Por una habitación -9-

Y ahora qué.

Apenas salió a la calle y anduvo unos metros, se paró en medio de la acera y estalló, rota en sollozos. Temerosa de que ellos pudieran verla desde la ventana, se obligó a seguir andando, cegada por las lágrimas.

Sentía dentro de sí tanta frustración… ¿Cómo había podido creer, cómo había podido consentir ese trato, de principio a fin?

Ahora, desde la crudeza de su soledad, con el cielo emborronado de nubes como único techo sobre su cabeza y los pies por fin en el suelo, le parecía que todo lo acontecido había sido una pesadilla. Le zumbaban las sienes y tuvo que sujetarse a algo—no veía claramente qué era, tal vez un árbol, o una farola—para no caer. Allí, en medio de la calle, con transeúntes yendo y viniendo del trabajo, o paseando con sus hijos o sus perros, su realidad de hacía un momento le resultaba tan ajena que tenía la consistencia de los sueños (o de las pesadillas). Pero las marcas que cruzaban su culo como huellas indelebles del reciente tormento eran muy reales, así como el dolor que sentía con el sólo acto de caminar.

Se forzó a echar a andar de nuevo. Recorrió calles con el único propósito de poner distancia entre aquel mundo dantesco y ella misma. Era doloroso pensar que había sido una imbécil por consentir aquello, por tan siquiera pensar que una convivencia así pudiera funcionar… pero, a su pesar, también tenía grabado a fuego en su alma el inmenso placer que había sentido, aunque se resistía con todas sus fuerzas a aceptarlo.

El placer había sido sexual, desde luego, salvaje y desconocido. Un placer como nunca antes se había atrevido a sentir, una montaña rusa de depravación y sobresaltos nada más empezar, caliente, orgásmica, donde negros sueños tenían cabida por fin. Un placer que en aquel momento le parecía que lo había vivido otra persona, otro ser: la perra viciosa. Pero no sólo se trataba de eso.

La voz de Jen, su dulce resistencia cuando había ido a verle para… para… mejor no pensar para qué; la breve aprobación de Inti que tanto la había llenado, las caricias de Jen por debajo de la mesa, la aceptación del primero golpeándose el muslo para que ella gateara junto a él…

No recordaba haber sentido un placer igual, una paz igual, ¿por qué? Se lamentó por dentro. Ya no le quedaban lágrimas y sentía auténticos deseos de tirarse de los pelos. ¿Por qué, dios santo, por qué así, por qué con eso?

Hijo de puta, le había dado fuerte. Esther necesitaba borrar cuanto antes ese recuerdo de su cabeza; aquel instante en el que Inti la había colocado sin previo aviso sobre la mesa y se había liado a cintazos con ella, por un motivo completamente injusto además, si es que había algo que justificase aquello.

Alex la había provocado. Ese chico no tenía límite a la hora de bromear. Lo que había dicho la había hecho saltar.

En su fuero interno, a Esther le hubiera gustado haber podido contenerse. Aunque sólo hubiera sido para darles en las narices a los dos, uno que hablaba de algo de lo que no tenía ni puta idea, aplastando delicado cristal con sus botas “pisamierda”, y el otro anteponiendo diligencia ante todo, indiferente a todo. Y Jen. Jen se había callado como un cabrón, no la había protegido, y eso había sido como apoyar a los otros dos. Se dio cuenta de que en realidad no le conocía, y se sintió imbécil por haberse sentido segura con él, por haber pensado algo tan absurdo como que estar a su lado era garantía de no sufrir daño. Imbécil, idiota, tonta.

Jen había abierto la boca pero sólo lo había hecho para recordarle a Inti un par de cosas que éste ya sabía. Y al otro no le había importado un carajo, desde luego.

Inti la había vejado y humillado delante de todos. Le había marcado la piel. El impacto del cinturón sobre su carne había sido terrible, desproporcionado, tanto que ahora le parecía a Esther que lo había olvidado. Igual que lo que les pasa a las mujeres después del parto, pensó, ya que aunque ella no había dado a luz nunca, había oído comentar que por cruenta que hubiera sido la experiencia, todo ese dolor se olvidaba. Más que olvidarlo, lo había bloqueado en su cabeza; de alguna manera, se sentía incapaz de reaccionar aún ante su encuentro con el cinturón.

Quería apartar de sí aquellas imágenes del mundo vuelto del revés. Cuanto antes. Lo necesitaba. Pero el culo le ardía, lo que la devolvía una y otra vez a la realidad de lo ocurrido. En sentarse no quería ni pensar.

Aunque el “contrato” no tuviera ninguna validez legal, se alegró en su fuero interno de no haberlo firmado. Era como, al fin y al cabo, no haber acabado de comprometerse a aquello. Había probado, y no lo había soportado… y menos mal. Se preguntó qué hubiera sido de ella, qué hubiera pasado en el caso de haber obedecido y finalmente firmado aquel sinsentido. Y la respuesta que le envió su alma—no su cerebro—siempre inoportuna e incontrolable, no la entendió.

A pesar de su dolor, se sentó en un banco, aturdida. Miró alrededor: no tenía idea de dónde estaba, ni tampoco le importaba, ni sabía dónde ir.

Una palabra saltó en su mente, escrita en grandes letras negras sobre un lienzo blanco,como en una enorme pantalla de cine dentro de su cabeza: "desesperación".

No iba a volver a casa de sus padres, no podía. Desde aquel mismo momento, comprendió que se había convertido en una “sin techo”. Esta idea fue como una náusea y tragó saliva con fuerza, aunque apenas le quedaba, para comérsela junto con el resto de sus miserias. No se daba mucha cuenta pero para bien o para mal estaba actuando. Estaba empezando, tan sólo empezando, a afrontar algunas cosas.

Pero le faltaba un impulso final para el movimiento, ya que su esquema de pensamiento le llevaba a la misma pregunta: “¿y ahora, qué? ¿Qué hacer, dónde ir?”

Era menos doloroso—o al menos eso le parecía—regodearse en su propia desgracia sobre aquel banco que atormentarse con preguntas.

Escondió la cabeza entre las manos y lloró a borbotones. En los últimos días había llorado más que en toda su vida.

Mientras dejaba a las lágrimas fluir, se dio cuenta de que tenía que volver en algún momento al piso de los chicos, a recoger sus cosas. O no. Aún conservaba el papelito arrugado donde había apuntado direcciones y teléfonos de los anuncios del periódico, donde ellos habían publicado el suyo buscando a alguien para la habitación que tenían libre. Probablemente era la habitación de Inti o de Alex antes, ya que había visto que ellos dos compartían un solo cuarto. Se dijo que habrían hecho el cambio por auténtica necesidad económica, y sin embargo habían aceptado que ella viviera allí, ocupando ese lugar, a pesar de que no podía pagar nada…

¿Cómo que nada?

Los abusos, los insultos, los azotes. Eso era más que suficiente para varios meses, qué demonios.

Estaba enfadada, rabiosa, herida, dolorida. Perdida. Sin ninguna esperanza.

Lloró más aún cuando se permitió pensar que echaba de menos a Jen… a ese maldito cabrón, y también a Inti… de algún modo.

Le gustaban. Dios santo, ¿Por qué era tan imbécil? Le parecía que no se podía estar más loco en este mundo, ni más roto.

Cuando se hubo recompuesto tras unos minutos de llanto a lágrima viva, rebuscó con mano temblorosa el papelito de los teléfonos en su bolsillo.

Aún le quedaban unas monedas sueltas; podía acercarse a una cabina y llamar desde allí, para anunciar que iría a recoger el resto de sus pertenencias y de paso gritar un par de cosas a esos tres malnacidos.

Pero no era capaz.

Las horas fueron pasando, y la tarde invernal dio paso a la noche. Vencida por el agotamiento, abrazándose las rodillas sobre ese mismo banco, Esther fue cayendo poco a poco en un estado que no era sueño, pero tampoco vigilia.

No recordaba cuando por fin había roto el alba del día siguiente, pero un frío intenso que sentía hasta el tuétano de los huesos le hizo levantar la cabeza, desperezarse y contemplar las gotas escarchadas en las ramas de los árboles sobre su cabeza.

¿Había pasado la noche allí?

No podía ser…

No sabía qué hora era, pero el sol estaba saliendo; se adivinaba un resplandor naranja tras los edificios que la rodeaban.

Sólo podía mantener los ojos entreabiertos en una fina ranura. Estaban hinchadísimos de tanto llorar. Le dolían. Por no hablar de su trasero, y en realidad de todo su cuerpo. Se había quedado anquilosada en ese banco duro y helado como una piedra, y al intentar levantarse sintió protestar cada uno de sus músculos y huesos. El culo le ardía, por el contrario, y lo sentía enorme e inflamado bajo la ropa, palpitando. Esa sensación era traicionera, por la misma evidencia… era como si, a pesar de la ropa, otras personas pudieran, de algún modo, ver lo que le habían hecho.

Necesitaba desesperadamente tomar algo caliente. Calentarse por dentro. Repasó el dinero que le quedaba en el bolsillo… insuficiente. Debía elegir entre tomarse un café—no le daba para más—o llamar por teléfono a aquellos cabrones, cosa que sentía que tenía que hacer lo antes posible para quitárselo de encima. Era una prueba dura y le daba miedo, pero sentía que tenía que hacerlo. Aunque sólo fuera por sus posesiones materiales que no quería abandonar ahí, y por el deseo de gritarles, de lanzarles toda su ira...si le quedaban fuerzas para eso.

Había seguido andando, alejándose de su precario asentamiento, y de pronto se detuvo frente a una cabina telefónica. No esperaba encontrar una, no de manera tan fácil como si hubiera brotado de pronto de la acera para casi chocarse con ella. “Es una especie de señal”, se dijo. Era especialista en ese tipo de explicaciones místicas para los fenómenos simples y naturales. Y, gracias al inmenso poder de lo místico sobre algunos seres humanos-claro-, empujó la puerta de la cabina y entró.

Se sentía más calor allí, se dio cuenta de inmediato. No hasta el punto de ser agradable, con el aire oliendo a metal y a caucho, pero sí al menos un poco de calor. Con los dedos inflados y rojos de frío, se las arregló para sujetar el papel con una mano y con la otra pulsar en los botones el número de los chicos.

La endiablada máquina se tragó las monedas con un tintineo ambicioso, e inmediatamente se escuchó el pulso de la señal al otro lado de la línea. La mano de Esther que sujetaba el auricular tembló mientras esperaba. Escuchó la señal una vez, dos, tres… pensó que nadie contestaría al teléfono, y se dio cuenta de que no había contado con ello. Si la llamada se cortaba y ella no conseguía hablar, habría malgastado sus últimas monedas inútilmente y sólo le quedaría pedir, como una mendiga, para volver a intentarlo o para comer.

No sabía si deseaba que ocurriera esto, que se cortara la comunicación sin que nadie contestara, a pesar de las consecuencias.

—¿Sí?

Oh, no. Habían contestado. Y lo peor de todo, no había sido capaz de reconocer el tono de voz, no sabía quién de los tres había sido.

—¿Jen?—aventuró con cierta esperanza.

Se produjo una breve pausa al otro lado.

—No, está trabajando—contestó la voz al fin. Esther no podía haber tenido peor suerte, ya que la voz que ahora escuchaba con toda claridad no era otra que la de Alex—¿quién es?

Tampoco él la había reconocido a ella.

Esther hinchó sus pulmones de aire y se armó de valor. Aunque cuando habló, apenas le salió la voz… a pesar del aplomo que se esforzó en mantener, el frío le había destrozado la garganta.

—Soy Esther—fue lo que dijo.

De nuevo unos segundos de silencio.

—Esther, soy Alex--la voz de él sonaba distinta, prudente. ¿Realmente era él?

—Ya lo sé—respondió ésta. No tenía mucho tiempo; el dinero que había metido en la cabina pronto se acabaría, y no le quedaba más. Todos los reproches que guardaba en la recámara para soltar a grito pelado parecieron esfumarse de repente—Necesito pasar por allí a recoger mis cosas…

No sabía aún que haría con las dos inmensas bolsas y le parecía descabellado imaginarse a sí misma arrastrándolas por la acera, como una indigente de lujo. Sin embargo, en su improvisado equipaje había metido calcetines gordos (sus pies en aquel momento eran dos cuchillas desprovistas de sensibilidad), prendas de lana y un abrigo de plumas que en aquel momento lamentaba profundamente no haber cogido… Necesitaba esas prendas, al menos si su destino era pasar más noches como aquella, al raso en la calle.

—¿Desde dónde llamas?—le preguntó Alex--¿Dónde estás?

“Y a ti qué te importa”, pensó Esther, pero no quiso decirlo.

—No lo sé muy bien…—reconoció. La voz se le quebró en un acceso de tos.

—¿Cómo que no? ¿Dónde has dormido?

—En la calle—respondió esta, no tenía tiempo ni ganas de elaborar una mentira. Al fin y al cabo no era culpa de ella si no tenía dónde ir… ¿o sí? Bah, mejor era no pensarlo.

—¿En la calle?—Alex había subido la voz. No daba crédito--¿pero ahora dónde estás? Dime el nombre de la calle, te paso a buscar.

—¡No!—exclamó Esther—aún tengo la dirección del piso, lo encontraré sin problemas… ¿Inti está en casa ahora?

Iba a preguntar en un principio si era buen momento para pasar por allí, pero había cambiado la pregunta porque, si Inti estaba en casa, desde luego no lo era. Alex no le gustaba ni un pelo, pero una vez no había ya vínculo entre los "Amos" y ella sentía que de él podría pasar… esquivar sus borderías al menos, que al lado de cómo la había azotado Inti ahora le parecían a Esther literalmente un juego de niños. Un juego cruel, pero nada más allá al fin y al cabo. Recordó lo que había dicho Jen el primer día sobre Alex : "tiene la boca muy grande, pero no te creas que se come a nadie"; ahora a Esther le parecía que entendía esa frase mucho mejor. Como dice el refrán "Cuidame del toro manso, Señor, que del bravo ya me cuido yo".

—No, Inti no está—respondió Alex—estoy sólo yo. Pero dime, ¿cómo se llama la calle donde estás ahora y qué número te pilla más cerca? Tengo aquí el coche, voy a recogerte en un minuto…

Alex solo en casa. Vale, ¿podría con ello? Podía llegar a pasar de un idiota degenerado que no la iba a tocar, aunque le pesaba el recuerdo de haber sido humillada de aquella manera frente a él. Pero ese pensamiento no servía de nada, había que ser fuerte, se sacudió a sí misma.

—No tengo ni idea de cómo se llama la calle—confesó—no veo nada escrito…

—Vale…—repuso él. Un pitido resonó en la línea, avisando de que la llamada se cortaría si aquel trasto del infierno no recibía más monedas—¿y qué es lo que ves?

Esther se asomó por los cristales cochambrosos de la cabina. Espoleada por el pitido, contestó con rapidez:

—Una farmacia…—dijo. Se fijó en una marquesina marrón que antes no había visto— una parada de autobús… del autobús 33 y 35—forzó la vista para enfocar los grandes números rotulados en la parte de la marquesina que le quedaba a la vista—un edificio rojo de ladrillo, con una placa de metal en la puerta…

—La escuela técnica de fotografía—dijo Alex inmediatamente—Sí que te has ido lejos. Voy a por ti, no te muevas de ahí.

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Esther salió de la cabina sin saber muy bien qué había ocurrido dentro de ésta.

En aquel momento Alex estaría buscando las llaves del coche, o tal vez ya estaba bajando en el ascensor para llegar hasta el vehículo con el fin de ir a buscarla.

¿Cómo había ocurrido aquello? Le parecía como si en la conversación ella no hubiera tomado parte.

Resignada—aunque todavía le quedaba la posibilidad de salir huyendo—se adelantó unos pasos hacia el edificio rojo, que era lo que, se dijo, resultaba más llamativo en aquel entorno gris. Si Alex llegaba, sería donde primero miraría en su busca, seguro.

¿Quería que la encontrara, que la recogiera?

Tuvo miedo. Necesitaba ir a por sus cosas, era cierto… pero ¿y si?… ¿y si ese hombre?

No, no le parecía alguien capaz de hacerle daño, ya no. Inti era otra cosa; Alex era un payaso bocazas, ¿“perro ladrador, poco mordedor”? No estaba del todo segura pero lo visto últimamente le hacía dilucidar que Alex era ese tipo de persona. Y se dio cuenta de que no le importaban ya mucho sus comentarios fuera de lugar ni sus dentelladas. Había vivido cosas mucho peores en el piso, sin duda. Ya Alex no tendría más poder sobre ella, ya le había otorgado suficiente.

Así que, hasta cierto punto airosa y orgullosa de sí misma, a pesar de su decadencia como indigente de primer grado, apoyó la espalda en la pared de ladrillo y esperó.

El vehículo negro no se hizo esperar, y estacionó en doble fila justo delante de Esther en apenas quince minutos. Nada más escuchar ella el tirón del freno de mano se abrió la puerta y Alex bajó. Con un par de zancadas salvó el tramo que le separaba de ella.

—Eh…—le dijo.

Se quedó parado delante de Esther, observándola durante unos segundos.

—Chica, vaya cara tienes—comentó. Extendió el brazo hacia ella y, ante la sorpresa de la chica le apretó levemente la mano—dios, estás helada ¿has dormido en la calle? ¿lo has dicho en serio?

Ella asintió.

—¿Estás loca?

Por un momento Esther creyó que iba a zarandearla, pero no lo hizo.

—¿Tú sabes el frío que hace por la noche aquí?

Claro que lo sabía. Aunque, a decir verdad, ni siquiera se había dado cuenta del paso de las horas al hallarse sumida en ese extraño trance, sentada en el banco.

—Podías haberte muerto de frío, joder…

Alex estaba subiendo el tono y hablaba cada vez más rápido. Esther pensó vagamente que estaba apunto de desatarse una bronca y se sintió aturdida, sin saber cómo cortar aquello. Sintió de pronto un dolor agudo en la parte de atrás de la cabeza, como si llevara un casco muy apretado. El dolor se hizo horriblemente afilado en cuestión de segundos como un aguijonazo atravesando la parte derecha de su cráneo. Esther cerró los ojos con fuerza, pero el dolor no cedió. Después de todo, lo menos que le podía pasar después de lo que había vivido aquellos últimos días era que le doliera la cabeza.

—Sube al coche—dijo Alex, al ver el rostro contraído de la chica. Comprendió que debía tener un poco de cuidado, que la muchacha probablemente no estaba bien, así que hizo un esfuerzo supremo para morderse la lengua.

Aterida de frío—de pie lo notaba mucho más—Esther avanzó como pudo hasta el coche, donde le esperaba Alex con la puerta del copiloto abierta en actitud vigilante.

Cada paso le dolió como los siete infiernos no sólo por sus maltrechas nalgas, sino porque sentía las piernas como vigas de acero, duras, oxidadas.

No dejaba de tener gracia… ninguno de los chicos encajaría en el perfil de príncipe azul, o príncipe de cuento (del color que fuera), y sin embargo, dos de ellos la habían rescatado ya al menos una vez. Aunque desde luego eso de rescatar era algo muy relativo, claro.

Una vez hubo subido Esther al coche, Alex tomó posiciones al volante y arrancó sin decir palabra. Recorrieron una calle y otra, deshaciendo el camino que había hecho Esther el día anterior en su frenética huida.

—No has comido nada desde la última vez que nos hemos visto, ¿verdad?—le preguntó él.

Ella le miró. Estuvo a punto de soltarle una fresca pero después de todo Alex le estaba haciendo un favor acercándola al piso en coche. Era el momento idóneo, además: ni Inti ni Jen estaban en casa, así que podría organizar sus cosas sin mucho agobio, aunque necesitara hacerlo a buen ritmo para marcharse cuanto antes y dejar atrás por fin ese maldito lugar.

—No—le dijo—desde que comí polla, no he comido nada.

Pareció que Alex iba a decir algo pero cerró la boca con fuerza.

—Esther…--Estiró los brazos y apretó el volante con los dedos. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono de voz nunca escuchado antes por Esther en él—Oye,lo siento. No pensé que lo que dije…

La chica abrió los ojos de par en par y los clavó en él. Alex apartó la mirada y fijó la vista en la carretera. A Esther le dio la impresión de que estaba tenso, nervioso, poniendo excesiva atención al acto de conducir que—se le notaba—era algo automático para él.

—No pensé que lo que dije fuera a afectarte tanto—continuó él, con la vista al frente— no pensé que iba a provocar… todo lo que vino después. Fue una broma, lo siento. Lo siento de verdad. No imaginaba que Inti fuera a hacer eso. No me lo podía imaginar.

Esther se encogió de hombros, aunque no podía ocultar que estaba anonadada. Lo último que podía esperar de alguien como Alex era una disculpa… y lo que había dicho después. Si él era el hombre de las cavernas, el agresivo payaso cavernícola.Incluso el dolor de cabeza había pasado a un segundo plano de lo perpleja que se hallaba.

—Mi padre no me educó bien—repuso, parafraseándole.

Él chasqueó la lengua y se giró levemente hacia ella para, acto seguido, volver a mirar al frente.

—Esther…

—Es verdad. Es un alcohólico fuera de control. Es un maltratador.

Ya casi habían llegado al edificio donde vivían los chicos. En coche no estaba lejos del punto donde Alex había recogido a Esther. Él estacionó próximo al portal, pero en lugar de salir del coche se volvió a la chica, ahora abiertamente sin esconder la mirada.

—¿Un maltratador?

—Alex…--Esther asió la manilla de la puerta del coche y tiró de ella, pero el seguro estaba echado y no pudo abrirla—no voy a hablar de eso. En realidad no quiero hablar de nada…

—¿Tu padre te maltrataba?—preguntó Alex, haciendo caso omiso.

—Déjalo...

Él se mantuvo en silencio unos segundos, mirándola fijamente. Extendió la mano y le rozó la lívida mejilla: continuaba helada. Sin decir nada, empezó a pulsar botones dentro del habitáculo del coche. Puso la calefacción a todo trapo y apagó el susurro de la radio, armatoste que se conectaba por defecto siempre que alguien arrancaba el motor. Colocó con los dedos las salidas de aire para que Esther pudiera notar en su cuerpo el calor de forma más directa, y la verdad que sentirlo fue para ella una bendición.

—¿Lo sabe Inti?

Comprobando que los intentos de salir del vehículo no serían más que una pérdida de tiempo, Esther sacudió la cabeza, resignada.

—¿Y Jen?

Ella no contestó.

—Estás loca—sentenció Alex de nuevo. No lo decía como algo peyorativo, simplemente era muy torpe—definitivamente. Sales de casa por un padre maltratador y te metes aquí… no lo entiendo.

¿Había salido de casa por eso?

No, se dijo, no sólo por eso. Pero no tenía ganas de decirle nada a Alex. Intuía que el chico no pararía hasta sacar el pus que se acumulaba tras sus precarias cicatrices, si ella le dejaba.

—Mira, yo… si te soy sincero,nunca me he tomado el tema este de la dominación muy en serio. Pensé que era un juego sexual más que ponía cachondos a algunos degenerados y degeneradas. A mí también, claro, por qué no; todos somos degenerados a nuestra manera. Ya sabes, imaginaba que todo sería disfrutar de humillaciones, palmaditas en el culo, esposar las manos, jugar con la fusta, dar por detrás, etc. Daba por hecho que las amenazas eran parte del juego, y que se podían hacer ciertas cosas a través del “pacto”, pero no imaginaba algo como lo que vi, la verdad. Mi mente lo había diseñado de otra forma.

Esther le escuchaba, hipnotizada por el runrún del aire caliente al salir y por el calorcito que comenzaba a anidar debajo de ella, a sus pies. Le parecía no conocer al chico que hablaba con ella, tan turbado; todo parecía ser una especie de pesadilla subrealista, ¿se estaba quedando con ella?

—Y realmente no pensé... que esto trascendía a las emociones—concluyó él.

No era un hombre de las cavernas, después de todo. Cuando quería, podía expresarse con bastante claridad y corrección.

—Pero, Esther, en serio, ¿es que quieres destruirte?

—Oye, ya sé que eres educador de jóvenes problemáticos y toda la vaina—le soltó ella—pero yo no soy una de esas chicas que están allí, dondequiera que tú trabajes…

Alex frunció levemente el ceño.

—Trabajo como educador, sí—respondió—pero soy psicólogo. Me licencié en psicología, al menos.

—¿Qué?—Esther casi se atraganta—Vaya peligro. Eso sí que no me lo puedo creer…

—Ya, yo a veces tampoco.

Ella soltó una carcajada rancia. Era imposible, vamos, impensable del todo.

—Mi padre murió el año pasado—continuó él—también era alcohólico, “descontrolado”, como tú dices.

—Lo siento…

—No lo sientas, al menos su muerte no. Era un hijo de la gran puta, que me perdone mi abuela. Amenazaba, insultaba y acosaba a su familia, era capaz de cualquier cosa por un trago. A veces nos daba de hostias a mi hermano y a mí, para que no nos olvidáramos de que teníamos padre. La mayor parte del tiempo estaba fuera, pasando olímpicamente de su familia y de todo; era mejor así, claro. Recurría a los golpes para recordarnos que existía. Por eso no me cabe en la cabeza que una persona pueda sentir placer con un maltrato… o con dolor, salvo que sea masoquista, claro. Al principio creí que ese era tu caso… pero no, tú no eres masoquista, cuando le plantaste cara a Inti lo supe. Entonces, ¿por qué, Esther, por qué aceptaste? No lo entiendo. ¿Es porque no viste otra opción?

—Al principio sí—contestó esta—pero luego… algo en todo eso empezó a… gustarme.

Alex meneó la cabeza.

—Es peligroso. Emocionalmente, me refiero. Yo no sabía...

—Sí, debe serlo.—le cortó ella—Creo que me estoy volviendo loca. Esto de estar hablando contigo ahora es una locura.

—Y tampoco entiendo cómo Inti o Jen viven esto de la manera en que lo hacen—Alex seguía ofuscado en su tema-- Les conozco, sé que no son sádicos. Son un poco cabrones pero vamos, una cosa normal. Aunque ya… ya no sé qué pensar.

—Bueno, ahora ya no hay manera de arreglarlo…--respondió esta, sonriéndole por primera vez, quedamente—en realidad no hay nada que arreglar, creo.

—Si me admites mi opinión, creo que lo último que necesitas son golpes.

—No te preocupes—murmuró Esther.

Estaba alucinada de lo coherente que resultaba Alex. “De modo que esto es lo que hayen el fondo” Pensó. Una sorpresa muy chocante, demasiado, ya no sabía ni qué creer.

—Ahora comprendo lo que hiciste, y entiendo que salieras pitando. Antes de lo que vi… yo pensaba que accedías a eso por gusto, aparte de por propia voluntad, que eso ya lo doy por hecho.

—No, no—Esther sacudió la cabeza con rechazo—no me gusta el dolor, y nunca he sido “perra”, nunca. No sabía ni lo que significaba serlo—se sonrió durante una décima de segundo. Dios, le estaban entrando otra vez ganas de echarse a llorar, ¿es que las lágrimas no iban a agotársele nunca?

—Yo había entendido…

—Habías entendido que era una “guarrilla”, en tu argot.

—Sí—reconoció él, a su pesar—Bueno, una chica con... gusto por lo extremo, en el sexo.

—Pues no.

Alex la miró entonces con auténtica compasión sin darse cuenta.

—Entonces… ¿por qué accediste a ese jodido pacto?

Ella calló. Lo había hecho por necesidad, pero no, no sólo por eso. Lo había hecho por Jen… y más tarde, había descubierto la sumisión y el placer de la entrega guiada por Inti.

Podría decirse que también fue por vicio, pero algo profundo que brillaba más allá la había capturado, la había atraído como la luz a las polillas. Por primera vez había querido creer en algo a ciegas, pero estaba claro que se había engañado a sí misma. Los cuentos de hadas no existen, sólo existen humanos que ven lo que quieren ver. Y la entrega era un cuento, en definitiva, una fantasía al fin y al cabo. Qué equivocada había estado, y cómo le habían dolido los cintazos, por dentro y por fuera. Le embargó la vergüenza, y no quiso decir nada más.

—¿Por qué razón, Esther?

—Alex, por favor, déjalo. Es muy complicado de contar.

—Pero...

—¿Podemos subir al piso ya y terminar con esto, por favor?

—Sí. Claro.

Alex bajó del coche y le abrió la puerta a Esther. Ella salió, y según puso los pies fuera del vehículo se dijo que no sería capaz de soportar un segundo más a la intemperie. Se encaminó presurosa al portal, seguida por aquel chico de pelo oscuro, más alto que ella, cuyos ojos ya no se parecían tanto a los de una serpiente.

Continúa