pero eso ya daba igual. Todo se solucionó en una noche. Una maravillosa noche que jamás podrían olvidar. Y que no había concluido todavía.

Diana lo miró fijamente a los ojos y sin dudarlo, le pidió lo que tanto deseaba.

—Desvírgame.

Él se quedó en silencio, incapaz de creer lo que acababa de oír. Su hermana se acercó besándole.

—Porfi, hazme tuya —suplicaba mientras sus labios acariciaban su rostro y sus manos recorrían su torso.

Resultaba tan atrayente y sexi. La miraba y quedaba hipnotizado por su erótica presencia que emanaba como un invisible gas que no podía evitar respirar.

—Diana, eso ya sí que no- le replicó el muchacho nervioso—. Eso es demasiado.

—¿Por qué?- preguntó incomprendida la chica.

—Porque supondría sobrepasar el límite de lo moral —le contó Andrés un poco alterado—. Además, no tengo condones.

Su hermana rio un poco ante lo que acababa de decir. Se acercó y le dio un suave beso.

—Ya hemos rebasado todos los límites existentes. Romper uno más ya no importa. —Su voz sonaba seductora y provocativa. No podía creer que fuera su hermana quien dijese aquello— Y no te preocupes, se dónde guarda mamá las píldoras anticonceptivas.

Abrió los ojos de par en par ante lo que acababa de decirle. Ella se recostó sobre la cama y se abrió de piernas.

—Vamos, fóllame —le dijo con voz suplicante—. Quiero que me hagas mujer esta noche y que te diviertas. Aun no has disfrutado.

Ya no aguantaba más. Sería su hermana pero también era una preciosa mujer desnuda en su propia cama que le pedía que la hiciera suya. Sin dudarlo, se colocó encima de ella, dispuesto para penetrarla. Ya habría tiempo para arrepentirse, o tal vez no.

Con rapidez, se bajó los pantalones y le mostró a su hermana su larga y dura polla. Diana quedó impactada ante lo que veía. Era la primera vez que tenía un pene delante y lo observó fascinada.

—¿Quieres tocarlo? —le preguntó con ofrecimiento.

Claro que quería. Con cierta timidez, la joven acercó su mano al enhiesto pene. Andrés gimió cuando esta acarició de arriba abajo el duro miembro. Y más lo hizo cuando la chica lo atrapó entre sus dedos, apretando con suavidad.

—Así, así —le decía a Diana—. De esa manera.

Con su guía, Diana empezó a mover la mano de arriba a abajo, haciéndole una tosca paja. Notaba como el pellejo descubría el glande del pene. Con su dedo gordo lo tocó, percibiendo un poco de líquido que salía de la punta. Estuvo un poco así, viendo como su hermano se estremecía con estas caricias. Podía escuchar su ronca respiración. Estaba maravillada, dándole placer. Pero enseguida, Andrés la detuvo.

—Para, para —dijo presto—. Vas a hacer que me corra como sigas así.

La recostó sobre la cama y estuvo besándola por un pequeño rato. Tenía que calmarse un poco. De lo contrario, no podrían hacerlo, pero le costaba. Jamás se había sentido tan excitado con una mujer. Con Diana era todo tan distinto. No sabía si era el morbo de acostarse con su hermana o la cándida belleza que emanaba de ella. Quizás era el hecho de que fuera virgen. No tenía idea, pero no aguantaría de seguir de esta manera.

Llevó su polla hasta la entrada del cálido coñito. Diana se estremeció al sentir como su hermano se preparaba para penetrarla.

—¿Estás lista? —preguntó él.

—Si —respondió ella rauda.

—Dolerá un poquito.

—No pasa nada. Tú hazlo.

Viendo que tenía vía libre, Andrés comenzó la penetración. Aun así, tendría cuidado.

Poco a poco, fue adentrándose en aquella húmeda cueva y no tardó en notar lo estrecha que estaba. Diana también sintió el duro miembro perforando su interior, abriéndose camino por sus paredes vaginales.

—Um, ¡me duele! —se quejó.

Andrés se detuvo un instante para dejar que el coño se habituase a tener la polla dentro. Besó con delicadeza a su hermana y le acarició el pelo. Cuando ya estaba más calmada, decidió proseguir con la penetración.

Diana seguía sintiendo el dolor, pero su hermano iba despacio, con suavidad, para así no dañarla. Continuó adentrándose en ella hasta que se detuvo. La chica notó una superficie donde la polla ejercía presión. Era su himen.

—¿Estas lista? —preguntó su hermano.

Ella asintió. Estaba un poco nerviosa pero no tenía miedo. Sabía que Andrés tendría el máximo cuidado del mundo. Él nunca le haría daño. Y aunque era consciente de que aun así, le dolería un poco, este daría lugar después al mejor placer que pudiera imaginar. El de tener sexo con su hermano.

Andrés empujó con fuerza pero sin violencia. En un abrir y cerrar de ojos, el himen se rasgó. Diana se estremeció mientras sentía un fuerte dolor en su entrepierna. Temblaba mientras notaba esa punzante sensación ahí abajo con molestia. Su hermano se inclinó sobre ella y la besó de forma suave y tranquila.

—Ya está cariño —le decía con voz calmada—. Ya pasó lo peor.

Era maravilloso. Lo único en lo que pensaba era que tenía frente a ella a la persona más increíble del mundo y no la iba a dejar escapar. Sin dudarlo, lo besó con fuerza y el hombre correspondió. Continuaron con los besos y las caricias hasta que Andrés comenzó a moverse.

Las caderas del muchacho iniciaron un movimiento suave de penetración, sacando la polla para al instante, volver a meterla. Fue con cuidado, pues la chica aún no estaba habituada a aquello. Mientras se movía, no dejaban de besarse, de juguetear con sus lenguas. Diana mordió con osadía el labio inferior de su hermanito y él se sorprendió de lo pícara que era. Acarició sus pechos y acto seguido, bajó su cabeza para lamerlos y chupar sus pezones. Ella gimió, gozando de todas aquellas sensaciones que estaba experimentando. Y él también gozaba. El coño de su hermana era tan estrecho y húmedo. Hacía tiempo que no disfrutaba de uno igual y el placer que le proporcionaba, le acercaba inexorable a su propio orgasmo.

Afuera, la tormenta no amainaba. Más bien, parecía ponerse peor. El fuerte silbido del viento que soplaba con aun mayor fuerza, el sonido de las gotas de lluvia al impactar contra el cristal y el poderoso rugido de los truenos se entremezclaban con los gemidos intensos de los dos amantes, ansiosos por alcanzar el preciado cenit del placer hacia el que se dirigían.

Andrés lo percibía mejor que nadie, pues su polla estaba comenzando a sufrir súbitos espasmos.

—Diana, ¡me corro! —dijo entre fuertes gemidos.

—¡Yo también! —le respondió su hermana en plena excitación.

No hubo marcha atrás. El chico presionó por última vez contra lo más profundo de ella y ambos se corrieron. Mientras que Andrés sentía como de su polla salían expulsados varios chorros de caliente semen, Diana notó fuertes contracciones en el interior de su coño, productos del fuerte orgasmo que tenía. También sintió el cálido torrente de esperma inundando su interior. Eso la reconfortó mucho y añadió más placer.

Exhaustos, respiraron con profundidad para recuperar el aliento tras haber concluido el increíble encuentro. Andrés se quedó encima de su hermana, notando su polla dentro de su calentito nido, ahora repleto de su semen. Ella le sonrió con ternura y no pudo evitar besarla. Estuvieron así por un rato, hasta que el muchacho decidió separarse. Con sumo cuidado, sacó su pene y ella notó como su interior quedaba vacío al tiempo que notaba el semen derramándose de su interior. Cuando se colocó a su lado, lo miró preocupada.

—Te voy a dejar la cama perdida.

Andrés le sonrió.

—No te preocupes, mañana limpio las sabanas —dijo tranquilo.

Se abrazaron de nuevo. Diana colocó su cabeza sobre el pecho de Andrés. Él volvió de nuevo a acariciarle el pelo.

Se sentía muy feliz. Por fin ocurrió y había sido increíble. Pero entonces, las dudas le inundaron. ¿Volvería a ocurrir otra vez? Lo dudaba. Su hermano la quería, pero el acto que habían cometido era algo que iba contra la naturaleza y la sociedad. El propio Andrés ya mostró sus dudas antes de tener sexo y, aunque al final tuvieron, era evidente que ahora se negaría a tener una relación. Simplemente, como la mayoría de las personas, no podía concebir la idea de que un hermano y una hermana mantuvieran una relación sentimental. Y no le culpaba por ello.

La tormenta seguía descargando su furia devastadora sin calmarse por un mínimo momento. No se podía decir lo mismo de la tempestad que había en los corazones de los dos jóvenes. Pero en Diana, el conflicto estaba lejos de solucionarse. Una solitaria lágrima cayó por su mejilla mientras reunía todo el valor que podía para decirle cual era el siguiente paso.

—Andrés —llamó con voz temblorosa. El chico giró la cabeza para mirarla—. ¿Qué va a pasar ahora?

No pudo evitarlo. Todo el miedo e inseguridad que tenía dentro surgieron en una inesperada vorágine. Sabía que estaba ya hecho, que no había marcha atrás. Lo iba a perder pero al menos, quería que supiera todo.

—Te quiero, siempre te querré —declaró con vehemencia—. Pero sé que nunca podremos estar juntos. Somos hermanos, lo entiendo y no pienso obligarte a que te quedes por mí. Eres libre de irte con otra, no me enfadaré y lo voy a comprender. Pero quiero que sepas que siempre te amaré.

Él siguió mirándola. Diana esperaba algo, una palabra, una frase, un mero ruido, pero Andrés no hizo nada. Solo la observaba, como si no tuviera nada que decir al respecto. Y cuando parecía que nada iba a suceder, la besó. Fue tan repentino que Diana se estremeció un poco pero enseguida le correspondió. Luego, el chico se apartó y volvió a mirarla. Bajo la oscuridad, pudo percibir una sonrisa en su cara.

—No digas tonterías, anda —comentó desenfadado.

La chica quedó confusa.

—Pe…pero, somos hermanos y…

No terminó de decir la frase, pues Andrés la volvió a besar. Luego, la atrajo hacia él y la abrazó con fuerza. Sus rostros quedaron muy cerca uno del otro

—Vamos a dormir, que ya es muy tarde.

Se sorprendió del comportamiento de su hermano. ¿Acaso quería rehuir el tema para no hacerle daño, o era posible que él también estuviese enamorado de ella? Su corazón empezó a latir con fuerza solo de pensar en esa posibilidad. Mirándolo con algo de miedo y esperanza, se lo dijo:

—Andrés, te quiero.

—Y yo a ti —le correspondió él.

Le dio un suave beso en los labios y la abrazó con más fuerza, apretando su rostro contra el de la chica.

La tormenta empezó a calmarse, en apariencia. Aun se oía llover pero ya no se escuchaban los estruendosos truenos ni se atisbaban relámpagos. Diana se apretó contra su hermano, sintiéndose feliz de tenerlo tan cerca. Pensaba en lo que ocurriría mañana pero, no le importaba. Todo había cambiado y se sentía feliz por ello.


Ya que has llegado hasta aquí, me gustaría pedirte algo. No una rosa o dinero (aunque si de esto ultimo te sobra, un poquito no me vendría mal), tampoco un beso o tu número de teléfono. Lo unico que solicito de ti, querido lector, es un comentario. No hay mayor alegría para un escritor que descubrir si el relato que ha escrito le ha gustado a sus lectores, si escribe uno. Es gratis, no perjudica a la salud y le darás una alegría a este menda. Un saludo, un uerte abrazo y mis mas sinceras gracias por llegar hasta aquí. Nos vemos en la siguiente historia.

Lord Tyrannus.