Por una habitación-4-

Contrato

Esther se despertó tarde al día siguiente. Se incorporó al sentir la luz del sol a través de las ranuras de la persiana y buscó un reloj sobre la mesilla, pero no lo encontró. Le dolía todo el cuerpo. Cerró con fuerza los ojos y los volvió a abrir, tomando conciencia poco a poco de donde estaba. Aturdida, sintió como todos los recuerdos de la noche anterior se volcaban en su cerebro, de golpe. Se le erizó el pelo de la nuca al revivir todo lo acontecido, y al pensar en lo que la había llevado allí, a aquella cama donde en ese momento se encontraba.

Y qué cama tan calentita y amable. Había dormido profundamente, descansando como hacía mucho tiempo que no hacía.

Estaba en el cielo entre aquellas sábanas, sintiendo el peso del mullido edredón sobre su piel, casi nadando entre los pliegues de la ropa inmensa que le habían prestado. Si hubiera tenido algún estímulo para levantarse lo hubiera hecho, pero realmente le daba terror salir de la habitación. Se preguntaba qué se encontraría fuera, del mismo modo que no sabía si todo había acabado después de aquella noche o si, por el contrario, se desplegaba un futuro incierto ante sus ojos, un cambio de rumbo a través de un camino desconocido, totalmente oscuro, sembrado de espino.

Aguzó el oído sin querer salir de su cueva caliente. No se escuchaba ni un ruido que hiciera pensar que había alguien aparte de ella misma en la casa. Tal vez los chicos se hubieran marchado a trabajar… Esther no sabía qué día de la semana era, tal era su descontrol; quizá aquel fuera día laborable, en cuyo caso sería bastante probable no encontrarles en casa. Aunque por otra parte algo le decía que aquella era una forma muy optimista de pensar.

Se dio la vuelta en la cama, tratando de rehuir la pregunta que la acosaba desde dentro de su ser: ¿qué haría finalmente? ¿Qué decisión tomaría respecto a la oferta que le habían planteado?

Jen le había sugerido que lo pensara y ella no había pensado en nada; había caído a plomo sobre el colchón y dormido como un bebé nada más aterrizar en la cama. No había pensado en absoluto, pero sintió de pronto una tentación salvaje de lanzarse al vacío, una especie de morbo que pellizcaba las capas más profundas de su ser. ¿Se podía tomar una decisión de ese calibre sin haber pensado en ello?

No tenía nada. Si se marchaba de allí dando por finalizado el asunto, rechazando la propuesta de los chicos, seguiría igual que estaba, igual de mal. Eso le resultaba aterrador también, quizá más aún. No se veía capaz de continuar hacia delante ella sola.

Tal vez podría probar… sin pensar demasiado en lo que le pudiera suceder. Como se suele decir, podría esperar y “cruzar el puente cuando llegase a él”. Podría intentarlo, caer en la tentación de dejarse ir a pesar del miedo y el orgullo, doblegarse. Si luego resultaba que el precio a pagar por vivir allí era demasiado elevado, podría simplemente decirlo y marcharse.

El recuerdo de los ojos de Jen, serenos, fue la garantía que necesitó para reunir un poco de valor, el indispensable para resolver qué les diría de momento a los chicos.

Aferrándose a la imagen de aquel que la rescató con un maldito cigarro, de aquel que le dio

calor

y de alguna manera cariño, compadeciéndola -o al menos eso sentía ella- se desembarazó de las sábanas y puso los pies en el suelo.

Se frotó los ojos para acostumbrarse a la luz del sol y, despacio, se acercó a la puerta para salir al pasillo.

La puerta de la cocina estaba cerrada; cuando se acercó más escuchó un débil rumor de voces al otro lado que parecían discutir en voz baja.

Se detuvo unos instantes allí, rozando con los dedos el pomo de la puerta, sin atreverse a accionarlo. Respiró hondo, trató de desconectar su mente de aquella incertidumbre, y con la sensación de irrealidad propia de algunos sueños giró el picaporte por fin. Las voces enmudecieron al escucharse el chasquido de la puerta al abrirse.

Esther, encogida por el frío matinal y por el temor, el corazón como un tambor desbocado que amenazaba con salírsele por la boca, miró a Inti y a Jen sin saber qué decir. Ambos chicos se hallaban sentados frente a la mesa de la cocina, sobre la que yacían unos cuantos folios diseminados, algunos escritos y otros en blanco, y un número considerable de útiles de escritura desperdigados sin ningún orden.

—Vaya, buenos días, Esther—saludó Jen—¿qué tal estás? ¿Has dormido bien?

Ella bajó los ojos, desarmada de nuevo ante aquella amabilidad que empezaba a resultarle familiar.

—Buenos días…—murmuró, sin mirarles—he dormido fenomenal…muchas gracias.

Jen sonrió.

—Me alegro.

Inti le indicó con una inclinación de cabeza la cafetera.

—Hay café recién hecho y tazas en el armario—le dijo—si quieres tomar algo más no tienes más que pedirlo.

—Gracias…—musitó Esther.

Casi más por obedecer que por otra cosa, cogió una taza del armario y la llenó hasta la mitad del oscuro líquido humeante.

—¿Puedo ponerme un poco de leche?—preguntó en un susurro.

Inti dejó escapar algo parecido a una risilla entre dientes.

—Tienes razón—dijo, girándose hacia Jen—es adorable cuando pide las cosas.

Jen sonrió y asintió, antes de responderle a Esther.

—Claro, cariño, cógela. Está ahí mismo, en la repisa.

“Cariño”. Esa palabra le hubiera sonado rara a Esther procedente de otros labios, y le hubiera hecho sentir como poco incómoda, pero pronunciada por Jen parecía normal, natural, como si ambos ya se conocieran. Se dio cuenta de que nunca antes le había ocurrido,nunca antes un extraño se había “ganado” por la cara el derecho a llamarla así y ni mucho menos había conseguido que a ella le gustara.

El “adorable” que había dicho Inti, sin embargo, era otro cantar. Le producía escalofríos pensar a qué se había referido con aquella palabra; Jen le parecía transparente, Inti no. Inti se le antojaba opaco, cargado de doble sentido, impenetrable para su mente, impredecible por tanto.

—Gracias—dijo, y procedió a servirse un tímido chorrito de leche—...¿Dónde está Alex?

No había ni rastro de él.

La sonrisa de Jen se amplió.

—Está de guardia—repuso—¿no ves lo tranquilitos que estamos?

Ella trató de sonreír. No pudo disimular el gesto de alivio que se dibujó en su rostro. Sus hombros se relajaron como si de pronto hubieran dejado de soportar una pesada carga.

—¿De guardia?—inquirió en tono apocado.

Los chicos asintieron. Inti alargó la mano hacia los papeles que había sobre la mesa y comenzó a apilarlos, golpeando suavemente los cantos de las hojas sobre la mesa para que coincidieran.

—Sí, trabaja en un centro de menores, a las afueras—explicó Jen, apartando la silla, invitándola a sentarse con ellos—él y yo trabajamos juntos en realidad, en el mismo sitio, aunque tenemos cometidos diferentes.

Esther se sentó despacio y frunció levemente el ceño.

—¿Cometidos diferentes?

Se dio cuenta de que sabía muy poco, nada en realidad, sobre las vidas de aquellos chicos, y se dio cuenta de que de pronto le interesaba “saber”.

Desconocía a qué se dedicaban, qué hacían… lo desconocía todo, en verdad, salvo lo poco que había podido vislumbrar la noche anterior.

—Así es—respondió Jen.

Esther titubeó unos instantes.

—Y… ¿qué es lo que hacéis… si se puede saber?

Él sonrió de nuevo, ampliamente.

—Sí, claro que se puede saber—repuso—él es educador, yo soy enfermero.

—¿Educador?—se extrañó Esther abriendo mucho los ojos, sin poder dar crédito.

¿Cómo era posible que ese cerdo engreído desempeñara tal labor?

Jen se carcajeó de su desconcierto. Inti meneó la cabeza mordiéndose el labio, conteniendo un súbito acceso de risa.

—Sí, educador, aunque te parezca increíble—continuó Jen—el centro es un hogar para chavales con problemas, procedentes de familias y entornos conflictivos… llevamos más de tres años trabajando allí. Muchos de ellos necesitan medicación y seguimiento, y bueno, todos necesitan un punto de referencia al que agarrarse… al menos hasta que sean mayores de edad.

—Me cuesta creer que ese punto de referencia sea Alex—se le escapó a Esther mientras removía vacilante su café.

—A mí también—corroboró Inti sin quitarle el ojo a sus papeles.

—A mí me parece que es competente en su trabajo—terció Jen—sabe lo que hace. Y le gusta.

Esther se encogió ligeramente en la silla. Imaginar a Alex apoyando a una banda de chicos descarriados se le antojó imposible. La palabra “educación” no era compatible con Alex de ninguna de las maneras, al menos hasta donde ella había visto.

—Creo que te voy a acompañar con el café…—dijo Jen, levantándose—¿tú quieres, Inti?

—No, gracias—replicó el aludido. Se notaba que tenía ganas de ir directo a cierto tema en particular—lo que quiero es hablar con Esther.

Ella sabía que aquel momento llegaría, y sabía que no se encontraría preparada para responder de inmediato. Bajó los ojos, escondiéndose de nuevo tras sus gruesas pestañas como temerosa de que en sus ojos se pudieran leer sus pensamientos, quieriendo desaparecer.

—Claro…--Jen se sirvió una taza de café y se sentó a caballo en la silla, mirando a Esther con expectación—dinos, Esther… ¿pensaste algo?—preguntó como lo más normal.

La aludida asintió.

Inti tamborileó suavemente con los dedos sobre la mesa.

—Y… ¿qué has pensado?—inquirió Jen.

Ella tragó saliva.

--Quiero intentarlo—repuso, sin querer levantar la vista de su taza.

—Ahá.

—Quisiera…—se atragantó y tosió ruidosamente.

—Tranquila…--intentó apaciguarla Jen. Extendió la mano hacia ella pero apenas la tocó.

—Quisiera intentarlo…—murmuró ella, recobrándose—pero si descubro que no puedo hacerlo, prometéis dejarme marchar, ¿verdad?

—Si quieres dejarlo y marcharte no tienes más que decirlo—repuso Jen—nadie te pondrá ningún impedimento si tomas esa decisión.

—No somos unos secuestradores—replicó Inti con una media sonrisa—si decides aceptar nuestras condiciones y quedarte aquí será sólo porque tú quieres. Tú tienes la última palabra; como persona adulta, actúas por propia voluntad.

Esther no pudo sino corroborar. Las palabras de Inti, pronunciadas con su concisión y sequedad habitual, eran ciertas. Ella era una persona adulta, y como tal, en ese momento se hallaba en pleno uso de sus facultades para decidir si prefería vagar sin rumbo o por el contrario se avenía a ser tratada como una… como una perra.

—Si quieres intentarlo—retomó Inti—hemos estado trabajando en una serie de puntos sencillos, llámalo contrato si quieres, aunque sin validez legal, mientras dormías.

Ella asintió.

—En estos puntos se resume lo que esperamos de ti, lo que queremos que seas, así como tus obligaciones como esclava, perra o como lo quieras llamar. En cuanto a derechos, si asumes tu condición, solamente tienes tres: el derecho a marcharte, el derecho a expresarte con educación, y el derecho a la palabra de seguridad. Te daremos libertad para escoger una palabra-llave, una palabra segura, que signifique que estás pasando por algo que no puedes soportar. El uso de esa palabra hará que paremos de hacer cualquier cosa que te estemos haciendo, pero no permitiremos que abuses de ella, ¿me explico?

Esther miraba el tablero de la mesa, sin verlo. Sus ojos estaban abiertos, acuosos, fijos. No pestañeó ni una vez mientras escuchaba aquello.

—¿Me explico?—insistió Inti con un deje de impaciencia.

Ella asintió pesadamente, encogida sobre la silla.

—Háblame como una persona, y no agaches tanto la cabeza—la conminó él—no eres un burro.

Otra vez esa manera cortante de hablar. Esther no sabría si sería capaz de acostumbrarse a ella. No podía entender por qué le dolía tanto, si apenas conocía a aquel chico. Sintió ganas de llorar; la barbilla le tembló ligeramente.

—Sí—pronunció.

El silencio era denso entre ellos ahora. Jen hizo amago de extender de nuevo el brazo hacia ella pero Inti le frenó agarrándole.

—Por favor, los arrumacos déjalos para la intimidad—le espetó—ya le has dado suficiente cancha. Ahora vayamos al tema y hablemos claro, ¿te parece?

Esther escuchó el largo suspiro que lanzó Jen al apartarse de ella.

—De acuerdo—le oyó que decía, con una voz diferente a la habitual—hablemos.

—Bien…

Inti extendió ante sí los papeles y los rotó un poco sobre la mesa para que Esther pudiera leerlos. Estaban escritos a mano, con pulcritud; la letra era firme, sencilla, regular y clara. Las Aes mayúsculas llamaron la atención de Esther; eran rudas, triangulares, más grandes que el resto de las letras. Las crestas de las efes y las bes apuntaban alto, como si quisieran invadir la línea superior aunque se detenían justo a la distancia apropiada para no hacerlo; lo mismo sucedía con los pies de las pes, las y griegas, las jotas y las ges. La presión que el autor, quien quiera que fuese, había ejercido sobre el útil de escritura dejaba patente que el texto había sido escrito con decisión y energía.

—Todo por escrito—le indicó a Esther señalándole las hojas—creo que no falta nada…

Ella se inclinó unos centímetros más para ver mejor, pero aunque distinguía con claridad las palabras, no conseguía leer una frase del tirón. Forzó los ojos pero siguió sin lograr arrancarle sentido al texto; no eran sus ojos los que fallaban, era su cerebro embotado, paralizado.

—Estoy muy nerviosa…--dijo al fin, apartándose de aquellos papeles. Sentía que las pupilas le ardían.

—Está bien—concedió Inti—lo leeremos entre los tres, detenidamente, ¿de acuerdo?

—Gracias…

A Esther le sonó lejana su propia voz, como si estuviera viviendo aquella realidad desde algún compartimento acolchado en su cabeza. Se sintió de repente muy fatigada, desconectada de todo lo que creía fijo en el mundo; deseó simplemente desaparecer. Pero lógicamente, eso no iba a ocurrir. Había llegado el momento de enfrentarse a todo aquello, de saber por fin qué era exactamente lo que esos chicos querían… los tres, incluido el eternamente dulce Jen.

—Punto uno—comenzó Inti, aclarándose la voz—“aceptas todas estas condiciones desde la libertad y por propia voluntad”. Esto ya lo hablamos antes—añadió—se presupone que esto es un pacto entre personas adultas.

Esther asintió, comprendiendo.

—Es importante que esto quede muy claro—recalcó Inti, apartando la vista de los papeles para mirarla. A ella le pareció que le taladraba los ojos—No se te está forzando a nada, nadie te está obligando a aceptar.

—De acuerdo—musitó ella—sí, está claro.

—Bien. Punto dos—continuó Inti. Jen permanecía en su sitio, mirándole con atención, sin hablar—“En cualquier momento que lo desees podrás irte. Si decides marcharte quedará anulado el pacto, y por tanto también renunciarás a los beneficios que se te ofrecen: dormir bajo este techo, comida, tu espacio en esta casa y todas las cosas que hayas conseguido aquí”.

Hizo una pausa y miró a Esther. Ella asintió con prontitud.

—¿Está claro?

—Sí…

—Continúo—prosiguió Inti—si tienes alguna duda, párame. Punto tres—dijo—“Aceptando estas condiciones te entregas a nosotros. Serás nuestra. Te convertirás en

alguien

de nuestra

propiedad

. Haremos contigo lo que se nos antoje y tú te limitarás a obedecer. Si transgredes esta norma, el pacto se romperá de inmediato y tendrás que salir de la casa en ese mismo momento, quedando tu relación con nosotros completamente anulada”.

Despegó los ojos del papel para lanzarle una mirada significativa a Esther.

Ella asintió nuevamente. Se encontraba ligeramente mareada.

—Punto cuatro—carraspeó Inti, volviendo a leer—“Mientras estés aquí serás tratada como una

perra

, y por tanto te dirigirás a cada uno de nosotros con la palabra “Amo”. Nos reservamos el derecho de educarte, corregirte y moldearte a nuestro placer, sin deberte ninguna explicación al respecto. También nos reservamos el derecho de castigarte o compensarte cuando lo creamos oportuno”.

—Entiendo…

—¿Sigo?

—Sí, por favor…

—Punto cinco: “Que tratemos de ser coherentes contigo no significa que tenga que existir un motivo para hacer lo que queramos contigo, incluso infligirte dolor ya sea físico o emocional. Basta con que queramos hacerlo, nada más. Estarás siempre sujeta a nuestros deseos y nuestras manías, en cuanto a esto y en la convivencia diaria.”

—Pero… ¿Dolor físico? ¿Dolor emocional?—inquirió Esther, asustada, retrocediendo.

—En el punto siguiente se detalla—murmuró Jen, señalando con la barbilla el papel que sujetaba Inti.

—Así es—respondió este—Punto seis: “Se tendrán en cuenta tus límites físicos. No se te lesionará. Se respetará tu integridad física dentro de los límites vitales. No se te golpeará en ningún punto vital, no se te cogerá del cuello, no se te tocará ningún órgano, hueso, o nervio importante. No se te impedirá respirar, no se te aplicará electricidad ni fuego directo sobre la piel. No se te darán puñetazos en la cara ni se te golpeará en la cabeza.”

Esther tembló visiblemente.

—Punto siete—Inti tomó aire antes de continuar—“Recibirás todo tipo de humillaciones verbales… sin límite—hizo una pausa deliberada para mirarla, comprobando que el hermoso rostro palidecía a velocidad de vértigo—se te podrá marcar, tanto con hierro candente como cuando seas castigada. Serás azotada cuando consideremos oportuno, con nuestras propias manos o con cualquier instrumento adecuado para tal fin. Serás castigada en las nalgas, la espalda, los brazos, los pechos y las piernas dependiendo del instrumento en cuestión; no se te castigará nunca en el abdomen ni en el cuello, ni tampoco en el tórax más allá de los pechos.”.

Inti respiró.

—¿Alguna duda de momento?

Esther negó con la cabeza, cada vez más pálida y temblorosa.

—No… está todo muy claro.

—Bien—repuso Inti—continúo entonces. Punto ocho: instrumentos de castigo. “Podremos usar indistintamente cualquiera de los objetos que a continuación se nombran. Si uno de nosotros juzgara apropiado usar otro objeto diferente, tendría que ponerlo en común con los otros dos Amos restantes. Los objetos que podemos usar libremente son:

De nuevo se detuvo. Empezaba a disfrutar con las reacciones de espanto de Esther, que iban en crescendo mientras él hablaba.

—Son…—volvió los ojos al papel, tratando de disimular una sonrisa de regodeo—Varas de diferente material y grosor, rígidas o flexibles, por supuesto fustas. Palas de diverso grosor, tamaño y material. Pinzas lisas o dentadas, de plástico, madera o acero. Cualquier tipo de látigo, ya sea largo o corto, de una o varias colas. Agujas de todos los calibres, y otros objetos punzantes como alfileres, cuchillos o cristales, siempre teniendo en cuenta el punto seis. Objetos ordinarios como tablas de cocina, reglas o zapatillas también serán adecuados para inculcarte disciplina cuando estimemos necesario”.

—Esther…--cortó Jen—Todo esto así dicho parece… pero no es…

Ella meneó la cabeza casi con violencia. Empezaba a darse cuenta, a vislumbrar apenas el contorno de aquel lugar tenebroso donde se estaba metiendo. Y, para bien o para mal, quería saber más.

—Es igual—musitó—está bien saber todo esto. Inti, ¿puedes seguir, por favor?

El aludido sonrió levemente.

—Claro. Punto nueve—leyó en voz alta, señalándolo sobre el papel—“Se te podrá privar temporalmente de el sentido de la vista, oído, y tacto. También se te podrá privar de hablar y del movimiento, y para esas ocasiones deberás pensar con nosotros una señal o código que sustituya la palabra segura. Podremos usar mordazas de cualquier tipo, toda clase de inmovilizadores, esposas, vendajes, cuerdas…”

—En cada práctica se te observará de cerca y se preservará tu integridad física por encima de todo—añadió Jen—causar dolor en un momento dado es una cosa, hacer daño a una persona es otra. Todo esto se hará con estricto control, puedes estar segura.

Esther rodeo su propio cuerpo con los brazos.

—Entiendo.

—¿Seguro, cielo?—ahondó Jen.

—Sí…

Con el “cielo” pasaba igual que con el “cariño”. Desde su boca y con su voz no parecían palabras extrañas, no parecían peyorativas, almibaradas ni condescendientes. Simplemente se trataba de palabras diferentes—pocas personas las habían empleado en serio-- para referirse a ella. En cierto sentido, y más en aquella situación, Esther casi lo agradecía.

—Punto diez—continuó Inti, dándole la vuelta a la hoja. Leía despacio, lo disfrutaba—“La palabra segura. Pensarás en una palabra de seguridad que al ser usada hará que cualquier actividad, castigo o lo que quiera que se te esté haciendo se detenga de inmediato. Cualquier cosa. Esa palabra sirve para ser usada en un momento límite, de modo que no la desperdicies. Si entendemos que la usas sin ton ni son, o a la primera de cambio, se romperá el pacto y saldrás de la casa. Si entendemos que la has usado de forma irresponsable, aunque sólo haya sido una vez, se te podrá castigar de cualquiera de las formas anteriormente descritas. La palabra de seguridad tendrás que pensarla y comunicárnosla antes de aceptar las condiciones de este pacto”.

—De acuerdo—musitó Esther.

—Ten cuidado—advirtió Inti con una sonrisa divertida—la palabra de seguridad parece una salvación, y en cierto modo lo es, pero también puede ser un caramelo envenenado. A veces sale mejor aguantar un poco y descubrir que lo que considerabas una barrera de inicio, no era tal…

—No estoy muy de acuerdo con eso—replicó Jen—Esther, si finalmente aceptas y ves que en algún momento no soportas algo, debes decir la palabra. No pienses en el pacto ni en las consecuencias. Es cierto que no deberías usarla a lo tonto para cualquier cosa, pero tampoco te obstines en no decirla. ¿Me comprendes?

Ella le miró amedrentada, sin saber muy bien qué responder.

—Bueno, está claro que Jen y yo somos muy diferentes…—sonrió Inti—como Amos, al menos.

—En este punto, sí—asintió Jen. Y añadió, volviéndose hacia Inti—esa palabra es la única forma de saber cuándo ella realmente no puede más.

—Claro—respondió el aludido—por eso mismo defiendo un uso responsable de ella. Sirve para lo que sirve, no para tonterías.

—Lo que Inti quiere decir es…

—Lo que quiero decir—cortó el otro reposadamente, sin alterarse, y sin dejar de mirar a Jen—es que si la estoy azotando y la usa porque le pongo el culo rojo, o morado, me lo voy a tomar muy mal. En ese momento puede que tenga que parar, porque así está estipulado, pero ten por seguro que después el castigo será mucho peor.

Corroboró sus palabras con una sonrisa sincera, casi inocente, que a Esther le heló la sangre en las venas. Jen apretó los labios y movió la cabeza en señal de afirmación.

—Cada uno es como es—replicó—¿Cómo estás, Esther?—preguntó volviéndose hacia esta.

La chica vaciló unos segundos antes de contestar.

—Asustada…—murmuró, tratando de ser sincera—pero... bien.

Inti rio.

—Ese tipo de respuestas son las que me gustan. Honesta: acojonada pero dispuesta a seguir adelante, o al menos aquí estás. Está bien eso.

Casi le salió a ella una sonrisa involuntaria. Era la primera vez que Inti, a su particular manera, le “reconocía” algo que hacía bien. Sintió un discreto y fugaz calorcito en algún lugar de su interior, a pesar de que tras escuchar todas aquellas (barbaridades) cosas se le había encogido el alma.

—Venga, continúo—dijo Inti—ya queda poco. Punto once: “Dado que somos tres Amos y una sola perra, tendremos que alternarnos para compartirte. Acordaremos entre nosotros cómo. Lo que sí es seguro es que cada día le corresponderá a uno de nosotros usarte con prioridad, lo que no quiere decir que dejes de pertenecer al resto. Dormirás donde te diga el Amo que corresponda ese día, comerás lo que te diga que comas, harás tus necesidades cuando él te lo permita, vestirás como él te diga, etc.”.

—Entiendo.

—Y ya sólo queda el último punto, no por ello menos importante—dijo Inti, repasando las hojas—Punto número doce: “Salvo que se te indique lo contrario, mientras estés en esta casa no llevarás bragas. Debes estar accesible para cualquiera de nosotros en todo momento. Sujetador puedes llevar, y puedes elegir entre falda o pantalones, pero bragas no. Por otra parte, nunca, jamás, podrás encerrarte en ninguna habitación; incluso en el cuarto de baño harás tus necesidades con la puerta abierta, y siempre habiendo pedido permiso antes. Dormirás donde se te diga, no necesariamente en la habitación donde dormiste hoy, y siempre también con las puertas abiertas. Carecerás de toda intimidad salvo que se te conceda. Y cualquier cambio en tu salud, del tipo que sea, deberás comunicárnoslo”. Aunque ya nos encargaremos nosotros de examinarte—añadió con socarronería, mirando a Jen—no en vano tenemos un enfermero en casa…

—Todo un alivio, ¿verdad?—replicó Jen, mordiéndose los labios entre divertido y nervioso.

—Un lujo, más bien—respondió Inti—es importante contar con alguien que tiene conocimientos de anatomía humana…

Jen rio por lo bajo, y le dio un suave empujón a Esther.

—Eso lo dice porque él es veterinario—le dijo, señalando a Inti.

Veterinario. Claro, no podía ser de otra manera. A Esther le pareció que entendía de pronto muchas cosas.

De pronto, le surgió una duda cruel.

—Y… cuando me venga la regla…—musitó—¿tampoco puedo llevar bragas?

Inti miró a Jen con gesto interrogante.

—No había pensado en eso, la verdad…

Jen sonrió.

—Ya, y yo estaba esperando que ella hiciera esa pregunta—le respondió a Inti—Cuando te venga la regla tendrás que decírnoslo—dijo girándose hacia Esther—y ya te diremos lo que has de hacer.

—Tengo entendido que los tampones son muy útiles para estos casos…--dijo Inti concierta ironía—aunque bien pensado, habrá que retirarlos para follar y eso resulta asqueroso…

Esther se replegó en sí misma, deseando desaparecer una vez más.

Jen se echó a reír.

—Vale, somos diferentes, está claro—replicó—A mí no me da ningún asco… y a ti no entiendo por qué te lo da, si has sido capaz de atender hace cuatro días el parto de una caniche…

—No jodas, eso no es lo mismo…

—No, claro que no… eso yo no sé si podría hacerlo…

Parecían dos chicos normales hablando y riendo sobre algo banal. Un observador recién llegado no hubiera podido imaginarse que estaban discutiendo sobre la menstruación de su perra, perra que era a su vez un ser humano, una chica que de forma voluntaria estaba dispuesta, al parecer, a asumir esa condición.

Lo que se planteaba sobre aquella mesa era fuerte, mucho. Pero no parecía tener esadimensión. Esther veía a los dos chicos—dos de sus presuntos “Amos” en potencia—charlar y comentar cada punto distendidamente, como dos amigos hablando de un partido de futbol. En definitiva eso era lo que ellos eran: amigos, la que quedaba fuera de aquello era ella misma. Ellos tenían una vida aparte de la que desarrollarían con ella, sometiéndola dentro de aquella casa; ella sin embargo, si aceptaba, sería perra y solamente perra allí, salvo que se le ordenara que fuera otra cosa. Esto le resultó terrible excitante por alguna razón...

—Bueno, Esther… pues eso es todo, creo—le dijo Inti al fin, cuando hubieron terminadode reír la broma del caniche—¿Tienes alguna duda? ¿Te parece que olvidé redactar algo?

La aludida pensó durante un momento. O al menos lo intentó.

—Pues la verdad es que… no lo sé—contestó, rebuscando en su mente algo que decir—me siento un poco... perdida...

Inti y Jen asintieron casi a la vez.

--Nunca he sido una... perra…--continuó, tratando de explicarse.

Jen sonrió de oreja a oreja y le apretó la mano.

—Nunca

queriendo

…—le dijo.

Ella enrojeció. ¿Había sido perra alguna vez sin saberlo, o sin decidir serlo? ¿Era eso posible? No. Nunca había amado tanto como para dejarse en manos de nadie, o servir a nadie. Pero… realmente, en su fantasía, creyó vagamente recordar que alguna vez sí habría querido hacerlo.

Cuando Esther tenía muchos menos años—ahora contaba veinticuatro—jugaba al baloncesto en la liga del instituto. No era nada del otro mundo; no había uniformes llamativos, ni mascotas de equipo, ni animadoras, gracias a dios. Era más que nada una manera como cualquier otra de relacionarse con los otros dos institutos que había cerca del barrio.

El entrenador del equipo de baloncesto era un hombre muy joven, como mucho le sacaría a Esther diez años. Y, desde el principio, a Esther le pareció guapísimo. Huelga decir que a la niña le deslumbraba todo lo externo, sentía verdadero placer con aquello que consideraba estético, y en ese sentido Raúl—así se llamaba él-- era el no va más.

Pero tras tiempo de conocer a Raúl, a Esther le sucedió algo extraño.

Lejos de quedarse en la primera imagen, en el arquetipo deslumbrante, sintió la necesidad de ir más allá. Raúl era un hombre paciente, ecuánime, siempre correcto en el trato. Sin embargo, no era sociable, no era cordial, a veces incluso resultaba hosco. En los entrenamientos era duro, exigente, implacable. Si surgía algún problema entre las jugadoras, se mostraba autoritario y pragmático, solucionando la cuestión de forma tajante con un par de decisiones rápidas. Después de todo no debía de hacerlo mal, porque las chicas ganaban partidos y realmente disfrutaban jugando.

Esther se había quedado prendada de Raúl desde el principio, y al bucear cada vez más adentro en él se enganchó sin remedio. Nunca se lo llegó a decir. Hubiera sido algo impensable.

Reaccionaba ante él de manera extraña, porque había llegado a estar loca por él. Y, cuanto más cabrón era Raúl, cuanto más duro y más borde era con ella, más necesidad de él sentía.

Le deseó durante mucho tiempo, física y emocionalmente. Pensar en estar con él alimentaba algo dentro de ella, una pequeña región de su ser que hasta el momento había pasado inadvertida, pero que de pronto tenía voz.

Una noche, Esther tuvo un sueño húmedo que implicaba a Raúl. Casi llegó a correrse.

Sin embargo, se despertó sobrecogida pues había sido un sueño muy extraño. Incluso sintió una oleada de vergüenza por haberlo generado, como si ella hubiera tenido voluntad en ese proceso.

En su sueño, Raúl la tenía atrapada boca abajo sobre sus rodillas, sujetándola con un brazo y pasando una pierna como un cepo entre sus pantorrillas. Ella no dejaba de moverse, tanto por resistirse como por la excitación que sentía. Raúl estaba diciendo algo que le resultaba vagamente familiar, pero su discurso era un poco incoherente. Tan pronto hablaba despacio, pausadamente, como de pronto empezaba a reprocharle algo y su tono crecía, llegando su arenga a ser una bronca en toda regla. De vez en cuando paraba para insultarla con desprecio y para decirle que lo iba a lamentar, que iba a aprender, que iba a desear no haberlo hecho…

—Esther…

Jen sacudía con suavidad el brazo de ella, que colgaba sobre su regazo, inerte. Los ojos se le perdían en un universo infinito.

—Esther…la tierra llamando a Esther…

Ella volvió bruscamente a su ser.

—Perdonad…

—¿Pero dónde estabas?

Jen la observaba con los ojos brillantes. Sonreía.

—Pensando…

—¿Cuánto tiempo necesitas para pensártelo, Esther?—dijo Inti—No te lo pregunto para presionarte, simplemente para saberlo.

Ella no supo si él estaba siendo irónico o hablaba en serio.

—¿Cómo?...

—Que cuánto tiempo necesitas—repitió Inti—para tomar la decisión de venir a vivir aquí o no.

—Ah…perdón, sí…

Inti la miró expectante.

—Pues… yo… creo que ya lo tengo pensado…

—¿Sí?

Esther carraspeó, muy nerviosa.

—Sí. Tengo mucho miedo. Pero quiero hacerlo... de todos modos.

--Gran decisión que el miedo no te impida hacer lo que quieres—aplaudió Jen—pero no te precipites. Nosotros podemos esperar hasta…

—No, no…

La voz de Esther era un susurro, el hilo de una tela de araña. Pero era decidida, apuntalada en la tierra como una roca.

Jen cerró la boca.

—Quiero intentarlo, de verdad—le vino una palabra a la cabeza y se tragó el orgullo—Quiero intentarlo, por favor,

Amos

.

-

Los chicos se miraron con sorpresa. Inti se sonrió como ella nunca antes le había visto, apretando los labios como conteniendo una bola de fuego. Jen se acercó más a ella, levantándose de la silla, rozando casi su mejilla con los labios.

—¿Amos?—dijo al oído de Esther--¿Somos nosotros los Amos de esta perrita?

Ella sintió un escalofrío recorriéndole la espalda a la velocidad de la luz. Mojó de golpe las bragas. Agachó la cabeza.

—Sí… si seguís queriendo serlo…

—A mí no me llames de tú, que no soy un colega—replicó Inti, clavando las pupilas en Esther. Ella absorbió el impacto de aquella mirada y se retorció sobre la silla.

—Perdone, Amo…

—Que no se repita.

Jen tomó con cuidado la barbilla de Esther y la levantó, obligándola a mirarle.

—A mí puedes llamarme de tú, si quieres—le dijo. Respiraba rápido—siempre que eso no te haga pensar que soy un colega…

—No, Amo, no lo pensaría…

Esther sentía el corazón saltando literalmente en su pecho. Temió desmayarse, que le diera algo entre aquellos dos hombres por los que deseaba ser… ¡No! ¿Por qué deseaba aquellas cosas? Dios santo, cómo las deseaba. Ser severamente reprendida, castigada, humillada, usada, destrozada. Dios. ¿Acaso quería destruirse?

Jen se aproximó un poco más y le besó la mejilla.

—Me moría de ganas de que fueras mía—murmuró en su oído antes de separarse de ella.

[continuará]

[*pido disculpas porque estoy teniendo problemas en el procesador de texto y en el editor de aquí para cuadrar los puntos y aparte/división del texto en párrafos.Estoy intentando solucionarlo, perdón por las molestias.]