Por una habitación -5-
Quién tiene el control.
Jen se aproximó un poco más y le besó la mejilla.
—Me moría de ganas de que fueras mía—murmuró en su oído antes de separarse de ella.
Esther sonrió y bajó los ojos.
—Bueno—cortó Inti secamente—¿Entonces estás segura?
Ella se volvió para mirarle y asintió.
—Sí, Amo. Estoy segura.
—Estupendo. Quítate las bragas y dámelas.
Esther vaciló unos segundos.
—Vamos, perra—la apremió Inti—no tengo todo el día.
Despacio, Esther colocó las manos en la cinturilla del pantalón prestado con el que había dormido.
—Amo…--dijo tímidamente—tendré que quitarme esto también…
Inti soltó una carcajada. Jen también se rio, aunque más quedamente, desde detrás de Esther.
—Joder, hemos fichado a la perra más inteligente que había en la tienda…--suspiró Inti.
Jen meneó la cabeza y volvió a reír.
—Está nerviosa…--dijo, mirando a Esther con ojos brillantes.
—Perra, si conoces algún modo de sacarte las bragas con los pantalones puestos, adelante, pero te quiero sin bragas YA.
Aquella orden directa, concisa, resuelta, la puso en movimiento. Esther tiró hacia abajo de la goma de los pantalones y se los bajó hasta los tobillos, sacándoselos finalmente por los pies.
Empezó a temblar al notar el frío en la piel de sus piernas: era invierno, y en la casa se notaba. Se llevó las manos a las caderas y agarró sus bragas, unas braguitas blancas de algodón con un pequeño lazo dorado. Se las bajó despacio y se las quitó, quedando de pie ante los dos hombres desnuda de cintura para abajo.
—Bonito coño—comentó Inti.
Esther enrojeció.
—Curiosamente arreglado. Deberías verlo, Jen—le hizo una seña al otro para que se acercara.
—No—Jen rió detrás de Esther—deberías tú ver lo que estoy viendo yo…
Inti entornó los ojos y soltó una risa pícara.
—Date la vuelta y enséñale a Jen ese coño de perra—le dijo a Esther—y de paso preséntame a tu culo, con suerte nos veremos a menudo.
La chica obedeció al instante, con la cara ardiendo de vergüenza. Pensar en enfrentarse a Jen frente a frente, de esa guisa, casi le hizo llorar. Con Inti sentía ansiedad, temor… pero hacia Jen había algo más, algo diferente a lo que no podía de momento poner nombre.
Cabizbaja, se mostró ante él encogida, temerosa de sus ojos.
— ¿No me quieres mirar...?
Ella se estremeció.
—Me da mucha vergüenza, Amo.
—No has contestado a la pregunta…
—Amo—respondió tras un breve silencio—sí que quiero. Pero… me da mucha vergüenza.
—¿Vergüenza? ¿De qué?—dijo él—si quieres hacerlo, hazlo.
Ella levantó poco a poco la cabeza.
—Sí que tiene un buen culo…
La chica dio un brinco cuando de pronto la mano de Inti se estrelló contra su nalga derecha, dándole una palmada firme. Se puso rígida al instante y cerró los ojos.
—Sí señor, una gozada…
Inti comenzó a pasear de lado a lado de la habitación, como para tener una visión más amplia de las posaderas de Esther, evaluándolas desde todos los ángulos posibles.
Ella se encogió, aun con los ojos cerrados; por un momento temió un nuevo azote inminente. Aunque no le había hecho demasiado daño, sí que la había dado impresión sentir la mano de Inti, dura, contra su desprevenida piel. Y el acto en sí le había resultado humillante, desde luego.
Pero el esperado azote no llegó. En su lugar sintió los dedos de Jen recorriendo su cadera. La rozaba con las puntas de los dedos, como caminando con ellos entre la piel y el aire. Ella abrió los ojos al oírle respirar; le vio agitado, serio, con la mirada líquida. Casi jadeaba.
Inti se acercó por detrás y colocó la nariz en la curva del cuello de Esther. Olfateó y de súbito, sin previo aviso, le clavó los dientes.
Esther no pudo evitar un estremecimiento y soltó un gemido, volviendo a cerrar los ojos con fuerza.
Las manos de Jen ya trepaban por su estómago hacia arriba y hacia abajo, agarrándose a su cintura como enredaderas. Su aliento le rebotaba a Esther en la mandíbula y en la garganta.
—Vamos a dejarlo ya…—masculló Inti cuando por fin soltó el cuello de Esther—no estamos todos.
—Cierto—replicó Jen en un susurro, con la voz quebrada.
—Paciencia, amigo… dentro de poco podemos disfrutarla.
Inti rió y se apartó de Esther, obsequiándola con un nuevo cachete, ahora sí.
—Perra, de rodillas al rincón—le dijo señalando una esquina de la habitación, cerca de donde estaba el cubo de la basura—Alex no vuelve hasta mañana así que no es lógico que le corresponda tenerte hoy. Espera ahí mientras Jen y yo decidimos quién te pondrá la mano encima primero.
—Pero Amo…
¡Zas! Una fuerte bofetada le cruzó la cara a la pobre Esther.
—Cuando te doy una orden—le dijo Inti pausadamente—la primera palabra que quiero oír es “Sí”, y a continuación “Amo”. ¿Lo has entendido, perra?
—Sí, Amo…—sollozó ella. Había colocado, por instinto, la mano sobre su ardiente mejilla, que latía marcada con la huella de los dedos de Inti.
—Bien. Si tengo que repetirte la orden te daré otra bofetada—continuó—y ya me estás empezando a cansar…
—No, Amo, no tiene que repetirla…
Esther sorbió fuerte por la nariz y arrastró los pies hasta el rincón indicado, donde se arrodilló.
—Mirando hacia la pared, tonta del culo—le espetó Inti--¿No te han mandado nunca “al rincón”? No, está visto que no—se contestó a sí mismo.
Esther se giró hacia la pared con pesar. Escuchó vagamente la voz de Jen a su espalda, pero en un tono tan bajo que no pudo entender lo que decía. Inti por fin se alejó de ella y ambos volvieron a sentarse de nuevo frente a la mesa de la cocina. Hablaban muy cerca el uno del otro, en susurros. Esther sólo podía captar algún retazo aislado de laconversación.
“Empezar a disfrutarla”…”no es correcto así”…”mañana”…
—Vale, perra, ven aquí. Sobre tus cuatro patas.
De nuevo la voz de Inti cortó el aire.
Desde su posición arrodillada, Esther se inclinó hasta apoyarse sobre las palmas de las manos y comenzó a acercarse a la silla donde se encontraba Inti, obcecada en mirar al suelo. No se esforzaba en reprimir sus sollozos, aunque cuando tenía la boca cerrada hipaba profundamente y su abdomen se contraía.
—Joder, parece que va a darle un ataque—Inti miró a Jen con cierta inquietud, pero Esther no le vio e interpretó aquella frase como un desprecio más.
—No—Jen hablaba en voz baja, despacio—no le va a dar ningún ataque. Llorar es bueno. Si necesita llorar, tiene que llorar. Acabas de darle una bofetada.
—Ya, supongo…
Jen se agachó un poco para ponerse a la altura del rostro de Esther.
—Perrita—le dijo en voz baja--¿Por qué lloras?
—Porque me siento una mierda…--casi exclamó ella—Lo siento mucho…
—¿Una mierda? Yo te tengo delante… y no veo mierda por ningún lado.
—Yo lo que veo es una niñata consentida que va a alucinar como no espabile pronto— dijo Inti—en cualquier caso, creo que lo vamos a pasar bien…
—No te sientas una mierda porque no lo eres—continuó Jen, con los ojos fijos en ella—pero si lo que quieres es crecer, siempre estás a tiempo. Todos lo estamos. Vamos, tranquila, perrita…
La respiración de Esther se fue normalizando, aunque de cuando en cuando soltaba algún sollozo que rápidamente intentaba sofocar. Ella tenía—había tenido, desde que era pequeña—una mala relación con el llanto. Odiaba llorar “de verdad”, con auténtico desconsuelo, porque cuando lo hacía sentía que no podía parar. Lo odiaba con todo su ser y lo temía, pero en ciertos momentos era como si un resorte se accionara dentro de ella, y no podía evitarlo.
Cuando Esther era niña, muy niña, su padre se enfadada terriblemente cuando la veía llorar. No lo soportaba. Probablemente veía en ella un símbolo de su propia debilidad, o de lo que él entendía por “debilidad”. Y la machacaba. Y le prohibía expresarse de ese modo.
Por eso Esther sentía una fobia infinita al acto de llorar en sí—llorar de verdad, por sentirse al límite, no las tretas que alguna vez utilizaba--, y por supuesto a que la vieran en ese trance.
—No es malo llorar, es necesario para liberar tensión—le decía Jen, mientras le acariciaba el brazo—suéltalo con toda tranquilidad, no pasa nada…
Inti observaba desde su silla con las manos entrelazadas, jugueteando con los pulgares.—Lo que no te mata te hace más fuerte—murmuró ente dientes.
—Eso es cierto—dijo Jen, sin dejar de acariciar a Esther—y llorar no mata…
—Pero duele… Amo…
Jen sonrió.
—¿Sabes que me encanta escuchar esa palabra de tus labios?—llevó la mano hasta la mejilla de Esther y le secó una lágrima que rodaba hacia su barbilla—y sí, puede que toda esa energía duela un poco al salir… pero duele mucho más si se queda dentro, si no se comprende, si pasa el tiempo…
—Cuánta razón—corroboró Inti—estás hecho un gurú…
El otro se separó unos centímetros de Esther y se echó a reír.
—Sí… un chamán.
—Eso mismo.
Inti extendió de pronto la mano, la colocó en la nuca de Esther y tiró de ella hacia sí. La muchacha se desplazó sobre sus rodillas, obediente, y él presionó con la palma de lamano hasta que la cabeza de ella reposó sobre su muslo derecho. Ante el pasmo de Esther, comenzó a juguetear con los dedos en su pelo.
—No te asustes, ¿vale?—le dijo con cierta torpeza—Poco a poco me conocerás, nos irás conociendo a los tres. Me trae sin cuidado que llores, de todas formas—continuó, más resuelto—incluso puedo llegar a excitarme con ello. Y mi querido amigo Jen también, que no te engañe.
Lanzó una mirada de complicidad a Jen, quien sonrió sin decir nada.
—Si haces algo mal, se te dirá, y punto—prosiguió—y si es necesario, se te castigará. Si no puedes soportarlo, ya sabes dónde está la puerta.
Esta frase demoledora la dijo sin dejar de acariciar la cabeza de Esther, enredando los dedos entre sus cabellos. Ella cerró los ojos, con la nariz sepultada entre los vaqueros de Inti, empapándose de su olor. Intentó relajarse. Aquellas palabras la habían herido, pero no tanto como hubiera cabido esperar. Y las caricias de Inti le gustaban… más que eso, la estaban haciendo sentirse llena. No lo comprendía. ¿Qué le estaba pasando?
—Jen y yo hemos decidido que hoy te tendré yo—le dijo—así que ahora, si de verdad estás dispuesta a quedarte, irás a la ducha, te calmarás, y volverás aquí vestida como venías ayer. Tu ropa ya se ha secado… si quieres plancharla, tienes tabla y plancha detrás de la puerta.
—Podrías traer tus cosas…—añadió Jen—algo más de ropa y lo que necesites… puedo acercarte a la casa de tus padres si quieres.
Sólo pensar en tener que volver allí, aunque fuera sólo a recoger sus cosas, le puso a Esther los pelos de punta.
—Gracias, Amo Jen—dijo sin embargo— Mis padres no están en casa por la mañana…
—Claro, estarán trabajando, como personas tenaces que serán—apostilló Inti.
—Sí, Amo. Están trabajando.
—Vale. Tienes permiso, perra, para ir a por tus cosas con el Amo Jen. Pero no tardes… y ahora, en la ducha, lávate bien. Detesto la suciedad, y tengo ganas de usarte.
—Sí, ...Amo.
--Venga, ya estás tardando—la espoleó empujándola con la rodilla—el tiempo es oro, perra. El mío, me refiero.
Esther se levantó como pudo.
—¿Te he dicho que dejes de ir a cuatro patas?
—No, Amo…
—¡Pues a cuatro patas!
Ella dio un respingo y se arrodilló en el suelo, volviendo a apoyarse sobre las palmas de las manos. Acto seguido, se dio la vuelta y enfiló hacia el pasillo, camino a la ducha.
Inti la observó mientras se alejaba.
—Eso es, perra…--murmuró—y sécate con una toalla limpia; como vuelvas a coger la mía te vas a enterar…
-
Gateando por el pasillo—o más bien “perreando”, aunque este término pueda resultar evocador para los fans del reggaton—Esther llegó por fin al cuarto de baño. De la misma manera que cuando uno hace el pino ve la realidad vuelta del revés en un principio, todo cambiaba desde aquella posición. Las cosas parecían más grandes y más lejos, como fuera del alcance, cuando uno iba a cuatro patas, pensó. Y como no estaba acostumbrada a la realidad del piso, todo lo que veía sobre ella le resultaba de alguna manera amenazador.
Acordándose de que desde aquel momento tenía expresamente prohibido encerrarse en ningún sitio, entró a la pequeña habitación y dejó la puerta entornada. Ella siempre había sido muy celosa de su intimidad. Nunca antes había renunciado a ella, como tampoco había dejado aparte su mundo material, sus “cosas”, a las que se agarraba como una pequeña urraca. Todo eso iba a terminar. Vagamente se daba cuenta de ello.
Sin embargo, de forma gratuita y en menos de una hora había vivido cosas que no había experimentado nunca en su vida.
“Si quieres crecer, siempre estás a tiempo”
Aquella frase que le había dicho Jen, pronunciada como siempre con amabilidad, con tranquilidad, le daba vueltas en la cabeza mientras abría el grifo y ajustaba la temperatura del agua. La voz de ese hombre resultaría alentadora aunque dijera algo monstruoso, reflexionó.
Se metió por fin bajo el chorro caliente, puso una sustanciosa cantidad de gel verde en la palma de su mano y comenzó a enjabonarse todo el cuerpo con meticulosidad. Inti la quería “limpia”… no sabía hasta qué punto, pero intuía que de manera extrema. Y no quería ganarse más bofetadas por ese día, ni tampoco desde luego un castigo peor por no cumplir con eso.
Era la primera vez que había llorado así en mucho tiempo; y más que iba a llorar aquel día, pero eso no se lo imaginaba. Ese primer llanto había sido sólo la punta del iceberg, la tapadera de la caja de Pandora. La última vez que había llorado con auténtico sentimiento lo había hecho sola, encerrada en la habitación donde dormía en casa de sus padres, sumida en la desesperación. No recordaba cuándo lloró a lágrima viva delante de alguien; en aquel momento, mientras se lavaba, le parecía que nunca. Dejando aparte su infancia, claro.
Y la reacción de aquellos hombres ante su llanto la había descolocado. Inti no le había dado prácticamente ninguna importancia:“no me importa en absoluto que llores”, algo así le había dicho. Y Jen se había mostrado conmovido, pero sin dejar de entender el llanto como algo simple y natural.
Era la primera vez que le ocurría esto.
En las contadas ocasiones en que Esther había llorado así, antes de conocer a sus “Amos”, y se había dejado ver por alguien, la actitud de ese alguien hacia ella siempre había
cambiado
. La actitud afectiva. Cuando Esther era una niña, su padre no podía soportar el hecho de verla llorar; lo consideraba un signo de debilidad, de su propia debilidad, encarnado en su hija. Y se volvía violento verbal y físicamente, aunque nunca le había agredido a ella de forma directa; era más de destrozar puertas, patear muebles y romper objetos estrepitosamente. Esto le había angustiado muchísimo a ella entonces, como es lógico, y hablamos de una angustia secreta, siempre escondida ante otras personas y muy difícil de poner en palabras. Alguien que desconoce el entorno de un niño no puede imaginarse dónde reside la angustia de ese niño a menos que le observe con detenimiento. Así que, frente a estos “ataques”, Esther-niña nunca estuvo protegida. Su madre había estado allí, claro… pero eso había servido de poco. Y siempre, ante vecinos o en el colegio, había parecido una niña “normal”.
Jamás ella hubiera sido capaz de articular, por sí misma, el pensamiento de que si su padre se volvía violento cuando la veía llorar, era problema de él y no culpa de ella… pero claro, era ella quien había sufrido las consecuencias directas, en definitiva.
“Llorar es bueno, es necesario para liberar tensión. Suéltalo con toda tranquilidad”.
Esa frase la había dejado en blanco. Era lo que menos hubiera esperado escuchar, y era precisamente lo que necesitaba. El corazón le dio un vuelco cuando esta pieza encajó.
[Continuará]