Por una habitación -6-
Para todo hay una primera vez.
Regresaban al piso después de haber ido a casa de los padres de Esther. La chica había pasado el trayecto de ida relativamente bien, nerviosa, pero manteniendo la calma; sin embargo el camino de vuelta había sido más difícil para ella. Jen conducía en silencio, torciendo ya hacia las callejuelas que llevaban al núcleo urbano donde estaba el piso, sin saber muy bien qué decir o si era preferible no decir nada.
Esther había palidecido tras pasar por casa de sus padres, y en aquel momento miraba por la ventana con la mano apuntalada en la barbilla, escondiendo su rostro contra el cristal. En el maletero llevaban dos bolsas de plástico negras, de esas que se utilizan para escombros de jardín, en las que se encontraban las pertenencias que había elegido rápidamente para llevarse. Algo de ropa, algo de aseo, algunos libros… y un cuaderno para escribir. No era mucho en realidad, aunque la ropa de invierno abultaba en las bolsas. Quiso coger algo de dinero pero Jen no se lo había permitido: “Todo cuanto necesites corre de nuestra cuenta”, había dicho. Ni siquiera había querido aceptar la posibilidad de guardárselo.
Finalmente, Jen estacionó a pocos metros del portal del edificio. Detuvo el coche, extrajo la llave de contacto y miró a Esther, que seguía con el cuerpo girado hacia la ventanilla.
—Nena…—le dijo en voz baja, rozándole el hombro.
Ella asintió sin mirarle, y manteniendo la cabeza agachada se movió trabajosamente para abrir la puerta del copiloto.
Avanzaron hacia el portal; Jen sujetaba las dos bolsas en la mano y con el otro brazo rodeaba los hombros de Esther, como si temiera que esta se desvaneciera.
—Esther…--Le dijo, al descender del ascensor en el sexto piso, segundos antes de abrir la puerta—Hoy tu prioridad ha de ser Inti…
Ella asintió brevemente. Parecía aún conmocionada.
—Sé que no es buen momento para ti ahora—continuó Jen—sé que esto puede ser difícil. ¿Te encuentras bien?
Ella sacudió la cabeza como para quitarse de encima una idea molesta.
—Sí…--repuso.
—¿Crees que podrás hacerlo?
Esther suspiró. Levantó la mirada y recorrió con los ojos el descansillo de la escalera, las bolsas negras, deteniéndose finalmente en la puerta cerrada del piso.
—Sí…--dijo al fin—creo que podré hacerlo.
Jen asintió sin tenerlas todas consigo.
—Bien… no te preocupes, Inti puede ser borde, pero no está loco.
—Lo sé…
—Todo fluirá.
Él la miró, le pareció a Esther que con cierta pena. Sus ojos oscuros, densos, se clavaron en ella durante un momento con un destello de preocupación.
—Yo… estaré también en casa—añadió—estaré cerca.
Y sin querer dilatar más la espera ante la puerta, deslizó la llave en la cerradura y tiró del picaporte hacia él. La puerta chasqueó y se abrió con un quejido metálico.
El vestíbulo se hallaba en penumbra: el día estaba nuboso y nadie había encendido ninguna luz. La casa estaba en silencio. Esther se obligó a dar un par de pasos hacia el pasillo, precedida por Jen, quien depositó las bolsas negras en el suelo junto a la puerta. Al sentir el olor de la casa inundándole las fosas nasales, un olor que ya empezaba a reconocer, Esther agachó la cabeza como si el aire se volviera un yugo sobre sus hombros. Fijó la vista en el suelo y se encogió, dándose cuenta de que unos pasos firmes se acercaban.
—Hola—saludó Jen.
—Hola—respondió Inti desde el pasillo, acercándose.
Esther clavó los ojos en las zapatillas del Amo a quien correspondía tenerla ese día, sin atreverse a levantar la cabeza. Eran unas deportivas grises, limpias y algo gastadas; la puntera era notoria y se veía reforzada, la suela de goma era gruesa y listada, de color más claro, igual que los cordones. Esther podía ver también los pantalones de Inti, al menos de rodilla para abajo: vaqueros azul claro desvaído, casi blancos, cuya tela blanda se arrugaba sobre las zapatillas. Sintió un escalofrío al mirar aquellas piernas paradas delante de ella, en actitud expectante, ligeramente separadas. Eran unas piernas delgadas, pero sus músculos se intuían marcados bajo aquella tela como papel de seda.
—Hola, tú—saludó Inti, dirigiéndose a ella—¿Eso de ahí son tus cosas?
Señaló con el brazo las bolsas negras junto a la puerta.
—Sí, Amo…
—Déjalas en la habitación donde dormiste esta noche. No saques nada. Te espero en el salón,
ahora
.
Y dicho esto, se giró y echó a andar hacia allí. Jen se volvió hacia Esther y buscó sus ojos una vez más, tratando de infundirle un poco de ánimo. Pero ella ya estaba poseída por el miedo, temblando de los pies a la cabeza.
—Todo va a ir bien—le dijo Jen antes de alejarse—estaré aquí al lado.
Ella no fue capaz ni de darle las gracias. Se inclinó hacia las bolsas de ropa, las agarró con firmeza como un autómata y echó a andar hacia el fondo del pasillo, donde se encontraba la habitación.
Poco después volvía, casi arrastrando los pies, hacia el salón donde la esperaba Inti.
—Entra.
Estaba sentado en un sillón que había junto al sofá de dos plazas; el sillón donde Esther había visto a Alex repantingado la noche anterior viendo “La Guerra de los Mundos”. Tenía las piernas estiradas y los pies apoyados en un puff que había colocado delante del sillón; en la mano sujetaba una vara corta, rígida, terminada en una lengüeta de cuero.
—Mientras ibas a casa de tus padres he aprovechado para hacer un pequeño viaje… he rescatado algunas cosas de la hípica junto a la cual trabajo, no muy lejos de aquí—le dijo mientras acariciaba la fusta entre sus dedos—material de doma. ¿Qué te parece?
Esther dio un paso atrás. Había comenzado de nuevo a temblar, esta vez le parecía que sin control. No podía apartar los ojos de la fusta ni de los dedos de Inti, que se movían de arriba abajo sobre ella, acariciándola delicadamente, jugando con la lengüeta final.
—Ponte de rodillas—ordenó él, sin levantar la vista de la fusta—Nunca ha usado nadie algo como esto para llamarte al orden, ¿verdad?
—No…—respondió Esther, arrodillándose. Estaba tan nerviosa que casi perdió el equilibrio de una manera estúpida al hacerlo.
El cuerpo de Inti se contrajo como si éste se preparara para dar un salto.
—No, Amo—concluyó Esther, cuando se sintió firme en aquella nueva posición.
Él se relajó ostensiblemente.
—Bueno, hay que probar cosas nuevas—sonrió, con los dientes apretados--¿no crees?
A ella le aterrorizaba “probar” aquello, no hacía falta ser un lince para deducirlo. Su terror era un dulce delicioso para Inti, quien lo masticaba lentamente, con fruición.
—Sí, Amo, lo creo.
No quería que se le escapara nada, iba a esforzarse al máximo por no hacer nada que a Inti pudiera molestarle, no quería problemas con él, realmente no los quería. Qué equivocada estaba al pensar que eso dependía únicamente de ella.
Recordó su derecho a expresarse con educación.
—Amo… ¿puedo preguntar una cosa?
--Adelante, perra, pregunta.
Con cierto esfuerzo, Esther reunió el valor para formular la duda que le estallaba en la cabeza desde que había visto al Amo Inti, al entrar en el salón.
—¿Me va a azotar, Amo?
Le causaba ansiedad no saberlo. Le urgía saberlo.
Sin levantar los ojos del suelo, atemorizada, escuchó la risa que sofocaba Inti. Éste tardó un poco en contestar.
—¿Debería, tú crees?—respondió—¿Me has dado algún motivo para ello?
Esther guardó silencio. Justo aquella mañana le había dicho aquel mismo hombre que los motivos no siempre eran “necesarios”.
—Creo que no, Amo…
—¿Crees?—le espetó él—Vaya descontrol que llevas, ¿no?—y sin esperar respuesta añadió—si no sabes cuándo haces las cosas bien o mal, perra, estamos apañados. Estás apañada—rectificó—porque no soy yo quien sufrirá las consecuencias…
Otra vez se volvió a sonreír. La risa que reprimía, aquella que no quería dejar salir quién sabe por qué motivo, le daba escalofríos a Esther.
—Lo siento, Amo…
—Sí—asintió él—siéntelo por ti, perra, por cada error que cometas. Mírame—le ordenó.
No. No podía…
—Perra…--la voz se tornaba impaciente—Te he dicho que me mires.
Despacio, Esther levantó la cabeza. Temía los ojos de Inti más que a nada en el mundo en aquel momento, le parecía. Temía que él pudiera verla por dentro…
—Eso es.
No se atrevió a confrontarle directamente la mirada. Trepó con los ojos por su cuello siguiendo el contorno de la abultada nuez; continuó por su mandíbula y se detuvo en su boca. Fijó los ojos en aquellos labios finos que, apretados, amagaban una sonrisa recta. Un mechón rebelde de cabello rubio se había escapado de su sitio y caía sobre la mejilla de Inti, ondulándole la comisura de la boca, tapándole parcialmente el ojo izquierdo.
—¿Qué?—le espetó él—no era tan terrible, ¿no?
—Amo…--se atrevió a formular Esther—me siento…
Inti frunció levemente las cejas.
—Sí—la alentó a seguir—te sientes… ¿cómo, perra?
Ella agachó de nuevo la cabeza.
—Humillada, Amo.
Empezó de nuevo a llorar. Inti se dio cuenta porque vio como de pronto una gruesa gota se estrellaba contra la alfombra, justo frente a las rodillas flexionadas de la perra.
—¿Al mirarme?—preguntó.
—Sí, Amo.
De nuevo una lágrima, y otra, y otra… estrellándose gruesas contra la alfombra. Pero a Esther no le temblaba la voz, ni sollozaba.
—Vale—replicó Inti--¿Y por eso has dejado de hacerlo? No quisiera tener un problema de disciplina contigo ahora, te lo digo en serio. Sé que no ha sido un buen día, aunque la mierda en la que estás metida tú misma te la has buscado. Así que te lo repetiré una última vez, sin que sirva de precedente: mí-ra-me.
Madre de dios, qué ganas de dejarse llevar por el llanto. Ya estaba el grifo abierto-otra vez-, se temía la muchacha. Ya no podría parar… ese temido momento había llegado. Respiró, se rindió y levantó la cabeza para encontrarse con los ojos duros, fríos, de aquel hombre. Las lágrimas resbalaban ya sin control por sus mejillas, rodaban por su cuello, pendían de su temblorosa mandíbula como perlas de rocío. Inti la contemplaba impávido.
--Bien—le dijo en voz baja—muy bien. ¿Humillada, dices que te sientes?
Esther superó la tentación de apartar los ojos y asintió sin hablar, por lo que recibió un revés blando en la mejilla.
—Contesta de forma adecuada cuando te preguntan. Veo que esto no ha hecho más que empezar…
—Sí, Amo—dijo rompiendo por fin a sollozar, llevándose la mano al rostro enrojecido—M-me… me siento… profundamente humillada…
Le dolía más dentro que fuera, ese cachete que Inti le había propinado. El golpe había sido casi distraído, sin apenas fuerza; pero la mano había impactado de forma sonora contra su piel y le había picado. En aquel momento la sal de las lágrimas le escocía en la cara, donde él la había pegado… `pero su interior estaba peor, mucho peor.
Su orgullo totalmente destruido, inservible.
Empezó a sentir una extraña sensación. Una especie de pulsión que la llamaba, cada vez más intensamente, a caer por fin y dejarse llevar… como si un millar de mareas girasen en sus oídos, murmurando una nana apaciguadora. Una rara excitación desconocida, imparable. ¿Era aquello su instinto? ¿Lo que sentía era el grito de algo que había estado dormido, reprimido dentro de ella, oculto y arraigado en la esencia de su ser? ¿O simplemente se estaba volviendo loca?
—Lo siento, Amo—consiguió decir. Su voz, nasal y rota en sollozos, hubiera conmovido a muchas personas, pero a Inti no le hizo mella.
—¿Qué es lo que sientes, por qué te disculpas?
Esther sorbió fuerte por la nariz e intentó responder.
—No poder controlarme… estar llorando… no puedo parar, Amo.
—No tienes por qué parar—repuso Inti— ¿Crees que me faltas al respeto por llorar, o algo así?
—No lo sé, Amo…
Él sacudió la cabeza y sonrió de una manera sensiblemente distinta.
—Vale, Esther. Intuyo que me va a costar comprenderte. Tendrás que explicarme lo que piensas muchas veces, seguramente, para que te pueda entender. Pero bueno, qué se le va a hacer. Aprecio tu sinceridad—añadió, para el asombro de la chica—y puedes estar tranquila: no me faltas al respeto por llorar. Es más, es algo que, como creo que ya te dije, me puede llegar a excitar.
—Gracias, Amo—sollozó ésta.
—No hay por qué darlas. Llora a gusto, joder. Si no puedes hablar, te doy permiso para no hacerlo hasta que te calmes. Venga, Esther—le dio un toque con la fusta en el hombro--¿o necesitas que te ayude?
Ella se liberó por fin y lloró, entonces. Sollozó abiertamente, sin poder agachar la cabeza, hipó, gimió en voz alta. A Inti le recordó a un pequeño cachorro aterrorizado.
Esther necesitaba desesperadamente contacto, contacto humano, físico. Pero cuando cayó en la cuenta de ello no tuvo valor para pedirlo. Le extrañó esa hambre repentina en aquel trance, le parecía que la piel le quemaba y le dolía, desnuda, como si su ropa hubiera desaparecido.
—Me gusta que te sientas humillada—murmuró Inti—apostaría el cuello a que sientes placer con ello, aunque sea en un rincón muy escondido de ti.
Era cierto.
—Te excita la purga, ¿no es verdad? El pago de los pecados…
Inti rio.
—Puedo hacer muy buen papel como confesor—le dijo en un susurro—créeme, sé que es un placer diferente a todos los demás, el que ahora sientes, zorra.
Escupió la palabra y, ante el estupor de Esther, se levantó del sillón y se agachó frente a ella. La tomó del pelo, haciéndole echar la cabeza hacia atrás, y acercó la boca a la oreja de ella.
—Zorra—repitió, cortándole el paso con la lengua a una lágrima extraviada—eres
Mía
.
—Sí, Amo—reconoció Esther, sintiéndose morir—soy suya.
Era lo que sentía dentro de sí, para bien o para mal.
—No eres fea del todo—dijo él, súbitamente, y la soltó.—quítate la ropa. Toda. Quiero verte.
Vacilante, Esther empezó a quitarse la blusa.
—Más rápido, perra, no me obligues a hacerlo a mí.
Se dio brío, vaya que sí. La amenaza había sido efectiva.
—¿Toda la ropa, Amo?
Sin mediar palabra, Inti se irguió, la agarró otra vez del pelo y la arrastró hasta el sillón.
—Ya veo que también a ti te cuesta entenderme—gruñó mientras aferraba con fuerza las caderas de la chica y la colocaba boca abajo sobre sus rodillas—te voy a ayudar.
Sabía que sus amenazas funcionaban con Esther, pero no era de los que se pasaban media vida amenazando. Movió las rodillas con brusquedad, para recolocar a su perra en el ángulo más adecuado, y sujetó la espalda de ella con la palma de la mano, apretándola contra su muslo.
—Ni se te ocurra resistirte—le advirtió—Como veo que tienes problemas para entender que he dicho “toda la ropa”, voy a quitártela yo.
Sin dejar de sostenerla, con la mano que le quedaba libre le desabrochó el sujetador y se lo sacó. Luego tiró con rudeza de los pantalones hasta que estos colgaron, inertes, en torno a los tobillos de Esther. Lejos de dejar de llorar, aunque ya cansada, ésta tenía los ojos ardiendo a lágrima viva. Emitía gemidos ahogados, ya sin apenas fuerza, temblando con el culo al aire sobre el regazo de Inti.
Él no se hizo de rogar en absoluto, e inmediatamente descargó un fuerte azote en mitad del trasero de Esther, abarcando ambas nalgas con la palma de su mano. Le siguieron cuatro azotes que cayeron como una tormenta sobre el desdichado culo, cada uno más seco y fuerte que el anterior.
Esther estaba tan asustada que le faltaba el aire necesario para gritar. Nunca en su vida, nunca, la habían azotado. Sencillamente no podía asimilar que se hallaba a merced total de un casi desconocido que la golpeaba una y otra vez, en el culo, como si fuera una niña desobediente.
Después de aquellos cinco azotes, sonoros como disparos, las nalgas leardían y escocían terriblemente. Pero aquello era tan sólo una breve pausa, ya lo intuía ella. Segundos después, Inti volvió a arremeter contra su trasero cinco veces más; azotes aún más fuertes si es que aquello era posible, seguidos, sin tregua. Esta vez Esther sí que gritó, aulló como cerda en el matadero y por instinto se revolvió sobre las piernas de él, intentando esquivar aquella mano implacable que la estaba rompiendo el culo.
—Iban a ser quince—jadeó Inti, sujetándola con más fuerza—pero si te encabritas serán el doble, tú decides.
Esther gritó y lloró con fuerza, pero se forzó a estar quieta.
—Vamos, no son nada quince azotes en el culo, con la mano… dame las gracias, la próxima vez usaré la fusta. Vamos—la apremió, zarandeándola con la mano que presionaba su espalda.
—Gracias, Amo…—consiguió decir Esther.
--Quedan cinco—resolló Inti. Esther no sabía si jadeaba por el esfuerzo o por otro motivo--¿serán suficientes para que a partir de ahora hagas exactamente lo que te digo, sin rodeos estúpidos y sin rechistar?
—Sí, Amo…
Se acomodó sobre el asiento, levantó el brazo, y le propinó los cinco últimos azotes con todas sus ganas. Esther contrajo los glúteos, se olvidó de llorar por un momento y sólo gritó, para satisfacción de su verdugo, absorbiendo como podía las brutales palmadas. No se imaginaba que con la mano se pudiera pegar tan fuerte y tan rápido, ¿cómo lo iba a imaginar?
—Bien…
Inti se echó ligeramente hacia atrás y su mano izquierda dejó de ser una tenaza sobre el lomo de la perra.
—Bájate—le dijo—arrodíllate frente al sofá.
Algo mareada y temblorosa, con el trasero palpitando, ella descendió de las rodillas de Inti y gateó hasta el sofá grande para colocarse como se le había ordenado. El Amo sonrió al contemplar aquellas dulces posaderas en movimiento, tan ardientes y enrojecidas después de pasar por su mano. Dios, cómo le ponía ese culo. Hacía tiempo que sentía la polla insoportablemente dura dentro de los pantalones.
—Hemos acordado no penetrarte hasta que estemos todos—chasqueó la lengua con desagrado—y es una pena, porque estás como para ello… pero es justo que todos te poseamos por primera vez juntos. No estaría bien que yo te follara ahora… aunque me muero de ganas, créeme.
Esther agradeció en secreto estar dándole la espalda en aquel momento. Inquieta por el silencio que se cernía sobre ella tras aquellas palabras, se revolvió un poco contra el sofá, pasando el peso de una rodilla a la otra, en espera de recibir más azotes. Sin embargo, fue la caricia del cuero lo que notó, subiendo y bajando por su espalda. No pudo evitar dar un respingo cuando visualizó la fusta, instrumento que le daba un miedo cerval y con el que Inti jugaba ahora sobre su piel.
—No te va a morder…—murmuró él, con un deje juguetón—al menos de momento, si te portas bien…
Le indicó que separara las piernas y deslizó la lengüeta de la fusta por la cara interna de los muslos de la chica, acercándose y alejándose de su coño, alternativamente. Ella permaneció abierta, ofrecida y dispuesta, aunque no pudo contener un respingo cuando el cuero se introdujo entre sus nalgas, explorándola allí sin miramientos.
. El culo le dolía a rabiar después de la inesperada zurra, y el sentimiento de humillación, la conciencia de saberse del todo doblegada, había cobrado dimensiones desconocidas. Sentía su sexo húmedo y caliente, sin embargo, cosa que la desconcertaba y la molestaba sobremanera. Todo se le mezclaba en la cabeza, los extremos de su machacada mente se tocaban: el poder de Inti sobre ella, el recuerdo de su mano azotándola fuerte, los movimientos sinuosos de la fusta sobre su piel, la sonoridad de la palabra “follar” y la sola evocación de su polla... Y aún no había podido dejar de llorar.
—Desde que comprendí que eras una niña mimada deseé azotarte hasta las lágrimas— reconoció Inti, sin dejar de mover suavemente la fusta contra la piel de las caderas, muslos, y sobre el castigado culo de la chica—pero no podía imaginar que sería tan fácil, la verdad…
No era un halago ni tampoco una crítica, era tan solo una apreciación al aire.
Esther se sintió tan vulnerable que pensó que, si Inti la despreciaba en aquel mismo momento, sufriría un dolor indecible. Un dolor distinto al que la fusta podía otorgarle, y no sabía cuál preferiría en caso de poder elegir.
Afortunadamente, Inti no dijo nada despreciativo. Y, después de unos minutos más acariciándola con la fusta -actuaba como si no quisiera tocarla directamente con las manos-, apartó el instrumento a un lado y se alejó unos pasos. Esther pudo escuchar cómo se quitaba la camiseta y poco después sintió el torso de él contra su espalda, así como su estómago apretándose con fuerza contra sus nalgas ardientes. Aunque la presión era mucha, e Inti estaba empezando a embestirla, el frescor de su piel le supuso a Esther un grato alivio.
Él movió las caderas en círculos contra ella, obligándola a levantar el culo dejando su sexo ofrecido y expuesto. No la tocó, pero se dio cuenta de que estaba mojada en cuanto sintió la descarga de humedad contra su bajo vientre.
—Veo que eres viciosa, también—masculló, clavándole su erección aún con los pantalones puestos.
Esther gimió cuando sintió el roce de la tela y los primeros botones de los vaqueros directamente en su centro de placer. Inti se movía con rudeza, se frotaba contra ella cada vez más rápido.
—Si me quito los pantalones te follo—jadeó en su oído, inclinándose hacia ella—Deja de moverte, puta guarra.
Esther paró en seco los círculos que describía su cuerpo buscando desesperadamente la erección de Inti. Se sintió terriblemente avergonzada, no se había dado cuenta de que comenzaba a perder el control. Era una auténtica perra, por dios santo, una perra de verdad.
—Te gusta, ¿eh?—murmuró él, apartándose un mechón sudoroso de la cara y volviendo a aferrar a Esther por las caderas—dentro de poco me voy a follar ese culito, dalo por hecho. Gírate.
Se apartó de ella lo suficiente para que Esther se diera la vuelta, quedando sentada en el suelo frente a él, la espalda apoyada contra la parte baja del sofá. Inti se irguió despacio y comenzó a desabrocharse el primer botón de sus vaqueros.
—Abre la boca—le ordenó—vas a estar a dieta hoy. Sólo comerás polla.
Dicho esto, hundió su miembro rígido y caliente en la boca abierta de la muchacha.
Aplastó la cabeza de Esther contra el sofá y comenzó a moverse rítmicamente contra ella, metiéndole la polla cada vez más adentro, cada vez más rápido. A Esther le sobrevino una arcada, y otra, y otra… aquel falo tenía buen tamaño y lo sentía grueso, a punto de estallar; pero él la aferró del pelo con fiereza, y lejos de detenerse, disfrutó plenamente la follada dándola aún más fuerte.
Su polla sabía bien y el vello púbico le olía a limpio cuando rebotaba en su nariz. Esther sentía aquel pedazo de carne imparable y húmeda rompiéndole la boca; pronto las pequeñas gotas de excitación masculina se mezclaron con su saliva. A medida que Inti la follaba más profundamente, la chica temió que le desencajara la mandíbula, pues le daba la sensación de que no podría aguantar más aquella tensión. Pero, claro, la aguantó... hasta que, por fin, él eyaculó dentro de ella, disparando chorros de semen directamente a su garganta. La chica tosió violentamente e hizo un esfuerzo máximo por no vomitar.
—Te lo vas a tragar—jadeó Inti, los dedos engarfiados en su pelo—trágatelo todo, zorra…
Golpeó con su estómago la frente de la chica mientras se corría. Empujó fuerte, cabalgándole el rostro, dejándose llevar por las contracciones del mayúsculo orgasmo.
Ella tosió varias veces más y supero otra salva de arcadas, pero finalmente mamó y tragó sin rechazo. No podía haber hecho otra cosa.
Sólo cuando las embestidas de Inti fueron mermando en fuerza, justo después del orgasmo, se permitió ella relajar un poco los labios y la musculatura del cuello. Respiró profundamente, aún con la boca llena de polla, y con ello emitió una especie de bufido animal. El coño le palpitaba iracundo: los azotes, la mamada… Inti (
Amo
)… la humillación… era demasiado, la superaba.
Inti aflojó la tenaza de su mano, pero continuó agarrando a Esther por el pelo cuando por fin se separó de ella.
—Lo dicho, a dieta de polla—murmuró, mirándola con fijeza—hoy vas a comer y a cenar leche, y no solamente la mía. Tienes un poco aquí, por cierto—dijo, rozándole apenas la barbilla.
Manteniendo el contacto visual con él, haciendo gala de un inusitado valor, Esther sacó la lengua y lamió allí donde Inti le había señalado. No dejó de mirarle mientras lo hacía, ni mientras saboreaba en la boca y tragaba aquella gota de semen. No supo cómo pero, aún con los ojos como brasas, le lanzó una sonrisa desafiante.
—Touché—sonrió él, sin poder disimular la sorpresa—cuanto antes aceptes que eres una puta, mejor te irá. Mi puta, en concreto, ahora mismo—recalcó.
Claro que era suya, su puta. Claro. Esther lo deseaba igual que desearía probar un pastel, desde su estómago, de forma primaria. Se sentía aturdida, fuera de la realidad, en un universo paralelo. Un universo que se regía por unas reglas mucho más simples y lógicas que el habitado por ella hasta el momento.
—Sí, Amo, yo… lo deseo…
—Refiérete a ti misma como lo que eres—gruñó Inti, clavando las pupilas en las de ella—“Esta perra lo desea”—la corrigió.
—Esta perra lo desea—repitió Esther a su vez. La voz se le atragantaba a causa de la excitación—esta perra desea ser su puta, Amo, por favor…
—No hay quien te entienda—Inti se subió los pantalones y buscó su camiseta por el suelo—casi te da un ataque por quince azotes de nada, y ahora me suplicas como una desesperada… eres un poco golfa, ¿no? En el fondo te ha gustado… todo, ¿no es así?
Esther se dio cuenta de que por fin había dejado de llorar a lágrima viva. Se obligó a ser lo más honesta que fue capaz.
—No lo sé, Amo…
—No lo sabes, claro.
-
A Esther no le gustaba que la despreciaran, en general, pues le daba bastante importancia a lo que “la gente” pensara sobre ella. Pero sentir el desprecio viniendo de Inti era algo especialmente doloroso, no terminaba de entender por qué. Quizá porque, desde aquel mismo momento, Inti se había convertido en la única persona que había participado de su lado oscuro y siniestro… ese lado que no se había mostrado ni a sí misma, hasta aquel día.
Tal vez por eso una mala palabra viniendo de él, o la simple ironía afilada que empleaba, hacía diana en ese lugar íntimo y doloroso. Por eso, Esther intentó explicarse, y para ello hizo un gran esfuerzo:
—Amo… por una parte me ha dolido, mucho, y me ha hecho sentir muy mal… pero por otra parte sí que me ha gustado…—confesó en un susurro—Sí que debo de ser la perra viciosa que usted dice, porque me ha gustado... lo que usted ha hecho… y en especial que me diera su leche. Gracias, Amo.
El rostro de Inti se iluminó y éste no pudo ocultar por un segundo su perplejidad. Intuía que Esther había disfrutado, pero no imaginaba que fuera a decírselo y menos de una forma tan directa.
Ella misma no daba crédito a sus palabras. Le parecía que había hablado alguien a quien nunca había visto pero a quien conocía muy bien. Si seguía asimilando cosas de aquella forma tan brutal, pensó que terminaría por desmayarse. Ya estaba bastante fuera de control, al menos su cuerpo, relumbrante de excitación; cuerpo que parecía contener dos mentes distintas, una de ellas creciendo, expandiéndose desaforadamente, dejando a la otra sin voz.
Inti observó el pecho desnudo de Esther, los pezones temblando como guindas sobre sendos flanes, subiendo y bajando al compás de la acelerada respiración.
—Me gusta tener a mi perra cachonda—sonrió, ya completamente vestido. Le dio una suave palmada en el hombro. Recordó una frase típica de un amigo—dime una cosa… de cero a diez, si tuvieras que poner una puntuación, ¿cómo de cachonda estás?
Esther se echó a reír, con los nervios destrozados.
—Un diez, Amo—respondió como una bala. A inti no le gustaba esperar.
—Vaya…--reflexionó este—iba a mandarte a hacer la comida para Jen y para mí, que ya es hora, pero… siendo así…
Hizo una pausa deliberada y Esther se agitó nerviosa.
—Siendo así—continuó por fin—creo que deberías ir a buscar a Jen, y pedirle que te dé un poco más de leche… ya que te has quedado con hambre.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Esther. Oh, sí. Oh, no.
—Si él quiere dártela, trágatela toda… como acabas de hacer. Perra glotona—masculló—luego harás la comida, no importa que comamos hoy un poco más tarde.
Esther le miraba con los ojos muy abiertos, sin ser capaz de hacer un solo movimiento.
—Venga, perra, ya me has oído. Ve a ver a Jen y asegúrate de satisfacerle, se ha portado muy bien contigo hoy, agradéceselo. Empléate a fondo, dile que yo te lo he ordenado, y no dejes escapar ni una sola gota porque, como te he dicho, es lo único que comerás hoy. Tienes que alimentarte—soltó una carcajada y echó a andar hacia la puerta del salón, alejándose de Esther—vamos perra, ve. Ah… y hagas lo que hagas, ni si te ocurra correrte, ¿entendido?
—Entendido, Amo…—musitó Esther.
—Venga. Pues entonces, obedece.
(Continuará)